Halcón (135 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Historica

BOOK: Halcón
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Más tarde, en el lupanar, la muchacha de Serica me resultó tan deliciosa experiencia, que estuve tentado de hacer un pedido a los tratantes locales de esclavos para que trajeran una; era exótica de tez y rasgos y suave y tersa como la seda que procede de su país. No hablaba cristiano y se expresaba con piídos como los pájaros, pero compensaba ese defecto con su habilidad venérea; era una auténtica gimnasta y contorsionista y tenaz, como yo me había imaginado nada más ver su boquita de rosa. Cuando salía del local, pregunté al leno Apostolides si la muchacha era protestona como sucedía con las mujeres occidentales de boca pequeña.

—Ni mucho menos, emsaio Thorn; me han dicho que todas las mujeres de Seres son de boca pequeña, arriba y abajo, aunque tengo entendido que ésta la tiene bastante más grande y por ello es de carácter dulce y afable. Quizá sus hermanas de boca más pequeña sean de carácter agrio al estilo occidental,

¿quién sabe? Pero ¡ah!, imaginaos cómo tendrán la abertura inferior…

De todos modos, no hice ningún pedido; decidí que sería mejor gastar el dinero en algo menos exótico y, cuando partí de Noviodonum, mi barcaza iba llena de chicos y chicas de físico más corriente, en su mayoría khazares y algunos griegos y del Quersoneso. Durante el largo viaje río arriba tuve tiempo de iniciar su formación —enseñándoles rudimentos de latín— antes de encomendarlos al cuidado y tutela de los maestros en Novae.

Cuando volví a Ravena por la recién nivelada y arreglada vía Popilia, ya la ciudad era un lugar mucho más agradable. El suburbio proletario de Caesarea, antes miserable y ruidoso, había sido saneado notablemente; el acueducto traía ya agua potable a las fuentes y caños que tanto tiempo llevaban secos y, como si aquel caudal hubiese hecho renacer las piedras, los ladrillos y tejas de la ciudad, se construían ya impresionantes edificios. Los más notables eran el palacio de Teodorico y la catedral arriana prometida al obispo Neon, pese a que el prelado ya había muerto.

La parte central elevada del palacio de Teodorico tenía un frontón de tres arcos monumentales, a imitación de la Puerta Dorada de la ciudad en que él se había criado; en el tímpano triangular, entre los arcos y el oblicuo tejado, había un bajorrelieve del rey a caballo, y los dos lados de la fábrica central estaban bordeados por una emloggia más baja de dos pisos, con tres arcos en el inferior y cinco en el superior; los diez arcos superiores estaban destinados a ubicar estatuas de la Victoria en diversas representaciones, que ya estaban comenzando escultores venidos de Grecia, mientras que otros iniciaban el gigantesco grupo de figuras que coronaría el tejado, consistente en un Teodorico ecuestre con escudo y lanza, recibido por dos figuras femeninas que representaban a Roma y Ravena. El grupo iría sobredorado

y cuando estuviera terminado sería tan enorme en aquella altura a que estaba destinado, que su brillo guiaría a los barcos que llegasen al puerto de Classis.

La iglesia catedral de San Apolinar, en honor de un famoso obispo arriano, era el mayor templo arriano del mundo, y, que yo sepa, sigue siéndolo; poseía, además, una elegante característica que no he visto en otra iglesia. A lo largo de los dos muros de su inmensa nave, flanqueada por veinticuatro columnas, estaba cubierto con ricos mosaicos de figuras polícromas sobre fondo azul oscuro; en el muro de la derecha, en el lugar en que se colocaban los fieles varones, se veían las figuras de Cristo, los Apóstoles y otros santos, los personajes de la Biblia; mientras que en el muro de la izquierda, que bordeaba el sitio de las mujeres, las figuras eran todas femeninas: la Virgen, la Magdalena y otras féminas bíblicas. Yo no sé de ninguna iglesia cristiana que haya hecho tan loable gesto de reconocimiento de sus fieles del sexo femenino.

Además, por toda Ravena proseguían los ambiciosos y laboriosos trabajos encaminados a hacer una capital realmente habitable. En primer lugar, se efectuaba el drenaje de las putrefactas, malolientes e insanas marismas; miles de operarios y centenares de bueyes araban la tierra llana y encharcada, para que el agua corriese hacia surcos y hendiduras, encauzándola con acequias que la conducían a fosas más profundas y de ahí a canales de piedra que desaguaban el excedente en el mar. No era una obra de años, pues aún perdura y proseguirá durante décadas; pero cuando yo vi los primeros trabajos, por las numerosas calles canales de Ravena corría ya un agua casi tan clara como la de los caños y fuentes. Fue el joven Boecio, emmagister officiorum, quien me mostró la ciudad y todas aquellas obras. Una de las obligaciones de su cargo era encontrar y reunir obreros especializados, tales como arquitectos, artífices y escultores, y a veces tenía que hacerlos venir de muy lejos.

—Y esto —me dijo ufano, señalando otro enorme edificio en construcción— será el mausoleo de Teodorico. Que la Fortuna quiera que pasen muchos años antes de que se le dé uso. El sólido y apacible monumento era de bloques de mármol; su exterior de dos pisos era un decaedro, mientras que el grandioso interior era cilindrico y quedaría coronado por una cúpula.

—Aunque no la cúpula corriente —añadió Boecio—. Será de una sola pieza de mármol que pulimentarán los escultores. Ahí la tienes. El enorme monolito procede de las canteras de Istria, y ha sido una epopeya traerlo hasta aquí; si pudiera pesarse, daría más de seiscientas emlibramenta.

—Teodorico dormirá bien cómodo bajo él —comenté—; tendrá espacio de sobra para estirarse.

em—Eheu, no piensa dormir solo —añadió Boecio, algo entristecido—. El proyecto es que sea mausoleo de todos sus descendientes. ¿Sabes que la reina Audefleda acaba de dar a luz su primer hijo? Sí, otra niña; si no da pronto un varón a Teodorico, en el mausoleo no le acompañarán más que descendientes matrilineales.

Circunstancia que no parecía preocupar a Teodorico, que estaba de muy buen humor cuando cené

con él y le relaté mis últimos viajes.

—¿Y ahora te dispones a regresar a Roma? Pues podrías hacerme un encargo. ¿Sabes que mientras estabas fuera he hecho mi primera visita a la ciudad?

Me lo había contado Boecio. Teodorico había sido recibido en un triunfo imperial formado por un magnífico cortejo, siendo ostentosamente agasajado durante su estancia: carreras de carros en el circo, luchas de hombres con fieras en el Colosseum, comedias en el teatro Marcelo y fiestas y banquetes en las mejores mansiones. Le habían invitado a hablar ante el senado y su discurso había puesto en pie a todos los senadores, aclamándole.

—Pero sobre todo —me dijo— he ido por ver con mis propios ojos el estado ruinoso de sus monumentos que tú tanto deploras. Y he ordenado que se adopten todas las medidas posibles para detener esa ruina de los tesoros artísticos y arquitectónicos. Para ello, voy a conceder a Roma una subvención anual de doscientas libras de oro, para gasto exclusivo de la conservación de sus edificios, monumentos y murallas.

—Es digno de aplauso —dije—. Pero ¿puede el erario asumir ese gasto?

—Bueno, el frugal emcomes Cassiodorus ha gruñido un poco, pero ha decretado un nuevo impuesto en los vinos de importación y con eso obtendremos la suma.

—Pues él también es digno de aplauso. El encargo que me dices, ¿tiene algo que ver con eso?

— emJa, tengo que subsanar un descuido. Cuando hablé en el senado y anuncié la subvención, especifiqué que era exclusivamente para edificios y monumentos, y no me acordé de mencionar las estatuas. Y ya sabes que también se hallan destrozadas; así que quisiera que les hicieras saber que han de repararse también con ese dinero. El emquaestor y emexceptar Cassiodorus emfilias está preparando el decreto. Que te lo dé y haz que se lea en el senado, se incluya en el emDiurnal y se pregone por las calles. Así, fui a ver al joven Casiodoro, quien, sonriente, me dijo, entregándome un montón de papiros:

—Léelo antes de que lo selle.

—¿Cuál es el decreto que he de llevarme? —inquirí, pasando hojas.

—¿Cómo? —replicó extrañado—. El decreto son todas esas hojas.

—¿Este montón? ¿Es ésta la orden de Teodorico para evitar la destrucción de Roma?

—Pues claro. ¿No has venido a por ella? —me dijo, perplejo.

—Casiodoro, Casiodoro —añadí—. Un decreto es simplemente la orden oficial. Yo tengo que ir a Roma a decir tres palabras: «Detened la destrucción.» Tres palabras.

—Pues eso es lo que dice ahí —me replicó algo ofendido—. Léelo.

—¿Que lo lea? Si apenas puedo levantarlo de la mesa.

Exageraba, desde luego, pero no tanto. La portada decía: «Al Senado y al pueblo de Roma», y comenzaba así:

«El noble y loable arte estatuario cuyas primeras obras se atribuyen a los etruscos de Italia, fue acogido por la posteridad y ha dado a Roma una población artificial casi tan numerosa como la natural. Me refiero a las abundantes estatuas de dioses, héroes y romanos distinguidos de antaño, y a las impresionantes manadas de caballos de piedra y metal que ornan nuestras calles, plazas y foros. Si la naturaleza humana tuviera suficiente decoro, ellos y no las emcohortes vigilum deberían bastar como guardianes de los tesoros estatuarios de Roma. Pero ¿qué podemos decir de los costosos mármoles, los ricos bronces, preciosos como materiales y como obras de arte, que tantas manos anhelan, si se da la ocasión, para arrancar del marco en que se hallan? Del mismo modo que en esa foresta de murallas, es preciso que se lleven a cabo las reparaciones necesarias en la población de estatuas. Y, mientras tanto, todos los ciudadanos de pro deben estar vigilantes para que esa población artificial no sufra agresiones y mutilaciones y vaya desapareciendo destrozada. Oh, honrados ciudadanos, decidnos, ¿a quién que se le encomendare semejante tarea, sería negligente? ¿Quién venal? Habéis de preveniros contras esos canallas rateros que decimos. Vigilad, particularmente de noche, pues es en la nocturnidad cuando los ladrones sienten la tentación, pero el malhechor que lo intenta puede ser fácilmente capturado si el celoso guardián se le aproxima con cautela. Luego, una vez atrapado el villano, el dolido público sabrá darle su merecido por estropear la belleza de esas antigüedades con amputaciones de miembros, infligiéndole a él igual deterioro que el sufrido por los monumentos…»

Me detuve, pasé rápidamente las hojas, carraspeé y dije:

—Es cierto, Casiodoro, sí que dice «detened la destrucción». Sólo es que mucho más… mucho más…

—Inequívoco —dijo él—. Mucho más amplio.

—Amplio. Eso quería decir.

—Si sigues leyéndolo, emsaio Thorn, verás cómo te gusta todavía más. Aunque al rey Teodorico le he evitado…

—No, no, Casiodoro —repliqué, devolviéndole las hojas—. No sigo leyéndolo. No quiero estropear el placer de comprobar el impacto que causa su… amplia lectura en la curia de Roma.

—¡Lo declamarán en el Senado! —exclamó alborozado, enrollando los papiros para que formasen un cilindro y sujetándolos con plomo derretido sobre el que plantó el sello de Teodorico—. ¡En el Senado!

—Sí —dije yo—. Y me apuesto todo lo que poseo a que lo aclaman con gritos de em«¡Veré diserte!

¡Nove diserte!»

CAPITULO 4

Durante la mayor parte de los años del reinado de Teodorico me ocupé principalmente de hacer lo que había hecho prácticamente toda mi vida: viajar, observar, aprender y adquirir experiencia. Los otros mariscales se contentaban con que les diesen un puesto y un cargo seguro, mientras que a mí me alegraba mucho más ser el emisario ambulante del rey, su largo brazo y su ojo vigilante. A veces, Teodorico me pedía que estuviese un tiempo en su corte, o yo mismo optaba por quedarme en mis residencias de Roma o Novae, pero la mayoría de las veces andaba de un lado para otro del reino, fuera de él o yendo y viniendo.

En ocasiones por expreso mandato de Teodorico y otras por iniciativa propia, iba desde la lujosa Baiae, lugar de veraneo de la nobleza romana, hasta las remotas tierras de tribus extranjeras; a veces, viajaba con la coraza con adornos cincelados de jabalí y otras insignias de mi mariscalato, y otras con la lujosa vestimenta propia de un emherizogo o un emdux, pero las más de las veces lo hacía con el atuendo anónimo de un simple viajero. A veces me compañaba una tropa de soldados, otras un simple séquito de criados para disponer de emisarios a quienes encomendar los mensajes, pero lo más frecuente era que viajase solo y llevase los informes yo mismo.

Había veces que regresaba y decía:

—Teodorico, en esa localidad tus subditos obedecen encomiablemente tus leyes y órdenes. O bien:

—Teodorico, en ese lugar tus subditos requieren gobernadores más severos. O bien:

—Más allá de la frontera he detectado una envidia soterrada de la prosperidad de tu reino y es probable que esa gente intente una incursión de pillaje.

O incluso:

—En ese territorio de allende la frontera sienten una envidia tan pesarosa que las gentes se congratularían si te lo anexionases.

Otras veces, le informaba de los progresos de sus muchos proyectos para mejorar la vida de sus subditos. Por orden suya, las antiguas vías romanas, los acueductos, puentes y cloacas se reparaban como era debido y se construían aquellos que eran precisos. Del mismo modo que hacía con las marismas de Ravena, mandó un ejército de hombres y bueyes a las Pontinas que rodean Roma y otras zonas pantanosas como Spoletium y el precioso promontorio de Anxur.

Pero, emaj, no citaré los incontables logros y mejoras del reinado de Teodorico, que figuran en los anales oficiales de aquella época; Casiodoro hijo, aparte de sus obras literarias, hace ya tiempo que se dedica a ello; el emexceptor y quaestor conoce por propia experiencia todo lo que se ha llevado a cabo desde que Teodorico subió al trono, y de lo anterior, ha bebido bastante en mi manuscrito de la historia antigua de los godos. (Ojalá la redacción de esa historia hubiese sido encomendada a Boecio, porque él habría sido más legible; mientras que la emHistoria Gothorum de Casiodoro seguro que será emvoluminosa.) Bajo el reinado de Teodorico, el antiguo imperio romano de Occidente ha alcanzado su máximo esplendor desde la era de «los cinco buenos emperadores». Mucho antes de que la barba del rey

comenzase a dejar de ser dorada y a hacerse plateada, ya le llamaban Teodorico emel Grande, y no los serviles y aduladores, sino muchos de los monarcas de su tiempo; hasta los que no eran aliados suyos, o no muy amigos, recurrían con frecuencia a sus consejos. En cuanto a sus subditos… bien, los romanos más acérrimos nunca le perdonaron que fuese extranjero, y los fanáticos católicos jamás dejaron de odiarle por ser arriano, así como otros muchos que jamás dejaron de mirarle con recelo por haber matado a Odoacro; pero ninguno de éstos puede negar hoy día que vive mejor y en un país mejor gracias a Teodorico.

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