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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Clásico

Héctor Servadac (37 page)

BOOK: Héctor Servadac
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Realmente, al calcular la duración de la revolución de Galia, había tenido en cuenta Palmirano Roseta las perturbaciones que debía sufrir el cometa, no sólo a causa de su aproximación a Júpiter, sino también por acercarse demasiado a Saturno y a Marte. Pero ¿no se habría equivocado acerca del valor de estas perturbaciones, y el cometa experimentaría en su curso retrasos más importantes de los que el astrónomo había calculado? ¿No podría el terrible Júpiter, eterno seductor de cometas…?

En fin, según la explicación que dio el teniente Procopio, si los cálculos del astrónomo no eran exactos, amenazaban a Galia cuatro grandes peligros.

1.° Que Galia, irresistiblemente atraída por Júpiter, cayera en su superficie y se aniquilara.

2.° Que quedara aprisionada y pasara al estado de satélite, o quizá de subsatélite.

3.° Que desviada de su trayectoria, siguiera una nueva órbita para no acercarse jamás a la Tierra.

4.° Y que, retrasada en su movimiento, por poco que fuera, a causa de la influencia de Júpiter, llegara demasiado tarde a la eclíptica para chocar con la Tierra en el punto en que antes había chocado.

En el caso de que se produjera alguno de estos cuatro sucesos, Palmirano Roseta sólo temía dos. Que Galia pasara al estado de luna o de subluna del mundo joviano, no convenía al astrónomo aventurero, aunque le agradaba mucho le perspectiva de no llegar a encontrar la Tierra de continuar gravitando alrededor del Sol y hasta de correr por los espacios siderales a través de esa nebulosa llamada Vía Láctea, de la que parecen formar parte todas las estrellas visibles. Comprendíase que sus compañeros tuvieran vivísimos deseos de volver al globo terrestre donde habían dejado familias y amigos; pero Palmirano Roseta, que no tenía familia ni tampoco amigos, porque le había faltado tiempo para contraer amistades y que, si lo hubiera tenido, es probable que por su carácter tampoco lo hubiera conseguido, prefería no salir del cometa jamás, ya que la fortuna le había deparado la ocasión de viajar por los espacios interplanetarios.

Entre los temores de los galianos y las esperanzas de Palmirano Roseta transcurrió un mes. El 1.° de setiembre Galia sólo distaba de Júpiter treinta y ocho millones de leguas, precisamente la distancia que separa a la Tierra del Sol; y el 15 esta distancia había quedado reducida a dieciséis millones de leguas. El planeta veíase en el firmamento cada vez de tamaño más extraordinario, y el cometa era atraído hacia él como si su curso elíptico se hubiera convertido en caída rectilínea bajo la influencia de Júpiter.

Era realmente un gran planeta el que a la sazón comenzaba a alterar la órbita de Galia.

¡Peligroso tropezón el que podía dar el cometa! Desde la época de Newton se sabe que la atracción entre dos cuerpos se ejerce en razón directa de sus masas, y en razón inversa del cuadrado de las distancias. La masa de Júpiter era enorme y la distancia a que iba a pasar Galia del planeta era relativamente muy corta.

Efectivamente el diámetro de aquel gigante es de treinta y cinco mil setecientas noventa leguas, o, lo que es lo mismo, once veces el diámetro terrestre, y su circunferencia es de ciento doce mil cuatrocientas cuarenta leguas. Su volumen equivale a mil cuatrocientas catorce veces el de la Tierra, y, por consiguiente, serían necesarias mil cuatrocientas Tierras para igualar su tamaño. Su masa es de trescientas treinta y ocho veces mayor que la del esferoide terrestre, o, para decirlo de otro modo, pesa ciento treinta y ocho veces más, aproximadamente dos mil cuatrillones de kilogramos, número compuesto de veintiocho cifras. Aunque su densidad media, deducida de la masa y de su volumen, sólo equivale a la cuarta parte de la densidad de la Tierra, y únicamente excede en una tercera parte a la densidad del agua (lo que ha originado la hipótesis de que el enorme planeta es quizás líquido, a lo menos en su superficie), no por eso dejaba de perturbar grandemente a Galia.

Agreguemos, para terminar la descripción física de Júpiter que tarda en efectuar su revolución alrededor del Sol once años, diez meses, diecisiete días, ocho horas y cuarenta y dos minutos terrestres: que marcha con una celeridad de trece kilómetros por segundo, describiendo una órbita de mil doscientos catorce millones de leguas; que su rotación sobre su eje se realiza en nueve horas y cincuenta y cinco minutos, lo que reduce mucho la duración de sus días; que, por consiguiente, cada uno de los puntos de su Ecuador se mueve con una rapidez veintisiete veces mayor que la de cualquiera de los puntos ecuatoriales de la Tierra, lo que imprime a sus polos una depresión de novecientas noventa y cinco leguas; que el eje del planeta es casi perpendicular al plano de su órbita, de donde procede que sus días y noches sean iguales y la variación de estaciones poco sensible, porque el Sol está casi invariablemente en el plano de su ecuador; y, por último, que la intensidad de la luz y del calor que recibe el planeta, únicamente son la vigesimoquinta parte de la intensidad que se experimenta en la superficie de la Tierra, porque Júpiter sigue una trayectoria elíptica que lo lleva a ciento ochenta y ocho millones de leguas del Sol, por lo menos, y a doscientos siete millones, a lo sumo.

Réstanos hablar de las cuatro lunas que, ya reunidas sobre el mismo horizonte, ya separadas, alumbran espléndidamente las noches de Júpiter.

De estos cuatro satélites, uno gira alrededor de Júpiter a una distancia casi igual a la que separa a la Luna de la Tierra; otro es algo más pequeño que nuestra Luna; pero todos efectúan su revolución con una celeridad mucho mayor que ésta, empleando el primero un día, dieciocho horas y veintiocho minutos; el segundo, tres días, trece horas y catorce minutos; el tercero, siete días, tres horas y cuarenta y tres minutos, y el cuarto, dieciséis días, dieciséis horas y treinta y dos minutos. El que está más lejos circula a cuatrocientas sesenta y cinco mil ciento treinta leguas de distancia de la superficie del planeta.

Ya se sabe que, merced a la observación de estos satélites, cuyos movimientos son conocidos con absoluta precisión, se ha determinado por primera vez la celeridad de la luz, lo que ha servido también para calcular las longitudes terrestres.

—Se puede representar a Júpiter —dijo un día el teniente Procopio— como un enorme reloj cuyas agujas las forman los satélites, que miden el tiempo con perfecta exactitud.

—Algo grande es ese reloj para llevarlo en el bolsillo —respondió Ben-Zuf.

—Agregaré —dijo el teniente— que si nuestros relojes tienen a lo sumo tres agujas, éste tiene cuatro.

—¡Quizá tenga pronto cinco! —replicó el capitán Servadac, temiendo que se convirtiera Galia en satélite del sistema joviano.

Como es de suponer, aquel mundo cuyo tamaño iba cada día en aumento a la vista de los colonos, constituía casi excesivamente el motivo de las conversaciones del capitán Servadac y de sus compañeros, que no podían dejar de contemplarlo ni de hablar de otra cosa.

Un día se habló de la edad que los diversos planetas que circulan alrededor del Sol debían tener, y el teniente Procopio respondió, leyendo este pasaje de las
Narraciones del Infinito
, de Flammarion, del que tenía una traducción rusa:

«Los astros más lejanos son los más venerables y más adelantados en la vía del progreso. Neptuno, que se encuentra a 1.100 millones de leguas del Sol, fue el primero que salió de la nebulosa solar, hace miles de millones de siglos. Urano, que gravita a 700 millones de leguas del centro común de las órbitas planetarias, tiene muchos centenares de millones de siglos. Júpiter coloso que se cierne a 190 millones de leguas, tiene 70 millones de siglos. Marte tiene mil millones de años de existencia y se encuentra a 56 millones de leguas del Sol. La Tierra, que está a 37 millones de leguas del Sol, hace unos cien mil años que salió de su seno ardiente. Quizá no haga más que 50 millones que salió Venus del Sol, gravitando ahora a 26 millones de leguas de distancia. Mercurio, que gravita a 14 millones de distancia del astro que le dio origen, sólo tiene 10 millones de años, mientras que la Luna nació de la Tierra.»

Tal era la teoría nueva, que motivó esta reflexión del capitán Servadac:

—De todos modos, sería preferible que el cometa Galia fuera aprisionado por Mercurio antes que por Júpiter, porque serviría a un amo más joven y, probablemente, más fácil de contentar.

Durante la última quincena del mes de setiembre Galia y Júpiter siguieron aproximándose uno a otro.

El primero de dicho mes el cometa había cruzado la órbita del planeta y el primero del mes siguiente era el día en que los astros debían encontrarse más cerca. No había que temer un choque directo, porque no coincidían los planos de las órbitas de Júpiter y de Galia; pero estaban un poco inclinados une a otro. Efectivamente, el plano en que se mueve Júpiter sólo forma un ángulo de un grado diecinueve minutos con la eclíptica de la Tierra y no se había olvidado que la eclíptica y la órbita del cometa, desde que se encontraron, estaban proyectadas en el mismo piano.

Durante aquellos quince días, un observador que no hubiera sido galiano, habría contemplado a Júpiter con mayor admiración Su disco iluminado por los rayos solares, los reverberaba intensamente sobre Galia, cuyos objetos, más iluminados en la superficie de este planeta, adquirían nuevos matices. Hasta Nerina, cuando estaba en oposición con Júpiter y, por consiguiente, con el Sol, veíase menos por las noches. Palmirano Roseta, siempre instalado en su observatorio y con el anteojo asestado al astro maravilloso, parecía querer descubrir los misterios del mundo joviano.

Este planeta, que ningún astrónomo terrestre ha podido ver jamás a menos de ciento cincuenta millones de leguas, iba a aproximarse a trece millones de leguas del entusiasta profesor.

En cuanto al Sol, desde la distancia a que Galia se encontraba a la sazón, no se presentaba sino bajo la forma de un disco de cinco minutos cuarenta y seis segundos de diámetro.

Pocos días antes que Júpiter y Galia estuvieran lo más cerca uno de otro, los satélites del planeta distinguíanse ya a simple vista, pues sabido es que sin anteojo no se pueden ver desde la Tierra las lunas del mundo joviano, a pesar de que algunos privilegiados, dotados de una vista especial, los han distinguido sin auxilio de ningún instrumento; entre otros. Moestlin, el profesor de Kepler, un cazador de Siberia, según dice Wrangel, y un maestro sastre de Breslau, según refiere Bogulaswki, director del observatorio de aquella ciudad. Admitiendo esta excepcional penetración de vista de que Dios había dotado a esos mortales si se hubieran encontrado en aquella época en Tierra Caliente y en los alvéolos de la Colmena de Nina, habrían tenido muchos n vales, porque desde allí los satélites eran visibles para todos y hasta se distinguía que el primero era de color blanco más o menos vivo, el segundo ligeramente azulado, el tercero de inmaculada blancura y el cuarto de color unas veces anaranjado y otras rojizo. Agreguemos también que Júpiter, a aquella distancia, parecía completamente desprovisto de centelleo.

Si Palmirano Roseta continuaba observando a Júpiter como astrónomo desinteresado, sus compañeros temían cada vez más el retraso, o quizás una atracción que se convirtiera en caída. El tiempo transcurría, sin embargo, sin justificar estos últimos temores. El astro perturbador, ¿no iba a ocasionar otras alteraciones que las indicadas por el cálculo? Si no era de temer una caída directa, a causa del impulso inicial dado al cometa, ¿bastaba este impulso para mantenerlo en los límites de aquellas perturbaciones que, después de todo, debían permitirle efectuar en dos años su revolución alrededor del Sol?

Este era, sin duda, el objeto de las observaciones de Palmirano Roseta; pero habría sido una tontería pretender que revelara el secreto de sus observaciones.

A veces, Héctor Servadac y sus compañeros hablaban de este asunto.

—¡Bah! —dijo el capitán Servadac—. Si la duración de la revolución galiana se modifica y Galia tiene retrasos imprevistos, mi ex profesor se mostrará muy satisfecho. Querrá burlarse de nosotros y, sin interrogarle de una manera directa, hemos de saber a qué atenernos.

—Dios quiera —dijo el conde— que no haya incurrido en algún error al hacer sus primeros cálculos.

—¡Él! ¡Palmirano Roseta cometer un error! —replicó Héctor Servadac—. Eso no es de temer. Indudablemente es un observador de gran mérito Creo en la exactitud de sus primeros cálculos respecto a la revolución de Galia, como creeré también en la exactitud de los segundos si afirma que no hemos de volver más a la Tierra.

—Pues bien mi capitán —dijo entonces Ben-Zuf—, ¿quiere usted que le diga lo que me inquieta?

—Dilo, Ben-Zuf.

—Ese sabio pasa todo el tiempo en el observatorio, ¿no es cierto? —preguntó Ben-Zuf, en tono de un hombre que ha reflexionado mucho.

—Es evidente —respondió Héctor Servadac.

—Y día y noche —dijo Ben-Zuf— está mirando con su infernal anteojo a ese señor Júpiter, que desea que nos trague.

—En efecto, ¿y qué?

—¿Tiene usted seguridad, mi capitán, de que su antiguo profesor no va atrayendo poco a poco al señor Júpiter con su maldito anteojo?

—En cuanto a eso, tengo seguridad absoluta —respondió riéndose, el capitán Servadac.

—Basta, mi capitán, basta —dijo Ben-Zuf, moviendo la cabeza con aire de duda—. Yo no tengo tanta seguridad como usted, y por cierto que me cuesta mucho contenerme para no…

—¿Para no qué? —preguntó Héctor Servadac.

—Para no hacerle añicos ese instrumento de maldición.

—¿Te atreverías a romperle el anteojo, Ben-Zuf?

—En mil pedazos.

—Pues bien, si hicieras semejante cosa, te mandaría ahorcar.

—¡Oh, ahorcar!

—¿No soy gobernador general de Galia?

—Sí, mi capitán —respondió el honrado Ben-Zuf.

Y, realmente, si hubiera sido condenado, él mismo se habría echado la cuerda al cuello antes que negar el derecho de vida o muerte a S. E. el gobernador general.

La distancia que separaba a Júpiter de Galia el 1.º de octubre era de dieciocho millones de leguas. El planeta estaba, por consiguiente, alejado del cometa ciento ochenta veces más que la Luna lo está de la Tierra en su mayor distancia. Si Júpiter estuviera a la distancia que separa a la Luna de la esfera terrestre, su disco tendría un diámetro treinta y cuatro veces mayor que el de la Luna, esto es, mil doscientas veces el disco lunar. A la sazón, y a la vista de los observadores situados en Galia, mostraba un disco de inmensa superficie. Distinguíanse bien las zonas de colores variados que lo surcan paralelamente al ecuador, bandas grises al Norte y al Sur, alternativamente oscuras c luminosas en los polos, con una luz muy intensa en los bordes del astro. Algunas manchas alteraban visiblemente acá y allá la pureza de las zonas transversales, variando a cada momento de forma y de tamaño. Aquellas bandas y aquellas manchas, ¿eran producidas por las alteraciones atmosféricas de Júpiter? Su presencia, su naturaleza y su movimiento, ¿se explicaban por la acumulación de vapores, por la formación de nubes impulsadas por corrientes aéreas, que, semejantes a los vientos alisios, se propagaban en sentido inverso a la rotación del planeta sobre su eje? Palmirano Roseta no lo sabía, como no lo saben tampoco sus colegas de los observatorios terrestres. Si volvía a la Tierra no podría consolarse con el recuerdo de haber sorprendido uno de los más interesantes secretos del mundo joviano.

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