Read Harry Potter. La colección completa Online
Authors: J.K. Rowling
Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y Juvenil, Intriga
Caminaron con dificultad por el oscuro, frío y húmedo sendero hacia el pueblo. Sólo sus pasos rompían el silencio; el cielo se iluminaba muy despacio, pasando del negro impenetrable al azul intenso, mientras se acercaban al pueblo. Harry tenía las manos y los pies helados. El señor Weasley miraba el reloj continuamente.
Cuando emprendieron la subida de la colina de Stoatshead no les quedaban fuerzas para hablar, y a menudo tropezaban en las escondidas madrigueras de conejos o resbalaban en las matas de hierba espesa y oscura. A Harry le costaba respirar, y las piernas le empezaban a fallar cuando por fin los pies encontraron suelo firme.
—¡Uf! —jadeó el señor Weasley, quitándose las gafas y limpiándoselas en el jersey—. Bien, hemos llegado con tiempo. Tenemos diez minutos...
Hermione llegó en último lugar a la cresta de la colina, con la mano puesta en un costado para calmarse el dolor que le causaba el flato.
—Ahora sólo falta el
traslador
—dijo el señor Weasley volviendo a ponerse las gafas y buscando a su alrededor—. No será grande... Vamos...
Se desperdigaron para buscar. Sólo llevaban un par de minutos cuando un grito rasgó el aire.
—¡Aquí, Arthur! Aquí, hijo, ya lo tenemos.
Al otro lado de la cima de la colina, se recortaban contra el cielo estrellado dos siluetas altas.
—¡Amos! —dijo sonriendo el señor Weasley mientras se dirigía a zancadas hacia el hombre que había gritado. Los demás lo siguieron.
El señor Weasley le dio la mano a un mago de rostro rubicundo y barba escasa de color castaño, que sostenía una bota vieja y enmohecida.
—Éste es Amos Diggory —anunció el señor Weasley—. Trabaja para el Departamento de Regulación y Control de las Criaturas Mágicas. Y creo que ya conocéis a su hijo Cedric.
Cedric Diggory, un chico muy guapo de unos diecisiete años, era capitán y buscador del equipo de
quidditch
de la casa Hufflepuff, en Hogwarts.
—Hola —saludó Cedric, mirándolos a todos.
Todos le devolvieron el saludo, salvo Fred y George, que se limitaron a hacer un gesto de cabeza. Aún no habían perdonado a Cedric que venciera al equipo de Gryffindor en el partido de
quidditch
del año anterior.
—¿Ha sido muy larga la caminata, Arthur? —preguntó el padre de Cedric.
—No demasiado —respondió el señor Weasley—. Vivimos justo al otro lado de ese pueblo. ¿Y vosotros?
—Hemos tenido que levantarnos a las dos, ¿verdad, Ced? ¡Qué felicidad cuando tenga por fin el carné de aparición! Pero, bueno, no nos podemos quejar. No nos perderíamos los Mundiales de
Quidditch
ni por un saco de galeones... que es lo que nos han costado las entradas, más o menos. Aunque, en fin, no me ha salido tan caro como a otros...
Amos Diggory echó una mirada bonachona a los hijos del señor Weasley, a Harry y a Hermione.
—¿Son todos tuyos, Arthur?
—No, sólo los pelirrojos —aclaró el señor Weasley, señalando a sus hijos—. Ésta es Hermione, amiga de Ron... y éste es Harry, otro amigo...
—¡Por las barbas de Merlín! —exclamó Amos Diggory abriendo los ojos—. ¿Harry? ¿Harry Potter?
—Ehhh... sí —contestó Harry.
Harry ya estaba acostumbrado a la curiosidad de la gente y a la manera en que los ojos de todo el mundo se iban inmediatamente hacia la cicatriz en forma de rayo que tenía en la frente, pero seguía sintiéndose incómodo.
—Ced me ha hablado de ti, por supuesto —dijo Amos Diggory—. Nos ha contado lo del partido contra tu equipo, el año pasado... Se lo dije, le dije: esto se lo contarás a tus nietos... Les contarás... ¡que venciste a Harry Potter!
A Harry no se le ocurrió qué contestar, de forma que se calló. Fred y George volvieron a fruncir el entrecejo. Cedric parecía incómodo.
—Harry se cayó de la escoba, papá —masculló—. Ya te dije que fue un accidente...
—Sí, pero tú no te caíste, ¿a que no? —dijo Amos de manera cordial, dando a su hijo una palmada en la espalda—. Siempre modesto, mi Ced, tan caballero como de costumbre... Pero ganó el mejor, y estoy seguro de que Harry diría lo mismo, ¿a que sí? Uno se cae de la escoba, el otro aguanta en ella... ¡No hay que ser un genio para saber quién es el mejor!
—Ya debe de ser casi la hora —se apresuró a decir el señor Weasley, volviendo a sacar el reloj—. ¿Sabes si esperamos a alguien más, Amos?
—No. Los Lovegood ya llevan allí una semana, y los Fawcett no consiguieron entradas —repuso el señor Diggory—. No hay ninguno más de los nuestros en esta zona, ¿o sí?
—No que yo sepa —dijo el señor Weasley—. Queda un minuto. Será mejor que nos preparemos.
Miró a Harry y a Hermione.
—No tenéis más que tocar el
traslador
. Nada más: con poner un dedo será suficiente.
Con cierta dificultad, debido a las voluminosas mochilas que llevaban, los nueve se reunieron en torno a la bota vieja que agarraba Amos Diggory.
Todos permanecieron en pie, en un apretado círculo, mientras una brisa fría barría la cima de la colina. Nadie habló. Harry pensó de repente lo rara que le parecería aquella imagen a cualquier
muggle
que se presentara en aquel momento por allí: nueve personas, entre las cuales había dos hombres adultos, sujetando en la oscuridad aquella bota sucia, vieja y asquerosa, esperando...
—Tres... —masculló el señor Weasley, mirando al reloj—, dos... uno...
Ocurrió inmediatamente: Harry sintió como si un gancho, justo debajo del ombligo, tirara de él hacia delante con una fuerza irresistible. Sus pies se habían despegado de la tierra; pudo notar a Ron y a Hermione, cada uno a un lado, porque sus hombros golpeaban contra los suyos. Iban todos a enorme velocidad en medio de un remolino de colores y de una ráfaga de viento que aullaba en sus oídos. Tenía el índice pegado a la bota, como por atracción magnética. Y entonces...
Tocó tierra con los pies. Ron se tambaleó contra él y lo hizo caer. El
traslador
golpeó con un ruido sordo en el suelo, cerca de su cabeza.
Harry levantó la vista. Cedric y los señores Weasley y Diggory permanecían de pie aunque el viento los zarandeaba. Todos los demás se habían caído al suelo.
—Desde la colina de Stoatshead a las cinco y siete —anunció una voz.
Harry se desembarazó de Ron y se puso en pie. Habían llegado a lo que, a través de la niebla, parecía un páramo. Delante de ellos había un par de magos cansados y de aspecto malhumorado. Uno de ellos sujetaba un reloj grande de oro; el otro, un grueso rollo de pergamino y una pluma de ganso. Los dos vestían como
muggles
, aunque con muy poco acierto: el hombre del reloj llevaba un traje de tweed con chanclos hasta los muslos; su compañero llevaba falda escocesa y poncho.
—Buenos días, Basil —saludó el señor Weasley, cogiendo la bota y entregándosela en mano al mago de la falda, que la echó a una caja grande de
trasladores
usados que tenía a su lado. Harry vio en la caja un periódico viejo, una lata vacía de cerveza y un balón de fútbol pinchado.
—Hola, Arthur —respondió Basil con voz cansina—. Has librado hoy, ¿eh? Qué bien viven algunos... Nosotros llevamos aquí toda la noche... Será mejor que salgáis de ahí: hay un grupo muy numeroso que llega a las cinco y quince del Bosque Negro. Esperad... voy a buscar dónde estáis... Weasley... Weasley...
Consultó la lista del pergamino.
—Está a unos cuatrocientos metros en aquella dirección. Es el primer prado al que llegáis. El que está a cargo del campamento se llama Roberts. Diggory... segundo prado... Pregunta por el señor Payne.
—Gracias, Basil —dijo el señor Weasley, y les hizo a los demás una seña para que lo siguieran.
Se encaminaron por el páramo desierto, incapaces de ver gran cosa a través de la niebla. Después de unos veinte minutos encontraron una casita de piedra junto a una verja. Al otro lado, Harry vislumbró las formas fantasmales de miles de tiendas dispuestas en la ladera de una colina, en medio de un vasto campo que se extendía hasta el horizonte, donde se divisaba el oscuro perfil de un bosque. Se despidieron de los Diggory y se encaminaron a la puerta de la casita. Había un hombre en la entrada, observando las tiendas. Nada más verlo, Harry reconoció que era un
muggle
, probablemente el único que había por allí. Al oír sus pasos se volvió para mirarlos.
—¡Buenos días! —saludó alegremente el señor Weasley.
—Buenos días —respondió el
muggle
.
—¿Es usted el señor Roberts?
—Sí, lo soy. ¿Quiénes son ustedes?
—Los Weasley... Tenemos reservadas dos tiendas desde hace un par de días, según creo.
—Sí —dijo el señor Roberts, consultando una lista que tenía clavada a la puerta con tachuelas—. Tienen una parcela allí arriba, al lado del bosque. ¿Sólo una noche?
—Efectivamente —repuso el señor Weasley.
—Entonces ¿pagarán ahora? —preguntó el señor Roberts.
—¡Ah! Sí, claro... por supuesto... —Se retiró un poco de la casita y le hizo una seña a Harry para que se acercara—. Ayúdame, Harry —le susurró, sacando del bolsillo un fajo de billetes
muggles
y empezando a separarlos—. Éste es de... de... ¿de diez libras? ¡Ah, sí, ya veo el número escrito...! Así que ¿éste es de cinco?
—De veinte —lo corrigió Harry en voz baja, incómodo porque se daba cuenta de que el señor Roberts estaba pendiente de cada palabra.
—¡Ah, ya, ya...! No sé... Estos papelitos...
—¿Son ustedes extranjeros? —inquirió el señor Roberts en el momento en que el señor Weasley volvió con los billetes correctos.
—¿Extranjeros? —repitió el señor Weasley, perplejo.
—No es el primero que tiene problemas con el dinero —explicó el señor Roberts examinando al señor Weasley—. Hace diez minutos llegaron dos que querían pagarme con unas monedas de oro tan grandes como tapacubos.
—¿De verdad? —exclamó nervioso el señor Weasley.
El señor Roberts rebuscó el cambio en una lata.
—El cámping nunca había estado así de concurrido —dijo de repente, volviendo a observar el campo envuelto en niebla—. Ha habido cientos de reservas. La gente no suele reservar.
—¿De verdad? —repitió tontamente el señor Weasley, tendiendo la mano para recibir el cambio. Pero el señor Roberts no se lo daba.
—Sí —dijo pensativamente el
muggle
—. Gente de todas partes. Montones de extranjeros. Y no sólo extranjeros. Bichos raros, ¿sabe? Hay un tipo por ahí que lleva falda escocesa y poncho.
—¿Qué tiene de raro? —preguntó el señor Weasley, preocupado.
—Es una especie de... no sé... como una especie de concentración —explicó el señor Roberts—. Parece como si se conocieran todos, como si fuera una gran fiesta.
En ese momento, al lado de la puerta principal de la casita del señor Roberts, apareció de la nada un mago que llevaba pantalones bombachos.
—
¡Obliviate!
—dijo bruscamente apuntando al señor Roberts con la varita.
El señor Roberts desenfocó los ojos al instante, relajó el ceño y un aire de despreocupada ensoñación le transformó el rostro. Harry reconoció los síntomas de los que sufrían una modificación de la memoria.
—Aquí tiene un plano del campamento —dijo plácidamente el señor Roberts al padre de Ron—, y el cambio.
—Muchas gracias —repuso el señor Weasley.
El mago que llevaba los pantalones bombachos los acompañó hacia la verja de entrada al campamento. Parecía muy cansado. Tenía una barba azulada de varios días y profundas ojeras. Una vez que hubieron salido del alcance de los oídos del señor Roberts, le explicó al señor Weasley:
—Nos está dando muchos problemas. Necesita un encantamiento desmemorizante diez veces al día para tenerlo calmado. Y Ludo Bagman no es de mucha ayuda. Va de un lado para otro hablando de
bludgers
y
quaffle
s en voz bien alta. La seguridad
antimuggles
le importa un pimiento. La verdad es que me alegraré cuando todo haya terminado. Hasta luego, Arthur.
Y, sin más, se desapareció.
—Creía que el señor Bagman era el director del Departamento de Deportes y Juegos Mágicos —dijo Ginny sorprendida—. No debería ir hablando de las
bludgers
cuando hay
muggles
cerca, ¿no os parece?
—Sí, es verdad —admitió el señor Weasley mientras los conducía hacia el interior del campamento—. Pero Ludo siempre ha sido un poco... bueno... laxo en lo referente a seguridad. Sin embargo, sería imposible encontrar a un director del Departamento de Deportes con más entusiasmo. Él mismo jugó en la selección de Inglaterra de
quidditch
, ¿sabéis? Y fue el mejor golpeador que han tenido nunca las Avispas de Wimbourne.
Caminaron con dificultad ascendiendo por la ladera cubierta de neblina, entre largas filas de tiendas. La mayoría parecían casi normales. Era evidente que sus dueños habían intentado darles un aspecto lo más
muggle
posible, aunque habían cometido errores al añadir chimeneas, timbres para llamar a la puerta o veletas. Pero, de vez en cuando, se veían tiendas tan obviamente mágicas que a Harry no le sorprendía que el señor Roberts recelara. En medio del prado se levantaba una extravagante tienda en seda a rayas que parecía un palacio en miniatura, con varios pavos reales atados a la entrada. Un poco más allá pasaron junto a una tienda que tenía tres pisos y varias torretas. Y, casi a continuación, había otra con jardín adosado, un jardín con pila para los pájaros, reloj de sol y una fuente.