Harry Flashman (18 page)

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Authors: George MacDonald Fraser

Tags: #Humor, Novela histórica

BOOK: Harry Flashman
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Todo eso lo oí temblando de miedo junto a una hoguera de campamento en el camino de Soorkab. Ilderim sacudió la cabeza en medio de las sombras y me dijo:

—Es peligroso que siga adelante, Flashman
huzoor
: Debe regresar a Kabul. Deme la carta para Sale; a pesar de que he comido la sal de la Reina, mi pueblo me dejará pasar.

Era algo tan sensato que le entregué la carta sin discusión y aquella misma noche emprendí el camino de vuelta a Kabul, acompañado de cuatro de los rehenes
gilzai
. En aquellos momentos, mi único deseo era interponer la mayor cantidad de kilómetros posible entre mi persona y las hostiles tribus afganas, pero, de haber sabido lo que me esperaba en Kabul, hubiera seguido adelante hasta reunirme con Sale.

Nos pasamos todo el día siguiente cabalgando sin descanso y, cuando llegamos a Kabul al anochecer, me pareció que la ciudad estaba más tranquila que nunca. La mole del Bala Hissar se levantaba por encima de las desiertas calles; las pocas personas que se veían formaban pequeños grupos junto a las puertas de las casas o en las esquinas de las calles, y en todas partes se respiraba una extraña atmósfera de destrucción. No se veía ningún soldado británico en la ciudad propiamente dicha, y yo lancé un suspiro de alivio cuando llegué a la residencia donde vivía Burnes en el centro de la ciudad y oí que la verja del patio se cerraba ruidosamente a mi espalda. Los hombres armados de la guardia personal de Burnes se encontraban en el patio, mientras que otros permanecían apostados junto a los muros de la residencia. La luz de las antorchas arrancaba destellos de las hebillas de los cinturones y las bayonetas, y todo el lugar daba la impresión de estar preparándose para resistir un asedio.

Sin embargo, Burnes estaba leyendo tranquilamente en su estudio cuando me presenté. Al ver mi visible alteración y mi aspecto —iba vestido con ropa afgana y bastante sucio tras haberme pasado varios días sobre la silla de montar—, se levantó de un salto.

—¿Qué demonios está usted haciendo aquí? —me preguntó.

Se lo dije, añadiendo que lo más probable era que muy pronto apareciera un ejército afgano para confirmar mi historia.

—Mi mensaje a Sale —dijo en tono cortante—. ¿Dónde está? ¿Acaso no lo ha entregado?

Le expliqué lo que me había dicho Ilderim y, por una vez, el pequeño lechuguino olvidó su calma tan cuidadosamente cultivada.

—¡Maldita sea! —gritó—. ¿Se lo ha dado a un
gilzai
para que lo entregue?

—Un
gilzai
amigo —le aseguré—. Recuerde que es un rehén.

—¿Pero está usted loco? —dijo, mientras el bigotito le temblaba de furia—. ¿Es que no sabe que no se puede confiar en un afgano, tanto si es un rehén como si no?

—Ilderim es el hijo de un
kan
y un caballero a su manera —repliqué—. En cualquier caso, tenía que ser eso o nada. A mí no me hubieran permitido pasar.

—¿Y por qué no? Usted habla el
pashto
y viste ropa nativa... bien sabe Dios que es usted lo bastante listo como para pasar. Su deber era cuidar de que Sale recibiera el mensaje en mano... y traerme la respuesta. Por Dios, Flashman, menuda faena, si no se puede uno fiar ni siquiera de un oficial británico...

—Mire usted, Sekundar —dije yo, pero él se abalanzó inmediatamente contra mí como un gallo de pelea y me cortó.

—Sir Alexander, si no le importa —dijo fríamente, como si yo jamás le hubiera visto con los pantalones bajados, persiguiendo a una moza afgana. Me miró de soslayo y dio uno o dos pasos alrededor de la mesa—. Creo que ya lo entiendo —añadió—. Últimamente tenía ciertas dudas sobre usted, Flashman... no sabía si era completamente de fiar o no... Bueno, eso tendrá que decidirlo un consejo de guerra...

—¿Un consejo de guerra? ¿Pero qué demonios está usted diciendo?

—Por incumplimiento deliberado de órdenes —dijo él—. Puede que se formulen también otras acusaciones. En cualquier caso, considérese usted bajo arresto y confinado en esta casa. De todos modos, aquí estamos todos confinados... los afganos no permiten el paso de nadie entre esta residencia y el acantonamiento.

—Pero bueno, ¿y no le parece a usted que eso demuestra precisamente lo que yo le estoy diciendo? —repliqué—. Se ha producido una insurrección hacia el este del país, hombre de Dios, y ahora aquí, en Kabul...

—No ha habido ningún levantamiento en Kabul —dijo, muy seguro de sí mismo—. Simplemente unos pequeños disturbios sin importancia que pienso resolver mañana por la mañana. —Permaneció allí de pie el muy estúpido, con su traje de hilo cuidadosamente planchado y una flor en el ojal, como si fuera un director de escuela prometiendo reprender a unos fámulos indisciplinados—. Puede que le interese saber, usted que pone pies en polvorosa en cuanto oye el más mínimo rumor, que esta noche he sido dos veces objeto de amenazas directas contra mi vida. Dicen que mañana por la mañana no estaré vivo. Pues bueno, eso ya lo veremos.

—Vaya si lo verá —dije yo—. Y, en cuanto a eso que dice usted de que yo pongo pies en polvorosa en cuanto oigo rumores, más le valdría hacer lo mismo. Puede que el mismísimo Akbar Khan le haga una visita.

Me miró con una sonrisa muy poco risueña.

—Está en Kabul. Incluso he recibido un mensaje suyo y confío en que no quiera causarnos el menor daño. Hay algunos disidentes, por supuesto, y a lo mejor no tendremos más remedio que darles una pequeña lección. Sin embargo, sé que podré hacerlo sin la menor dificultad.

No se podía luchar con su complacencia, pero insistí y le supliqué que no cumpliera su amenaza de someterme a un consejo de guerra. Cualquier hombre medianamente sensato hubiera comprendido mi situación. En cambio, él rechazó mis protestas y terminó ordenándome que me retirara a mi habitación. Salí presa de un insólito arrebato de furia contra el insensato aire de suficiencia de aquel hombre, deseando con toda mi alma que su orgullo le hiciera dar un traspié. Siempre tan inteligente y tan seguro... ése era Burnes. Hubiera dado cualquier cosa por verle alguna vez desorientado y sin saber qué hacer.

Pero tendría ocasión de verlo a cambio de nada. Sucedió de repente, justo antes de la hora del desayuno, cuando yo me estaba frotando los ojos tras una noche de insomnio que había transcurrido muy despacio mientras en Kabul reinaba un profundo silencio. La mañana era gris y los gallos estaban cantando: de repente, oí un lejano murmullo que enseguida se convirtió en un sordo retumbo y corrí a la ventana. La ciudad parecía tranquila y una ligera bruma cubría los tejados de las casas; los guardias aún estaban vigilando el muro que rodeaba el recinto de la residencia y, a lo lejos, el ruido cada vez más cercano parecía el del griterío de una multitud, mezclado con el de muchos pies corriendo. Se oyó una orden en el patio, seguida de unas apresuradas pisadas en la escalera y la voz de Burnes llamando a su hermano, el joven Charlie, que vivía en la residencia con él. Descolgué a toda prisa mi bata de la percha y bajé, colocándome el
puggaree
por el camino. Al llegar al patio, oí el estallido de un disparo de mosquete y un grito desgarrador procedente del otro lado del muro; una descarga de golpes empezó a aporrear la puerta y, por encima del muro, vi la vanguardia de una horda desenfrenada avanzando por los espacios que separaban las casas más cercanas. Con sus barbados rostros y sus relucientes cuchillos, se acercaban al muro y caían hacia atrás gritando y soltando maldiciones mientras los guardias los golpeaban con las culatas de sus mosquetes. Por un instante pensé que volverían a acercarse y saltarían irremediablemente el muro, pero se quedaron abajo gritando, empujando y agitando los puños y las armas mientras los guardias que rodeaban el muro miraban nerviosamente hacia atrás esperando órdenes, con los pulgares apoyados en los cerrojos de sus mosquetes.

Burnes apareció en la puerta principal de la residencia y permaneció de pie a la vista de todo el mundo en lo alto de los peldaños. Estaba tan tranquilo y reposado como un terrateniente que hubiera salido para aspirar la primera bocanada de aire matinal. Al verle, el populacho arreció en sus gritos e intentó acercarse de nuevo al muro, profiriendo amenazas e insultos mientras él recorría la escena con la vista de derecha a izquierda, sacudiendo la cabeza con una sonrisa en los labios.

—Que no se abra fuego,
havildar
—le dijo al comandante de la guardia—. Todo se calmará en cuestión de un momento.

—¡Muerte a Sekundarl —gritó el populacho—. ¡Muerte al cerdo
feringhee
!

Jim Broadfoot, el hermano menor de George, y el pequeño Charlie Burnes habían salido a la puerta y se encontraban de pie al lado de Sekundar temblando de miedo, pero Burnes seguía sin perder el aplomo. De pronto, éste levantó la mano y la muchedumbre congregada al otro lado del muro se calló. Entonces sonrió, se acarició el bigotito con su habitual gesto confiado y empezó a dirigirles la palabra en
pashto
. Su voz sonaba muy tranquila y probablemente sólo llegaban hasta ellos unos débiles ecos, pero, aun así, le escucharon durante un rato mientras les decía fríamente que se fueran a casa y se dejaran de tonterías, recordándoles que él siempre había sido su amigo y jamás les había causado el menor daño.

La cosa hubiera podido dar resultado, pues Burnes tenía mucha labia, pero, como era un presumido, la situación se le fue un poco de las manos y empezó a hablarles en un condescendiente tono de superioridad. Al principio, sólo hubo murmullos, pero enseguida se levantó un clamor más salvaje que el del principio. De repente, un afgano se pegó una carrerilla y se lanzó contra el muro, derribando al centinela; el guardia que estaba más cerca lo empujó hacia atrás con su bayoneta, alguien de entre la muchedumbre efectuó un disparo con su
jezzail
y, en medio de un rugido infernal, la multitud se arrojó contra el muro y empezó a escalarlo.

El
havildar
gritó una orden, se oyó el entrecortado matraqueo de una andanada de disparos y el patio se llenó de encolerizados afganos que blandían cuchillos mientras los guardias retrocedían, clavaban bayonetas y eran derribados al suelo. Ya no hubo forma de contenerlos. Vi que Broadfoot agarraba a Burnes y lo empujaba al interior de la casa. Poco después yo también entré, cerrándole la puerta lateral en las narices a un
ghazi
que gritaba como un loco, seguido de una docena de vociferantes compañeros.

La puerta, como todas las de la residencia, era muy sólida, gracias a Dios; de lo contrario, nos hubieran matado a todos en cinco minutos. Unos golpes la astillaron por el exterior mientras yo la cerraba por dentro. Cuando ya me encontraba en el pasillo, dirigiéndome a toda prisa al vestíbulo principal, oí, sobre el trasfondo de los gritos y los disparos del patio, el fragor de incontables puños y mangos de arma blanca contra los cristales y las persianas. Era como estar en el interior de una caja aporreada por unos demonios enloquecidos. De repente, elevándose por encima del infernal estruendo, se oyó el estallido de una andanada de disparos desde el patio, uno detrás de otro; mientras cesaba momentáneamente el griterío, se oyó la voz del
havildar
instando al resto de la guardia a entrar en la casa. Para lo que nos iba a servir, pensé yo. Nos tenían rodeados y sólo sería cuestión de decidir entre cortarnos la garganta enseguida o bien más tarde.

Burnes y los demás se encontraban en el vestíbulo. Como de costumbre, Sekundar estaba presumiendo de poseer entereza en medio de la adversidad.

—«Despertarás a Duncan con tus golpes» —dijo citando el verso de
Macbeth
mientras ladeaba la cabeza en dirección al fragor de la multitud—. ¿Cuántos guardias tenemos aquí dentro, Jim?

Broadfoot contestó que aproximadamente una docena.

—Espléndido —dijo Burnes—. O sea que, vamos a ver, doce, los criados y nosotros tres... ¡Ah, aquí está Flashman! Buenos días, Flash, ¿ha dormido bien? Disculpe este ruidoso despertar... unos veinticinco diría yo; veinte hombres armados en cualquier caso.

—Muy pocos —dijo Broadfoot, estudiando sus pistolas— o Los negros no tardarán en entrar... no podemos cubrir todas las puertas y las ventanas, Sekundar.

Una bala de mosquete atravesó una persiana y arrancó una nube de yeso de la pared del otro lado. Todos se agacharon excepto Burnes.

—¡No diga disparates! —replicó Burnes—. No podemos cubrirlas desde aquí abajo, naturalmente, pero ni falta que hace. Ahora, Jim, suba arriba con todos los guardias y ordene que disparen desde los balcones. Eso obligará a los chiflados de aquí abajo a apartarse de los muros de la casa. Calculo que no deben contar con muchas armas y, por consiguiente, se puede apuntar bien contra ellos sin demasiado peligro de que lo alcancen a uno. ¡Arriba, muchacho, y tenga mucho cuidado!

Broadfoot se retiró corriendo y, poco después, los
jawans
, vestidos con sus chaquetas rojas, empezaron a subir los peldaños mientras Burnes les gritaba «¡Shabash!» para darles ánimos, se ajustaba el talabarte alrededor de la cintura y se guardaba la pistola en el cinto. Parecía que se lo estuviera pasando muy bien, el muy estúpido. Me dio una palmada en el hombro y me preguntó si no hubiera preferido seguir cabalgando hasta reunirme con Sale, pero no dijo ni una sola palabra acerca del acierto de las advertencias que yo le había hecho la víspera. Yo se las recordé y añadí que, si me hubiera hecho caso, ahora no habríamos corrido peligro de que nos cortaran la garganta. Soltó una carcajada y se alisó el ojal.

—No sea tan pesimista, Flashy—me dijo—. Yo podría defender esta casa con dos hombres y un rufián. —Se oyó el sincopado rumor de unos disparos sobre nuestras cabezas—. ¿Lo ve? Jim ya les está empezando a poner las peras a cuarto. ¡Vamos a divertirnos un poco, Charlie!

Él y su hermano subieron corriendo por la escalera y me dejaron solo en el vestíbulo.

—¿Y qué hay de mi maldito consejo de guerra? —le pregunté, pero ni siquiera me oyó.

Bueno pues, su plan dio resultado al principio. Los hombres de Broadfoot consiguieron apartar a aquellos bribones de los muros disparando desde las ventanas y balcones del piso de arriba y, cuando yo subí, había unos veinte cadáveres de
ghazi
en el patio. Los rebeldes habían efectuado algunos disparos y uno de los
jawans
resultó herido en un muslo, pero buena parte del populacho se había retirado a la calle y ahora se limitaba a gritar maldiciones desde el otro lado del muro.

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