Halcón (144 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Historica

BOOK: Halcón
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Empero, las nubes que se avecinaban en el horizonte del reino godo no eran aún tan negras como las que sobre él se cernían. Los que éramos más allegados a Teodorico llevábamos ya un tiempo temiéndonos que uno de sus arrebatos de irracionalidad marrase o trastornase desastrosamente los logros de su reinado; pero aunque Teodorico hubiera estado en el cenit de su poder mental y físico, no podía negarse el hecho de la edad que tenía; no tardaría mucho en morir, e incluso si, por fortuna, eso sucedía antes de que su senilidad cada vez más acentuada perjudicase al reino, ¿quién iba a sucederle? ¿Quién sería capaz de continuar la gran obra que él había realizado? ¿Había alguien, y dónde, dotado para revestir el manto de un rey, justamente llamado «el Grande»?

El heredero, por supuesto, era el nieto de Teodorico en Ravena, Atalarico. Pero en este año del que hablo, el príncipe heredero no tenía más que siete años, y si subía pronto al trono, el reino habría de ser regido durante unos años por su madre y —como creo que he señalado— Amalasunta era tan mal vista en el reino godo como Teodora en el imperio de Oriente; aun suponiendo que el reino se mantuviese intacto durante su regencia hasta que Atalarico fuese mayor de edad, ¿qué clase de rey sería?

Haré un bosquejo:

Estábamos yo y tres generales en la antecámara de palacio aguardando audiencia con Teodorico, y nos entreteníamos contando hazañas de guerra, cuando se abrió una puerta y apareció el príncipe Atalarico andando morosamente; era evidente que había venido a palacio con su madre, quien seguramente abrumaba a Teodorico con otra de sus exigencias. Bien, el príncipe lloriqueaba entre sollozos, frotándose los ojos enrojecidos y la nariz con una mano y con la otra el trasero.

—Muchacho, ven aquí —dijo bronco el general Tulum—. ¿Qué te sucede?

—Es que Ama… —gimió el niño entre sollozos— Ama me ha pegado con la sandalia. Tulum se quedó sorprendido, pero no dio muestra de simpatizar con el pequeño.

—Atalarico —rezongó el general Witigis—, supongo que habrás hecho algo rematadamente malo para merecértelo.

—Lo ú… lo único que he hecho —contestó el pequeño, babeando y sorbiéndose los mocos— es llevarme una reprimenda… de mi tutor de griego… por escribir mal la palabra «andreía»… y Ama lo ha oído…

Sin dejar de sollozar, el príncipe salió de la antecámara. Se hizo un silencio y los generales se miraron unos a otros. Y fue Thulwin quien me sorprendió diciendo:

—¡Por las gruesas pelotas de cuero de nuestro padre Wotan! No acabo de creerme que haya visto a un ostrogodo amalo, a un ostrogodo varón, gimiendo y lloriqueando.

—¡Porque le ha pegado una mujer! —añadió el general Tulum, tan atónito como él—. ¡Sí, después de dejarse pegar por una mujer!

— emNe, ne, zurrado con una sandalia de mujer —añadió pensativo Witigis—. Por la Estigia, cuando el bruto de mi padre me zurraba con el cinturón, gracias daba yo de que no me atizara con la hebilla.

—A la edad que tiene él, ya estaba yo deslomando mi primer caballo —dijo Thulwin—, y rompiéndole la nariz a mi maestro de armas.

— emJa —gruñó Tulum—, los hombrecitos deben derramar sangre, no lágrimas.

—Pero este hombrecito —añadió Witigis con despecho— tiene un emtutor. De griego. Y le da reprimendas. Un emgriego.

—Bueno, ¿y qué quiere decir eso de «andreía»? —inquirió Thulwin.

—Significa virilidad —dije yo.

— em¡Liufs Guth! ¡Y ni siquiera sabe cómo se escribe!

Teodorico tenía otro nieto: Amalarico, hijo del difunto rey visigodo Alarico y de su hija Thiudagotha. Aquel príncipe, que tenía dieciséis años, habría podido ser considerado una aceptable alternativa al afeminado Atalarico, pero aún no se sabía con certeza si había de suceder a su padre como rey de los visigodos, y —lamentable es decirlo— eso fue también por culpa del exceso de tutela y de consentimiento de Teodorico con su hija, pues desde la muerte del rey Alarico en combate, Thiudagotha era regente del reino, y ella había cedido la regencia a su padre, que era quien había gobernado todos aquellos años el país mediante delegados que nombraba en Aquitania e Hispania. En otras palabras, el príncipe Amalarico de Tolosa se había criado sin conciencia de las responsabilidades de un monarca, carente de experiencia y, al parecer, sin la mínima ambición de ser rey. En definitiva, en cuanto posible cabeza del reino godo, había que considerarle tan inadecuado como su primo de Ravena. Pero había otro candidato: Teodoato, hijo de Amalafrida, hija de Teodorico y de su primer esposo, que había sido un emherizogo ostrogodo; cierto que Teodoato habría podido reclamar su derecho prioritario a la sucesión, fundamentado en la consanguinidad amala; además, tenía suficiente edad para ser rey, pues era ya un hombre de mediana edad. Empero, además de carecer de experiencia, Teodoato carecía de cualidades morales para ocupar un cargo que no fuese el de avaricioso comerciante; era el Teodoato que no me había gustado nada cuando era un jovenzuelo hosco y lleno de granos, el Teodoato a quien su tío el rey había reprobado públicamente por el asunto de la transacción abusiva de tierras, el Teodoato que, desde entonces, había realizado muchos otros negocios cuestionables por mor de engrandecimiento personal, ganándose con ello bastante desprestigio.

Sólo había una persona en los altos círculos que pensaba que Teodoato podía tener una leve posibilidad de obtener el favor de la Fortuna, y era —por inverosímil que parezca— la propia hija de Teodorico e incuestionable heredera directa, la princesa Amalasunta; no podía ignorar la animadversión que causaba en la corte —y en todo el reino— e incluso por muy cegada que estuviera como madre con su hijo Atalarico, debía darse cuenta de que él tampoco era muy querido. Así, buscó la amistad de su primo Teodoato, que ella, del mismo modo que toda persona respetable, había dado de lado hacía mucho tiempo; con ello Amalasunta pensaba que como ella, su hijo y el primo eran los familiares más cercanos de Teodorico y los pretendientes más viables al trono, uniéndose los tres tendrían más posibilidades de rechazar a pretendientes más lejanos, pues el reino godo tendría que aceptar a uno de ellos como sucesor de Teodorico y quien fuese el elegido compartiría con los otros dos el poder. Así, en aquel año del cometa, emanno domini 523, emab urbe condita 1276, quinto año del reinado del emperador Justino y trigésimo del reinado del rey Teodorico emel Grande, la situación era la siguiente: Nosotros, amigos y consejeros más allegados, buscábamos desesperadamente alguien capaz de suceder a nuestro querido monarca para que gobernase el reino que él había conquistado y engrandecido. El sustituto ideal, un ostrogodo de valía del linaje amalo, no existía. Los militares propusieron una atrayente alternativa: el general Tulum. No era de linaje real, pero era ostrogodo y todos conveníamos en que poseía atributos de rey, pero grande fue nuestra decepción cuando rehusó hoscamente el honor alegando que tanto él como sus antepasados habían servido fielmente a los reyes amalos y que no pensaba romper la tradición.

Entretanto, el imperio oriental —es decir, la trinidad formada por Justino, Justiniano y Teodora—

no es que amenazase al reino godo, pero comenzaba a dar muestras de afianzar su poder y autoridad en el orbe; sus conatos no parecían ir destinados a provocar la belicosidad de Teodorico, sino a dar a sus subditos señales inequívocas de que una vez desaparecida su augusta figura, Constantinopla podía anexionarse fácilmente el reino. Sin duda que los monarcas de los países de nuestro entorno abrigaban iguales ideas, e incluso no tenían por qué preocuparse por disputarse el botín del reino godo. Teniendo en cuenta que muchos de los países vecinos estaban unidos ahora por el vínculo de la religión católica o la

ortodoxa, quizá ya habrían convenido pacíficamente el reparto. Mientras Teodorico viviese y no sucumbiese de un modo notorio a la senilidad absoluta, esos vecinos no tendrían valor para apropiárselo, pero aguardaban con avidez de aves carroñeras.

Mientras, también la Iglesia de Roma, tras treinta años de intentar en vano inferir un grave daño a Teodorico, continuaba sin reducir un ápice su odio hacia él; casi todos los católicos del reino, desde el obispo de Roma Juan hasta los eremitas que vivían en cuevas, habrían visto con alborozo que un no arriano usurpara el trono. Digo «casi» todos porque había, naturalmente, hombres y mujeres de alta y baja condición que, a pesar de hallarse vinculados a la Iglesia que les impedía razonar por sí mismos, seguían conservando el buen sentido y vislumbraban el desastre que supondría para el país el ascenso de un usurpador.

Los senadores de Roma también lo consideraban, y, aunque muchos de ellos eran católicos, y por consiguiente inducidos a detestar a los arrianos —y, aunque en su mayoría fuesen itálicos y ciudadanos romanos, lógicamente más predispuestos a ser gobernados por un romano—, eran hombres pragmáticos y reconocían que Roma, Italia y todo lo que otrora fuese el imperio de Occidente, había conocido bajo la égida de Teodorico un alivio temporal de la decadencia a que se encaminaba, seguido de una seguridad, paz y prosperidad constantes sin igual en más de cuatro siglos. También se daban cuenta de la amenaza que representaban los francos y vándalos que lo rodeaban, e incluso la que podían representar otros pueblos menos importantes, que anterioremente se hallaban sometidos, eran aliados o no constituían peligro, como era el caso de los gépidos, rugios y lombardos, si el reino godo era gobernado por alguien que no estuviera a la altura de Teodorico; los senadores adoptaban la actitud de «mejor los bárbaros conocidos que los bárbaros por conocer», y, como nosotros en la corte, debatían y argüían los méritos de uno u otro candidato a la sucesión, y no consideraban un defecto que el candidato fuese de nacionalidad goda y religión arriana. Pero, igual que nosotros, los senadores no encontraban un candidato adecuado. Empero, mientras que aquellos senadores recelaban con razón de cualquier nación extranjera, se mostraban muy temerosos en particular de una nación que no era bárbara: su antiguo rival y adversario por la supremacía: el imperio romano de Oriente. Y aquella actitud timorata del senado fue la causa del más lamentable de todos los acontecimientos que sucedieron aquel año del cometa. Un senador llamado Cyprianus acusó a otro, llamado Albinus, de haber entrado en correspondencia con Constantinopla para traicionar al país; ello habría podido tratarse de simple calumnia, pues no era nada nuevo que un senador imputase a otro las peores depravaciones, ya que siempre había constituido un método para buscar relevancia política. Pero, por lo que yo sé, el senador Albinus había estado, efectivamente, conspirando con los enemigos del estado, aunque eso apenas importa ahora. Lo que acarreó tan graves consecuencias fue que el acusado Albinus era amigo íntimo del emmagister emofficiorum Boecio. Quizá si Boecio se hubiese mantenido al margen de los hechos, nada habría sucedido; pero él era un buen hombre que no se inhibía cuando a un amigo le difamaban, y más cuando se trataba de traición, que es un delito que tiene por castigo la pena capital. Así, cuando el senado nombró un tribunal para juzgar a Albinus, Boecio se personó ante los jueces y asumió la defensa de su amigo, concluyendo con estas palabras:

—Si Albinus es culpable, también lo soy yo.

—De pequeño me hicieron estudiar retórica —le dije a Livia, meneando entristecido la cabeza—. Ese discurso de Boecio está extraído de los textos clásicos, y cualquier estudiante se habría encogido de hombros por su simpleza; no era más que una argumentación aristotélica sobre la probabilidad razonable, pero el tribunal…

—Seguro que son hombres razonables —dijo ella, más a guisa de pregunta que de afirmación.

—Se puede razonar por los hechos expuestos —dije con un suspiro— o se puede razonar con arreglo a lo testimoniado. Yo no conozco los hechos y no he asistido al juicio, pero se han presentado como prueba unas cartas, que pueden ser o no auténticas. No lo sé. En cualquier caso, parece ser que es basándose en los hechos como los jueces han considerado culpable a Albinus. Luego como Boecio ha dicho que él también lo era, los jueces le han tomado la palabra.

—¡Eso es absurdo! ¿Traidor el jefe de consejo del rey?

—Él atestiguó voluntariamente; un testimonio retórico, pero ahí queda —añadí, con otro suspiro—. Para ser comprensivo con los jueces y evitar ser injusto con ellos, te diré que ellos conocen perfectamente el estado de Teodorico y su presente tendencia a dudar y sospechar de cuantos le rodean, por lo que difícilmente pueden hallarse inmunes a igual sospecha. Si las pruebas les han convencido de la culpabilidad de Albinus…

—¡Pero se trata de Boecio! ¡Si Roma le enalteció como emconsul ordinarius cuando sólo tenía treinta años! Es uno de los que más jóvenes han sido…

—Y ahora ya pasa de los cuarenta y por sus propias palabras es culpable de traición a Roma.

—Inconcebible. Absurdo.

—El tribunal convino en que lo había admitido. Ése ha sido el veredicto.

—¿Y la sentencia?

—Livia, por alta traición sólo hay una sentencia.

—La muerte… —dijo ella, ahogando un grito.

—La sentencia debe ratificarla el senado en pleno y, luego, confirmarla el rey. Confío de todo corazón en que no prospere. El suegro de Boecio, el senador Símaco, sigue siendo emprinceps senatus, y seguramente usará de su influencia a la hora del voto. Mientras tanto, en Ravena, es Casiodoro hijo quien ha sustituido a Boecio en el cargo, y como ellos dos son amigos, Casiodoro mediará ante Teodorico. Y no hay nadie con mayor capacidad de palabra que Casiodoro.

—Tú también deberías intervenir.

—De todos modos tenía que emprender viaje al Norte —contesté entristecido— porque, como mariscal del rey, me han encomendado una misión: la de acompañar al pobre Boecio con una nutrida escolta hasta la prisión de Calventanius en Ticinum. Al menos no se pudrirá aquí en el Tullianum. He conseguido que tenga un encarcelamiento más cómodo mientras aguarda la libertad.

—Siempre has sido benigno con tus cautivos —musitó Livia con una sonrisa equívoca. Fue durante aquellos doce meses cuando Boecio languideció en el Calventianus, y en los que todos los hombres razonables suplicaron su libertad, en los que él escribió el libro titulado emConsolación de la emfilosofía, y creo que el libro fue consecuencia de todas las súplicas para que se le perdonase. Recordaré

siempre el siguiente párrafo:

«Mortal, fuiste tú y sólo tú quien eligió tu suerte con la Fortuna y no con la seguridad. No te alboroces en exceso si te conduce a grandes victorias ni te quejes si te lleva a terrible adversidad.»

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