— em¡Khristósl —exclamé—. Las puertas de palacio están a menos de trescientos pasos de aquí; es un absurdo hacer un desfile. Pero si es preciso, así sea. La princesa y yo iremos a caballo. Tú, emoikonómos puedes ir a pie con el resto de la escolta.
Hizo un gesto de horror, pero marchamos como dije. Amalamena y yo a buen paso y caballo y él, Myros, apretando la marcha tras nosotros, entorpecido por sus largas vestiduras y casi atropellado por la guardia que marcaba aguerrida el paso a los acordes del dinámico himno lidio. El gran palacio de Constantinopla no es un solo edificio, sino una ciudad dentro de la ciudad; tras las imponentes puertas de bronce y las murallas de mármol de Prokonéssos hay cinco palacios distintos, grandes y pequeños, aunque ninguno de ellos tan pequeño, y dos residencias independientes: el Oktágonos para el emperador y el Panthéon para la emperatriz, aparte de numerosas iglesias y capillas y la grandiosa Hagía Sophía extramuros. Hay, además, alojamiento para la guardia en un gran edificio que no puede considerarse cuartel, otro edificio destinado únicamente a salón de banquetes, amén de muchas edificaciones para reuniones de distintos consejos y tribunales, una armería, un almacén para los archivos imperiales, viviendas para los criados, para los esclavos, caballerizas, perreras, pajareras inmensas… Los cuidadísimos jardines descienden impresionantes hasta la muralla de la ciudad que limita al mar en el extremo del Propontís, y en todo su recinto se pisa tierra de Europa, pero mirando al nordeste a través del estrecho del Bósporos se ve a lo lejos en la otra orilla el continente de Asia. A nuestros pies, en esta orilla —aunque Constantinopla cuenta con otros siete puertos artificiales, sin igual en el mundo—, veíamos un puerto privado, el Boukóleon, para uso exclusivo de los navios y barcas de palacio. Y junto al
Boukóleon se alza la torre escalonada coronada por el inmenso cuenco de metal que mantiene el fuego del empháros.
Casi todas las fachadas de los edificios de palacio están recubiertas con mármol de veta negra de la pequeña isla de Prokonéssos, pero las paredes interiores, columnas, braseros y hasta sarcófagos, son casi todos de pórfido de Egipto, con tapices, cortinajes y tapicerías en color a tono con esa lujosa piedra, por eso al lugar se le llama popularmente el Palacio Púrpura. Y, como a los niños que nacen de la familia imperial y de la nobleza que allí reside se les llama emporphúrogenetós, otros muchos idiomas han incorporado la expresión «nacido de la púrpura» como traducción del término para referirse a las personas de alta alcurnia.
Teniendo en cuenta todo el esplendor que nos rodeaba, puede parecer extraño que sólo me impresionase un detalle trivial de la decoración. Y fue el siguiente: el salón del trono del emperador, preservado de la luz del día por pesados cortinajes de seda púrpura, estaba iluminado por una serie de lámparas y pequeños braseros, de modo que sus altos techos casi no se veían en la oscuridad, pero, al mirar hacia arriba, comprendí el porqué de aquella luz tenue: el fin perseguido era hacer brillar en las alturas que habrían debido ocupar las vigas del techado una especie de cielo raso tachonado de una multitud de estrellas brillantes.
Todas las constelaciones estaban representadas en el lugar exacto que habrían debido ocupar en verano en el cielo claro de medianoche; y lo más maravilloso era la ingeniosa simplicidad con que estaba logrado, pues, como supe más tarde cuando lo pregunté, la infinidad de estrellas de la cúpula pintada de negro no eran más que modestas escamas de pescado de distintos tonos y tamaños, pegadas de modo que reflejasen la luz temblona de las lámparas de abajo.
Yo había sorprendido, al salir, una mueca de dolor de Amalamena cuando uno de los criados la había ayudado a subir a la elaborada silla de montar, gesto que repitió al desmontar; pero caminó altiva y serena por las salas y corredores del palacio a que nos condujeron. En una de las salas habían expuesto en unas mesas cubiertas de púrpura los regalos que habíamos traído a Zenón; o, mejor dicho, casi todos los regalos, pues no le había entregado al chambelán uno de ellos, que ahora llevaba yo en una preciosa caja de ébano tallado. Como era grande y pesada, cedí a Amalamena la misiva de Teodorico doblada y lacrada.
Al entrar en el salón del trono, la princesa y yo hicimos como Myros y caminamos despacio, haciendo pausas, y nos arrodillamos ante el embaiseleús Zenón. Su trono, naturalmente, era de pórfido tapizado de púrpura y en él podían sentarse dos personas, pero Zenón estaba acomodado en el lado derecho. Yo sabía por qué era un asiento tan amplio: en las fiestas de la Iglesia, el emperador se sentaba en la izquierda y el lado derecho lo ocupaba una Biblia, para indicar que reinaba el Señor en tales ocasiones; mientras que en los días ordinarios, como aquél, era el emperador quien ocupaba el lugar de la Biblia, para dar testimonio de que era el vicario de Dios en la tierra, o al menos en el imperio romano de Oriente.
Zenón era un hombre calvo de edad mediana, pero su cuerpo robusto seguía siendo tan musculoso como el de cualquier guerrero y su tez era del color y la textura del ladrillo. No lucía la toga imperial, sino la emchlamys con túnica y botas de marcha militares. Hacía un notable contraste con los servidores que flanqueaban su trono, pues la mayoría eran de tez oscura, como los griegos, delgados, perfumados y de atavío tan impecable que apenas se movían para no desajustar los pliegues estatuarios de sus túnicas. Sólo uno de ellos, el que más cerca estaba de la derecha de Zenón, aunque tan elegante como los otros, se notaba que no era griego. Tendría aproximadamente mi edad y color de piel, y era pasablemente bien parecido, salvo que su rostro mostraba una expresión insípida y petulante de gobio y tenía menos cuello que dicho pez.
—Ése tiene que ser Rekitakh —me musitó la princesa, mientras nos arrodillábamos inclinando la cabeza—, el hijo de Estrabón.
Cuando Zenón farfulló que nos levantásemos, yo le saludé respetuosamente calificándole de
em«Sebastos», el equivalente griego de augusto e hice la presentación de mi persona y de la princesa como embajadores de su «hijo» Teodorico, rey de los ostrogodos. Al oírlo, el joven Rekitakh —pues era
evidente que se trataba de él, y que hablaba griego— dejó de parecer un gobio y frunció sardónico los labios un instante. Otro joven, el intérprete Seuthes, se adelantó de las filas de cortesanos para repetir al emperador lo que yo acababa de manifestar, palabra por palabra. Pero Zenón le interrumpió con gesto de impaciencia, me dirigió una leve inclinación de cabeza y tomó la palabra él mismo, dándome en griego el título equivalente de Caius, sin dirigirse en absoluto a la princesa.
— emKúrios Akantha —rezongó—, malo está que un empresbeutés, en detrimento de los intereses de su señor, irrumpa en esta corte irrespetuosamente, pisoteando con imprudencia las sacrosantas tradiciones.
—No era mi intención cometer sacrilegio, emSebastos —respondí—. Únicamente deseaba que los formalismos no retrasasen…
—Ya lo he advertido —me interrumpió—. He visto como cruzabas el recinto de palacio —añadió, sin que su rostro color ladrillo se ablandara con una sonrisa—. Creo que es la primera vez que he visto al emoikonómos Myros recorrer a pie una distancia mayor que la que hay de la mesa al emkoprón. En este último comentario sí que advertí cierta inflexión de la voz; el vocablo significa letrina, y noté que, a mi lado, el chambelán respiraba turbado. Esto me animó a creer que Zenón, más que reprobar, consideraba con humor mi exigencia de audiencia inmediata y añadí:
—Con toda sinceridad, creí que el embaiseleús Zenón hallaría de suma importancia la carta de mi rey y por eso he querido entregarla lo antes posible. Espero que mi impetuosidad no haya constituido ofensa.
—Comprendo tu prisa indecorosa —contestó Zenón, ya en tono serio—. Pero un solo empresbeutés basta y sobra para entregar una carta. ¿Por qué viene ante mí un emsympresbeutés también, y además hembra?
Como no tenía una explicación, me limité a decir:
—Es la hermana del rey. Una princesa real. Una emarkhegétis.
—Mi esposa es una emperatriz. Una embasílissa. Y ni siquiera me acompaña a los juegos del hipódromo. Tan intrépida pretensión en una mujer es algo inaudito.
A él no podía decirle como a los demás «Pues ya lo oís», pero no tuve que decir nada porque Amalamena había captado la conversación y ella misma se dirigió a Zenón:
—Otro poderoso monarca, llamado Darío, en cierta ocasión concedió audiencia a una humilde mujer.
Naturalmente, lo había dicho en el antiguo lenguaje, pero Seuthes se apresuró a traducirlo en griego; el emperador volvió la vista hacia la princesa por primera vez y la miró entristecido, pero respondió inflexible:
—No ignoro que emDarayavaush fue uno de los reyes más grandes de Persia. El intérprete se lo tradujo a Amalamena en gótico y ésta respondió para que Seuthes lo tradujera:
—El rey Darío se disponía a ejecutar a tres prisioneros de guerra, cuando una mujer acudió a pedir clemencia por ser los tres únicos hombres que tenía en el mundo: su esposo, su hermano y su hijo. Y
suplicó tan dolientemente, que Darío accedió… hasta cierto punto. Le dijo que perdonaba a uno y que ella misma decidiera.
Amalamena aguardó a que Zenón gruñera:
—¿Y bien?
—La mujer eligió a su hermano.
—¿Cómo? ¿Por qué?
—Es lo mismo que dijo Darío. Estaba asombrado de que no hubiese elegido ni al esposo ni al hijo; pero ella alegó que casarse podía volver a hacerlo, e incluso tener un hijo, pero como sus padres habían muerto, no podría tener ningún hermano más.
El embaiseleús parpadeó sorprendido y la miró en silencio con ojos más cálidos, mientras ella concluía:
—De igual modo, emperador Zenón, yo me presento ante vos con emsaio Thorn, para solicitaros de parte del rey Teodorico que le concedáis amable y prudentemente un empactum —añadió, tendiéndole la carta sellada— y para rogaros en persona, en nombre del único hermano que poseo, que seáis generoso. Apenas había repetido Seuthes en griego lo que acababa de decir, cuando el joven Rekitakh gritó a Amalamena en el antiguo lenguaje:
—¡Tu hermano Teodorico no es el rey Teodorico! ¡Ese título pertenece a mi…!
No acabó la frase porque Zenón, sin aguardar a que se lo tradujesen, se volvió y le atravesó con la mirada.
Luego, Zenón me dirigió a mí una mirada igual y bramó:
—La joven tiene al menos modales mejores que los bárbaros y sabe cómo comportarse dignamente en la corte. emSympresbeutés Amalamena —añadió, dirigiéndose a la princesa, dándole cortésmente el título de co-embajadora—, entregadme la carta de Teodorico.
Así lo hizo ella, sonriente, y él le devolvió la sonrisa; Myros y yo sonreímos también, mientras Rekitakh la fulminaba con la mirada. El emperador rompió los sellos, desplegó la piel de cordero y la leyó de corrido, para hacerlo después más detenidamente, acariciándose la calva con la mano y frunciendo el ceño.
—Como ya me han comunicado, Teodorico dice haber vencido al rey Babai de los sármatas y afirma haber tomado Singidunum —dijo finalmente, haciendo énfasis en el «afirma», por lo que yo aduje:
—He luchado en el asedio y la toma de esa ciudad, emSebastos, y puedo aseguraros que lo que se afirma en la carta es cierto.
—Eso decís, emkúrios. ¿Me pregunto si os atreveríais a decir lo mismo si el temible Babai estuviese aquí?
—Y aquí está, emSebastos —repliqué, dejando en el suelo la caja de ébano y descorriendo los pestillos de la tapa. La cabeza del rey Babai, disecada, ennegrecida y arrugada por el humo, no habría causado impresión de no haber sido por el cuenco de filigrana de oro en que la había engarzado el emgulthsmitha de Novae.
Se la mostré con un gesto y añadí:
— emSebastos, si os place beber por la victoria de Teodorico en Singidunum, no tenéis más que ordenar que un emkheirourgós recorte el cráneo de Babai, colocar el hueso cóncavo en esta preciosa cubierta de oro, escanciar vuestro mejor vino y…
— emEúkharistó, kúrios Akantha —me interrumpió secamente el emperador—. Yo también he sido soldado y he conocido muchas victorias. Por lo que ya tengo otras copas de ésas en las que de vez en cuando libo en memoria de los antiguos enemigos con que están hechas. Mas esa cabeza podría ser de cualquiera.
— emSebastos —dije— si no conocisteis al rey Babai, quizá vuestro ayudante el joven Rekitakh tuviera ocasión de haberle visto y puede identificarle. Tengo entendido que Babai y el padre del joven, Teodorico Estrabón, eran viejos…
— em¡Vái! —me interrumpió Rekitakh con un gruñido—. ¡El nombre de mi regio padre es Teodorico emTriarius! —no sé si lo que más le enfureció fue que vinculase a su padre con el difunto rey de los sármatas o que le llamase Teodorico emel Bizco; en cualquier caso, Zenón volvió a fulminarle con la mirada—. Sí, conocí al rey Babai —confesó a regañadientes—. Y sí que es… era él.
—Muy bien, lo acepto —dijo el emperador sin alzar la voz,, y Seuthes hizo la traducción para Rekitakh y la princesa—. Ahora, en cuanto aceptar la petición de un empactum… es una cuestión que no puede decidirse tan rápidamente. Teodorico dice que ha hecho la misma petición al emperador de Roma. Yo creo que no podemos concedérselo los dos. Decidme, ¿sabéis si el pequeño emperador Augustulus lo ha considerado?
— emOukh, Sebastos — contesté—, no podemos saber si el mariscal ha llegado a Ravena. Pero yo diría que… el primer emperador que otorgue el pacto tendrá posesión de la ciudad conquistada.
—¿Eso decís, verdad? Bien, consideremos las condiciones de Teodorico. Pide la reanudación de la emconsueta dona que se pagaba anualmente por mantener la paz en las fronteras norte del imperio. Pero es que por ese mismo servicio me he comprometido a pagar esas trescientas libras de oro al otro Teodorico. Vamos a ver ¿se supone que voy a quitárselas a uno para pagar al…? em¡Siopáo! —espetó al ver que Rekitakh y yo abríamos la boca. La cerramos y él prosiguió— ¿… al otro rey? Pide la garantía permanente de propiedad de las tierras de Moesia Secunda ocupadas por su tribu. Pero él, y vos emkúrios Akantha, kuría Amalamena, debéis saber que hay muchos otros que reclaman esas tierras. Para empezar, la tribu del otro Teodorico.
Rekitakh mostraba expresión ofendida al oír que a su nación se la calificaba de tribu y a mí debía sucederme igual, pero Amalamena terció con dulce voz:
—Perdonad, emSebastos. El emsaio Thorn y yo acabamos de hacer el viaje desde el Danuvius, y entre las tierras de nuestro pueblo y las de los griegos tracios, al norte de aquí, no hemos visto más habitantes o colonos que algunos inmigrantes vendos. Ésos no son ciudadanos romanos y, por consiguiente, no tienen derecho a reclamar ninguna tierra.