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Authors: Jon Krakauer

Tags: #Relato

Hacia rutas salvajes (12 page)

BOOK: Hacia rutas salvajes
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Lo que lo mató fue su ignorancia, algo que podría haberse remediado mediante un cuadrante del Servicio Geológico de Estados Unidos y un manual de
boy scout
. Aunque lo lamento por sus padres, no me inspira ninguna simpatía. Un ejercicio de ignorancia tan deliberado […] equivale a una falta de respeto por la naturaleza y constituye paradójicamente una demostración de la misma clase de arrogancia que acarreó el derramamiento del crudo del Exxon Valdez, otro caso en el que unos hombres sin preparación y seguros de sí mismos se comportan como unos perfectos incompetentes y al final meten la pata hasta el fondo a causa de su falta de humildad. Todo es una mera cuestión de grado.

El forzado ascetismo y las veleidades pseudoliterarias de McCandless agravan su responsabilidad más que la disculpan […]. Las postales, las notas, los diarios […] parecen la obra de un estudiante de bachillerato un poco por encima de la media y un tanto histriónico; ¿o es que hay algo que se me escapa?

La opinión más extendida en Alaska afirmaba que McCandless era, sencillamente, un novato al que las cosas le salieron mal, un chico fantasioso que se internó por el monte esperando descubrir una respuesta a todos sus problemas y que, en lugar de eso, sólo halló nubes de mosquitos y una muerte solitaria. A lo largo de los años, docenas de personajes marginales se han perdido en las profundidades de los bosques de Alaska para no reaparecer jamás. Algunos incluso han pasado a formar parte de la memoria colectiva del estado.

A principios de los años setenta, un idealista contracultural pasó por el pueblo de Tanana proclamando que tenía la intención de vivir el resto de su vida «en comunión con la naturaleza». Sus pertenencias, consistentes en dos rifles, unos utensilios de camping y un diario lleno de abstrusas teorías ecológicas e invocaciones incoherentes a la verdad y la belleza, fueron descubiertas a mediados de invierno en una cabaña vacía cercana a Tofty por un biólogo que llevaba a cabo un trabajo de campo. La ventisca había cubierto de nieve el interior de la cabaña. Su cuerpo nunca fue encontrado.

Unos años más tarde, un veterano de Vietnam se construyó una cabaña a orillas del Black River, al este de Chalkyitsik, para «escapar de la gente». A mediados de febrero se quedó sin comida y murió de hambre, según parece sin intentar siquiera salvarse, pese a que río arriba, a menos de cinco kilómetros del lugar donde estaba, había otra cabaña con carne almacenada. Al escribir sobre su muerte, Edward Hoagland observó que Alaska «no es una de las mejores partes del mundo para tener una experiencia eremítica o escenificar una vida de paz y amor».

Otro de estos curiosos personajes fue un genio rebelde con el que me topé en 1981 a orillas del golfo del Príncipe Guillermo. Yo había acampado en un bosque de los alrededores de Cordova, Alaska, intentando en vano que me dieran trabajo de tripulante en algún pesquero y matando el tiempo mientras esperaba que el Departamento de Pesca y Caza anunciara lo que allí se conoce como la «primera captura», el comienzo de la temporada comercial de pesca del salmón. Una tarde lluviosa, mientras paseaba por la ciudad, me crucé con un hombre desaliñado y nervioso de unos 40 años. Llevaba una poblada barba negra y el pelo, largo hasta los hombros, sujeto con una sucia cinta de nailon. Avanzaba hacia mí con paso enérgico, encorvado bajo el peso considerable de un tronco de dos metros que se balanceaba sobre uno de sus hombros.

Lo saludé mientras se acercaba, me respondió con un murmullo y nos pusimos a charlar bajo la llovizna. No le pregunté por qué transportaba aquel tronco húmedo hacia el bosque, donde se suponía que ya había troncos de sobra. Tras pasar unos minutos intercambiando comentarios triviales, cada uno se fue por su lado.

Deduje por nuestra breve conversación que acababa de conocer a una celebridad local, el excéntrico al que los lugareños llamaban el Alcalde de la Ensenada de los Hippies, en referencia a una ensenada que se formaba con la pleamar y atraía a todos los melenudos de paso como un imán. El Alcalde vivía junto a ella desde hacía varios años. La mayoría de los habitantes de la Ensenada de los Hippies eran transeúntes que recalaban en Cordova durante el verano con la esperanza de conseguir un empleo bien remunerado en un pesquero o, a falta de eso, entrar en alguna de las fábricas conserveras de salmón. Pero el Alcalde estaba allí por otras razones.

Su nombre auténtico era Gene Rosellini. Era el mayor de los hijos adoptivos de Victor Rosellini, propietario de un famoso restaurante de Seattle y primo del que fuera gobernador del estado de Washington entre 1957 y 1965, Albert Rosellini, un político que había gozado de una enorme popularidad. De joven, Gene Rosellini había sido un estudiante brillante y un buen atleta. Era un lector insaciable, practicaba el yoga y llegó a ser un experto en artes marciales. Tras sacar unas notas de bachillerato muy altas, se matriculó primero en la Universidad de Washington y luego en la de Seattle, donde realizó extensos estudios de antropología, historia, filosofía y lingüística y acumuló centenares de créditos que no se molestó en convalidar para obtener el correspondiente título académico. No veía ninguna razón para hacerlo. Sostenía que la búsqueda del conocimiento era una actividad que tenía valor en sí misma, sin necesidad de validación externa alguna.

Al cabo de pocos años, Rosellini dejó la universidad, abandonó Seattle y se encaminó hacia el norte por la costa. Atravesó la Columbia Británica, fue subiendo por la estrecha franja del estado de Alaska que se interna en Canadá, y en 1977 alcanzó Cordova. Allí, en un bosque de las afueras, decidió que consagraría su vida a un ambicioso experimento antropológico.

«Me interesaba saber si era posible prescindir de la moderna tecnología», contaba en una entrevista que concedió a una periodista del
Anchorage Daily News
, Debra McKinney, diez años después de llegar a Cordova. Quería averiguar si los humanos podían vivir tal como lo había hecho el hombre prehistórico en los tiempos en que los mamuts y smilodones poblaban la Tierra o si la especie humana se había alejado tanto de sus orígenes que le era imposible sobrevivir sin la pólvora, el acero o cualquier otro invento de la civilización. Con la atención obsesiva por los detalles que suele ser propia de los caracteres obstinados, Rosellini desterró cualquier utensilio o producto artificial de su vida salvo las herramientas más primitivas, que él mismo confeccionaba con los materiales que encontraba en el lugar.

«Tenía el convencimiento de que los seres humanos se habían vuelto progresivamente inferiores a causa de la técnica —explica McKinney—. Su meta era regresar al estado natural del hombre. Fue probando con la tecnología de diferentes épocas: la Roma antigua, la Edad de Hierro, la Edad de Bronce. Al final, adoptó un estilo de vida en el que predominaban los elementos del Neolítico.»

Se alimentaba de raíces, bayas y algas marinas, cazaba con lanzas y trampas, pescaba con arpones y soportaba los crudos inviernos de Alaska vestido con harapos. Parecía disfrutar con las privaciones. Su alojamiento sobre la Ensenada de los Hippies consistía en una choza sin ventanas que había construido sin beneficiarse de la ayuda de una sierra o un hacha. «A veces se pasaba días y días desbastando y puliendo un tronco con una piedra afilada», dice McKinney.

Como si subsistir con las normas que se había autoimpuesto no fuera lo bastante agotador, Rosellini hacía ejercicio físico de un modo compulsivo cuando no estaba buscando alimento. Hacía gimnasia, levantaba pesos y corría, a veces con piedras cargadas a la espalda. En la entrevista, explicaba que durante un verano normal recorría 30 kilómetros diarios.

El «experimento» de Rosellini se alargó durante más de una década, pero al final consideró que la pregunta que lo había inspirado ya había sido respondida. En una carta a un amigo, escribió:

Empecé mi vida de adulto con la hipótesis de que sería posible adoptar las costumbres del hombre de la Edad de Piedra. Durante más de 30 años, me instruí y entrené a mí mismo para alcanzar esta meta. En los últimos diez años, puedo decir que he experimentado con verismo la realidad física, mental y emocional de la Edad de Piedra. Para tomar prestada una expresión budista, al final tuve que enfrentarme cara a cara con la pura realidad. He aprendido que es imposible que los seres humanos tal como los conocemos en la actualidad sean capaces de vivir como recolectores y cazadores.

Pareció aceptar con serenidad el fracaso de su hipótesis. A los 49 años anunció alegremente que había «redefinido» sus metas y que lo siguiente que se proponía era «dar la vuelta al mundo, sobreviviendo con lo que lleve en la mochila». «Quiero recorrer de 30 a 40 kilómetros diarios siete días a la semana durante 365 días al año.»

El viaje nunca llegó a concretarse. En noviembre de 1991, el cuerpo de Rosellini fue descubierto boca abajo en el suelo de la choza con un cuchillo clavado en el corazón. El médico forense estableció que él mismo se había infligido la puñalada. No se encontró ninguna nota de suicidio. Rosellini no dejó pista alguna sobre el motivo por el cual había decidido poner fin a su vida y de qué modo. Lo más probable es que nunca lo sepamos.

La muerte de Rosellini y la historia de su pintoresca vida apareció en la primera página del
Anchorage Daily News
. En cambio, las aventuras y desventuras de John Mallon Waterman llamaron menos la atención. Waterman nació en 1952 en los mismos barrios residenciales de Washington D.C. donde más tarde vino al mundo Chris McCandless. Su padre, Guy Waterman, es músico y escritor. Entre otras modestas incursiones en la fama, ha redactado numerosos discursos de presidentes, ex presidentes y otros políticos prominentes de Washington. También es aficionado al montañismo, y enseñó a sus tres hijos a escalar desde pequeños. John, el mediano, realizó su primera ascensión a los 13 años.

John tenía un talento innato para el alpinismo. Salía a la montaña para practicar siempre que podía y cuidaba con tesón su preparación física. Hacía 400 flexiones diarias y recorría andando a paso ligero los cuatro kilómetros que lo separaban de la escuela. Cuando regresaba a casa por la tarde, tocaba la puerta de entrada con la mano y hacía un segundo viaje de ida y vuelta a la escuela.

En 1969, a los 16 años, escaló el monte McKinley —al que se refería como el Denali, al igual que la mayoría de habitantes de Alaska, que prefieren utilizar el nombre que pusieron a la montaña los indios atabascanos—, convirtiéndose en el tercer escalador más joven que había coronado la cumbre del pico más alto de América del Norte. En los años que siguieron, llevó a cabo ascensiones aún más impresionantes en Alaska, Canadá y Europa. Hacia 1973, la época en que se matriculó en la Universidad de Alaska, Waterman era reputado como uno de los alpinistas más prometedores de Estados Unidos.

Waterman era muy bajo; apenas medía un metro sesenta. Tenía una cara pequeña y delicada y el físico, vigoroso y nervudo, de un gimnasta. Sus conocidos lo recuerdan como alguien a quien le costaba relacionarse, muy ingenuo, con un sentido del humor extravagante y una personalidad retraída, casi maníacodepresiva.

«Cuando lo conocí circulaba por el campus con una larga capa negra y unas gafas azules a lo Elton John con una estrella en el puente de la montura —recuerda James Brady, compañero suyo en varias expediciones y amigo de la universidad—. Llevaba una guitarra apedazada con cinta adhesiva y se dedicaba a dar serenatas a cualquiera que quisiera escucharlo. Te cantaba largas canciones en las que, con voz desafinada, contaba sus aventuras. Fairbanks siempre ha atraído a un montón de chalados, pero él era un bicho raro incluso para los parámetros de Alaska. Sí, John parecía de otro planeta. Mucha gente no sabía cómo tratarlo.»

Las posibles causas de la inestabilidad de Waterman no son difíciles de imaginar si se conocen algunos aspectos de su biografía. Guy y Emily Waterman, sus padres, se habían divorciado cuando él era un adolescente. Según una fuente muy próxima a la familia, Guy abandonó prácticamente a sus hijos. «No quiso saber nada más de ellos, algo que tuvo unas consecuencias devastadoras para John. Tras el divorcio, John y su hermano mayor, Bill, fueron a ver a su padre, pero Guy no quiso recibirlos. Poco después, John y Bill se fueron a vivir con un tío que tenían en Fairbanks. Recuerdo una ocasión en que John se hizo muchas ilusiones al oír que su padre vendría a escalar a Alaska. Sin embargo, cuando Guy llegó, no hizo el menor esfuerzo para ver a sus hijos; se fue por donde había venido sin molestarse siquiera en visitarlos. John lo pasó muy mal.»

Bill, con quien John mantenía una relación muy estrecha, había perdido una pierna, siendo adolescente, al intentar subirse a un tren de mercancías en marcha. En 1973, envió una enigmática carta a sus familiares en la que aludía muy vagamente a la posibilidad de emprender un largo viaje, y luego desapareció sin dejar rastro. Hasta la fecha nadie sabe qué fue de él. Por otro lado, tras aprender a escalar, John había perdido sucesivamente a ocho amigos íntimos y compañeros de afición, la mayoría en accidentes y alguno por suicidio. No es aventurado suponer que semejante racha de desgracias representó un duro golpe para su mente adolescente.

En marzo de 1978, Waterman se embarcó en lo que fue su expedición más asombrosa: la ascensión en solitario al monte Hunter por el espolón del suroeste, una ruta virgen que ya había hecho desistir a tres equipos de alpinistas de élite. Al escribir sobre la hazaña en la revista
Climbing
, el periodista Glenn Randall contaba que Waterman le había descrito a sus compañeros de escalada como «el viento, la nieve y la muerte».

Cornisas tan frágiles como el merengue sobresalían sobre abismos de 1.500 metros de profundidad. Las paredes verticales de hielo eran tan quebradizas como una cubitera de hielo medio derretida y vuelta a congelar. Conducían a aristas tan estrechas y escarpadas que lo más fácil era subirlas sentado a horcajadas. Había momentos en que el dolor y la soledad eran tan insoportables que perdía el control y se echaba a llorar.

Después de una ascensión agotadora y llena de peligros que duró 81 días, Waterman logró coronar los 4.444 metros de altitud del monte Hunter, un pico de la cordillera de Alaska situado al sur del Denali. Necesitó otras nueve semanas para llevar a cabo el no menos angustioso descenso. En total, Waterman pasó 145 días solo en la montaña. Cuando regresó a la civilización, no tenía ni un centavo. Pidió prestados 20 dólares a Cliff Hudson, el piloto que lo había traído desde las montañas, y volvió a Fairbanks, donde sólo pudo encontrar trabajo de lavaplatos.

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