Era la primera vez que oía pronunciar el nombre del Teodorico cuya vida se vería tan íntimamente ligada a la mía. No obstante, como no era adivino ni tenía el don de leer el futuro, escuché con tibio interés lo que decía Wyrd.
—Ahora, ese joven Teodorico es rehén en la corte imperial de Constantinopla, como garantía de que su padre rey y su tío también rey no rompan la paz del imperio oriental. Por suerte para el muchacho, ser rehén del emperador León es más agradable que ser rehén de los hunos, por ejemplo. Me han contado que a ese Teodorico le crían con todos los privilegios propios del hijo de un emgloriosissimus patricius romano; dicen que se le quiere mucho en la corte y que es un excelente estudiante, muy descollante en los idiomas y en los concursos atléticos. Así que no me extraña que cuando sea mayor herede el reino ostrogodo. Y seguramente será un estorbo para el imperio romano. ¿Y quién sabe si a partir de entonces no ponen su nombre a los niños de generaciones venideras?
Wyrd y yo llegamos a la ciudad de Constantia a pie, llevando los caballos de las riendas, porque las sillas iban sobrecargadas de pieles. Habíamos remontado el curso del Rhenus desde Basilea, cazando toda clase de animales con piel comercial; en su mayoría, animales pequeños —armiños, martas, turones— y casi todos capturados a pedradas con mi honda, porque de un flechazo los habría estropeado la piel y no habríamos podido venderla. Pero Wyrd se sirvió de su arco huno para abatir tres o cuatro glotones y un lince. El atardecer en que avistamos al enorme y precioso lince incautamente encaramado a un árbol —
nos observaba, quizá con la esperanza de lanzarse sobre el águila que iba en mi hombro—, yo hice una seña a Wyrd para que no utilizase el arco, pero él se me había anticipado y lo mató de un flechazo.
—Debías haberle cogido vivo —dije, y le conté lo que me había explicado tiempo atrás un campesino.
—Superstición de ignorantes —replicó con uno de sus bufidos de desdén—. El lince no es ningún mestizo mágico de zorro y lobo. Míralo bien y verás que es de la familia del gato montes. En cuanto a conseguir piedras de lince o cualquier otra clase de piedras preciosas, igual te daría con guardar en un frasco los meados del campesino ese que te lo dijo. Cachorro, no te creas esas fábulas, te las cuente un bobo o un obispo, o incluso un viejo sabiondo como yo. Guíate por lo que ves, por tus experiencias y por tu propia razón para discernir la verdad.
A ratos, cuando teníamos un buen acopio de pieles recientes, nos deteníamos y acampábamos unos días. Wyrd me enseñó a rascar las pieles para limpiarlas y a estirarlas en aros de sauce, y mientras se secaban y curaban descansábamos.
Uno de aquellos altos lo hicimos junto a las cataratas del Rhenus, una enorme y tumultuosa cascada triple todo lo ancho del río. A mí me recordaban las cascadas del Circo de la Caverna, aunque aquéllas, en comparación, parecían una miniatura; las del Rhenus eran una maravilla, que de día reflejaban el arco iris y por la noche, la luna. Pero constituían un trastorno que maldecían los barqueros porque zarandeaban peligrosamente las barcazas; tanto si navegaban río arriba como aguas abajo, los barqueros tenían que descargar la mercancía y llevarla a cuestas, salvando las cascadas, y esperar a que llegase otra barcaza cargada para intercambiarse el medio de transporte; por eso había almacenes con muelles antes y después del salto de agua, para guarecer hombres y mercancías en casos de larga espera. En uno de aquellos almacenes, en el que en aquel momento no había nadie, nos alojamos Wyrd y yo cómodamente unos días, dedicándonos a limpiar y estirar las pieles y a gozar del espectáculo de las cascadas.
—Una vista magnífica, emja —dijo Wyrd—. Allá a lo lejos de la otra orilla está la Selva Negra. emAj, ya sé, ya sé que no es más negra que cualquier otro bosque espeso, pero así se la llama desde tiempo inmemorial. Es en ella en donde se juntan varios arroyos, dando origen a un río mucho más grande que el
Rhenus: el Danuvius, que corre desde la Selva Negra hasta el mar Negro. Si prosigues el viaje para encontrar a tus compatriotas godos, algún día verás el Danuvius, cachorro. Remontando el curso del Rhenus, nos detuvimos en un destacamento militar romano llamado Gunodorum; la guarnición no era tan importante como la de Basilea, pero nos recibieron muy hospitalarios y encontramos alojamiento, pues Wyrd tenía amistades; vendimos parte de las pieles para subvenir a ciertos gastos del viaje —sal, cuerda y anzuelos— y el cocinero del destacamento nos obsequió con manjares de la región. Comí hasta hartarme filetes a la brasa de un pez gigante llamado siluro y el exquisito queso duro Sbrinz, que los romanos dicen es el mejor de todos, y también bebí
cuanto quise de vino blanco Staineins y del tinto Rhenanus, de los que Wyrd bebió hasta más no poder. En aquel viaje no nos dedicamos a cazar por sistema —salvo para conseguir alguna carne para el puchero— hasta que llegamos cerca del gran lago en que vierte el Rhenus. En el lago Brigantinus desaguan numerosos arroyos y, tal como me había dicho Wyrd cuando nos conocimos, en sus riberas viven muchos castores. Precisamente por entonces comenzaban a salir de sus madrigueras para trabajar denodadamente en reconstruir las represas que se había llevado la corriente en invierno y mantener el agua al nivel que a ellos les gusta. Wyrd quería capturar la mayor cantidad posible antes de que comenzasen a cambiar su lustrosa y densa piel de invierno, por lo que nos dedicamos con gran industria a cazarlos. Mejor dicho, se dedicó Wyrd, porque el castor es demasiado grande para abatirlo con la honda; aparte de que es animal muy cauteloso y despierto, por lo que casi siempre hay que abatirlo al primer flechazo; pero Wyrd casi nunca fallaba. Además, cuando despellejábamos uno, aprovechaba algo más que la piel: unas bolsitas que el animal tiene junto al ano.
— emCastoreum —me dijo—. Lo vendo a los boticarios.
— emIésus —exclamé tapándome la nariz—. ¿Tanto pagan que vale la pena transportarlo? Huele peor que mis pieles de turón.
Estuvimos muchos días contorneando el lago lejos de la orilla y no pude verlo. Rodea al Brigantinus una pista romana, ancha, bien pavimentada y muy transitada, junto a la que hay fuertes, guarniciones, asentamientos y pueblos prósperos. Se alza también una ciudad, Constantia, importante centro de comercio, dado que allí confluyen otras calzadas romanas, incluidas las que cruzan los Alpis Poenina, los Alpis Graia y otros pasos de montaña. Con todo aquel tráfico y movimiento en las orillas del Brigantinus, Wyrd y yo nos vimos obligados a alejarnos bastante para encontrar caza, por lo que remontamos hacia el Oeste el curso de los arroyos que desaguan en el lago. En dos ocasiones —una de un flechazo y otra con el hacha, yendo al galope— Wyrd mató un jabalí que se revolcaba en el fango de un arroyo. La piel áspera y desigual del jabalí no vale nada, pero su carne es estupenda. Yo me sentía algo a disgusto ayudándole en la caza del castor, para obtener la piel y el emcastoreum, ya que lo único comestible de ese animal es la cola, que, por otra parte, no es nada exquisita. Una noche en que cenábamos cola de castor, comenté:
—No sé por qué me afecta más la muerte de un animal salvaje que la de un ser humano.
—Quizá sea porque los animales no lanzan lamentos rastreros ni se retuercen las manos cuando se ven acorralados por el matarife, la enfermedad o un dios, y saben morir noblemente sin asustarse y quejarse —dijo Wyrd, rechupándose los dientes y pensativo—. La gente también era así antes. Los paganos y los judíos aún lo son; no es que esperen complacidos la muerte, pero saben que es algo natural e inevitable. Luego, llegó el cristianismo y, para que la gente cumpliera sus numerosas prohibiciones en esta vida, tuvo que inventar algo más terrible que la muerte. E inventaron el infierno. Por entonces había para mí un ser por cuya muerte derramaría lágrimas, pero antes de eso, no recuerdo haber llorado una sola vez en mi vida. Mi emjuika-bloth llevaba varias semanas cazando reptiles por puro entretenimiento, o por no perder la práctica, porque estaba perfectamente alimentado con las sobras de la caza, pero llegó un momento en que el águila ya no salía a cazar y raras veces remontaba el vuelo; permanecía posada en mi hombro, en la silla o en una rama al lado del campamento. Pensé que se iba volviendo cómoda y gandula, pero un día hizo por primera vez una cosa: la llevaba cabalgando subida al hombro y me manchó la túnica con una cagada, y advertí que el excremento no era blanco con pintas negras, sino verde amarillento.
Se lo comenté preocupado a Wyrd y la cogió —sin que se resistiera—, la examinó detenidamente y meneó la cabeza.
—Tiene los ojos turbios y le cuesta mover la membrana. Además, la carne en torno al pico está seca y blanquecina. Temo que haya contraído la fiebre del cerdo.
—¡La fiebre del cerdo, un águila!
—El águila ha estado comiendo tripas crudas de jabalí, y algunos están infectados por un parásito que se transmite a otros organismos.
—¿Como los piojos? Le peinaré las plumas y…
— emNe, cachorro —me interrumpió Wyrd, entristecido—. Ese parásito es como un gusano, que come desde dentro hacia afuera, y es capaz de matar a un hombre. Casi con toda seguridad acabará con el ave. No se me ocurre qué hacer, a no ser que le demos emcastoreum de vez en cuando como tonificante. Probamos y el emjuika-bloth se lo tomaba con indiferencia, pese a que antes habría rechazado algo tan pestilente. Seguí dándole trocitos de emcastoreum de vez en cuando, pero no hizo efecto. Incluso, a escondidas, quité el grueso tapón de latón del frasquito del que nunca había dicho nada a Wyrd, incitando al águila a probar la preciosa leche de la Virgen. Pero el emjuika-bloth tan sólo me dirigía una mirada, mezcla de desdén y de conmiseración, con sus ojos obnubilados por la membrana y no se movía. Al ver que iba debilitándose más y más y que su plumaje bruñido se marchitaba y se ajaba, yo no hacía más que reprochármelo, a veces en voz alta:
—Esta valiente águila siempre me ha servido fielmente y yo ahora se lo pago haciéndole daño. Se está muriendo.
—Déjate de lloriqueos —dijo Wyrd—. El águila no llora, y va a despreciarte si te ve así. Cachorro, todos tenemos que morir de algo. Y un emrapaz sabe mejor que ningún otro ser que no vivimos eternamente.
—Es que la culpa es mía —replicaba yo—. Si no le hubiese sacado de su ambiente natural, sólo habría comido cosas limpias. Por mis propios sentimientos —añadí, amargamente—, debería haber sabido que no hay que poner trabas a la naturaleza ajena.
Wyrd me miró sin comprender y no dijo nada. Seguramente, debió de pensar que la pena me hacía barbotar incoherencias.
—Si el emjuika-bloth tiene que morir —proseguí— debería hacerlo luchando a muerte, que es su naturaleza. O al menos, morir en el aire, que es su elemento y donde más feliz se siente.
—Eso aún es posible —dijo Wyrd—. Toma —añadió, dándome su arco—; haz que vuele.
—Sí, emfráuja —dije, anodadado—, pero no estoy muy acostumbrado a ese arco y sería incapaz de alcanzar a un pájaro al vuelo.
—Prueba a hacerlo ahora que tu amigo aún puede volar.
Incliné la cabeza hacia el hombro para frotar mi mejilla con el águila, que se me arrimó más. Alcé
la mano y, por primera vez en muchos días, el ave se posó en mi dedo. Miré por última vez aquellos ojos otrora tan vivos y ya tan pitarrosos y el emjuika-bloth me miró con toda la fiereza de que era capaz. Daba mi adiós al único vínculo vivo que me quedaba con el Circo de la Caverna y con mi niñez, y creo que el ave también me lo daba a su manera.
Alcé el brazo y el emjuika-bloth remontó el vuelo, no hacia arriba del modo alegre en que solía, sino aleteando de acá para allá angustiosamente, cual si sus alas ya no fuesen capaces de sentir y dominar el aire; pero continuó decidido, sin alejarse de mí, simplemente ascendiendo y descendiendo para poder oír y obedecer a mi llamada si le mandaba regresar. Pero no le llamé y dejé de verle, al nublárseme los ojos con lágrimas.
A ciegas, solté la cuerda del arco y oí las plumas rotas por el impacto de la flecha y el triste y sordo sonido del cuerpo en el suelo. No había apuntado porque habría sido incapaz, y estoy convencido de que el emjuika-bloth voló al encuentro de la flecha.
Desde aquel día en que fui testigo de su valentía, me he prometido a mí mismo que cuando llegue mi hora procuraré con todas mis fuerzas enfrentarme a ella con gallardía. Al cabo de un rato, cuando pude hablar, murmuré mirando al águila:
— emHuarbodáu mith gawaírthja. El águila merece un entierro de héroe —añadí.
—Se entierra a los animales domésticos —gruñó Wyrd—, como lo son soldados, mujeres y cristianos. No, deja el cadáver para las hormigas y los escarabajos; la carne de águila es dura y poco apetitosa, y raro será que se la coma un mamífero y se infecte, mientras que los insectos la convertirán en abono y así tu amiga accederá a la otra vida.
—¿Cuál? ¿Cómo?
—Convirtiéndose en flor, quizá, que a su vez alimentará a una mariposa, y ésta a una alondra y la alondra a otra águila.
—Difícilmente llegará así al cielo —repliqué con sorna.
—Eso es el cielo. Dar con la muerte nueva vida y belleza a este mundo. No todos lo logran. Deja a tu amiga aquí. em¡Atgadjats!
Cuando por fin Wyrd decidió que teníamos pieles suficientes y que las últimas que cobrábamos ya no eran tan buenas, estábamos casi en verano. Bajamos desde la cabecera de los arroyos en que habíamos estado operando, cruzando bosques, hasta el lago Brigantinus, y así contemplé por fin la extensión más vasta de agua que había visto en mi vida. Wyrd me dijo las millas romanas que tenía de largo y de ancho y que en su punto más profundo ciento cincuenta hombres, uno de pie encima de otro, no alcanzarían el fondo; pero no necesitaba números para darme cuenta de su inmensidad. El hecho de que no alcanzase a verse la otra orilla, ni siquiera en el sitio más estrecho, era más que impresionante para una persona habituada a un valle cerrado.
Empero, aquel lago no es mi preferido, pues, al no tener montañas que lo resguarden, la menor brisa lo hace turbulento, y en días de verdadera tempestad sus aguas hierven y se agitan espantosamente; incluso en días tranquilos y soleados, cuando en ellas hay multitud de barquitas de pesca —los emtomi o
«astillas», como las llaman los pescadores de allí— el Brigantinus se halla cubierto por una neblina que le da un aire triste. Sin embargo, sus alrededores son más alegres; está todo él rodeado de huertos y viñas bien cuidadas e incontables jardines con flores vistosas y fragantes.