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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Ha estallado la paz (91 page)

BOOK: Ha estallado la paz
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Fue, en verdad, un acontecimiento. Un acontecimiento que aceleró la circulación sanguínea de las dos familias, pero que al propio tiempo paralizó los relojes. Los relojes, desde ese momento, daban la impresión de que no andaban. Como si esperasen a que llegara una nueva hora en la tierra, una tierra en la que sólo había un habitante: Pilar.

Felicitaciones a granel… El teléfono con las amigas funcionó más que nunca.

Bromas en el Café Nacional. El señor Grote, Marcos, Galindo, empezaron a llamar a Matías «el abuelo». «¡Ramón, un coñac para el abuelo!». «¿Qué dice el abuelo?».

—El abuelo —decía a veces Matías, levantando con maestría, todas a un tiempo, sus fichas de dominó— saluda a la concurrencia al grito de ¡Arriba España!

Carmen Elgazu exageró. Prácticamente se trasladó al piso de la Estación y se multiplicaron los consejos.

—Hija, come, come mucho… Tienes que comer por dos…

—Hija, no se te ocurra ducharte con agua fría…

—Hija, mucho cuidado con los caprichos. Ya sabes que…

—Sí, ya sé, luego el crío nace con lunares…

Pilar se sentía tan mimada, que se volvió exigente. Hubo un momento en que Ignacio temió que su hermana se convirtiera en déspota. Pero no hubo tal. A Pilar le gustaba sentirse protegida, pero también tenía plena conciencia de su responsabilidad.

Lo que sí tuvo, con toda evidencia, fue un reflejo de tipo religioso. Le dio gracias a Dios por lo ocurrido y cada vez que iba a la consulta del doctor Pedro Morell y éste le decía: «Esto marcha perfectamente…», a la salida Pilar entraba en la iglesia del Sagrado Corazón, adonde fue precisamente cuando tuvieron que operar a su madre, y allí le rezaba a la Virgen-Adolescente, la de los congregantes, la del padre Forteza, para que la ayudara a soportar el embarazo y para que, en el momento del parto, tuviera ella las fuerzas necesarias para comportarse como debía comportarse una mujer.

El doctor Morell… ¡Qué hombre! Pilar lo admiraba, admiraba su profesión. Tocaba los extremos de la vida y de la muerte. Un día ordenó que le extirparan a Carmen Elgazu lo que ésta tenía de madre, la esterilizó; otro día, no lejano, la ayudaría a ella a lo contrario, a tener un hijo. ¿Un hijo o una hija?

Pilar deseaba un hijo. Y que se llamara César. Por eso una mañana alquiló un taxi y, sin decírselo a nadie, se fue al cementerio y, dirigiéndose al nicho en que César dormía, Pilar le ofreció a su hermano el fruto de su vientre y le rogó que le traspasara un poco de su bondad.

Fue una escena solitaria y conmovedora, entre los cipreses oscuros, pese a que tía Conchi, el cadáver de tía Conchi, estaba también allí, detrás de la lápida, presenciándolo todo.

A Mateo lo mismo le daba que fuera chico o chica. «Vamos a tener otros muchos… De todo habrá».

Esther se mostraba disconforme con los consejos que Carmen Elgazu le daba a Pilar.

—No seas boba. Eso son cosas pasadas… Lo que tienes que hacer es lo contrario: bañarte, hacer ejercicio… ¿No comprendes? ¡Y nada de comer tanto, por favor! Anda, Pilar, que yo tuve mis dos críos sin apenas darme cuenta…

Pilar escuchaba a todo el mundo, pero sobre todo a su propio corazón. Y éste le estaba haciendo una jugarreta… de la que no se atrevía a hablar ni siquiera a Mateo: el miedo a la guerra.

Desde que se había quedado encinta no podía pensar en la guerra, ni leer los partes alemanes, ingleses y demás sin sentir un miedo pavoroso. Infinidad de palabras tenían ahora para ella otro significado; incluyendo palabras que le eran muy caras a Mateo…

«Mitad monje, mitad soldado». ¿Por qué su hijo iba a ser mitad monje, mitad soldado?

Sería lo que se le antojara ser, ¿no? ¿Y las consignas de la Sección Femenina, de la Hermandad de la Ciudad y el Campo? Cada hijo que muere, es un ciudadano que se pierde para la Patria. ¿Sólo para la Patria? ¿Y la madre, no lo perdía?

—Por Dios, no le digas esas cosas a Mateo…

La voz que hablaba así era la de la propia Pilar. Y en alguna ocasión, la de Carmen Elgazu. Aunque ésta añadía:

—De todos modos, no te preocupes. También Mateo cambiará. Cuando los hombres tienen un hijo, todo es distinto… ¡Si hubieras conocido a tu padre! Cuando Ignacio nació me prohibió que abriera las ventanas. Y eso que siempre había estado hablando de que había que airear las habitaciones…

Y lo cierto era que los relojes, pese a las apariencias, andaban… Sobre todo uno: el del piso de la plaza de la Estación instalado en el comedor. Tic, tac, tic, tac… Marzo, abril… Cuando llegara octubre, finales de octubre, ¿qué ocurriría? El gran milagro de que Mateo habló. Nacería un nuevo César…; o una niña amoratada y rosa, con veinte dedos, con dos ojos, con dos orejas, con una naricilla para respirar.

—¿Qué dice el abuelo?

—El abuelo presenta esta vez cuatro dobles. Hay que barajar las fichas de nuevo…

* * *

La felicidad de Pilar y Mateo produjo en Ignacio una fuerte impresión. Aquello no era un proyecto; era un hecho. Un hecho que intensificó lo indecible su propio amor por Ana María, pero que lo intranquilizó de nuevo. Ignacio a veces se miraba al espejo y se veía vulgar, fiscalizado además por los rostros esquizoides, rotos, de Picasso, que colgaban en la pared de su cuarto. Y, por más que su última entrevista con Ana María, en Barcelona, había sido encantadora y que las cartas que la muchacha le escribía, casi a diario, no podían ser más estimulantes, era evidente que debería pasar mucho tiempo antes de estar en condiciones de instalar bufete propio y de poder ofrecer «a la hija de don Rosendo Sarró» un nivel de vida digno.

Por añadidura, el piso de la Rambla, ahora que conocía a fondo el de Manolo y Esther, lo acomplejaba cada día más. Claro que disponía de la soñada habitación para él solo…, con las obras de Freud, pero era un hogar de lo más humilde. ¿Y sus padres?

Eso era peor aún. De un tiempo a esta parte no podía evitar el juzgarlos como desde un observatorio. ¿Por qué su padre, Matías, al gargarizar, antes de acostarse, metía tanto ruido? ¿Por qué su madre a veces se dejaba olvidadas, como tía Conchi, un par de horquillas en el lavabo?

De pronto Ignacio reaccionaba. ¡Al diablo los fantasmas! Al fin y al cabo, don Rosendo Sarró no era un aristócrata; era un financiero. Financiero, por otro lado, rigurosamente inmoral, sobre todo a raíz de la guerra. ¡Quién sabe el ruido que metería él al gargarizar! Y por supuesto, a juzgar por lo que le había contado Ana María, la madre de ésta carecía en absoluto de la distinción espiritual de Carmen Elgazu, cuyos actos constituían siempre una lección de bondad.

A todo esto, don Rosendo Sarró, objeto de las pesadillas de Ignacio, realizó el previsto viaje a Gerona para entrevistarse con les hermanos Costa. Ana María se lo comunicó a Ignacio con la debida antelación: «Llegará el día de San José, alrededor de las once y media».

Ignacio se mantuvo a la espera, en la calle de José Antonio Primo de Rivera, paso obligado, y consiguió ver efectivamente a su futuro «suegro». Éste llegó poco antes de las doce y se reunió con Gaspar Ley en el Café Savoy. Llegó con un coche fastuoso… y chófer uniformado. Su estampa era la de un triunfador. A Ignacio, que lo estuvo espiando desde el Puente de Piedra, le pareció más alto que cuando lo viera en San Feliu de Guixols durante el verano, con la caña de pescar a cuestas. Llevaba un sombrero gris y un sólido abrigo cruzado. Al estrecharle la diestra a Gaspar Ley dio la impresión de que los huesos de la mano de éste crujirían, como los del doctor Chaos… Poco después los dos hombres se dirigieron al local de la Constructora Gerundense, S. A., de la calle Platería. Ignacio tuvo la certeza de que Gaspar Ley, al pasar por la Rambla, le diría a don Rosendo Sarró: «Ahí, en esa escalera sombría, vive el pretendiente de tu hija…»

Estimó humillante aguardar a que la reunión terminase. De modo que subió a su casa. Aunque comió sin apetito y sin dejar de preguntarse: «¿Y cómo me enteraré del acuerdo que hayan tomado? Tal vez Ana María, en la próxima carta, pueda decirme algo…»

No hubo necesidad de esperar tanto. Al día siguiente, por la tarde, Manolo, en el bufete, le informó del resultado de las conversaciones: positivo. Sarró y Compañía trabajaría con la Constructora Gerundense, S, A., sin que ello constara en ningún papel.

Todo se realizaría a través de una nueva Sociedad cuya fundación habían concebido los hermanos Costa: Sociedad que se llamaría
Emer
—Empresas Españolas Reunidas— y que, cara al público, se dispondría a disputarle el mercado a la Constructora Gerundense, S. A. ¡Ah, el truco era corriente en aquellos tiempos! Al frente de dicha Sociedad, los Costa colocarían, en calidad de hombre de paja, nada menos que a Carlos Civil, el hijo del profesor Civil, que continuaba en Barcelona taciturno, intentando en vano abrirse camino.

—¿Comprendes, Ignacio? La jugada es perfecta. ¡Crearse la propia competencia! Y como garantía, el apellido Civil. Por lo demás, el hijo del profesor hará lo que le manden…

Ignacio se quedó de una pieza. ¡Astucia de las «aves de presa»!
Emer
no despertaría recelos… ni siquiera en el general Sánchez Bravo.

La carta de Ana María, fechada el 21 de marzo, confirmó lo dicho por Manolo. «Mi padre regresó de Gerona muy satisfecho en lo referente a sus negocios. Su aspecto no mentía. Pero, naturalmente, aprovechó la ocasión para pincharme. Me dijo que Gerona era una ciudad aburrida y sucia, sin porvenir…»

Por fortuna, Ana María añadía algo más. Añadía que se había salido con la suya tocante a su proyecto de ir también ella a Gerona. Iría con Charo, por Semana Santa, con la excusa de ver la procesión. Pasarían lo menos dos días, en el hotel en que se hospedaba Gaspar Ley. «Ya está todo arreglado. Mi padre ha puesto el grito en el cielo, pero al final ha optado por ceder. Me ve tan firme, que sabe que si se opone va a ser peor. ¡Así que pronto volveremos a vernos, Ignacio! ¿Te das cuenta de lo que esto significa? Charo me está ayudando mucho. La verdad es que en gran parte la organización de este complot se lo debo a ella. ¡Ah, estoy segura de que Gerona no me parecerá a mí ni aburrida ni sucia! Para mí será el cielo. Porque amarse es el cielo, ¿verdad, Ignacio?».

La alegría de Ignacio fue indescriptible. Ana María demostraba estar dispuesta a todo y ello le infundía valor. Trazó un plan minucioso para que Gerona le causara buena impresión: el barrio antiguo, el camino del Calvario, la Dehesa… Se informaría con exactitud sobre los datos históricos y arqueológicos para poderle decir, en la Catedral, en los Baños Árabes: «Esto es del siglo tal, esto del siglo cual…» ¡Y tomarían café en el Savoy! A ser posible, en la misma mesa en que se sentaron don Rosendo Sarró y Gaspar Ley…

Manolo y Esther aprobaron su proyecto. «Sí, sí, tráela a casa… —dijo Esther, con entusiasmo—. Me muero de ganas de conocer a Ana María. Podremos presenciar la procesión desde aquí, desde el balcón».

Luego Manolo e Ignacio sostuvieron, en el despacho, una larga conversación de orden profesional… La necesidad de superación de Ignacio lanzó a éste a la aventura. El muchacho le dijo a Manolo que jamás pudo soñar con aprender tanto en tan poco tiempo. Y que estaba contento con el nuevo sueldo que cobraba desde primero de año, y, sobre todo, de la amistad fraternal que los unía. Pero… entendía que Manolo exageraba tocante a su honestidad. Que se le estaban escapando de las manos asuntos muy importantes… No se atrevía a mencionar el de los hermanos Costa. Pero Manolo había rechazado otras muchas ofertas, que, en su opinión, eran perfectamente defendibles. Un abogado no era un misionero. Los tiempos corrían como corrían y se imponía, a veces, hacer la vista gorda. Ahí estaba el ejemplo de Mijares, que en cuestión de unos meses había subido como la espuma… Y ahí también el cargo que acababa de aceptar nada menos que un hijo del insobornable profesor Civil… ¡Sí, sí, trabajaban mucho, ya lo sabía! No daban abasto, y el prestigio era el prestigio. Sin embargo, los expedientes eran por lo general de poca monta. ¿La vida no consistía en aprovechar las grandes oportunidades? Ignacio comprendía perfectamente la repugnancia que sintió Manolo en
Auditoría de Guerra
. Pero en el mundo de las finanzas era otro cantar. Ahí estaba entendido que valían los trucos y el esconder la mano izquierda. La moral no era una cuestión matemática. Tal vez cupiera replantearse la cuestión…

Manolo escuchó a Ignacio con expresión impenetrable. Sólo al final sus facciones se endurecieron. Tanto, que Ignacio de pronto oyó unas palabras severas:

—Por favor, Ignacio, cállate… No me decepciones, te lo ruego.

Ignacio sintió que el pitillo que fumaba se le caía de los dedos. Se azoró lo indecible. Manolo vestía una de sus americanas deportivas, de cheviot, y jugueteaba con un clip, aunque sin llevárselo a la boca, como solía hacer Padrosa… La barbita romana de Manolo pareció temblar y se apoderó del despacho como un aire de juicio sumarísimo.

—No me decepciones. Creí haberte convencido de que el prestigio era rentable…

La dignidad de Manolo era tal, que apenas si éste tuvo necesidad de añadir nada más. Ignacio se sintió repentinamente ridículo. Ridículo y culpable. Se había precipitado. Había hablado como un necio. Ahora le iba a ser difícil rectificar. Manolo continuaba mirándolo, jugando con él más a su antojo que con el clip. La ambición lo había cegado por unos momentos… ¡Dios, cuánto costaba forjarse la personalidad definitiva! ¿O es que ese estadio supremo no se alcanzaba nunca?

Manolo vio a Ignacio tan abatido… que se disgustó de nuevo, aunque ahora por otro motivo.

—Te estoy leyendo por dentro… Y te comprendo menos todavía. Si te decidiste a plantearme el problema, ahora deberías defenderlo…

Ignacio estaba hundido. No sabía qué decir.

—Soy un estúpido. Realmente, lo que me gustaría es esfumarme.

Entonces Manolo se levantó, dio unas vueltas por el despacho, sin decir nada. Había vivido demasiado para no hacerse cargo de las causas que impulsaron a Ignacio a hablar de aquel modo. La sombra de don Rosendo Sarró, la incertidumbre… Alguna vez le había ocurrido a él algo semejante cuando empezó a acompañar a Esther. Esther le hablaba de montar a caballo por los prados ingleses y él no era más que el hijo de un acreditado abogado de Barcelona. Se hizo socio del Club de Golf… Hubiera dado cualquier cosa para poderle regalar a Esther un pura sangre o para ganar el Derby…

Se detuvo delante de Ignacio. Éste había encendido otro pitillo y estaba presto para el sermón. Algo vio en Manolo que le permitió intentar sonreír, aunque no pudo hacerlo. Por fin dijo:

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