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Authors: J.K. Rowling
Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y Juvenil, Intriga
No, lo que a Harry le incomodaba era que la última vez que le había dolido la cicatriz había sido porque Voldemort estaba cerca. Pero Voldemort no podía andar por allí en esos momentos... La misma idea de que lord Voldemort merodeara por Privet Drive era absurda, imposible.
Harry escuchó atentamente en el silencio. ¿Esperaba sorprender el crujido de algún peldaño de la escalera, o el susurro de una capa? Se sobresaltó al oír un tremendo ronquido de su primo Dudley, en el dormitorio de al lado.
Harry se reprendió mentalmente. Se estaba comportando como un estúpido: en la casa no había nadie aparte de él y de tío Vernon, tía Petunia y Dudley, y era evidente que ellos dormían tranquilos y que ningún problema ni dolor había perturbado su sueño.
Cuando más le gustaban los Dursley a Harry era cuando estaban dormidos; despiertos nunca constituían para él una ayuda. Tío Vernon, tía Petunia y Dudley eran los únicos parientes vivos que tenía. Eran
muggles
(no magos) que odiaban y despreciaban la magia en cualquiera de sus formas, lo que suponía que Harry era tan bienvenido en aquella casa como una plaga de termitas. Habían explicado sus largas ausencias durante el curso en Hogwarts los últimos tres años diciendo a todo el mundo que estaba internado en el Centro de Seguridad San Bruto para Delincuentes Juveniles Incurables. Los Dursley estaban al corriente de que, como mago menor de edad, a Harry no le permitían hacer magia fuera de Hogwarts, pero aun así le echaban la culpa de todo cuanto iba mal en la casa. Harry no había podido confiar nunca en ellos, ni contarles nada sobre su vida en el mundo de los magos. La sola idea de explicarles que le dolía la cicatriz y que le preocupaba que Voldemort pudiera estar cerca, le resultaba graciosa.
Y sin embargo había sido Voldemort, principalmente, el responsable de que Harry viviera con los Dursley. De no ser por él, Harry no tendría la cicatriz en la frente. De no ser por él, Harry todavía tendría padres...
Tenía apenas un año la noche en que Voldemort (el mago tenebroso más poderoso del último siglo, un brujo que había ido adquiriendo poder durante once años) llegó a su casa y mató a sus padres. Voldemort dirigió su varita hacia Harry, lanzó la maldición con la que había eliminado a tantos magos y brujas adultos en su ascensión al poder e, increíblemente, ésta no hizo efecto: en lugar de matar al bebé, la maldición había rebotado contra Voldemort. Harry había sobrevivido sin otra lesión que una herida con forma de rayo en la frente, en tanto que Voldemort quedaba reducido a algo que apenas estaba vivo. Desprovisto de su poder y casi moribundo, Voldemort había huido; el terror que había atenazado a la comunidad mágica durante tanto tiempo se disipó, sus seguidores huyeron en desbandada y Harry se hizo famoso.
Fue bastante impactante para él enterarse, el día de su undécimo cumpleaños, de que era un mago. Y aún había resultado más desconcertante descubrir que en el mundo de los magos todos conocían su nombre. Al llegar a Hogwarts, las cabezas se volvían y los cuchicheos lo seguían por dondequiera que iba. Pero ya se había acostumbrado: al final de aquel verano comenzaría el cuarto curso. Y contaba los días que le faltaban para regresar al castillo.
Pero todavía quedaban dos semanas para eso. Abatido, volvió a repasar con la vista los objetos del dormitorio, y sus ojos se detuvieron en las tarjetas de felicitación que sus dos mejores amigos le habían enviado a finales de julio, por su cumpleaños. ¿Qué le contestarían ellos si les escribía y les explicaba lo del dolor de la cicatriz?
De inmediato, la voz asustada y estridente de Hermione Granger le vino a la cabeza:
¿Que te duele la cicatriz? Harry, eso es tremendamente grave... ¡Escribe al profesor Dumbledore! Mientras tanto yo iré a consultar el libro
Enfermedades y dolencias mágicas frecuentes...
Quizá encuentre algo sobre cicatrices producidas por maldiciones...
Sí, ése sería el consejo de Hermione: acudir sin demora al director de Hogwarts, y entretanto consultar un libro. Harry observó a través de la ventana el oscuro cielo entre negro y azul. Dudaba mucho que un libro pudiera ayudarlo en aquel momento. Por lo que sabía, era la única persona viva que había sobrevivido a una maldición como la de Voldemort, así que era muy improbable que encontrara sus síntomas en
Enfermedades y dolencias mágicas frecuentes
. En cuanto a lo de informar al director, Harry no tenía la más remota idea de adónde iba Dumbledore en sus vacaciones de verano. Por un instante le divirtió imaginárselo, con su larga barba plateada, túnica talar de mago y sombrero puntiagudo, tumbándose al sol en una playa en algún lugar del mundo y dándose loción protectora en su curvada nariz. Pero, dondequiera que estuviera Dumbledore, Harry estaba seguro de que
Hedwig
lo encontraría: la lechuza de Harry nunca había dejado de entregar una carta a su destinatario, aunque careciera de dirección. Pero ¿qué pondría en ella?
Querido profesor Dumbledore: Siento molestarlo, pero la cicatriz me ha dolido esta mañana. Atentamente, Harry Potter.
Incluso en su mente, las palabras sonaban tontas.
Así que intentó imaginarse la reacción de su otro mejor amigo, Ron Weasley, y al instante el pecoso rostro de Ron, con su larga nariz, flotaba ante él con una expresión de desconcierto:
¿Que te duele la cicatriz? Pero... pero no puede ser que Quien-tú-sabes esté ahí cerca, ¿verdad? Quiero decir... que te habrías dado cuenta, ¿no? Intentaría liquidarte, ¿no es cierto? No sé, Harry, a lo mejor las cicatrices producidas por maldiciones duelen siempre un poco... Le preguntaré a mi padre...
El señor Weasley era un mago plenamente cualificado que trabajaba en el Departamento Contra el Uso Incorrecto de los Objetos
Muggles
del Ministerio de Magia, pero no tenía experiencia en materia de maldiciones, que Harry supiera. En cualquier caso, no le hacía gracia la idea de que toda la familia Weasley se enterara de que él, Harry, se había preocupado mucho a causa de un dolor que seguramente duraría muy poco. La señora Weasley alborotaría aún más que Hermione; y Fred y George, los gemelos de dieciséis años hermanos de Ron, podrían pensar que Harry estaba perdiendo el valor. Los Weasley eran su familia favorita: esperaba que pudieran invitarlo a quedarse algún tiempo con ellos (Ron le había mencionado algo sobre los Mundiales de
Quidditch
), y no quería que esa visita estuviera salpicada de indagaciones sobre su cicatriz.
Harry se frotó la frente con los nudillos. Lo que realmente quería (y casi le avergonzaba admitirlo ante sí mismo) era alguien como... alguien como un padre: un mago adulto al que pudiera pedir consejo sin sentirse estúpido, alguien que lo cuidara, que hubiera tenido experiencia con la magia oscura...
Y entonces encontró la solución. Era tan simple y tan obvia, que no podía creer que hubiera tardado tanto en dar con ella: Sirius.
Harry saltó de un brinco de la cama, fue rápidamente al otro extremo del dormitorio y se sentó a la mesa. Sacó un trozo de pergamino, cargó de tinta la pluma de águila, escribió «Querido Sirius», y luego se detuvo, pensando cuál sería la mejor forma de expresar su problema y sin dejar de extrañarse de que no se hubiera acordado antes de Sirius. Pero bien mirado no era nada sorprendente: al fin y al cabo, hacía menos de un año que había averiguado que Sirius era su padrino.
Había un motivo muy simple para explicar la total ausencia de Sirius en la vida de Harry: había estado en Azkaban, la horrenda prisión del mundo mágico vigilada por unas criaturas llamadas
dementores
, unos monstruos ciegos que absorbían el alma y que habían ido hasta Hogwarts en persecución de Sirius cuando éste escapó. Pero Sirius era inocente, ya que los asesinatos por los que lo habían condenado eran en realidad obra de Colagusano, el secuaz de Voldemort a quien casi todo el mundo creía muerto. Harry, Ron y Hermione, sin embargo, sabían que la verdad era otra: el curso anterior habían tenido a Colagusano frente a frente, aunque luego sólo el profesor Dumbledore les había creído.
Durante una hora de gloriosa felicidad, Harry había creído que podría abandonar a los Dursley, porque Sirius le había ofrecido un hogar una vez que su nombre estuviera rehabilitado. Pero aquella oportunidad se había esfumado muy pronto: Colagusano se había escapado antes de que hubieran podido llevarlo al Ministerio de Magia, y Sirius había tenido que huir volando para salvar la vida. Harry lo había ayudado a hacerlo sobre el lomo de un
hipogrifo
llamado
Buckbeak
, y desde entonces Sirius permanecía oculto. Harry se había pasado el verano pensando en la casa que habría tenido si Colagusano no se hubiera escapado. Había resultado especialmente duro volver con los Dursley sabiendo que había estado a punto de librarse de ellos para siempre.
No obstante, y aunque no pudiera estar con Sirius, éste había sido de cierta ayuda para Harry. Gracias a Sirius, ahora podía tener todas sus cosas con él en el dormitorio. Antes, los Dursley no lo habían consentido: su deseo de hacerle la vida a Harry tan penosa como fuera posible, unido al miedo que les inspiraba su poder, habían hecho que todos los veranos precedentes guardaran bajo llave el baúl escolar de Harry en la alacena que había debajo de la escalera. Pero su actitud había cambiado al averiguar que su sobrino tenía como padrino a un asesino peligroso (oportunamente, Harry había olvidado decirles que Sirius era inocente).
Desde que había vuelto a Privet Drive, Harry había recibido dos cartas de Sirius. No se las había entregado una lechuza, como era habitual en el correo entre magos, sino unos pájaros tropicales grandes y de brillantes colores. A
Hedwig
no le habían hecho gracia aquellos llamativos intrusos y se había resistido a dejarlos beber de su bebedero antes de volver a emprender el vuelo. A Harry, en cambio, le habían gustado: le habían hecho imaginarse palmeras y arena blanca, y esperaba que dondequiera que se encontrara Sirius (él nunca decía dónde, por si interceptaban la carta) se lo estuviera pasando bien. Harry dudaba que los
dementores
sobrevivieran durante mucho tiempo en un lugar muy soleado. Quizá por eso Sirius había ido hacia el sur. Las cartas de su padrino (ocultas bajo la utilísima tabla suelta que había debajo de la cama de Harry) mostraban un tono alegre, y en ambas le insistía en que lo llamara si lo necesitaba. Pues bien, en aquel momento lo necesitaba...
La lámpara de Harry pareció oscurecerse a medida que la fría luz gris que precede al amanecer se introducía en el dormitorio. Finalmente, cuando los primeros rayos de sol daban un tono dorado a las paredes y empezaba a oírse ruido en la habitación de tío Vernon y tía Petunia, Harry despejó la mesa de trozos estrujados de pergamino y releyó la carta ya acabada:
Querido Sirius:
Gracias por tu última carta. Vaya pájaro más grande: casi no podía entrar por la ventana.
Aquí todo sigue como siempre. La dieta de Dudley no va demasiado bien. Mi tía lo descubrió ayer escondiendo en su habitación unas rosquillas que había traído de la calle. Le dijeron que tendrían que rebajarle la paga si seguía haciéndolo, y él se puso como loco y tiró la videoconsola por la ventana. Es una especie de ordenador en el que se puede jugar. Fue algo bastante tonto, realmente, porque ahora ni siquiera puede evadirse con su Mega-Mutilation, tercera generación.
Yo estoy bien, sobre todo gracias a que tienen muchísimo miedo de que aparezcas de pronto y los conviertas en murciélagos.
Sin embargo, esta mañana me ha pasado algo raro. La cicatriz me ha vuelto a doler. La última vez que ocurrió fue porque Voldemort estaba en Hogwarts. Pero supongo que es imposible que él ronde ahora por aquí, ¿verdad? ¿Sabes si es normal que las cicatrices producidas por maldiciones duelan años después?
Enviaré esta carta en cuanto regrese
Hedwig
. Ahora está por ahí, cazando. Recuerdos a
Buckbeak
de mi parte.
Harry
«Sí —pensó Harry—, no está mal así.» No había por qué explicar lo del sueño, pues no quería dar la impresión de que estaba muy preocupado. Plegó el pergamino y lo dejó a un lado de la mesa, preparado para cuando volviera
Hedwig
. Luego se puso de pie, se desperezó y abrió de nuevo el armario. Sin mirar al espejo, empezó a vestirse para bajar a desayunar.
Los tres Dursley ya se encontraban sentados a la mesa cuando Harry llegó a la cocina. Ninguno de ellos levantó la vista cuando él entró y se sentó. El rostro de tío Vernon, grande y colorado, estaba oculto detrás de un periódico sensacionalista, y tía Petunia cortaba en cuatro trozos un pomelo, con los labios fruncidos contra sus dientes de conejo.
Dudley parecía furioso, y daba la sensación de que ocupaba más espacio del habitual, que ya es decir, porque él siempre abarcaba un lado entero de la mesa cuadrada. Cuando tía Petunia le puso en el plato uno de los trozos de pomelo sin azúcar con un temeroso «Aquí tienes, Dudley, cariñín», él la miró ceñudo. Su vida se había vuelto bastante más desagradable desde que había llegado con el informe escolar de fin de curso.
Como de costumbre, tío Vernon y tía Petunia habían logrado encontrar disculpas para las malas notas de su hijo: tía Petunia insistía siempre en que Dudley era un muchacho de gran talento incomprendido por sus profesores, en tanto que tío Vernon aseguraba que no quería «tener por hijo a uno de esos mariquitas empollones». Tampoco dieron mucha importancia a las acusaciones de que su hijo tenía un comportamiento violento. («¡Es un niño un poco inquieto, pero no le haría daño a una mosca!», dijo tía Petunia con lágrimas en los ojos.)