Harry Flashman (28 page)

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Authors: George MacDonald Fraser

Tags: #Humor, Novela histórica

BOOK: Harry Flashman
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Había unas treinta mujeres de raza blanca y varios niños, desde tiernos infantes hasta abuelas. Betty Parker me sonrió con intención y me saludó con la mano al pasar al trote por mi lado. «Ya verás esta noche —pensé yo—, en el camino de Jallalabad seguro que encontraremos un buen saco de dormir.»

Después venía Shelton a lomos de su caballo de batalla, muerto de cansancio, pero soltando maldiciones como siempre, y los tres regimientos indios de infantería con sus negros rostros, sus chaquetas rojas y sus pantalones blancos, pisando descalzos la nieve. Y detrás de ellos, el rebaño —pues de eso se trataba— de las bestias de carga, mugiendo y rugiendo con sus bamboleantes bultos y sus chirriantes carros. Había centenares de camellos y el olor era tremendo; tanto ellos como los mulos y las jacas estaban transformando el camino del acantonamiento en un mar de chocolate líquido, a través del cual las hordas de criados con sus familias avanzaban hundidas hasta las rodillas, entre gritos e imprecaciones. Había miles de hombres, mujeres y niños que, con sus pocas pertenencias a la espalda, caminaban sin seguir un orden determinado, aterrorizados por la idea del viaje de regreso a la India; no se había tomado ninguna disposición para su avituallamiento o su alojamiento durante la noche. Al parecer, tendrían que recoger la comida que pudieran y dormir en los ventisqueros.

La gran muchedumbre, de un confuso color marrón, siguió adelante, seguida por la retaguardia de la infantería india y algunos soldados de caballería. La larga procesión se extendía por todo el llano hasta el río, formando una inmensa masa que avanzaba lentamente a través de la nieve en medio de un vapor que se elevaba en el aire como si fuera humo. Por último, el séquito de Elphy Bey, avanzando al paso a lo largo de la columna para ocupar su lugar en el cuerpo principal de la expedición, al lado de Shelton. Sin embargo, Elphy no las tenía todas consigo y le oí comentar en voz alta con Grant si no sería mejor demorar un poco la partida.

Llegó incluso a enviar un mensajero para detener la vanguardia junto al río, pero Mackenzie desobedeció deliberadamente la orden y siguió adelante. Elphy se retorció las manos diciendo:

—¡No tiene que hacerlo! ¡Díganle a Mackenzie que se detenga, que yo se lo ordeno!

Pero, para entonces, Mac ya se encontraba en el puente y Elphy tuvo que darse por vencido y seguir adelante como todo el mundo.

En cuanto nosotros abandonamos el recinto, los afganos se enseñorearon de él. La muchedumbre que nos había estado observando y se había acercado poco a poco hasta una distancia prudencial, irrumpió en el acantonamiento, gritando, incendiando y saqueando lo que quedaba en las casas e incluso abriendo fuego contra nuestra retaguardia. Hubo algunas refriegas en la entrada y algunos soldados indios fueron derribados de sus monturas y asesinados antes de que los demás consiguieran alejarse.

Ello sembró el pánico entre los porteadores y los criados, muchos de los cuales abandonaron sus cargas y echaron a correr como alma que lleva el diablo. La nieve que se amontonaba a ambos lados del camino quedó muy pronto punteada por numerosos bultos y sacos y se calcula que por lo menos una cuarta parte de nuestros suministros se perdió de esta manera antes incluso de llegar al río.

Con el populacho pegado a los talones de la columna, cruzamos el río, pasamos por delante del Bala Hissar y enfilamos el camino de Jallalabad. Avanzábamos a paso de caracol, pero, aun así, algunos criados indios ya estaban empezando a desfallecer y se desplomaban entre gemidos sobre la nieve mientras los espectadores afganos más audaces se acercaban para burlarse de nosotros y arrojarnos piedras. Hubo algunos enfrentamientos y se efectuaron uno o dos disparos, pero, en general, los habitantes de Kabul parecían alegrarse simplemente de nuestra marcha... y, de momento, nosotros nos alegrábamos de irnos. Si hubiéramos imaginado lo que nos esperaba, habríamos dado media vuelta aunque todos los afganos se nos hubieran echado encima, pero entonces no lo sabíamos.

Siguiendo las instrucciones de Elphy, Mackenzie y yo, junto con nuestras tropas, patrullábamos constantemente a lo largo de los flancos de la columna para disuadir a los afganos de acercarse demasiado y evitar las deserciones. Algunos grupos de afganos avanzaban con nosotros a ambos lados del camino, pero a una considerable distancia, y nosotros los vigilábamos en todo momento. Uno de los grupos, encaramado en lo alto de una pequeña loma, me llamó particularmente la atención; decidí no acercarme demasiado a él hasta que oí que alguien me llamaba por mi nombre y, al mirar, vi que estaba encabezado nada menos que por el mismísimo Akbar Khan.

Mi primer impulso fue dar media vuelta y regresar a la columna, pero él se apartó un poco de sus acompañantes y volvió a llamarme y entonces yo subí con mi jaca por la ladera y me detuve a una distancia equivalente al alcance del disparo de una pequeña pistola. Llevaba su coraza, su puntiagudo casco y su turbante verde y sonreía de oreja a oreja.

—¿Qué demonios quiere? —le pregunté, haciendo señas al sargento Hudson de que se acercara.

—Desearle un buen viaje y que Dios lo acompañe, mi querido amigo —me contestó jovialmente—. Y darle también un pequeño consejo.

—Si es como el que les dio a Trevor y McNaghten, maldita la falta que me hace —repliqué.

—Dios es testigo de que no fue culpa mía —dijo—. Yo hubiera respetado su vida tal como respetaría la de todos ustedes y desearía ser su amigo. Por este motivo, Flashman
huzoor
, lamento verles marchar antes de que yo haya podido reunir la escolta que estaba preparando para su seguridad.

—Ya hemos tenido ocasión de ver cómo las gastan sus escoltas —dije—. Nos las arreglaremos muy bien por nuestra cuenta.

Se acercó un poco más a mí, sacudiendo la cabeza.

—Usted no lo entiende. Yo y muchos de nosotros les deseamos lo mejor, pero, si se dirigen a Jallalabad antes de que yo tome las disposiciones necesarias para su protección durante la marcha, no seré culpable de nada en caso de que les ocurra algún percance.

Parecía hablar en serio y con toda sinceridad. Aún hoy no estoy seguro de si Akbar Khan era un bribón de tomo y lomo o un hombre fundamentalmente honrado, pero inmerso en toda una serie de circunstancias contra las cuales no podía luchar. Sin embargo, yo no podía fiarme de él, después de lo ocurrido.

—¿Qué quiere que hagamos? —le pregunté—. ¿Sentarnos sobre la nieve y esperar a que usted reúna una escolta mientras nosotros nos morimos congelados? —Di media vuelta con mi jaca—. Si tiene alguna propuesta que hacernos, envíesela a Elfistan
sahib
, aunque dudo mucho que la acepte. De momento, los malditos habitantes de Kabul ya han empezado a disparar contra nuestra retaguardia; ¿le parece que ésa es manera de cumplir su palabra?

Estaba a punto de alejarme, cuando él espoleó su montura para acercarse un poco más.

—Flashman —me dijo, bajando la voz—, no sea tonto. A no ser que Elfistan
sahib
me permita ayudarle, proporcionándole una escolta a cambio de rehenes, puede que ninguno de ustedes llegue a Jallalabad. Usted podría ser uno de los rehenes; le juro sobre la tumba de mi madre que estaría seguro. Si Elfistan
sahib
accede a esperar, todo se arreglará. Dígaselo y pídale que le envíe a mí con la respuesta.

Hablaba tan en serio que estuve a punto de dejarme convencer. Ahora creo que lo que más le interesaba eran los rehenes, pero también es posible que no estuviera seguro de poder controlar las tribus y temiera que éstas provocaran una matanza en los desfiladeros. En caso de que eso ocurriera, lo más probable era que, al año siguiente, otro ejército británico penetrara en Afganistán y se abriera paso a tiros. En aquel momento, sin embargo, lo que más me preocupaba era el interés que Akbar estaba manifestando por mi persona.

—¿Y por qué iba usted a proteger mi vida? —le pregunté—. ¿Qué me debe?

—Hemos sido amigos —me contestó, esbozando su cautivadora sonrisa de siempre—. También le agradecí mucho los cumplidos que me hizo usted el otro día al salir del fuerte de Mohammed Khan.

—No tenía la menor intención de halagarle —dije yo.

—Los insultos de un enemigo son un homenaje a los valientes —replicó entre risas—. Piense en lo que le he dicho, Flashman. Y dígaselo a Elfistan
sahib
.

Me saludó con la mano mientras subía de nuevo a lo alto de la colina. Vi a sus hombres por última vez, siguiéndonos lentamente desde la ladera de la loma con las puntas de sus lanzas brillando sobre la nevada pendiente.

Nos pasamos toda la tarde avanzando penosamente y aún nos encontrábamos muy lejos de Khoord-Kabul cuando cayó la gélida noche. Los afganos seguían pegados a nuestros flancos y cuando los hombres —y, por desgracia, también las mujeres y los niños— caían exhaustos al borde del camino, esperaban a que la columna se alejara y entonces se abalanzaban sobre ellos y los asesinaban sin contemplaciones. Los afganos se habían dado cuenta de que nuestros jefes no estaban en condiciones de repeler los ataques y nos mordían los talones, haciendo pequeñas incursiones contra el convoy de equipajes, apuñalando a los camelleros nativos y dispersándose entre las rocas sólo cuando se acercaba nuestra caballería. La columna ya se estaba empezando a desordenar; el cuerpo principal de la expedición no se preocupaba en absoluto por los miles de criados nativos que estaban sufriendo los efectos del frío y la falta de alimento; cientos de ellos cayeron por el camino hasta el punto de que, a nuestra espalda, dejamos no sólo una estela de bultos y equipajes sino también de cadáveres. Y todo ello a una distancia de Kabul de sólo veinte minutos al galope.

Yo había transmitido a Elphy el mensaje de Akbar nada más regresar a la columna y Elphy se había puesto muy nervioso. Volvió a dudar, consultó con los miembros de su estado mayor y, al final, decidieron seguir adelante.

—Todo será para bien —dijo Elphy en tono quejumbroso—, pero, de momento, tendríamos que mantener buenas relaciones con el Sirdar. Mañana por la mañana, Flashman, regresará usted a él y le transmitirá mis más cordiales saludos. Así es como hay que hacer las cosas.

El muy estúpido hijo de puta no parecía percatarse del caos que reinaba a su alrededor. Sus fuerzas ya estaban empezando a encogerse. Cuando acampábamos, lo único que hacían las tropas era tenderse en grupos sobre la nieve para darse mutuamente calor mientras los desventurados negros se quejaban y gimoteaban en la oscuridad. Teníamos algunas hogueras, pero no había cocinas de campaña ni tiendas para los hombres; ya habíamos perdido una buena parte del equipaje, el orden de la marcha era un tanto confuso, algunos regimientos disponían de comida y otros no, y todo el mundo estaba helado hasta el tuétano.

Los únicos que no estaban del todo mal eran las mujeres británicas y sus hijos. La arpía de lady Sale se había encargado de que los criados montaran pequeñas tiendas o cobertizos; cuando ya hacía un buen rato que había anochecido, aún se podía oír su estridente voz, elevándose sobre los gemidos y las protestas generalizadas de los sirvientes. Mis soldados y yo nos habíamos situado al amparo de unas rocas, pero yo me había separado de ellos al anochecer para ayudar a levantar las tiendas de las damas y, en particular, para ver dónde estaba Betty. La vi bastante contenta a pesar del frío. Tras haberme cerciorado de que Elphy ya se había ido a dormir, regresé al pequeño grupo de carros, junto al cual se encontraban las mujeres. Todo estaba oscuro y había empezado a nevar, pero yo había marcado la pequeña tienda de Betty y la encontré sin ninguna dificultad.

Rasqué la lona y, cuando ella preguntó quién era, le pedí que mandara salir a la criada que estaba con ella para darle calor. Bajando la voz, le dije que quería hablar con ella.

La criada nativa salió inmediatamente y yo la ayudé a alejarse en la oscuridad con la punta de mi bota. Estaba demasiado emocionado para que me importaran los chismes que pudiera contar, y, por su parte, ella debía de estar, como el resto de los negros, demasiado asustada para preocuparse por otra cosa que no fuera su propio pellejo.

Entré a gatas bajo la pequeña tienda de lona que sólo medía unos sesenta centímetros de altura y oí que Betty se movía en la oscuridad. Un montón de mantas cubría el suelo de la tienda y percibí su cuerpo debajo de ellas.

—¿Qué ocurre, señor Flashman? —me preguntó.

—Una simple visita amistosa —contesté—. Lamento no haberle podido enviar una tarjeta.

Soltó una risita en la oscuridad.

—Es usted un bromista —me dijo en un susurro— y no está nada bien que haya venido de esta manera. Pero, dado que la situación es un tanto insólita, le agradezco su interés por mí.

—Perfecto —dije yo, deslizándome bajo las mantas para estrecharla en mis brazos sin la menor dilación.

Estaba todavía medio vestida para protegerse del frío, pero el contacto con aquel joven cuerpo me encendió la sangre en las venas y, en un instante, me situé encima suyo y le cubrí la boca con la mía. Emitió un jadeo y un gemido y, antes de que pudiera darme cuenta de lo que ocurría, se empezó a agitar y me propinó una tanda de puñetazos mientras soltaba unos estridentes chillidos de ratón asustado.

—¡Cómo se atreve! —gritó—. ¡Pero cómo se atreve! ¡Salga de aquí! ¡Salga inmediatamente!

Dando golpes a ciegas en la oscuridad, me dio directamente en el ojo.

—Pero, bueno —dije yo—, ¿qué es lo que pasa?

—¡Es usted un desvergonzado! —me dijo en un susurro, teniendo buen cuidado en bajar la voz—, ¡bárbaro indecente! ¡Salga de mi tienda ahora mismo! Ahora mismo, ¿me ha oído?

Yo no entendía nada y así se lo dije.

—¿Qué es lo que he hecho? Yo sólo quería ser amable. ¿A qué vienen todos estos malditos remilgos?

—¡Miserable! —replicó—. Es usted... es un...

—Vamos, no me venga ahora con esas —le dije—. Se encuentra usted en una situación muy apurada, desde luego. No puso tantos reparos cuando la pellizqué la otra noche.

—¿Que usted me pellizcó? —preguntó como si yo acabara de pronunciar una palabrota.

—Pues sí, señora, la pellizqué. Así.

Alargué la mano y, buscando rápidamente a tientas en la oscuridad, apresé uno de sus pechos. Para mi asombro, no pareció importarle.

—¡Ah, bueno!..., dijo—. ¡Es usted una criatura perversa! Sabe muy bien que eso no es nada; todos los caballeros lo hacen en prueba de afecto. Pero es usted un bárbaro por haberse aprovechado de mi amistad para intentar... ¡Oh, me muero de vergüenza!

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