—¿Siempre derecho?
Pablo le dio una dirección cualquiera, una esquina: Laprida y Santa Fe.
—¿Por dónde quiere que tomemos?
—Por donde le guste más.
Le había contestado sin dejar de mirar por el vidrio trasero. Había por lo menos cuatro vehículos que venían manteniéndose detrás de ellos desde que habían arrancado. Pablo se esforzaba por no perderlos, pero las luces lo encandilaban, por momentos se le escapaban y después volvía a encontrarlos. El chofer insistió:
—¿Subimos en la próxima?
—Está bien.
—Siempre consulto porque a veces el pasajero tiene sus preferencias.
—Me da lo mismo —dijo Pablo.
La radio del taxi estaba encendida con el volumen bajo, transmitía desde el Obelisco, se oían las bocinas.
—El país entero en la calle —dijo el taxista.
—Sí —dijo Pablo.
—No debe haber quedado nadie en su casa.
—Nadie.
—Esto se ve una sola vez en la vida.
—Sí —volvió a decir Pablo con la esperanza de que ahí terminara la conversación.
Doblaron, volvieron a doblar, se metieron por dos calles poco transitadas y entonces pudo ir descartando autos y finalmente creyó estar seguro de que ninguno los seguía. De todos modos no dejó de vigilar.
Llegaron a Laprida y Santa Fe. También acá la avenida era un concierto de bocinas. Pablo esperó que el taxi se marchara y anduvo unas cuadras regresando por Laprida, caminando en dirección contraria al tránsito, porque de esta manera, si alguien pretendía seguirlo, solamente podría hacerlo a pie. Dobló y se detuvo en la vidriera de una camisería para dejar pasar a un tipo que había doblado detrás de él. Vio una silueta desplazarse en el espejo que estaba dentro de la vidriera y esperó que el hombre se alejara. Un colectivo acababa de detenerse para que bajara gente y estaba arrancando de nuevo del otro lado de la calle. Pablo cruzó, corrió a la par del colectivo y alcanzó a saltar cuando tomaba velocidad. Tenía la mano derecha ocupada con el bolso, quedó mal parado en el estribo, estuvo a punto de perder el equilibrio y caerse de espaldas sobre el asfalto. El conductor lo miró furioso y cuando Pablo consiguió afirmarse y subió los dos escalones le dijo:
—En realidad ahora tendría que hacerlo bajar.
Lo castigó obligándolo a esperar a su lado, con el dinero en la mano, durante más de una cuadra, antes de cortarle el boleto. Por fin Pablo pudo pagar y se dirigió hacia el interior del colectivo. Oyó que el chofer decía en voz alta, para que los pasajeros escucharan:
—Después hay que pagarlos por buenos.
Pablo fue a sentarse al fondo y a la tercera o cuarta parada bajó mezclado con un grupo de chicas y muchachos que habían estado cantando estribillos alusivos al Mundial. Vio venir otro colectivo por una de las calles transversales y volvió a correr haciéndole señas. Logró que parara y al subir agradeció. Lo dejó unos minutos después, cuando cruzaron avenida Las Heras, a la altura del terreno donde había estado la cárcel. Acá también, como en todos los rincones de la ciudad, se celebraba.
Resolvió que había llegado el momento de irse a la estación de trenes. No quería seguir gastando en taxis e ignoraba si tenía algo directo desde ahí. Les preguntó a una pareja y a una mujer y no le supieron decir. Tomó el primer colectivo que apareció y consultó con el chofer. Bajó en Azcuénaga y buscó la parada del 92. Tuvo que esperar bastante. Por la esquina pasó un patrullero y le recordó que estaba asustado. Finalmente apareció el colectivo. Subió, se acomodó en un asiento al fondo y pensó: "Con tantas vueltas y precauciones, imposible que alguien haya podido seguirme". De inmediato se vio como la triste caricatura de algunos personajes de películas, se dio lástima y se dijo: "Lo que debería hacer es volver ahora mismo a mi departamento y dejarme de joder". Pero siguió hasta Retiro.
Entró en el hall de la estación y fue a pararse junto a un quiosco de diarios desde donde se podía ver el tablero con los horarios de los trenes de larga distancia. Tomaría el primero que saliera, no importaba el destino. Había uno dentro de veinticinco minutos a Córdoba: andén 4. En la libreta tenía un par de teléfonos de gente conocida en Córdoba. Veinticinco minutos le pareció una espera interminable y cuando fue a sacar boleto preguntó si el tren saldría a horario. El empleado de la ventanilla le dedicó una amplia sonrisa de complicidad.
—Por supuesto, campeón —dijo.
Pablo hizo una pasada frente al ingreso del andén 4, el tren ya estaba, pero decidió que no lo abordaría hasta último momento. Cruzó el hall en dirección a los baños. Había mucho movimiento y las voces zumbaban en un gran murmullo uniforme contra la bóveda. En el baño, en cambio, la actividad era silenciosa, idas y venidas y un clima como de conspiración. El único ruido era el del agua de los mingitorios. Pablo orinó girando la cabeza a derecha e izquierda para mirar sobre sus hombros.
Después fue a sentarse en la confitería. Eligió una mesa al fondo, lejos de la entrada. Pidió un café y pagó apenas se lo trajeron. Detrás del mostrador había un enorme reloj de pared. A través de un espejo, Pablo se dedicó a estudiar las personas de las mesas cercanas. Una mujer sentada sola le guiñó un ojo, también a través del espejo, y Pablo ya no miró en esa dirección. Por la puerta entraba y salía gente sin parar. Llegó el momento en que todas las caras comenzaron a parecerle sospechosas y pensó que no había lugar más amenazador que una estación.
Del otro lado de la vidriera que daba a la calle se veía la Torre de los Ingleses y más allá, frente a la loma de Plaza San Martín, un tramo de avenida por donde seguían pasando vehículos y banderas. Su departamento no estaba lejos. Igual que en el colectivo, se dijo que tal vez debería regresar. Le bastaba andar unas pocas cuadras. Consideró la posibilidad, pero sabía que no lo haría. Cruzar aquel espacio abierto y luego recorrer la recova y finalmente subir en la oscuridad de la escalera y quedarse allá a la luz de una vela era una idea que le causaba pánico.
Sobre el gran cuadrante blanco del reloj las agujas no avanzaban nunca. Pablo pensó que en algún momento, cuando llegara a alguna parte, debería hacer unos llamados. Por lo pronto debía comunicarse con González, el que le encargaba las colaboraciones en la revista, y avisarle que no estaba en Buenos Aires. También trataría de hablar con Ana. Y tal vez con Carmen. En realidad, podía hacer esos llamados ahora. Pero estaba demasiado pendiente del correr de los minutos y el tiempo que faltaba para tomar el tren. Lo importante era irse. Todo el resto podía esperar.
En la pared vio moverse una de las agujas del reloj. Tomó las manijas del bolso, pero todavía no se levantó. Se impuso esperar un poco más. "Hasta el próximo desplazamiento de la aguja", se dijo. Ya no separó los ojos del cuadrante.
Se paró, salió de la confitería, cruzó el hall con paso lento, ingresó en el andén, subió al tren y caminó por adentro hacia la locomotora. Se detuvo en un vagón con poca gente y ocupó un asiento del lado de las ventanillas que no daban al andén. Ahora fijó la mirada en el reloj pulsera y siguió el recorrido del segundero: "Ya es la hora". Se oyó el silbato de partida y el tren comenzó a moverse. "Justo", pensó Pablo.
La estación quedó atrás y luego Pablo vio las luces de la ciudad mientras el tren corría en lo alto de un terraplén. No había calefacción, se había acurrucado contra la ventanilla y mantenía las manos en los bolsillos de la campera. Sentía en el cuerpo el traqueteo de la marcha como un mensaje de seguridad. Por ahora no importaba más que eso: la certeza de la carrera, la distancia que aumentaba.
Después la ciudad y los suburbios se perdieron y allá afuera la noche se movió con sus grandes masas de sombra. El tren ganaba kilómetros y Pablo permanecía suspendido en esa tierra de nadie. Miraba la noche veloz a través de su propia figura reflejada en el vidrio. El tren y él cavaban dentro de la oscuridad un túnel que se iba cerrando detrás a medida que avanzaban. Hubiese querido dormir para que la entrega fuese completa y poder deslizarse hacia las horas futuras sin que nada dependiese de él. Todavía no era tiempo de pensar. No quería pensar.
Hasta que en algún momento la incomodidad de su cuerpo lo reclamó. Sintió el frío y el cansancio. Le dolía la espalda. Sintió hambre. Hacía mucho que no comía nada. Tal vez pudiese comprar un sándwich en el tren. También apareció la pregunta inevitable: ¿Qué hago acá? Y entonces se vio como lo que era, un hombre huyendo, humillado por el miedo, perdido en alguna parte.
Apartó los ojos de la noche y echó una mirada al interior del vagón. Estaba muy iluminado y todo era ocre y blanco. Había pocos pasajeros. Un matrimonio con un chico. Cuatro muchachos que jugaban al truco. Tres monjas. Una pareja mayor.
Descubrió, allá adelante, del otro lado del pasillo, sentado de espaldas a la marcha y por lo tanto enfrentado a él, un hombre que leía el diario. El diario le tapaba la cara. Al dar vuelta las páginas lo bajaba un poco. El hombre era grueso, de cejas tupidas y rasgos de bulldog. Tenía puesto un sacón verde oscuro. Pablo estuvo seguro de que lo había estado mirando.
Sintió que volvía la sensación de náusea y a partir de ese momento sólo estuvo pendiente de aquel tipo. ¿Ya estaba ahí cuando él se sentó o había llegado después? Si había aparecido después tuvo que ser inmediatamente detrás de él, porque él había subido al tren sobre la hora, casi en el momento de arrancar. Trató de hacer memoria. Imposible saberlo ahora. ¿Por qué el tipo se había ubicado al revés si sobraban asientos?
El hombre del diario se movió, dio vuelta una página y Pablo creyó percibir que de nuevo aquellos ojos lo buscaban. No se atrevió a enfrentarlos y mantuvo la vista fija arriba, en un punto al fondo del vagón. La cara del hombre volvió a quedar oculta y Pablo sólo vio el gran titular que decía: "Argentina campeón". Y abajo: "Le ganamos al mundo".
El tren seguía avanzando pero ya nada era igual. La tregua, el abandono, habían desaparecido y Pablo fue otra vez el nudo de tensiones de los últimos dos días. Aquello que había pretendido dejar atrás con la velocidad y la distancia acababa de alcanzarlo y viajaba con él a través de la noche. Ahora no podía hacer otra cosa que quedarse quieto, mantenerse alerta y esperar. Trataba de adivinar los movimientos del tipo detrás del diario. Entrecerró los ojos como si estuviera dormido para poder espiarlo cuando se mostrara al dar vuelta las páginas.
Había otro hombre solo, a la altura del que leía el diario, de este lado del pasillo, sentado en el sentido de la marcha del tren. Pablo no podía verle más que la nuca asomando del respaldo. Eran los dos únicos pasajeros en esa zona del vagón.
Pasó el guarda y anunció las próximas tres estaciones. Pablo no entendió los nombres, de todos modos estuvo seguro de que nunca los había oído. Dos de los muchachos que jugaban a las cartas gritaron levantando los brazos y se felicitaron mutuamente. El chico dijo que tenía hambre y el padre bajó un bolso del portaequipaje y sacó un paquete de galletitas. Una de las monjas leía un libro y las otras dos mantenían los ojos cerrados y parecían rezar.
Allá al fondo el hombre dejó el diario a un costado, se levantó y, bamboleándose, tomándose de los respaldos, avanzó por el pasillo. "Va al baño", dedujo Pablo. Cuando pasó, percibió que giraba la cabeza para mirarlo a él y —le pareció— también al bolso que estaba a su lado, sobre el asiento. Oyó a sus espaldas el golpe de la puerta del vagón al cerrarse.
Ahora de nuevo Pablo se estaba esforzando por pensar rápido. Corrió el cierre relámpago del bolso, sacó la libreta de direcciones y la guardó en el bolsillo interior de la campera. Cerró el bolso y esperó. Oyó la puerta golpear otra vez y el tipo pasó rumbo a su asiento. Pablo pudo observar su espalda que era ancha y un poco encorvada. Las manos que se apoyaban en los respaldos eran velludas. Le pareció que en el momento de sentarse el tipo le echaba una mirada al que estaba frente a él, cruzando el pasillo. El otro hizo un movimiento como para darse vuelta, se corrió en el asiento y mostró el perfil. Tenía bigote. ¿Estaban juntos?
Sonó el silbato de la locomotora. Dos veces. Pablo dejó pasar unos minutos. Después se levantó
y
al hacerlo desplazó un poco el bolso hacia la punta del asiento que daba al pasillo, de manera que quedara bien a la vista. Se fue en la misma dirección en que antes había ido el tipo. El baño estaba ahí nomás, detrás de la puerta. Entró, corrió el vidrio del ventilete y vio pasar un vértigo de ramas negras y atrás, lejos, un resplandor que podía ser un incendio. Le pareció que el tren aminoraba la marcha.
Salió del baño. La puerta del vagón tenía un vidrio redondo, como un ojo de buey, a la altura de la cabeza de una persona. Pablo comprobó que, moviéndose de costado y agachándose apenas, podía irse en sentido contrario sin que lo vieran desde el interior. Pasó al vagón siguiente y lo recorrió con paso rápido. También ahí había poca gente. Cruzó dos vagones más. Salió a la plataforma y se asomó. Vio algunas luces al fondo de la noche. Unos minutos después el tren se detuvo en una desolada estación de campo. Había tres personas esperando, dos subieron y una se quedó. El tren arrancó. Pablo, tomado del pasamanos, se mantuvo en el escalón hasta que el vagón llegó al extremo del andén y entonces saltó.
Miró el tren alejarse en la noche y pensó en su bolso. Lo único que lamentó fue haber perdido la máquina de escribir. Cuando se dio vuelta no había nadie en el andén. La estación era un galpón con paredes de ladrillos y techo de chapas. Las puertas estaban cerradas y las luces interiores apagadas. Dos faroles altos, uno en cada punta, iluminaban la plataforma y las vías. Enfrente se veían otros galpones, un silo, un tanque de agua. Pablo rodeó la construcción y salió a una explanada de pedregullos, bordeada de ligustros y con un mástil sin bandera en el centro. El pedregullo crujió bajo sus pies. Salió a un callejón de tierra sin iluminación. Vio los focos traseros de un coche que se alejaba hacia la izquierda y dedujo que por allá estaría el pueblo. No debía ser gran cosa a juzgar por la estación. No se había fijado en los letreros del andén, por lo tanto ignoraba cómo se llamaba el lugar. Hacía cada vez más frío y se subió el cuello de la campera. Golpeó los pies en el suelo. La tierra del camino estaba congelada. Pensó en su departamento, en la ciudad de fiesta, y era como si esas imágenes surgiesen de un tiempo lejano y perdido para siempre. Comenzó a caminar. Anduvo un rato sin que aparecieran señales de casas. Hacia ambos costados sólo se extendían masas de árboles negros. Un pájaro nocturno cruzó el camino. La luna no estaba por ninguna parte pero igual había un poco de claridad en el cielo y en el campo. Vio alambrados a los costados y las siluetas quietas de algunos animales: vacas, caballos. Se detuvo. Se preguntó si le convenía seguir adelante un poco más o regresar hacia la estación
y
probar para el otro lado. Prendió un cigarrillo y se quedó mirando el brillo helado de las estrellas mientras advertía que habían comenzado a ladrar unos perros.