em«¡Euoi! ¡Io! ¡Euoi Bacche!», gritaban todos alborozados.
—¡La iniciación ha concluido satisfactoriamente! —gritó el venerable, situándose de nuevo delante—. ¡Y según la honorable tradición de la madre de Campania y sus hijos! em¡lo mater Dengla! ¡Euoi emMeter Dengla! ¡Ahora… cantemos la bienvenida a los nuevos bacantes Filippus y Robein!
Tras lo cual, las músicas iniciaron con sus instrumentos más melódicos un conocido emcarmen en alabanza del amor entre hombres, cuyos versos notablemente obscenos entonaron los bacantes varones y eunucos.
—Ahora —voceó otra vez el viejo eunuco—, ¿quién quiere ser el segundo en gozar de los favores de uno de los niños?
Los hombres no eunucos gritaron a coro «¡Yo, yo!», pero Dengla alzó la mano pidiendo silencio.
—¡No! El honor de la primicia debe ser para nuestro bacante más mayor, notable y venerado —
dijo, dirigiendo su sonrisa de hiena a Maecius, que la correspondió con una sonrisa bobalicona, antes de acercarse con su obesa humanidad desnuda, abrazar a uno de los niños y llevárselo hacia un diván. Dengla no sólo era una emlupa, pensé yo, sino una emlena, que es el vocablo latino que describe a la más baja y asquerosa proxeneta… Y una emlena que procuraba a sus propios hijos; no me extrañó apenas que se los entregase tan obsequiosamente al emprefectus, dado que ya la tenía a sueldo, por así decir. Y sin duda lo que estaba haciéndole ahora al niño, a ella le serviría para extorsionarle más dinero aún. Entre los otros emfratres stupri se inició una discusión por quién conseguía al otro niño, y el viejo sacerdote trató de apaciguarlos:
—Paciencia, hermanos, paciencia, que hasta el amanecer cuando tengamos que separarnos, hay tiempo para que todos participéis. Recordad que estos nuevos bacantes pertenecen ahora al templo y a Baco y todos los viernes participarán en los ritos. No olvidéis tampoco que pueden recibir visitas en privado previa cita y el pago de un modesto óbolo para las arcas del culto, en cualquier otro momento que estiméis conveniente o… lo necesitéis urgentemente —concluyó con gesto lujurioso. Bien, dije para mis adentros, Filippus y Robein estarán más a gusto en el templo que en casa de su madre; puede que incluso, dado lo torpes que son, acabe por gustarles su vida de carne de alquiler. En
honor a la verdad, diré que sentía más pena por los cabritos que habrían podido crecer y haber sido más útiles.
En cualquier caso, no quería ver más de la bacanal ni quedarme hasta «el amanecer»; deseaba irme cuanto antes de aquel nido de víboras y estaba dispuesta a abrirme paso a arañazos si intentaban impedírmelo. Pero nadie se interpuso en mi camino, pues casi todos estaban entregados a una u otra guarrería —o se encontraban ebrios e incapaces— y los pocos que advirtieron que me ponía la ropa se contentaron con mirarme enojados. Y, aunque la puerta del templo estaba prudentemente atrancada, quité
fácilmemte la barra por dentro y salí de buena gana.
Apreté el paso por las oscuras calles vacías hasta la casa de la viuda, para poder salir antes de que llegasen Dengla o Melbai. Me limpié la cara y me puse las escasas prendas de Thornareikhs que guardaba escondidas entre mi vestuario de Veleda. Con todo lo demás hice un bulto y abandoné para siempre aquella casa.
Antes de marcharme pensé en prenderle fuego y se me ocurrió también mandar aviso a los mellizos para sugerirles que se vengasen de su odiosa madre emlupalena. Pero no hice nada, pues, aunque aquella perversa mujer bien que merecía recibir mal por mal, no era de mi incumbencia el hacérselo. Seguramente llegaría un día en que tuviera que comparecer ante un tribunal más severo que yo. emAbyssus emabyssum invocat, el infierno atrae al infierno, como dice el proverbio. Comenzaba a amanecer cuando llegué al emdeversorium de Amalrico emel Gordo, pero ya había algunos domésticos levantados y atareados; pedí comida y bebida para desayunar, con mi habitual modo imperioso de Thornareikhs, subí las cosas a mi aposento, y cuando bajé ya tenía la mesa dispuesta. Mientras paladeaba un vino de Cefalonia, degustaba un queso de Sassina con higos secos de Cauno y una buena rodaja de pan blanco, reflexioné sobre las últimas cosas que había aprendido sobre el mundo, los hombres, las mujeres y los dioses. Desde luego, si alguien me preguntara alguna vez cómo era una orgía, podía con todo conocimiento de causa decir que no era algo deliciosamente perverso, sino maligno y repugnante.
De los distintos dioses que había tenido ocasión de conocer, Baco era indudablemente el más repulsivo; Mitra, el preferido de los militares, tampoco me atraía porque el mitraísmo excluye a las mujeres y yo era mujer. El único ser humano que había conocido y me parecía equiparable en utilidad a cualquiera de los dioses paganos era el viejo adivino Wingurico de la tribu del rey Ediulfo, pero Wingurico había entrado en relación con la divinidad gracias al medio absurdo de los estornudos; la única deidad admirable que había encontrado hasta aquel momento de mi vida era el dios de los cristianos arrianos, a quien no parecía importarle que una persona le adorara a él o a otro dios rival, con tal de que esa persona llevase una vida noble.
Seguía meditando todas esas cosas, y, ya bien alimentado, comenzaba a sentir un sopor tras la noche en blanco, pero al entrar Amalrico me despejé totalmente.
—Amalrico, vamos, siéntate y ayúdame a terminar este estupendo vino de Cefalonia que me han servido.
— emThags izvis, Señoría —contestó, tumbándose en una camilla y ordenando a un criado que le trajese una copa—. Hace mucho tiempo que no conversamos.
—He estado… ocupado —respondí yo—. Me he dedicado a explorar esta hermosa ciudad —añadí, pensando en que no hacía mal alguno incrementando mi impostura—. Buscando negocios en que invertir. Él se sirvió vino y dijo:
—Perdonad mi presunción, Señoría, pero, considerando la actual situación inestable del imperio, sería más prudente que guardaseis bien el dinero, de momento.
—¿Ah, sí? Últimamente no he seguido los asuntos de estado por mis ocupaciones privadas. Ni siquiera he recogido y descifrado los mensajes de mis agentes extranjeros. Y en mi conversación con… las personas con quien he tratado, no he comentado temas de actualidad. ¿Cuál es la gran novedad, Amalrico?
—Pues sí que debéis haber estado explorando… buenos barrios de la ciudad, porque no se habla de otra cosa más que del nuevo emperador de Ravena.
—¿Cómo? ¿Otro? ¿Tan pronto?
— emJa. Glicerio fue destronado y le ha sustituido Julio Nepote. A Glicerio le han dado el premio de consolación de nombrarle obispo de Salona en Illyricum.
— em¡Iésus! Glicerio era militar, luego, emperador, ¿y ahora obispo? ¿Y quién es ese Julio Nepote?
—Un valido del emperador León de Constantinopla. Él y Nepote eran parientes por matrimonio.
—¿Eran? ¿Es que ya no lo son?
—¿Cómo iban a serlo? —replicó Amalrico, meneando la cabeza—. ¿Es que no os habéis enterado de que ha muerto León?
— em¡Credat Judaeus Apella! —exclamé; era una expresión de moda que había aprendido en mis contactos con la alta sociedad y que significaba: «¡Que se lo crea el judío Apella!»
—Creedlo, creedlo —replicó Amalrico—. Ya os digo que corren malos tiempos. Es una sucesión de acontecimientos casi catastrófica.
— emIésus —repetí—. Me parece que León era emperador desde que yo nací, y yo creía que lo sería por mucho tiempo.
— emA], aún Ijay un emperador León en Constantinopla, pero es el nieto, León segundo, un niño de cinco o seis años; así que habrán nombrado algún regente. Además, no sé si habréis oído que los hermanos reyes de los burgundios, Gundioco y Childerico, han muerto esta primavera.
em—Gudisks Himins —balbucí—. Ésos sí que reinaban desde que yo nací.
—Ahora sus hijos comparten el reino, Gundobado en Lugdunum y Godegiselo en Ginebra. ¿Y no os habéis enterado de que también ha muerto Teodomiro, rey de los ostrogodos? Éste no era viejo como los otros, pero sufrió unas fiebres.
—No lo sabía. ¿Y su muerte contribuye también a la inestabilidad del imperio?
—Oh emvái, claro que sí. Teodomiro ha estado muchos años recibiendo recompensa del emperador León por mantener la paz en las fronteras del imperio oriental. En realidad era más bien un soborno para que los propios ostrogodos no se sublevasen. Aparte de eso, Teodomiro repelió eficazmente las invasiones e incursiones de otras naciones y tribus extranjeras.
— emJa —dije—. Conozco algo de sus proezas en este sentido.
—Pues, ahora, con toda esta confusión en el imperio oriental y occidental, reyes y emperadores muertos, y los ostrogodos sin caudillo, los extranjeros que tanto tiempo han estado contenidos podrían considerar que es el mejor momento para entrar en acción. En realidad, ya hay una nación que lo ha hecho: la Sarmacia del rey Babai.
—Ya he oído hablar de ese pueblo —dije yo—. ¿Qué han hecho ahora?
—Han sitiado y ocupado el emcastrum de Singidunum en la frontera norte del imperio. Esperemos que no sea por mucho tiempo. Han llegado noticias de que el hijo de Teodomiro le ha sucedido en el trono de los ostrogodos y puede que sea digno hijo de su padre, nombre aparte, y se dice que encabeza un ejército de ostrogodos decidido a sitiar y reconquistar la ciudad.
Recordé las palabras de Thiuda: «Me hallarás combatiendo… y te invito a luchar a mi lado.»
—¿Dónde está la ciudad de Singidunum? —inquirí.
—En Moesia Prima, Señoría, aguas abajo de aquí en el mismo Danuvius —dijo con un gesto—, en el lugar en que el río hace frontera entre Moesia Prima y esa tierra de bárbaros que ahora llaman la antigua Dacia. A unas trescientas sesenta millas romanas de aquí.
—¿Luego el camino más rápido para llegar allá es el río?
— emAj, ja. Ningún hombre en su sano juicio cabalgaría semejante distancia a través de bosques y por tierras de gentes hostiles seguramente… —hizo una pausa y parpadeó—. Pero vuestra Señoría no pensará
en ir allá…
—Pues sí.
—¿En plena guerra? Allí no encontraréis en qué invertir. No hay comodidades, ni diversiones como aquí. No hay nada bueno para explorar, como habéis dicho, y, por decirlo en plata, nadie bueno.
—Hay cosas más importantes y mucho más interesantes que el craso comercio —dije sonriente—. Más apetecibles que la indolencia y la diversión, y que los cuerpos bellos.
—Más… más…
—En este momento necesito un buen sueño reparador. Sin embargo, antes de retirarme, voy a ir al taller de un flechero a hacer una buena provisión, Amalrico. Mientras lo hago, envía a alguien al río a que contrate a un barquero que pueda llevarme a Singidunum, o, si el hombre es timorato, lo más cerca posible a esa ciudad. Y ha de ser un esquife o barca capaz para mi caballo. Luego, ocúpate de las provisiones; vituallas para mí y la tripulación, forraje de sobra para el caballo, y no sólo heno, sino buen grano que le ponga fuerte para lo que le espera. ¿Le han sacado todos los días a hacer ejercicio mientras yo he estado fuera? Durante el viaje no podrá hacer nada.
—¡Por Dios, Señoría! —exclamó Amalrico, ofendido.
em—Aj, bien, bien, ya sé que no tenía que preguntarlo, ni decirte nada. Excúsame. Ya sé que te ocupas de todo lo necesario. Luego, tenme listas las cuentas, pues pienso marchar al amanecer. Nadie me obligaba a marchar, y, aunque lo había decidido tan de repente, su motivación llegaba en un momento oportuno. Ni Thornareikhs ni Veleda lamentarían abandonar Vindobona. Podía vivir feliz el resto de mis días sin siquiera atisbar en alguna calle a la despreciable viuda Dengla. En cuanto a las mujeres y muchachas que habían sido amigas o algo más… bien, todo me inducía a pensar que habría otras por doquiera fuese.
Estaba dispuesto para emprender el viaje de nuevo y ansiaba salir; tenía ganas de reanudar la amistad con Thiuda y verme por primera vez entre mis compatriotas godos para presentar mis respetos a su —a nuestro— nuevo rey. Así pues, sin ningún reparo, y sin mirar atrás, me despojé de mis identidades de Thornareikhs o Thornaricus —y provisionalmente de la de Veleda— y me hundí al día siguiente al amanecer en la niebla del río, en mi recuperada identidad de Thorn.
El viaje por el río fue plácidamene agradable, pues el Danuvius discurría primero en dirección al este de Vindobona y al cabo de unos días, en dirección Sur; así, yo, emVelox y los barqueros nos vimos pronto inmersos en el áureo verano que iba llegando al Norte. La vía navegable tenía mucho tránsito y se veían toda suerte de navios, desde barcazas como la nuestra hasta los dromo de patrulla de la marina del imperio e inmensos barcos mercantes, algunos con velas y cargados de carros; pero no había muchas otras cosas en que recrear la mirada a }o largo del viaje, pues las orillas del río estaban llenas de espesos bosques monótonos, salvo en algunos tramos en que había aserraderos, granjas o un pueblo de pescadores. Nos detuvimos en algunos de éstos a comprar provisiones frescas o complementar con pescado la dieta que Amalrico nos había procurado.
Sólo vimos dos asentamientos importantes en todo el recorrido, ambos en la orilla derecha; el primero, situado en la provincia de Valeria, en donde el Danuvius traza la inmensa curva hacia el sur, era el otrora famoso emcastrum fronterizo de Aquincum, pero todo estaba en ruinas y el patrón de la barca, un hombre llamado Oppas, me explicó el porqué. El siglo anterior, Aquincum había sido devastado tan a menudo por hordas de hunos y otros bárbaros, que Roma había retirado su emLegio II Adiutrix del emcastrum, tras los cual la populosa ciudad había quedado despoblada.
La otra población era la base naval de Mursa, situada en el punto de confluencia del Dravus con el Danuvius, la cual era un simple centro de muelles, embarcaderos, astilleros, almacenes y graneros, con numerosos y monótonos barracones. Allí un centinela nos hizo señales perentorias para que nos detuviésemos, y, cuando el barco se acercó a la torre vigía para detenerse, el centinela se asomó al parapeto para comunicarnos la orden del emnavarchus al mando: interrumpir la navegación. Nos dijo que más al Sur había disturbios y la situación era peligrosa, dado que se habían desmandado los sármatas invadiendo la antigua Dacia en la otra orilla del río, los ostrogodos dominaban Moesia Prima en aquella orilla, y la estratégica ciudad de Singidunum se la disputaban ambos y quizá
estuviera condenada a convertirse en una ruina como Aquincum; por ello, la marina romana había ordenado a la flota de Pannonia que dejase de patrullar el río desde aquel punto hasta la garganta llamada la Puerta de Hierro, aguas abajo. Añadió el centinela que, desde luego, a partir de allí hasta el mar Negro la navegación sí que la protegía la flota de Moesia, pero en aquel tramo de unas trescientas millas romanas, desde Mursa a la Puerta de Hierro, no patrullaba ningún dromo, y viajeros y mercancías que continuasen podían correr peligro.