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Authors: J.K. Rowling
Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y Juvenil, Intriga
—Ahí está la carretera principal —dijo George, mirando hacia abajo a través del parabrisas—. Llegaremos dentro de diez minutos... Menos mal, porque se está haciendo de día.
Un tenue resplandor sonrosado aparecía en el horizonte, al este.
Fred dejó que el coche fuera perdiendo altura, y Harry vio a la escasa luz del amanecer el mosaico que formaban los campos y los grupos de árboles.
—Vivimos un poco apartados del pueblo —explicó George—. En Ottery Saint Catchpole.
El coche volador descendía más y más. Entre los árboles destellaba ya el borde de un sol rojo y brillante.
—¡Aterrizamos! —exclamó Fred cuando, con una ligera sacudida, tomaron contacto con el suelo. Aterrizaron junto a un garaje en ruinas en un pequeño corral, y Harry vio por vez primera la casa de Ron.
Parecía como si en otro tiempo hubiera sido una gran pocilga de piedra, pero aquí y allá habían ido añadiendo tantas habitaciones que ahora la casa tenía varios pisos de altura y estaba tan torcida que parecía sostenerse en pie por arte de magia, y Harry sospechó que así era probablemente. Cuatro o cinco chimeneas coronaban el tejado. Cerca de la entrada, clavado en el suelo, había un letrero torcido que decía «La Madriguera». En torno a la puerta principal había un revoltijo de botas de goma y un caldero muy oxidado. Varias gallinas gordas de color marrón picoteaban a sus anchas por el corral.
—No es gran cosa.
—Es una maravilla —repuso Harry, contento, acordándose de Privet Drive.
Salieron del coche.
—Ahora tenemos que subir las escaleras sin hacer el menor ruido —advirtió Fred—, y esperar a que mamá nos llame para el desayuno. Entonces tú, Ron, bajarás las escaleras dando saltos y diciendo: «¡Mamá, mira quién ha llegado esta noche!» Ella se pondrá muy contenta, y nadie tendrá que saber que hemos cogido el coche.
—Bien —dijo Ron—. Vamos, Harry, yo duermo en el...
De repente, Ron se puso de un color verdoso muy feo y clavó los ojos en la casa. Los otros tres se dieron la vuelta.
La señora Weasley iba por el corral espantando a las gallinas, y para tratarse de una mujer pequeña, rolliza y de rostro bondadoso, era sorprendente lo que podía parecerse a un tigre de enormes colmillos.
—¡Ah! —musitó Fred.
—¡Dios mío! —exclamó George.
La señora Weasley se paró delante de ellos, con las manos en las caderas, y paseó la mirada de uno a otro. Llevaba un delantal estampado de cuyo bolsillo sobresalía una varita mágica.
—Así que... —dijo.
—Buenos días, mamá —saludó George, poniendo lo que él consideraba que era una voz alegre y encantadora.
—¿Tenéis idea de lo preocupada que he estado? —preguntó la señora Weasley en un tono aterrador.
—Perdona, mamá, pero es que, mira, teníamos que...
Aunque los tres hijos de la señora Weasley eran más altos que su madre, se amilanaron cuando descargó su ira sobre ellos.
—¡Las camas vacías! ¡Ni una nota! El coche no estaba..., podíais haber tenido un accidente... Creía que me volvía loca, pero no os importa, ¿verdad?... Nunca, en toda mi vida... Ya veréis cuando llegue a casa vuestro padre, un disgusto como éste nunca me lo dieron Bill, ni Charlie, ni Percy...
—Percy, el prefecto perfecto —murmuró Fred.
—
¡PUES PODRÍAS SEGUIR SU EJEMPLO!
—gritó la señora Weasley, dándole golpecitos en el pecho con el dedo—. Podríais haberos matado o podría haberos visto alguien, y vuestro padre haberse quedado sin trabajo por vuestra culpa...
Les pareció que la reprimenda duraba horas. La señora Weasley enronqueció de tanto gritar y luego se plantó delante de Harry, que retrocedió asustado.
—Me alegro de verte, Harry, cielo —dijo—. Pasa a desayunar.
La señora Weasley se encaminó hacia la casa y Harry la siguió, después de dirigir una mirada azorada a Ron, que le respondió animándolo con un gesto de la cabeza.
La cocina era pequeña y todo en ella estaba bastante apretujado. En el medio había una mesa de madera que se veía muy restregada, con sillas alrededor. Harry se sentó tímidamente, mirando a todas partes. Era la primera vez que estaba en la casa de un mago.
El reloj de la pared de enfrente sólo tenía una manecilla y carecía de números. En el borde de la esfera había escritas cosas tales como «Hora del té», «Hora de dar de comer a las gallinas» y «Te estás retrasando». Sobre la repisa de la chimenea había unos libros en montones de tres, libros que tenían títulos como
La elaboración de queso mediante la magia
,
El encantamiento en la repostería
o
Por arte de magia: cómo preparar un banquete en un minuto
. Y, a menos que Harry hubiera escuchado mal, la vieja radio que había al lado del fregadero acababa de anunciar que a continuación emitirían el programa «
La hora de las brujas
, con la popular cantante hechicera Celestina Warbeck».
La señora Weasley preparaba el desayuno sin poner demasiada atención en lo que hacía, y en el rato que tardó en freír las salchichas echó unas cuantas miradas de desaprobación a sus hijos. De vez en cuando murmuraba: «cómo se os pudo ocurrir» o «nunca lo hubiera creído».
—Tú no tienes la culpa, cielo —aseguró a Harry, echándole en el plato ocho o nueve salchichas—. Arthur y yo también hemos estado muy preocupados por ti. Anoche mismo estuvimos comentando que si Ron seguía sin tener noticias tuyas el viernes, iríamos a buscarte para traerte aquí. Pero —dijo mientras le servía tres huevos fritos— cualquiera podría haberos visto atravesar medio país volando en ese coche e infringiendo la ley...
Entonces, como si fuera lo más natural, dio un golpecito con la varita mágica en el montón de platos sucios del fregadero, y éstos comenzaron a lavarse solos, produciendo un suave tintineo.
—¡Estaba nublado, mamá! —dijo Fred.
—¡No hables mientras comes! —le interrumpió la señora Weasley.
—¡Lo estaban matando de hambre, mamá! —dijo George.
—¡Cállate tú también! —atajó la señora Weasley, pero cuando se puso a cortar unas rebanadas de pan para Harry y a untarlas con mantequilla, la expresión se le enterneció.
En aquel momento apareció en la cocina una personita bajita y pelirroja, que llevaba puesto un largo camisón y que, dando un grito, se volvió corriendo.
—Es Ginny —dijo Ron a Harry en voz baja—, mi hermana. Se ha pasado el verano hablando de ti.
—Sí, debe de estar esperando que le firmes un autógrafo, Harry —dijo Fred con una sonrisa, pero se dio cuenta de que su madre lo miraba y hundió la vista en el plato sin decir ni una palabra más. No volvieron a hablar hasta que hubieron terminado todo lo que tenían en el plato, lo que les llevó poquísimo tiempo.
—Estoy que reviento —dijo Fred, bostezando y dejando finalmente el cuchillo y el tenedor—. Creo que me iré a la cama y..
—De eso nada —interrumpió la señora Weasley—. Si te has pasado toda la noche por ahí, ha sido culpa tuya. Así que ahora vete a desgnomizar el jardín, que los gnomos se están volviendo a desmadrar.
—Pero, mamá...
—Y vosotros dos, id con él —dijo ella, mirando a Ron y Fred—. Tú sí puedes irte a la cama, cielo —dijo a Harry—. Tú no les pediste que te llevaran volando en ese maldito coche.
Pero Harry, que no tenía nada de sueño, dijo con presteza:
—Ayudaré a Ron, nunca he presenciado una desgnomización.
—Eres muy amable, cielo, pero es un trabajo aburrido —dijo la señora Weasley—. Pero veamos lo que Lockhart dice sobre el particular.
Y cogió un pesado volumen de la repisa de la chimenea. George se quejó.
—Mamá, ya sabemos desgnomizar un jardín.
Harry echó una mirada a la cubierta del libro de la señora Weasley. Llevaba escritas en letras doradas de fantasía las palabras «Gilderoy Lockhart:
Guía de las plagas en el hogar
». Ocupaba casi toda la portada una fotografía de un mago muy guapo de pelo rubio ondulado y ojos azules y vivarachos. Como todas las fotografías en el mundo de la magia, ésta también se movía: el mago, que Harry supuso que era Gilderoy Lockhart, guiñó un ojo a todos con descaro. La señora Weasley le sonrió abiertamente.
—Es muy bueno —dijo ella—, conoce al dedillo todas las plagas del hogar, es un libro estupendo...
—A mamá le gusta —dijo Fred, en voz baja pero bastante audible.
—No digas tonterías, Fred —dijo la señora Weasley, ruborizándose—. Muy bien, si crees que sabes más que Lockhart, ponte ya a ello; pero ¡ay de ti si queda un solo gnomo en el jardín cuando yo salga!
Entre quejas y bostezos, los Weasley salieron arrastrando los pies, seguidos por Harry. El jardín era grande y a Harry le pareció que era exactamente como tenía que ser un jardín. A los Dursley no les habría gustado; estaba lleno de maleza y el césped necesitaba un recorte, pero había árboles de tronco nudoso junto a los muros, y en los arriates, plantas exuberantes que Harry no había visto nunca, y un gran estanque de agua verde lleno de ranas.
—Los
muggles
también tienen gnomos en sus jardines, ¿sabes? —dijo Harry a Ron mientras atravesaban el césped.
—Sí, ya he visto esas cosas que ellos piensan que son gnomos —dijo Ron, inclinándose sobre una mata de peonías—. Como una especie de papás Noel gorditos con cañas de pescar...
Se oyó el ruido de un forcejeo, la peonía se sacudió y Ron se levantó, diciendo en tono grave:
—Esto es un gnomo.
—¡Suéltame! ¡Suéltame! —chillaba el gnomo.
Desde luego, no se parecía a papá Noel: era pequeño y de piel curtida, con una cabeza grande y huesuda, parecida a una patata. Ron lo sujetó con el brazo estirado, mientras el gnomo le daba patadas con sus fuertes piececitos. Ron lo cogió por los tobillos y lo puso cabeza abajo.
—Esto es lo que tienes que hacer —explicó. Levantó al gnomo en lo alto («¡suéltame!», decía éste) y comenzó a voltearlo como si fuera un lazo. Viendo el espanto en el rostro de Harry, Ron añadió—: No les duele. Pero los tienes que dejar muy mareados para que no puedan volver a encontrar su madriguera.
Entonces soltó al gnomo y éste salió volando por el aire y cayó en el campo que había al otro lado del seto, a unos siete metros, con un ruido sordo.
—¡De pena! —dijo Fred—. ¿Qué te apuestas a que lanzo el mío más allá de aquel tocón?
Harry aprendió enseguida que no había que sentir compasión por los gnomos y decidió lanzar al otro lado del seto al primer gnomo que capturase, pero éste, percibiendo su indecisión, le hundió sus afiladísimos dientes en un dedo, y le costó mucho trabajo sacudírselo...
—Caramba, Harry..., eso habrán sido casi veinte metros...
Pronto el aire se llenó de gnomos volando.
—Ya ves que no son muy listos —observó George, cogiendo cinco o seis gnomos a la vez—. En cuanto se enteran de que estamos desgnomizando, salen a curiosear. Ya deberían haber aprendido a quedarse escondidos en su sitio.
Al poco rato vieron que los gnomos que habían aterrizado en el campo, que eran muchos, empezaban a alejarse andando en grupos, con los hombros caídos.
—Volverán —dijo Ron, mientras contemplaban cómo se internaban los gnomos en el seto del otro lado del campo—. Les gusta este sitio... Papá es demasiado blando con ellos, porque piensa que son divertidos...
En aquel momento se oyó la puerta principal de la casa.
—¡Ya ha llegado! —dijo George—. ¡Papá está en casa!
Y fueron corrieron a su encuentro.
El señor Weasley estaba sentado en una silla de la cocina, con las gafas quitadas y los ojos cerrados. Era un hombre delgado, bastante calvo, pero el escaso pelo que le quedaba era tan rojo como el de sus hijos. Llevaba una larga túnica verde polvorienta y estropeada de viajar.
—¡Qué noche! —farfulló, cogiendo la tetera mientras los muchachos se sentaban a su alrededor—. Nueve redadas. ¡Nueve! Y el viejo Mundungus Fletcher intentó hacerme un maleficio cuando le volví la espalda.
El señor Weasley tomó un largo sorbo de té y suspiró.
—¿Encontraste algo, papá? —preguntó Fred con interés.
—Sólo unas llaves que merman y una tetera que muerde —respondió el señor Weasley en un bostezo—. Han ocurrido, sin embargo, algunas cosas bastante feas que no afectaban a mi departamento. A Mortlake lo sacaron para interrogarle sobre unos hurones muy raros, pero eso incumbe al Comité de Encantamientos Experimentales, gracias a Dios.
—¿Para qué sirve que unas llaves encojan? —preguntó George.
—Para atormentar a los
muggles
—suspiró el señor Weasley—. Se les vende una llave que merma hasta hacerse diminuta para que no la puedan encontrar nunca cuando la necesitan... Naturalmente, es muy difícil dar con el culpable porque ningún
muggle
quiere admitir que sus llaves merman; siempre insisten en que las han perdido. ¡Jesús! No sé de lo que serían capaces para negar la existencia de la magia, aunque la tuvieran delante de los ojos... Pero no os creeríais las cosas que a nuestra gente le ha dado por encantar...
—
¿COMO COCHES, POR EJEMPLO?
La señora Weasley había aparecido blandiendo un atizador como si fuera una espada. El señor Weasley abrió los ojos de golpe y dirigió a su mujer una mirada de culpabilidad.
—¿Co-coches, Molly cielo?
—Sí, Arthur, coches —dijo la señora Weasley, con los ojos brillándole—. Imagínate que un mago se compra un viejo coche oxidado y le dice a su mujer que quiere llevárselo para ver cómo funciona, cuando en realidad lo está encantando para que vuele.
El señor Weasley parpadeó.
—Bueno, querida, creo que estarás de acuerdo conmigo en que no ha hecho nada en contra de la ley, aunque quizá debería haberle dicho la verdad a su mujer... Verás, existe una laguna jurídica... siempre y cuando él no utilice el coche para volar. El hecho de que el coche pueda volar no constituye en sí...
—¡Señor Weasley, ya se encargó personalmente de que existiera una laguna jurídica cuando usted redactó esa ley! —gritó la señora Weasley—. ¡Sólo para poder seguir jugando con todos esos cachivaches
muggles
que tienes en el cobertizo! ¡Y, para que lo sepas, Harry ha llegado esta mañana en ese coche en el que tú no volaste!
—¿Harry? —dijo el señor Weasley mirando a su esposa sin comprender—. ¿Qué Harry?
Al darse la vuelta, vio a Harry y se sobresaltó.
—¡Dios mío! ¿Es Harry Potter? Encantado de conocerte. Ron nos ha hablado mucho de ti...