Read Harry Potter. La colección completa Online
Authors: J.K. Rowling
Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y Juvenil, Intriga
—
¡CUIDADO CON EL ÁRBOL!
—gritó Harry, cogiendo el volante, pero era demasiado tarde.
¡¡PAF!!
Con gran estruendo, chocaron contra el grueso tronco del árbol y se dieron un gran batacazo en el suelo. Del abollado capó salió más humo;
Hedwig
daba chillidos de terror; a Harry le había salido un doloroso chichón del tamaño de una bola de golf en la cabeza, al golpearse contra el parabrisas; y, a su lado, Ron emitía un gemido ahogado de desesperación.
—¿Estás bien? —le preguntó Harry inmediatamente.
—¡Mi varita mágica! —dijo Ron con voz temblorosa—. ¡Mira mi varita!
Se había partido prácticamente en dos pedazos, y la punta oscilaba, sujeta sólo por unas pocas astillas.
Harry abrió la boca para decir que estaba seguro de que podrían recomponerla en el colegio, pero no llegó a decir nada. En aquel mismo momento, algo golpeó contra su lado del coche con la fuerza de un toro que les embistiera y arrojó a Harry sobre Ron, al mismo tiempo que el techo del coche recibía otro golpe igualmente fuerte.
—¿Qué ha pasado?
Ron ahogó un grito al mirar por el parabrisas, y Harry sacó la cabeza por la ventanilla en el preciso momento en que una rama, gruesa como una serpiente pitón, golpeaba en el coche destrozándolo. El árbol contra el que habían chocado les atacaba. El tronco se había inclinado casi el doble de lo que estaba antes, y azotaba con sus nudosas ramas pesadas como el plomo cada centímetro del coche que tenía a su alcance.
—¡Aaaaag! —gritó Ron, cuando una rama retorcida golpeó en su puerta produciendo otra gran abolladura; el parabrisas tembló entonces bajo una lluvia de golpes de ramitas, y una rama gruesa como un ariete aporreó con tal furia el techo, que pareció que éste se hundía.
—¡Escapemos! —gritó Ron, empujando la puerta con toda su fuerza, pero inmediatamente el salvaje latigazo de otra rama lo arrojó hacia atrás, contra el regazo de Harry.
—¡Estamos perdidos! —gimió, viendo combarse el techo.
De repente el suelo del coche comenzó a vibrar: el motor se ponía de nuevo en funcionamiento.
—¡Marcha atrás! —gritó Harry, y el coche salió disparado. El árbol aún trataba de golpearles, y pudieron oír crujir sus raíces cuando, en un intento de arremeter contra el coche que escapaba, casi se arranca del suelo.
—Por poco —dijo Ron jadeando—. ¡Así se hace, coche!
El coche, sin embargo, había agotado sus fuerzas. Con dos golpes secos, las puertas se abrieron y Harry sintió que su asiento se inclinaba hacia un lado y de pronto se encontró sentado en el húmedo césped. Unos ruidos sordos le indicaron que el coche estaba expulsando el equipaje del maletero; la jaula de
Hedwig
salió volando por los aires y se abrió de golpe, y la lechuza salió emitiendo un fuerte chillido de enojo y voló apresuradamente y sin parar en dirección al castillo. A continuación, el coche, abollado y echando humo, se perdió en la oscuridad, emitiendo un ruido sordo y con las luces de atrás encendidas como en un gesto de enfado.
—¡Vuelve! —le gritó Ron, blandiendo la varita rota—. ¡Mi padre me matará!
Pero el coche desapareció de la vista con un último bufido del tubo de escape.
—¿Es posible que tengamos esta suerte? —preguntó Ron embargado por la tristeza mientras se inclinaba para recoger a
Scabbers
, la rata—. De todos los árboles con los que podíamos haber chocado, tuvimos que dar contra el único que devuelve los golpes.
Se volvió para mirar el viejo árbol, que todavía agitaba sus ramas pavorosamente.
—Vamos —dijo Harry, cansado—. Lo mejor que podemos hacer es ir al colegio.
No era la llegada triunfal que habían imaginado. Con el cuerpo agarrotado, frío y magullado, cada uno cogió su baúl por la anilla del extremo, y los arrastraron por la ladera cubierta de césped, hacia arriba, donde les esperaban las inmensas puertas de roble de la entrada principal.
—Me parece que ya ha comenzado el banquete —dijo Ron, dejando su baúl al principio de los escalones y acercándose sigilosamente para echar un vistazo a través de una ventana iluminada—. ¡Eh, Harry, ven a ver esto... es la Selección!
Harry se acercó a toda prisa, y juntos contemplaron el Gran Comedor.
Sobre cuatro mesas abarrotadas de gente, se mantenían en el aire innumerables velas, haciendo brillar los platos y las copas. Encima de las cabezas, el techo encantado que siempre reflejaba el cielo exterior estaba cuajado de estrellas.
A través de la confusión de los sombreros negros y puntiagudos de Hogwarts, Harry vio una larga hilera de alumnos de primer curso que, con caras asustadas, iban entrando en el comedor. Ginny estaba entre ellos; era fácil de distinguir por el color intenso de su pelo, que revelaba su pertenencia a la familia Weasley. Mientras tanto, la profesora McGonagall, una bruja con gafas y con el pelo recogido en un apretado moño, ponía el famoso Sombrero Seleccionador de Hogwarts sobre un taburete, delante de los recién llegados.
Cada año, este sombrero viejo, remendado, raído y sucio, distribuía a los nuevos estudiantes en cada una de las cuatro casas de Hogwarts: Gryffindor, Hufflepuff, Ravenclaw y Slytherin. Harry se acordaba bien de cuando se lo había puesto, un año antes, y había esperado muy quieto la decisión que el sombrero pronunció en voz alta en su oído. Durante unos escasos y horribles segundos, había temido que lo fuera a destinar a Slytherin, la casa que había dado más magos y brujas tenebrosos que ninguna otra, pero había acabado en Gryffindor, con Ron, Hermione y el resto de los Weasley. En el último trimestre, Harry y Ron habían contribuido a que Gryffindor ganara el campeonato de las casas, venciendo a Slytherin por primera vez en siete años.
Habían llamado a un chaval muy pequeño, de pelo castaño, para que se pusiera el sombrero. Harry desvió la mirada hacia el profesor Dumbledore, el director, que se hallaba contemplando la Selección desde la mesa de los profesores, con su larga barba plateada y sus gafas de media luna brillando a la luz de las velas. Varios asientos más allá, Harry vio a Gilderoy Lockhart, vestido con una túnica color aguamarina. Y al final estaba Hagrid, grande y peludo, apurando su copa.
—Espera... —dijo Harry a Ron en voz baja—. Hay una silla vacía en la mesa de los profesores. ¿Dónde está Snape?
Severus Snape era el profesor que menos le gustaba a Harry. Y Harry resultó ser el alumno que menos le gustaba a Snape, que daba clase de Pociones y era cruel, sarcástico y sentía aversión por todos los alumnos que no fueran de Slytherin, la casa a la que pertenecía.
—¡A lo mejor está enfermo! —dijo Ron, esperanzado.
—¡Quizá se haya ido —dijo Harry—, porque tampoco esta vez ha conseguido el puesto de profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras!
—O quizá lo han echado —dijo Ron con entusiasmo—. Como todo el mundo lo odia...
—O tal vez —dijo una voz glacial detrás de ellos— quiera averiguar por qué no habéis llegado vosotros dos en el tren escolar.
Harry se dio media vuelta. Allí estaba Severus Snape, con su túnica negra ondeando a la fría brisa. Era un hombre delgado de piel cetrina, nariz ganchuda y pelo negro y grasiento que le llegaba hasta los hombros, y en aquel momento sonreía de tal modo que Ron y Harry comprendieron inmediatamente que se habían metido en un buen lío.
—Seguidme —dijo Snape.
Sin atreverse a mirarse el uno al otro, Harry y Ron siguieron a Snape escaleras arriba hasta el gran vestíbulo iluminado con antorchas, donde las palabras producían eco. Un delicioso olor de comida flotaba en el Gran Comedor, pero Snape los alejó de la calidez y la luz y los condujo abajo por la estrecha escalera de piedra que llevaba a las mazmorras.
—¡Adentro! —dijo, abriendo una puerta que se encontraba a mitad del frío corredor, y señalando su interior.
Entraron temblando en el despacho de Snape. Los sombríos muros estaban cubiertos por estantes con grandes tarros de cristal, dentro de los cuales flotaban cosas verdaderamente asquerosas, cuyo nombre en aquel momento a Harry no le interesaba en absoluto. La chimenea estaba apagada y vacía. Snape cerró la puerta y se volvió hacia ellos.
—Así que —dijo con voz melosa— el tren no es un medio de transporte digno para el famoso Harry Potter y su fiel compañero Weasley. Queríais hacer una llegada a lo grande, ¿eh, muchachos?
—No, señor, fue la barrera en la estación de King's Cross lo que...
—¡Silencio! —dijo Snape con frialdad—. ¿Qué habéis hecho con el coche?
Ron tragó saliva. No era la primera vez que a Harry le daba la impresión de que Snape era capaz de leer el pensamiento. Pero enseguida comprendió, cuando Snape desplegó un ejemplar de
El Profeta Vespertino
de aquel mismo día.
—Os han visto —les dijo enfadado, enseñándoles el titular:
«MUGGLES» DESCONCERTADOS POR UN FORD ANGLIA VOLADOR
Y comenzó a leer en voz alta:
—«En Londres, dos
muggles
están convencidos de haber visto un coche viejo sobrevolando la torre del edificio de Correos (...) al mediodía en Norfolk, la señora Hetty Bayliss, al tender la ropa (...) y el señor Angus Fleet, de Peebles, informaron a la policía, etcétera.» En total, seis o siete
muggles
. Tengo entendido que tu padre trabaja en el Departamento Contra el Uso Incorrecto de los Objetos
Muggles
—dijo, mirando a Ron y sonriendo de manera aún más desagradable—. Vaya, vaya..., su propio hijo...
Harry sintió como si una de las ramas más grandes del árbol furioso le acabara de golpear en el estómago. Si alguien averiguara que el señor Weasley había encantado el coche... No se le había ocurrido pensar en eso...
—He percibido, en mi examen del parque, que un ejemplar muy valioso de sauce boxeador parece haber sufrido daños considerables —prosiguió Snape.
—Ese árbol nos ha hecho más daño a nosotros que nosotros a... —se le escapó a Ron.
—¡Silencio! —interrumpió de nuevo Snape—. Por desgracia, vosotros no pertenecéis a mi casa, y la decisión de expulsaros no me corresponde a mí. Voy a buscar a las personas a quienes compete esa grata decisión. Esperad aquí.
Ron y Harry se miraron, palideciendo. Harry ya no sentía hambre, sino un tremendo mareo. Trató de no mirar hacia el estante que había detrás del escritorio de Snape, donde en un gran tarro con líquido verde flotaba una cosa muy larga y delgada. Si Snape había ido en busca de la profesora McGonagall, jefa de la casa Gryffindor, su situación no iba a mejorar mucho. Ella podía ser mejor que Snape, pero era muy estricta.
Diez minutos después, Snape volvió, y se confirmó que era la profesora McGonagall quien lo acompañaba. Harry había visto en varias ocasiones a la profesora McGonagall enfadada, pero, o bien había olvidado lo tensos que podía poner los labios, o es que nunca la había visto tan enfadada. Ella levantó su varita al entrar. Harry y Ron se estremecieron, pero ella simplemente apuntaba hacia la chimenea, donde las llamas empezaron a brotar al instante.
—Sentaos —dijo ella, y los dos se retiraron a dos sillas que había al lado del fuego—. Explicaos —añadió. Sus gafas brillaban inquietantemente.
Ron comenzó a narrar toda la historia, empezando por la barrera de la estación, que no les había dejado pasar.
—... así que no teníamos otra opción, profesora, no pudimos coger el tren.
—¿Y por qué no enviasteis una carta por medio de una lechuza? Imagino que tenéis alguna lechuza —dijo fríamente la profesora McGonagall a Harry.
Harry se quedó mirándola con la boca abierta. Ahora que la profesora lo mencionaba, parecía obvio que aquello era lo que tenían que haber hecho.
—No-no lo pensé...
—Eso —observó la profesora McGonagall— es evidente.
Llamaron a la puerta del despacho y Snape la abrió, más contento que unas pascuas. Era el director, el profesor Dumbledore.
Harry tenía todo el cuerpo agarrotado. La expresión de Dumbledore era de una severidad inusitada. Miró de tal forma a los dos alumnos que tenía debajo de su gran nariz aguileña, que en aquel momento Harry habría preferido estar con Ron recibiendo los golpes del sauce boxeador.
Hubo un prolongado silencio, tras el cual Dumbledore dijo:
—Por favor, explicadme por qué lo habéis hecho.
Habría sido preferible que hubiera gritado. A Harry le pareció horrible el tono decepcionado que había en su voz. No sabía por qué, pero no podía mirar a Dumbledore a los ojos, y habló con la mirada clavada en sus rodillas. Se lo contó todo a Dumbledore, salvo lo de que el señor Weasley era el propietario del coche encantado, simulando que Ron y él se habían encontrado un coche volador a la salida de la estación. Supuso que Dumbledore les interrogaría inmediatamente al respecto, pero Dumbledore no preguntó nada sobre el coche. Cuando Harry acabó, el director simplemente siguió mirándolos a través de sus gafas.
—Iremos a recoger nuestras cosas —dijo Ron en un tono de voz desesperado.
—¿Qué quieres decir, Weasley? —bramó la profesora McGonagall.
—Bueno, nos van a expulsar, ¿no? —dijo Ron.
Harry miró a Dumbledore.
—Hoy no, señor Weasley —dijo Dumbledore—. Pero quiero dejar claro que lo que habéis hecho es muy grave. Esta noche escribiré a vuestras familias. He de advertiros también que si volvéis a hacer algo parecido, no tendré más remedio que expulsaros.
Por la expresión de Snape, parecía como si sólo se hubieran suprimido las Navidades. Se aclaró la garganta y dijo:
—Profesor Dumbledore, estos muchachos han transgredido el decreto para la restricción de la magia en menores de edad, han causado daños graves a un árbol muy antiguo y valioso... Creo que actos de esta naturaleza...
—Corresponderá a la profesora McGonagall imponer el castigo a estos muchachos, Severus —dijo Dumbledore con tranquilidad—. Pertenecen a su casa y están por tanto bajo su responsabilidad. —Se volvió hacia la profesora McGonagall—. Tengo que regresar al banquete, Minerva, he de comunicarles unas cuantas cosas. Vamos, Severus, hay una tarta de crema que tiene muy buena pinta y quiero probarla.
Al salir del despacho, Snape dirigió a Ron y Harry una mirada envenenada. Se quedaron con la profesora McGonagall, que todavía los miraba como un águila enfurecida.
—Lo mejor será que vayas a la enfermería, Weasley, estás sangrando.
—No es nada —dijo Ron, frotándose enseguida con la manga la herida que tenía en la ceja—. Profesora, quisiera ver la selección de mi hermana.