Harry Potter. La colección completa (154 page)

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Authors: J.K. Rowling

Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y Juvenil, Intriga

BOOK: Harry Potter. La colección completa
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—Los señores Crouch y Bagman han examinado ya las instrucciones para las pruebas que los campeones tendrán que afrontar —dijo Dumbledore mientras Filch colocaba con cuidado el cofre en la mesa, ante él—, y han dispuesto todos los preparativos necesarios para ellas. Habrá tres pruebas, espaciadas en el curso escolar, que medirán a los campeones en muchos aspectos diferentes: sus habilidades mágicas, su osadía, sus dotes de deducción y, por supuesto, su capacidad para sortear el peligro.

Ante esta última palabra, en el Gran Comedor se hizo un silencio tan absoluto que nadie parecía respirar.

—Como todos sabéis, en el Torneo compiten tres campeones —continuó Dumbledore con tranquilidad—, uno por cada colegio participante. Se puntuará la perfección con que lleven a cabo cada una de las pruebas y el campeón que después de la tercera tarea haya obtenido la puntuación más alta se alzará con la Copa de los tres magos. Los campeones serán elegidos por un juez imparcial: el cáliz de fuego.

Dumbledore sacó la varita mágica y golpeó con ella tres veces en la parte superior del cofre. La tapa se levantó lentamente con un crujido. Dumbledore introdujo una mano para sacar un gran cáliz de madera toscamente tallada. No habría llamado la atención de no ser porque estaba lleno hasta el borde de unas temblorosas llamas de color blanco azulado.

Dumbledore cerró el cofre y con cuidado colocó el cáliz sobre la tapa, para que todos los presentes pudieran verlo bien.

—Todo el que quiera proponerse para campeón tiene que escribir su nombre y el de su colegio en un trozo de pergamino con letra bien clara, y echarlo al cáliz —explicó Dumbledore—. Los aspirantes a campeones disponen de veinticuatro horas para hacerlo. Mañana, festividad de Halloween, por la noche, el cáliz nos devolverá los nombres de los tres campeones a los que haya considerado más dignos de representar a sus colegios. Esta misma noche el cáliz quedará expuesto en el vestíbulo, accesible a todos aquellos que quieran competir.

»Para asegurarme de que ningún estudiante menor de edad sucumbe a la tentación —prosiguió Dumbledore—, trazaré una raya de edad alrededor del cáliz de fuego una vez que lo hayamos colocado en el vestíbulo. No podrá cruzar la línea nadie que no haya cumplido los diecisiete años.

»Por último, quiero recalcar a todos los que estén pensando en competir que hay que meditar muy bien antes de entrar en el Torneo. Cuando el cáliz de fuego haya seleccionado a un campeón, él o ella estarán obligados a continuar en el Torneo hasta el final. Al echar vuestro nombre en el cáliz de fuego estáis firmando un contrato mágico de tipo vinculante. Una vez convertido en campeón, nadie puede arrepentirse. Así que debéis estar muy seguros antes de ofrecer vuestra candidatura. Y ahora me parece que ya es hora de ir a la cama. Buenas noches a todos.

—¡Una raya de edad! —dijo Fred Weasley con ojos chispeantes de camino hacia la puerta que daba al vestíbulo—. Bueno, creo que bastará con una poción envejecedora para burlarla. Y, una vez que el nombre de alguien esté en el cáliz, ya no podrán hacer nada. Al cáliz le da igual que uno tenga diecisiete años o no.

—Pero no creo que nadie menor de diecisiete años tenga ninguna posibilidad —objetó Hermione—. No hemos aprendido bastante...

—Habla por ti —replicó George—. Tú lo vas a intentar, ¿no, Harry?

Harry pensó un momento en la insistencia de Dumbledore en que nadie se ofreciera como candidato si no había cumplido los diecisiete años, pero luego volvió a imaginarse a sí mismo ganando el Torneo de los tres magos... Se preguntó hasta qué punto se enfadaría Dumbledore si alguien por debajo de los diecisiete hallaba la manera de cruzar la raya de edad...

—¿Dónde está? —dijo Ron, que no escuchaba una palabra de la conversación, porque escrutaba la multitud para ver dónde se encontraba Krum—. Dumbledore no ha dicho nada de dónde van a dormir los de Durmstrang, ¿verdad?

Pero su pregunta quedó respondida al instante. Habían llegado a la altura de la mesa de Slytherin, y Karkarov les metía prisa en aquel momento a sus alumnos.

—Al barco, vamos —les decía—. ¿Cómo te encuentras, Viktor? ¿Has comido bastante? ¿Quieres que pida que te preparen un ponche en las cocinas?

Harry vio que Krum negaba con la cabeza mientras se ponía su capa de pieles.

—Profesor, a mí sí me gustaría tomar un ponche —dijo otro de los alumnos de Durmstrang.

—No te lo he ofrecido a ti, Poliakov —contestó con brusquedad Karkarov, de cuyo rostro había desaparecido todo aire paternal—. Ya veo que has vuelto a mancharte de comida la pechera de la túnica, niño indeseable...

Karkarov se volvió y marchó hacia la puerta por delante de sus alumnos. Llegó a ella exactamente al mismo tiempo que Harry, Ron y Hermione, y Harry se detuvo para cederle el paso.

—Gracias —dijo Karkarov despreocupadamente, echándole una mirada.

Y de repente Karkarov se quedó como helado. Volvió a mirar a Harry y dejó los ojos fijos en él, como si no pudiera creer lo que veía. Detrás de su director, también se detuvieron los alumnos de Durmstrang. Muy lentamente, los ojos de Karkarov fueron ascendiendo por la cara de Harry hasta llegar a la cicatriz. También sus alumnos observaban a Harry con curiosidad. Por el rabillo del ojo, Harry veía en sus caras la expresión de haber caído en la cuenta de algo. El chico que se había manchado de comida la pechera le dio un codazo a la chica que estaba a su lado y señaló sin disimulo la frente de Harry.

—Sí, es Harry Potter —dijo desde detrás de ellos una voz gruñona.

El profesor Karkarov se dio la vuelta.
Ojoloco
Moody estaba allí, apoyando todo su peso en el bastón y observando con su ojo mágico, sin parpadear, al director de Durmstrang.

Ante los ojos de Harry, Karkarov palideció y le dirigió a Moody una mirada terrible, mezcla de furia y miedo.

—¡Tú! —exclamó, mirando a Moody como si no diera crédito a sus ojos.

—Sí, yo —contestó Moody muy serio—. Y, a no ser que tengas algo que decirle a Potter, Karkarov, deberías salir. Estás obstruyendo el paso.

Era cierto. La mitad de los alumnos que había en el Gran Comedor aguardaban tras ellos, y se ponían de puntillas para ver qué era lo que ocasionaba el atasco.

Sin pronunciar otra palabra, el profesor Karkarov salió con sus alumnos. Moody clavó los ojos en su espalda y, con un gesto de intenso desagrado, lo siguió con la vista hasta que se alejó.

Como al día siguiente era sábado, lo normal habría sido que la mayoría de los alumnos bajaran tarde a desayunar. Sin embargo, Harry, Ron y Hermione no fueron los únicos que se levantaron mucho antes de lo habitual en días de fiesta. Al bajar al vestíbulo vieron a unas veinte personas agrupadas allí, algunas comiendo tostadas, y todas contemplando el cáliz de fuego. Lo habían colocado en el centro del vestíbulo, encima del taburete sobre el que se ponía el Sombrero Seleccionador. En el suelo, a su alrededor, una fina línea de color dorado formaba un círculo de tres metros de radio.

—¿Ya ha dejado alguien su nombre? —le preguntó Ron algo nervioso a una de tercero.

—Todos los de Durmstrang —contestó ella—. Pero de momento no he visto a ninguno de Hogwarts.

—Seguro que lo hicieron ayer después de que los demás nos acostamos —dijo Harry—. Yo lo habría hecho así si me fuera a presentar: preferiría que no me viera nadie. ¿Y si el cáliz te manda a freír espárragos?

Alguien se reía detrás de Harry. Al volverse, vio a Fred, George y Lee Jordan que bajaban corriendo la escalera. Los tres parecían muy nerviosos.

—Ya está —les dijo Fred a Harry, Ron y Hermione en tono triunfal—. Acabamos de tomárnosla.

—¿El qué? —preguntó Ron.

—La poción envejecedora, cerebro de mosquito —respondió Fred.

—Una gota cada uno —explicó George, frotándose las manos con júbilo—. Sólo necesitamos ser unos meses más viejos.

—Si uno de nosotros gana, repartiremos el premio entre los tres —añadió Lee, con una amplia sonrisa.

—No estoy muy convencida de que funcione, ¿sabéis? Seguro que Dumbledore ha pensado en eso —les advirtió Hermione.

Fred, George y Lee no le hicieron caso.

—¿Listos? —les dijo Fred a los otros dos, temblando de emoción—. Entonces, vamos. Yo voy primero...

Harry observó, fascinado, cómo Fred se sacaba del bolsillo un pedazo de pergamino con las palabras: «Fred Weasley, Hogwarts.» Fred avanzó hasta el borde de la línea y se quedó allí, balanceándose sobre las puntas de los pies como un saltador de trampolín que se dispusiera a tirarse desde veinte metros de altura. Luego, observado por todos los que estaban en el vestíbulo, tomó aire y dio un paso para cruzar la línea.

Durante una fracción de segundo, Harry creyó que el truco había funcionado. George, desde luego, también lo creyó, porque profirió un grito de triunfo y avanzó tras Fred. Pero al momento siguiente se oyó un chisporroteo, y ambos hermanos se vieron expulsados del círculo dorado como si los hubiera echado un invisible lanzador de peso. Cayeron al suelo de fría piedra a tres metros de distancia, haciéndose bastante daño, y para colmo sonó un «¡plin!» y a los dos les salió de repente la misma barba larga y blanca.

En el vestíbulo, todos prorrumpieron en carcajadas. Incluso Fred y George se rieron al ponerse en pie y verse cada uno la barba del otro.

—Os lo advertí —dijo la voz profunda de alguien que parecía estar divirtiéndose, y todo el mundo se volvió para ver salir del Gran Comedor al profesor Dumbledore. Examinó a Fred y George con los ojos brillantes—. Os sugiero que vayáis los dos a ver a la señora Pomfrey. Está atendiendo ya a la señorita Fawcett, de Ravenclaw, y al señor Summers, de Hufflepuff, que también decidieron envejecerse un poquito. Aunque tengo que decir que me gusta más vuestra barba que la que les ha salido a ellos.

Fred y George salieron para la enfermería acompañados por Lee, que se partía de risa, y Harry, Ron y Hermione, que también se reían con ganas, entraron a desayunar.

Habían cambiado la decoración del Gran Comedor. Como era Halloween, una nube de murciélagos vivos revoloteaba por el techo encantado mientras cientos de calabazas lanzaban macabras sonrisas desde cada rincón. Se encaminaron hacia donde estaban Dean y Seamus, que hablaban sobre los estudiantes de Hogwarts que tenían diecisiete años o más y que podrían intentar participar.

—Corre por ahí el rumor de que Warrington se ha levantado temprano para echar el pergamino con su nombre —le dijo Dean a Harry—. Sí, hombre, ese tío grande de Slytherin que parece un oso perezoso...

Harry, que se había enfrentado a Warrington en
quidditch
, movió la cabeza en señal de disgusto.

—¡Espero que no tengamos de campeón a nadie de Slytherin!

—Y los de Hufflepuff hablan todos de Diggory —comentó Seamus con desdén—. Pero no creo que quiera arriesgarse a perder su belleza.

—¡Escuchad! —dijo Hermione repentinamente.

En el vestíbulo estaban lanzando vítores. Se volvieron todos en sus asientos y vieron entrar en el Gran Comedor, sonriendo con un poco de vergüenza, a Angelina Johnson. Era una chica negra, alta, que jugaba como cazadora en el equipo de
quidditch
de Gryffindor. Angelina fue hacia ellos, se sentó y dijo:

—¡Bueno, lo he hecho! ¡Acabo de echar mi nombre!

—¡No puedo creerlo! —exclamó Ron, impresionado.

—Pero ¿tienes diecisiete años? —inquirió Harry.

—Claro que los tiene. Porque si no le habría salido barba, ¿no? —dijo Ron.

—Mi cumpleaños fue la semana pasada —explicó Angelina.

—Bueno, me alegro de que entre alguien de Gryffindor —declaró Hermione—. ¡Espero que quedes tú, Angelina!

—Gracias, Hermione —contestó Angelina sonriéndole.

—Sí, mejor tú que Diggory el hermoso —dijo Seamus, lo que arrancó miradas de rencor de unos de Hufflepuff que pasaban al lado.

—¿Qué vamos a hacer hoy? —preguntó Ron a Harry y Hermione cuando hubieron terminado el desayuno y salían del Gran Comedor.

—Aún no hemos bajado a visitar a Hagrid —comentó Harry.

—Bien —dijo Ron—, mientras no nos pida que donemos los dedos para que coman los
escregutos
...

A Hermione se le iluminó súbitamente la cara.

—¡Acabo de darme cuenta de que todavía no le he pedido a Hagrid que se afilie a la
P.E.D.D.O.
! —dijo con alegría—. ¿Querréis esperarme un momento mientras subo y cojo las insignias?

—Pero ¿qué pretende? —dijo Ron, exasperado, mientras Hermione subía por la escalinata de mármol.

—Eh, Ron —le advirtió Harry—, por ahí viene tu amiga...

Los estudiantes de Beauxbatons estaban entrando por la puerta principal, provenientes de los terrenos del colegio, y entre ellos llegaba la chica
veela
. Los que estaban alrededor del cáliz de fuego se echaron atrás para dejarlos pasar, y se los comían con los ojos.

Madame Maxime entró en el vestíbulo detrás de sus alumnos y los hizo colocarse en fila. Uno a uno, los alumnos de Beauxbatons fueron cruzando la raya de edad y depositando en las llamas de un blanco azulado sus pedazos de pergamino. Cada vez que caía un nombre al fuego, éste se volvía momentáneamente rojo y arrojaba chispas.

—¿Qué crees que harán los que no sean elegidos? —le susurró Ron a Harry mientras la chica
veela
dejaba caer al fuego su trozo de pergamino—. ¿Crees que volverán a su colegio, o se quedarán para presenciar el Torneo?

—No lo sé —dijo Harry—. Supongo que se quedarán, porque Madame Maxime tiene que estar en el tribunal, ¿no?

Cuando todos los estudiantes de Beauxbatons hubieron presentado sus nombres, Madame Maxime los hizo volver a salir del castillo.

—¿Dónde dormirán? —preguntó Ron, acercándose a la puerta y observándolos.

Un sonoro traqueteo anunció tras ellos la reaparición de Hermione, que llevaba consigo las insignias de la
P.E.D.D.O.

—¡Démonos prisa! —dijo Ron, y bajó de un salto la escalinata de piedra, sin apartar los ojos de la chica
veela
, que iba con Madame Maxime por la mitad de la explanada.

Al acercarse a la cabaña de Hagrid, al borde del bosque prohibido, el misterio de los dormitorios de los de Beauxbatons quedó disipado. El gigantesco carruaje de color azul claro en el que habían llegado estaba aparcado a unos doscientos metros de la cabaña de Hagrid, y los de Beauxbatons entraron en él de nuevo. Al lado, en un improvisado potrero, pacían los caballos de tamaño de elefantes que habían tirado del carruaje.

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