Read Harry Potter. La colección completa Online
Authors: J.K. Rowling
Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y Juvenil, Intriga
—Tienes que encontrarlo, ¿vale? —le dijo Harry, acariciándole la espalda mientras la llevaba posada en su brazo hasta uno de los agujeros del muro—. Tienes que encontrarlo antes que los
dementores
.
Ella le pellizcó el dedo, quizá más fuerte de lo habitual, pero ululó como siempre, suavemente, como diciéndole que se quedara tranquilo. Luego extendió las alas y salió al mismo tiempo que lo hacía el sol. Harry la contempló mientras se perdía de vista, sintiendo la ya habitual molestia en el estómago. Había estado demasiado seguro de que la respuesta de Sirius lo aliviaría de las preocupaciones en vez de incrementárselas.
—Le has dicho una mentira, Harry —le espetó Hermione en el desayuno, después que él les contó lo que había hecho—. No te imaginaste que la cicatriz te doliera, y lo sabes.
—¿Y qué? —repuso Harry—. No quiero que vuelva a Azkaban por culpa mía.
—Déjalo —le dijo Ron a Hermione bruscamente, cuando ella abrió la boca para argumentar contra Harry. Y, por una vez, Hermione le hizo caso y se quedó callada.
Durante las dos semanas siguientes, Harry intentó no preocuparse por Sirius. La verdad era que cada mañana, cuando llegaban las lechuzas, no podía dejar de mirar muy nervioso en busca de
Hedwig
, y por las noches, antes de ir a dormir, tampoco podía evitar representarse horribles visiones de Sirius acorralado por los
dementores
en alguna oscura calle de Londres; pero, entre una cosa y otra, intentaba apartar sus pensamientos de su padrino. Hubiera querido poder jugar al
quidditch
para distraerse. Nada le iba mejor a una mente atribulada que una buena sesión de entrenamiento. Por otro lado, las clases se estaban haciendo más difíciles y duras que nunca, en especial la de Defensa Contra las Artes Oscuras.
Para su sorpresa, el profesor Moody anunció que les echaría la maldición
imperius
por turno, tanto para mostrarles su poder como para ver si podían resistirse a sus efectos.
—Pero... pero usted dijo que eso estaba prohibido, profesor —le dijo una vacilante Hermione, al tiempo que Moody apartaba las mesas con un movimiento de la varita, dejando un amplio espacio en el medio del aula—. Usted dijo que usarlo contra otro ser humano estaba...
—Dumbledore quiere que os enseñe cómo es —la interrumpió Moody, girando hacia Hermione el ojo mágico y fijándolo sin parpadear en una mirada sobrecogedora—. Si alguno de vosotros prefiere aprenderlo del modo más duro, cuando alguien le eche la maldición para controlarlo completamente, por mí de acuerdo. Puede salir del aula.
Señaló la puerta con un dedo nudoso. Hermione se puso muy colorada, y murmuró algo de que no había querido decir que deseara irse. Harry y Ron se sonrieron el uno al otro. Sabían que Hermione preferiría beber pus de
bubotubérculo
antes que perderse una clase tan importante.
Moody empezó a llamar por señas a los alumnos y a echarles la maldición
imperius
. Harry vio cómo sus compañeros de clase, uno tras otro, hacían las cosas más extrañas bajo su influencia: Dean Thomas dio tres vueltas al aula a la pata coja cantando el himno nacional, Lavender Brown imitó una ardilla y Neville ejecutó una serie de movimientos gimnásticos muy sorprendentes, de los que hubiera sido completamente incapaz en estado normal. Ninguno de ellos parecía capaz de oponer ninguna resistencia a la maldición, y se recobraban sólo cuando Moody la anulaba.
—Potter —gruñó Moody—, ahora te toca a ti.
Harry se adelantó hasta el centro del aula, en el espacio despejado de mesas. Moody levantó la varita mágica, lo apuntó con ella y dijo:
—
¡Imperio!
Fue una sensación maravillosa. Harry se sintió como flotando cuando toda preocupación y todo pensamiento desaparecieron de su cabeza, no dejándole otra cosa que una felicidad vaga que no sabía de dónde procedía. Se quedó allí, inmensamente relajado, apenas consciente de que todos lo miraban.
Y luego oyó la voz de
Ojoloco
Moody, retumbando en alguna remota región de su vacío cerebro:
Salta a la mesa... salta a la mesa...
Harry, obedientemente, flexionó las rodillas, preparado a dar el salto.
Salta a la mesa...
«Pero ¿por qué?»
Otra voz susurró desde la parte de atrás de su cerebro. «Qué idiotez, la verdad», dijo la voz.
Salta a la mesa...
«No, creo que no lo haré, gracias —dijo la otra voz, con un poco más de firmeza—. No, realmente no quiero...»
¡Salta! ¡Ya!
Lo siguiente que notó Harry fue mucho dolor. Había tratado al mismo tiempo de saltar y de resistirse a saltar. El resultado había sido pegarse de cabeza contra la mesa, que se volcó, y, a juzgar por el dolor de las piernas, fracturarse las rótulas.
—Bien, ¡por ahí va la cosa! —gruñó la voz de Moody.
De pronto Harry sintió que la sensación de vacío desaparecía de su cabeza. Recordó exactamente lo que estaba ocurriendo, y el dolor de las rodillas aumentó.
—¡Mirad esto, todos vosotros... Potter se ha resistido! Se ha resistido, ¡y el condenado casi lo logra! Lo volveremos a intentar, Potter, y todos los demás prestad atención. Miradlo a los ojos, ahí es donde podéis verlo. ¡Muy bien, Potter, de verdad que muy bien! ¡No les resultará fácil controlarte!
—Por la manera en que habla —murmuró Harry una hora más tarde, cuando salía cojeando del aula de Defensa Contra las Artes Oscuras (Moody se había empeñado en hacerle repetir cuatro veces la experiencia, hasta que logró resistirse completamente a la maldición
imperius
)—, se diría que estamos a punto de ser atacados de un momento a otro.
—Sí, es verdad —dijo Ron, dando alternativamente un paso y un brinco: había tenido muchas más dificultades con la maldición que Harry, aunque Moody le aseguró que los efectos se habrían pasado para la hora de la comida—. Hablando de paranoias... —Ron echó una mirada nerviosa por encima del hombro para comprobar que Moody no estaba en ningún lugar en que pudiera oírlo, y prosiguió—, no me extraña que en el Ministerio estuvieran tan contentos de desembarazarse de él: ¿no le oíste contarle a Seamus lo que le hizo a la bruja que le gritó «¡bu!» por detrás el día de los inocentes? ¿Y cuándo se supone que vamos a ponernos al tanto de la maldición
imperius
con todas las otras cosas que tenemos que hacer?
Todos los alumnos de cuarto habían apreciado un evidente incremento en la cantidad de trabajo para aquel trimestre. La profesora McGonagall les explicó a qué se debía, cuando la clase recibió con quejas los deberes de Transformaciones que ella acababa de ponerles.
—¡Estáis entrando en una fase muy importante de vuestra educación mágica! —declaró con ojos centelleantes—. Se acercan los exámenes para el
TIMO
.
—¡Pero si no tendremos el
TIMO
hasta el quinto curso! —objetó Dean Thomas.
—Es verdad, Thomas, pero créeme: ¡tenéis que prepararos lo más posible! La señorita Granger sigue siendo la única persona de la clase que ha logrado convertir un erizo en un alfiletero como Dios manda. ¡Permíteme recordarte que el tuyo, Thomas, aún se hace una pelota cada vez que alguien se le acerca con un alfiler!
Hermione, que se había ruborizado, trató de no parecer demasiado satisfecha de sí misma.
A Harry y Ron les costó contener la risa en la siguiente clase de Adivinación cuando la profesora Trelawney les dijo que les había puesto sobresaliente en los trabajos. Leyó pasajes enteros de sus predicciones, elogiándolos por la indiferencia con que aceptaban los horrores que les deparaba el futuro inmediato. Pero no les hizo tanta gracia cuando ella les mandó repetir el trabajo para el mes siguiente: a los dos se les había agotado el repertorio de desgracias.
El profesor Binns, el fantasma que enseñaba Historia de la Magia, les mandaba redacciones todas las semanas sobre las revueltas de los duendes en el siglo XVIII; el profesor Snape los obligaba a descubrir antídotos, y se lo tomaron muy en serio porque había dado a entender que envenenaría a uno de ellos antes de Navidad para ver si el antídoto funcionaba; y el profesor Flitwick les había ordenado leer tres libros más como preparación a su clase de encantamientos convocadores.
Hasta Hagrid los cargaba con un montón de trabajo. Los
escregutos
de cola explosiva crecían a un ritmo sorprendente aunque nadie había descubierto todavía qué comían. Hagrid estaba encantado y, como parte del proyecto, les sugirió ir a la cabaña una tarde de cada dos para observar los
escregutos
y tomar notas sobre su extraordinario comportamiento.
—No lo haré —se negó rotundamente Malfoy cuando Hagrid les propuso aquello con el aire de un Papá Noel que sacara de su saco un nuevo juguete—. Ya tengo bastante con ver esos bichos durante las clases, gracias.
De la cara de Hagrid desapareció la sonrisa.
—Harás lo que te digo —gruñó—, o seguiré el ejemplo del profesor Moody... Me han dicho que eres un hurón magnifico, Malfoy.
Los de Gryffindor estallaron en carcajadas. Malfoy enrojeció de cólera, pero dio la impresión de que el recuerdo del castigo que le había infligido Moody era lo bastante doloroso para impedirle replicar. Harry, Ron y Hermione volvieron al castillo al final de la clase de muy buen humor: haber visto que Hagrid ponía en su sitio a Malfoy era especialmente gratificante, sobre todo porque éste había hecho todo lo posible el año anterior para que despidieran a Hagrid.
Cuando llegaron al vestíbulo, no pudieron pasar debido a la multitud de estudiantes que estaban arremolinados al pie de la escalinata de mármol, alrededor de un gran letrero. Ron, el más alto de los tres, se puso de puntillas para echar un vistazo por encima de las cabezas de la multitud, y leyó en voz alta el cartel:
TORNEO DE LOS TRES MAGOS
Los representantes de Beauxbatons y Durmstrang llegarán a las seis en punto del viernes 30 de octubre. Las clases se interrumpirán media hora antes.
—¡Estupendo! —dijo Harry—. ¡La última clase del viernes es Pociones! ¡A Snape no le dará tiempo de envenenarnos a todos!
Los estudiantes deberán llevar sus libros y mochilas a los dormitorios y reunirse a la salida del castillo para recibir a nuestros huéspedes antes del banquete de bienvenida.
—¡Sólo falta una semana! —dijo emocionado Ernie Macmillan, un alumno de Hufflepuff, saliendo de la aglomeración—. Me pregunto si Cedric estará enterado. Me parece que voy a decírselo...
—¿Cedric? —dijo Ron sin comprender, mientras Ernie se iba a toda prisa.
—Diggory —explicó Harry—. Querrá participar en el Torneo.
—¿Ese idiota, campeón de Hogwarts? —gruñó Ron mientras se abrían camino hacia la escalera por entre la bulliciosa multitud.
—No es idiota. Lo que pasa es que no te gusta porque venció al equipo de Gryffindor en el partido de
quidditch
—repuso Hermione—. He oído que es un estudiante realmente bueno. Y es prefecto.
Lo dijo como si eso zanjara la cuestión.
—Sólo te gusta porque es guapo —dijo Ron mordazmente.
—Perdona, a mí no me gusta la gente sólo porque sea guapa —repuso Hermione indignada.
Ron fingió que tosía, y su tos sonó algo así como: «¡Lockhart!»
El cartel del vestíbulo causó un gran revuelo entre los habitantes del castillo. Durante la semana siguiente, y fuera donde fuera Harry, no había más que un tema de conversación: el Torneo de los tres magos. Los rumores pasaban de un alumno a otro como gérmenes altamente contagiosos: quién se iba a proponer para campeón de Hogwarts, en qué consistiría el Torneo, en qué se diferenciaban de ellos los alumnos de Beauxbatons y Durmstrang...
Harry notó, además, que el castillo parecía estar sometido a una limpieza especialmente concienzuda. Habían restregado algunos retratos mugrientos, para irritación de los retratados, que se acurrucaban dentro del marco murmurando cosas y muriéndose de vergüenza por el color sonrosado de su cara. Las armaduras aparecían de repente brillantes y se movían sin chirriar, y Argus Filch, el conserje, se mostraba tan feroz con cualquier estudiante que olvidara limpiarse los zapatos que aterrorizó a dos alumnas de primero hasta la histeria.
Los profesores también parecían algo nerviosos.
—¡Longbottom, ten la amabilidad de no decir delante de nadie de Durmstrang que no eres capaz de llevar a cabo un sencillo encantamiento permutador! —gritó la profesora McGonagall al final de una clase especialmente difícil en la que Neville se había equivocado y le había injertado a un cactus sus propias orejas.
Cuando bajaron a desayunar la mañana del 30 de octubre, descubrieron que durante la noche habían engalanado el Gran Comedor. De los muros colgaban unos enormes estandartes de seda que representaban las diferentes casas de Hogwarts: rojos con un león dorado los de Gryffindor, azules con un águila de color bronce los de Ravenclaw, amarillos con un tejón negro los de Hufflepuff, y verdes con una serpiente plateada los de Slytherin. Detrás de la mesa de los profesores, un estandarte más grande que los demás mostraba el escudo de Hogwarts: el león, el águila, el tejón y la serpiente se unían en torno a una enorme hache.
Harry, Ron y Hermione vieron a Fred y George en la mesa de Gryffindor. Una vez más, y contra lo que había sido siempre su costumbre, estaban apartados y conversaban en voz baja. Ron fue hacia ellos, seguido de los demás.
—Es un peñazo de verdad —le decía George a Fred con tristeza—. Pero si no nos habla personalmente, tendremos que enviarle la carta. O metérsela en la mano. No nos puede evitar eternamente.
—¿Quién os evita? —quiso saber Ron, sentándose a su lado.
—Me gustaría que fueras tú —contestó Fred, molesto por la interrupción.
—¿Qué te parece un peñazo? —preguntó Ron a George.
—Tener de hermano a un imbécil entrometido como tú —respondió George.
—¿Ya se os ha ocurrido algo para participar en el Torneo de los tres magos? —inquirió Harry—. ¿Habéis pensado alguna otra cosa para entrar?
—Le pregunté a McGonagall cómo escogían a los campeones, pero no me lo dijo —repuso George con amargura—. Me mandó callar y seguir con la transformación del mapache.
—Me gustaría saber cuáles serán las pruebas —comentó Ron pensativo—. Porque yo creo que nosotros podríamos hacerlo, Harry. Hemos hecho antes cosas muy peligrosas.
—No delante de un tribunal —replicó Fred—. McGonagall dice que puntuarán a los campeones según cómo lleven a cabo las pruebas.