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Authors: Anna Jansson

Tags: #Intriga, Policíaca

Hablaré cuando esté muerto (27 page)

BOOK: Hablaré cuando esté muerto
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—¿Qué puede ser? —dijo Simón palpando el paquete.

—Una cosa que creemos que te hace falta.

Mirja soltó una carcajada estruendosa y sin venir a cuento, lo que llevó a Maria a sospechar que tal vez había empezado antes la fiesta por su cuenta.

—¡Unos tirantes y unos calzoncillos Björn Borg! ¡Gracias! —dijo Simón tras abrir el paquete. Por su tono de voz era fácil adivinar que esperaba una explicación.

—Es un regalo que cubre todas las alternativas —explicó Ubbe.

—Ah, ¿sí? —repuso Simón mientras lo examinaba detenidamente—. ¿Puedes concretar un poquito más? No lo pillo.

—Puedes ponerte los slips Björn Borg para que veamos algo elegante cuando lleves los pantalones caídos, o utilizar los tirantes y evitarnos así la visión de tus calzoncillos de abuelo.

—Eso es una provocación. ¿Fue idea de Ingrid? Si hubiera estado aquí me la habría llevado detrás de la casa para ajustar cuentas con ella. De hombre a mujer.

Se le quebró la voz y rompió a llorar.

—La echo tanto de menos… No, no debemos evitar hablar de ella. Por eso estamos aquí, para recordarla, no con frialdad como en un entierro, sino con calidez, como si estuviéramos en un picnic sobre la hierba. Aquí podemos llorar y reír juntos, y consolarnos mutuamente. Así, en cierta forma, estará entre nosotros.

—Lo siento tanto por ti… —dijo Maria, que en ese mismo instante comprendió la desolación de Simón. Le dio un abrazo y se echó a llorar.

Una vez que había empezado parecía imposible parar. Eran lágrimas de agotamiento y decepción por la actitud distanciada de Per. Luego, todavía entre los brazos de Simón, alzó la mirada, se dio cuenta de que lloraban juntos y, extrañamente, lo sintió como algo natural e incluso agradable.

—La quería tanto… —repuso Simón—. Tanto como uno puede querer a otra persona sin perder la cordura. Bueno, un poco loco sí que me volví. Se le denomina «regresión en aras de la reproducción». Con ella utilizaba un lenguaje infantil, y cuando me di cuenta, es decir, cuando comprendí lo ridículo que sonaba, pensé que ese no podía ser yo, Simón. Me encontraba bajo un hechizo.

En mitad del llanto estalló una carcajada, y rieron sin realmente comprender por qué. Entre el llanto y la risa hay tan poca distancia…

—Me gustaría que conversáramos sobre Ingrid, las cosas que recordamos. Quiero que apartemos a un lado todo lo terrible para que su recuerdo sea hermoso —dijo Simón mirándoles con aire implorante.

—Yo la vi pocas veces —empezó Maria—, pero recuerdo algo que contó Signe. Madre e hija se encontraban junto al estanque de Móllebos al atardecer. Ingrid era una niña. En uno de los árboles vivían unos murciélagos. Aquella tarde una cría se había caído del nido e Ingrid cuidó de ella. ¿Sabes cómo la llamó?

Simón negó con la cabeza.

—Le puso Simón de la Mirada Extraña. Qué casualidad, ¿verdad?

Antes de que nadie tuviera tiempo de hacer ningún comentario tomó el relevo Gun.

—Había una vez un asesino fugado llamado Noak que se escondió entre la paja del establo de Móllebos. Esto ocurrió cuando Signe era muy joven. Imaginaos qué mal rato para los de la granja. No se enteraron de nada hasta que llegó la policía.

Gun prosiguió sin apercibirse de la animosidad de los demás. Simón les había pedido que omitieran todo lo negativo.

—¿Y si es el mismo que ha vuelto a las andadas? Noak… Tal vez el asesino sea él. Es decir, el de Ingrid… Está claro que no sabemos quién es…

—Recuerdo —la interrumpió Mirja— que Ingrid contó que una vez ganó un viaje. Por aquella época, Lennart Björk y ella salían juntos. Sí, eso no lo sabíais. El sacristán y ella tuvieron un romance. No es tan extraño: ¿entre cuántos puedes elegir en una parroquia tan pequeña? Lo guardaron en secreto. Signe tampoco lo sabía. Era un viaje para dos personas a Tenerife. Lo ganó en un concurso y estaba deseando irse, pero Signe se cayó por las escaleras en mitad de la noche y se rompió un brazo. Así era Ingrid, tan sacrificada y atenta. La relación entre Signe e Ingrid era verdaderamente entrañable y envidiable.

—¿No había contratado ningún seguro de cancelación? —preguntó Gun.

Mirja se encogió de hombros, como señalando que no iban por ahí los tiros.

—Yo también recuerdo una cosa —dijo Ubbe. Hasta entonces había permanecido tendido en la manta sobre la hierba, se apoyó sobre un codo y entornó los ojos hacia el sol del atardecer—. Un día, el invierno pasado, la acerqué a casa. Las clases habían comenzado tras las fiestas de Navidad. Estábamos en el coche hablando de lo que queríamos pintar… cuál era el verdadero sentido de pintar. Entonces me dijo algo importante: «Uno pinta para definirse a sí mismo».

—Bonitas palabras —comentó Simón, de nuevo con los ojos humedecidos.

—Le mostré mis dibujos —prosiguió Ubbe— y, sin saber nada de mí, empezó a decirme lo que veía en ellos. Y lo que veía era justamente lo que yo siento. Las imágenes me definían. Luego le pedí que me enseñara los suyos.

—¡Qué interesante! —exclamó Mirja—. Era una persona realmente dotada.

—Simón, eran dibujos de ti, muy conseguidos. Ella te veía de otro modo. ¿Sabes? Creo que estaba un poco enamorada de ti. Pero también había otras ilustraciones —añadió Ubbe y se le enrareció ligeramente la mirada—. Imágenes en negro y rojo y un niño muy, muy pequeñito devorado por la oscuridad. En una de ellas se veía al niño bajo la luz de un túnel. Le pregunté qué significaban, pero no quiso responderme. Me dijo que no se lo podía contar a nadie. Había bebido bastante vino esa noche. Seguro que os acordáis. Estaba rara. Después de eso fue como si el encanto se hubiera roto y nunca más volvimos a estar tan próximos, en ese estado en que uno puede hablar de las cosas realmente importantes. Fue solo esa vez. Me dio la impresión de que se transformó en una persona completamente diferente.

—No sabía que Ingrid y Simón habían sido pareja. ¡Vaya sorpresa! —confesó Mirja cuando abandonaron la fiesta.

—No, desde luego en el curso se cuidaron de no mostrar nada.

—Me alegro de no tener que volver sola a casa en esta oscuridad —dijo Mirja cogiendo a Maria del brazo—. Después de lo que ha pasado, no es fácil. ¿Qué piensas? ¿Crees que es un loco, un malnacido que puede aparecer en cualquier momento? Tenemos un retrete exterior, pero la última semana he utilizado el orinal por no salir sola de noche. Además, desde el incendio en casa de Frida, hemos puesto una alarma antiincendios, extintores y mantas ignífugas. Hay que tener mantas ignífugas, las sintéticas se derriten con el fuego. La gente no piensa en eso. ¿Quién quiere una manta fundida sobre la piel? ¿Te imaginas lo que debe de quemar? El tacaño con el que vivo alquila una casa con retrete exterior porque es lo más barato. ¡Es algo que no soporto! Quiero glamour, y un retrete exterior no tiene nada de glamuroso. De hecho, es lo menos glamuroso que puedas imaginar. Lo hace aposta, para torturarme. ¡Detesto los retretes exteriores!

—Sí, puede ser un poco incómodo.

—Veo cosas tan raras en la oscuridad… Recuerdo una película de miedo de una mujer que conducía de noche. De repente ve algo en la carretera, inmóvil. Al acercarse se da cuenta de que es un bebé en una sillita de niño, en plena calzada. Obviamente, detiene el automóvil y al salir se da cuenta de que se trata de una muñeca con ropa de bebé. Oye un ruido en el arcén y se asusta. Piensa que es una trampa y vuelve a todo correr al coche, cierra de un portazo y pone el seguro de la puerta. De camino a casa no pierde de vista el retrovisor. ¿Se le ha podido meter alguien en el asiento trasero? Al abrir la puerta del coche, tres dedos seccionados caen al suelo. Se ha librado por los pelos.

—¡Qué horror! Mientras vamos a tu casa a oscuras no quiero pensar en cosas desagradables.

Maria comprobó si había recordado cerrar el coche con llave. Dentro estaba la grabadora que había llevado al interrogatorio. No se atrevía a dejarla allí, así que la metió en el maletín.

Mirja se tambaleaba ligeramente, por lo que Maria tuvo que agarrarla más de una vez. La luna brillaba, grande y redonda, y unas sombras extrañas las seguían por el paseo que llevaba a la iglesia. Casi podían adivinarse los hábitos blancos de los monjes flameando a su paso para, un instante después, desaparecer entre los troncos de los árboles al desplazarse la perspectiva. A veces Maria los percibía como una sombra negra esfumándose a la luz de la luna que atravesaba el follaje. Podía haber alguien detrás del tronco, aguardando, inmóvil. Dos mujeres solas en mitad de la noche son más difíciles de atacar que una, pensó, contagiada del miedo de Mirja. Los tilos emitían un ligero susurro, como queriendo relatar el gozo y la desolación que habían vivido en tiempos pasados. Secretos custodiados por la tierra que se hallaba bajo sus pies… ¿Quiénes habían caminado por allí antes? Quizá era cierto lo que contaban: que los monjes cuyas cenizas habían utilizado como relleno en la construcción del camino se aparecían para mostrar su descontento por la falta de respeto de la que habían sido objeto tras su muerte.

—No me he traído mi neceser. No pensaba quedarme a dormir —dijo Maria, que empezaba a arrepentirse de no haberse llevado el coche. En ese momento era un incordio, y más lo sería mañana, cuando tuviera que pasarse primero por Kungsgárd para recoger su automóvil y luego ir a la ciudad. Echó de menos su cama y la seguridad de su casa.

—Tengo un cepillo de dientes por si alguien se queda en casa.

—¿El mismo para todas las visitas? —preguntó Maria.

—El mismo para todos. Como dijo aquel: «Ni niños mimados, ni hijastros» —exclamó Mirja con una carcajada acallada repentinamente—. ¿Has oído eso? Hay alguien ahí delante. Demos la vuelta. ¡Ven!

Maria permaneció quieta y aguzó el oído, pero no oyó nada. Mirja dio un par de pasos y se detuvo.

—¿No lo oyes?

—¿El qué? —repuso Maria mientras aguzaba el oído al máximo.

Las copas de los árboles oscilaban ligeramente bajo el viento terral. Un coche aceleró en la distancia y en ese momento se oyó un ruido en la cuneta, algo se había movido.

—Larguémonos de aquí —dijo Mirja—. Hay alguien en la cuneta. Parece que esté lamentándose. ¡Ten cuidado, no te acerques! —Agarró del brazo a Maria con tanta fuerza que le hizo daño. Y la sacó de allí.

32

Ahí hay alguien. Ahora Maria también estaba segura.

—¿Oiga? ¿Qué ha pasado? —gritó mientras se desligaba con cuidado del brazo de Mirja. Se acercó lentamente hacia el sonido—. ¿Hay alguien ahí?

El lamento se transformó en un quejido jadeante.

—Venga, Maria. ¡Vámonos! Puede ser muy peligroso. ¿No te das cuenta? —dijo Mirja con voz chillona, y al retroceder tropezó con un objeto en el camino. ¡Ven para acá!

—Tenemos que ver quién es. Puede estar herido.

Maria reflexionó. Si la cosa se ponía fea, no podía contar con la ayuda de Mirja, no en el estado en que se encontraba. Por otra parte, si trataban de irse de allí corriendo, Mirja no llegaría muy lejos. Apenas se sostenía en pie. Maria siguió acercándose hacia el sonido.

—¿Cómo está?

—¡Hecho una mierda! —respondió una voz grave; luego se oyó un chirrido, como dos objetos metálicos raspándose entre sí—. Me duele un montón.

—Pero… ¡si es Gunnar! —exclamó Mirja tambaleándose en dirección a su esposo; extendió una mano para ayudarle, pero dio con sus huesos también en la cuneta—. ¡Qué sorpresa tan maravillosa, cariño! Quién hubiera dicho que nos encontraríamos así —dijo con una risotada al tiempo que intentaba levantarse, pero fracasó y volvió a caer pesadamente sobre su trasero—. Maria, este es mi marido. No está sobrio… pero ¿quién demonios lo está? Gunnar, te presento a Maria Wern, de la policía. Esta noche vamos a dormir seguros con una poli en casa, ¿verdad, cariño? Nos has dado un susto de muerte, Gunnar.

—¿Cómo estás? —preguntó Maria mientras trataba de levantar al hombre, a la bicicleta y a Muja, que se agarraba a los pantalones de su marido.

—Me duele todo. Es como si un tren me hubiera pasado por encima una y otra vez.

Un rostro abotargado apareció entonces bajo la débil luz de la luna.

—¿Qué diantre estabas haciendo aquí en mitad de la noche? —preguntó Mirja, acusadora, mientras salía prácticamente a gatas de la cuneta.

—Iba a buscarte, corazoncito, para que no tuvieras que volver a casa sola en la oscuridad. A eso se le llama gentileza.

—Muchas gracias, pero para atreverte a hacerlo ¿tuviste que vaciar el mueble bar? Mira, Gunnar, el asesino no busca a mozalbetes como tú. Quiere castigar a las mujeres. Maria, seguro que en la policía habéis tenido uno de esos psicólogos que hacen perfiles de asesinos. Tiene que ver con la culpabilidad hacia la madre. ¿Has leído las teorías de Melanie Klein acerca del pecho bueno y el pecho malo? ¿Cómo se puede recompensar el amor de una madre, el sacrificio extremo de alojar a un ser humano en tu propio cuerpo y expulsarlo al mundo con un dolor inenarrable? Ese acto de bondad origina una culpa eterna, y la culpa genera ira. El asesino está enfadadísimo, como podéis ver. Cabreado con todas las mujeres, porque hacen que se sienta culpable. Es una persona integrada durante el día y un monstruo durante la noche, cuando ya no puede controlar su frustración por sentirse en deuda con el otro sexo. Si yo tuviera hijos, les diría que basta con que me regalen una botella de vino, un poco de camembert y un pañal seco. Con eso conseguiré arreglármelas en el otoño de mi vida. De esa manera estaremos en paz y no habrá mala leche.

—Si no te callas ya mismo, me va a explotar el tarro —dijo Gunnar con ambas manos en la cabeza y dirigiendo una surgiente mirada hacia Maria, que caminaba con la bicicleta al lado—. Ahora comprendes el infierno que vivo en casa, la cruz que debo sobrellevar. No me da ni un respiro.

—¿Y tú qué, desgraciado? ¡Mírate en el espejo! No eres lo que se dice un hombre por el que suspiren las mujeres. Apático, gordo, paliducho y con cincuenta tacos. Deberías estar muy agradecido de que no te abandone —soltó Mirja—. ¡Agradecidísimo!

Maria lamentó profundamente haber cedido al impulso de no coger el coche. Odiaba que la gente se peleara delante de otras personas en busca de apoyo para maximizar el castigo.

—Si no fuera por mí, estarías mendigando por las calles de Rusia.

—Pero ¿oyes lo que está diciendo? Cómo se puede ser tan cretino… —contestó Mirja haciendo un aspaviento exagerado con los brazos, como si fuera un director de teatro que presenta el siguiente número y queda a la espera de los aplausos o los abucheos—. Gunnar, no creo que lo que tengas que decir pueda interesar a Maria. Eres tan aburrido que hasta las flores se marchitan. Una vez tuve una Schefflera arborícola…

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