Read Heliconia - Primavera Online

Authors: Bryan W. Addis

Heliconia - Primavera (44 page)

BOOK: Heliconia - Primavera
13.49Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Por un momento parecía que caería del otro lado. Pero enganchó el brazo en el cuello de la gillota y se mantuvo firme, con la cabeza apartada de los agudos cuernos.

La gillota volvió la cabeza. Tenía un cráneo duro como una piedra. Un golpe habría dejado al hombre sin sentido, pero él lo esquivó y le apretó más el cuello.

El kaidaw se detuvo tan bruscamente como se había puesto en marcha, evitando por centímetros la lanza de Laintal Ay. Hostigado por Cuajo, dio media vuelta tratando furiosamente de atravesar al gran perro con los cuernos. Mientras se inclinaba, Aoz Roon alzó la espada con toda sus fuerzas y la hundió entre las costillas de la gillota, en los intestinos.

La bestia se irguió en los estribos y lanzó un grito áspero, penetrante. Alzó los brazos, y la espada curva voló hacia las ramas próximas. Aterrorizado, el kaidaw se levantó sobre las patas traseras. La hembra phagor cayó, junto con Aoz Roon, quien se hizo a un lado durante la caída. El hombro izquierdo de la gillota golpeó fuertemente el suelo, y ella llevó la peor parte.

El ave vaquera descendió graznando, en círculo, para defender a la guillota. Se lanzó contra el rostro de Aoz Roon. Cuajo saltó y le mordió una pata. Ella lo golpeó con el pico curvo mientras le asestaba unos furiosos aletazos a la cabeza, pero Cuajo apretó más, la arrastró al suelo, y cambiando rápidamente de posición, le mordió la garganta. En un instante, el gran pájaro blanco estaba muerto con las plumas rectoras desplegadas e inmóviles en el fangoso sendero.

También la gillota estaba muerta. Aoz Roon se puso de pie, jadeando.

—Por la roca, estoy demasiado grueso para este tipo de actividad —susurró. Shay Tal, apartada, lloraba. Vry y Oyre inspeccionaban el animal muerto, mirando la boca abierta de donde rezumaba un icor amarillo.

Oyeron a Tanth Ein, que gritaba a lo lejos, y otros gritos de respuesta más cercanos. Aoz Roon pateó el cuerpo de la gillota de modo que quedó de espaldas, mientras una lecha densa le brotaba de la boca. El rostro estaba muy arrugado, y la piel gris, estirada sobre los huesos. Estaba mudando de piel, y en el pelaje se le veían zonas desnudas.

—Quizá tenía alguna enfermedad —dijo Oyre—. Por eso estaba tan débil. Vámonos, Laintal Ay. Los esclavos enterrarán el cuerpo.

Pero Laintal Ay, de rodillas, desenrollaba una cuerda que rodeaba la cintura del cadáver. Alzó la vista y dijo, ceñudo: —Querías que llevara a cabo una verdadera hazaña. Tal vez pueda.

La cuerda era fina y sedosa, más fina que ninguna cuerda de fibras de pinzasaco de las que se hacían en Oldorando. Laintal Ay se la enrolló alrededor del brazo.

Cuajo mantenía a raya al kaidaw. El animal, cuyos hombros superaban la altura de un hombre medio, temblaba con la cabeza en alto, moviendo los ojos en todas direcciones, sin intentar huir. Laintal Ay hizo un nudo corredizo y enlazó el cuello del kaidaw. Apretó y se acercó paso a paso, hasta que pudo acariciarle el flanco. Aoz Roon había recobrado la compostura. Limpió la espada y la envainó. Tanth Ein se acercaba.

—Mantendremos la guardia, pero era un animal solitario, un renegado moribundo. Tenemos motivos para continuar la fiesta, Tanth Ein. Mientras los dos hombres se palmeaban las espaldas, Aoz Roon miró alrededor. Ignorando a Laintal Ay, clavó los ojos en Shay Tal y Vry.

—No hay enemistad entre nosotros, aunque imaginéis lo contrario —les dijo—. Habéis obrado bien al dar la alarma. Venid con Oyre y conmigo a nuestra fiesta; mis lugartenientes os darán la bienvenida.

Shay Tal meneó la cabeza.

—Vry y yo tenemos otras cosas que hacer.

Pero Vry recordaba los gansos asados. Todavía podía evocar el aroma. Incluso valdría la pena soportar esa habitación y saborear aquella odiada carne soberbia. Miró atormentada a Shay Tal, pero el estómago la venció.

—Yo iré —dijo a Aoz Roon, enrojeciendo.

Laintal Ay tenía la mano apoyada en el flanco tembloroso del kaidaw. Oyre estaba junto a él. Se volvió hacia su padre y dijo fríamente: —Yo no. Prefiero quedarme con Laintal Ay.

—Haz lo que quieras… como siempre— respondió él, y echó a andar bajo las ramas que goteaban junto con Tanth Ein, dejando que la humillada Vry los siguiera como pudiese.

El kaidaw movía de arriba abajo la gran cabeza sujeta, mirando de lado a Laintal Ay.

—Te amansaré —dijo él—. Oyre y yo montaremos en ti, y cabalgaremos por llanuras y montañas.

Se abrieron paso a través de la multitud que aumentaba y se apretujaba para ver el cuerpo del enemigo vencido. Juntos retornaron a Embruddock; las torres se erguían como muelas rotas contra los últimos rayos de Freyr. Iban tomados de la mano, todas las diferencias olvidadas en ese momento decisivo, tirando del animal tembloroso.

X - LA PROEZA DE LAINTAL AY

La pradera estaba cubierta de flores advenedizas hasta donde se alcanzaba a ver y más lejos, más allá de donde podía llegar un hombre caminando. Blancas, amarillas, anaranjadas, azules, verdes, rosadas; un vendaval de pétalos soplaba a lo largo de millas no registradas en ningún mapa, rompía contra los muros de Oldorando e incorporaba la aldea a sus ráfagas de color.

La lluvia había traído las flores, marchándose luego. Las flores se habían quedado, extendiéndose hasta el horizonte, estremecidas en cálidas franjas, como si la distancia misma estuviese manchada de primavera.

Una parte de este panorama había sido cercada.

Laintal Ay y Dathka habían terminado de trabajar. Inspeccionaban, con sus amigos, lo que habían hecho.

Con árboles jóvenes y arbustos espinosos habían construido una cerca. Habían cortado troncos hasta que la savia les corrió por las espaldas y los brazos. Los árboles habían sido despojados de ramas y asegurados verticalmente. Completaban la cerca haces de ramas y espinos completos. El resultado era casi impenetrable, y alto como un hombre. Encerraba un espacio de casi una hectárea.

En el centro de ese flamante recinto estaba el kaidaw, desafiando todo intento de montar en él.

La dueña del kaidaw, la gillota, había quedado donde había caído, pudriéndose abandonada como era la costumbre. Sólo tres días después se ordenó a Myk y otros dos esclavos que enterraran el cuerpo, que había empezado a apestar.

Unas flores colgaban como baba de los labios del kaidaw. Había arrancado un bocado de flores rosadas. En cautividad, no parecían gustarle, porque estaba con la cabeza erguida, mirando por encima de la estacada, olvidado de masticar. De vez en cuando se desplazaba unos metros sobre las largas patas, y retornaba al punto de partida, con los ojos blancos y brillantes.

Cuando uno de los cuernos se le enredaba entre los espinos, se liberaba con una impaciente sacudida de la cabeza. Era bastante fuerte como para atravesar la cerca y galopar hacia la libertad, pero le faltaban las ganas. Se limitaba a mirar hacia la libertad, suspirando con los ollares distendidos.

—Si los phagors pueden montar, también podemos nosotros —dijo Laintal Ay—. Yo he montado en un pinzasaco. —Trajo un cubo de bitel y lo puso junto al animal. El kaidaw lo olió y retrocedió, alzando vivamente la cabeza.

—Me voy a dormir —dijo Dathka. Fueron sus únicas palabras en muchas horas. Atravesó reptando la cerca, se estiró en el suelo, alzó las rodillas, unió las manos debajo de la cabeza y cerró los ojos. Los insectos zumbaban alrededor. Lejos de amansar al kaidaw, Laintal Ay y él sólo habían conseguido rasguños y magulladuras.

Laintal Ay se secó la frente y se acercó otra vez a la bestia cautiva.

El kaidaw bajó la larga cabeza para mirarlo. Resoplaba suavemente. Observando los cuernos que le apuntaban, Laintal Ay emitió unos ruidos amistosos, listo para saltar. La gran bestia sacudió las orejas contra la base de los cuernos y se apartó.

Laintal Ay contuvo el aliento y volvió a adelantarse. Desde que había hecho el amor con Oyre junto a la laguna, la belleza de la muchacha le cantaba en el eddre. La promesa de nuevos momentos de amor colgaba como una rama fuera de alcance. Tenía que probarse a sí mismo con esa imaginaria proeza que ella reclamaba. Despertaba todas las mañanas envuelto en sueños carnales, como entre flores de dogotordo. Si podía montar y domar el kaidaw ella sería suya.

Pero el kaidaw continuaba resistiendo todos los avances humanos. Esperó mientras él se aproximaba, con los músculos en tensión. En el último instante se alejó de la mano extendida y se irguió sobre las patas traseras, mostrándole los cuernos por encima del hombro.

Laintal Ay había dormido dentro del cercado la noche anterior, o mejor dicho dormitado, temiendo que lo pisotearan los cascos del kaidaw. Pero ni siquiera así la bestia aceptaba que le diera comida o bebida, y esquivaba todos los intentos de acercamiento. Esto se había repetido cien veces.

Finalmente, Laintal Ay cedió. Dejó allí durmiendo a Dathka y regresó a Oldorando para intentar un nuevo método.

Tres horas más tarde, cuando sonaba el Silbador de Horas, un phagor extrañamente deforme se aproximó al cercado. Atravesó la estacada con movimientos torpes, de modo que algunos jirones de la húmeda piel amarilla quedaron aprisionados entre los espinos, como pájaros muertos.

Arrastrando los pies, la criatura se acercó al kaidaw.

Hacía calor dentro de la piel, que era fétida. Laintal Ay llevaba un trapo atado alrededor de la cara y una ramita de raige delante de la nariz. Había hecho que dos esclavos de Borlíen desenterraran el cadáver de tres días y lo desollaran. Raynil Layan había remojado la piel en agua salada para quitarle el olor, al menos en parte. Oyre lo acompañó hasta el cercado y se quedó con Dathka, aguardando a ver qué ocurría.

El kaidaw bajó la cabeza y resopló interrogativamente. Llevaba aún sujeta al tronco la silla de la dueña, completa, con los ornados estribos. Apenas Laintal Ay llegó al confudido kaidaw, puso el pie en el estribo próximo y trepó a la silla. Finalmente logró montar, delante de la giba única de la bestia.

Los phagors montaban sin bridas, agazapados sobre el cuello de los kaidaws aferrados a las duras crines rizadas que tenían a lo largo de la protuberancia del pescuezo. Laintal Ay se tomó firmemente de la crin, esperando el próximo movimiento. Con el rabillo del ojo podía ver a otros aldeanos que cruzaban el puente sobre el Voral para reunirse con Oyre y Dathka y ver qué ocurría.

El kaidaw permaneció quieto, cabizbajo, como si estuviera pesando aquella nueva carga. Luego, lentamente, inició un movimiento absurdo: arqueó el cuello hasta invertir la posición de la cabeza y los ojos alzados pudieron contemplar al jinete. La mirada del kaidaw se encontró con la de Laintal Ay.

El animal no abandonó su extraordinaria posición, pero empezó a temblar.

Ese temblor era una intensa vibración, que parecía nacer en el corazón y extenderse hacia la periferia, como un terremoto en un planeta pequeño. Los ojos del kaidaw miraban fijamente al jinete que llevaba sobre el lomo, como clavados en él. También Laintal Ay permaneció inmóvil, vibrando con el kaidaw. Miraba la cara contraída del animal, donde —como recordó más tarde— se leía una expresión de intenso dolor.

Cuando por fin se movió, el kaidaw saltó hacia arriba como si hubiesen soltado un resorte. En un movimiento continuo, se enderezó y saltó a gran altura, arqueando el espinazo como un gato y recogiendo las patas torpes debajo del vientre. Era el legendario salto del kaidaw, en una experiencia de primera mano. Pasó limpiamente por encima de la cerca. Ni siquiera rozó las ramitas de espino de la parte superior.

Mientras caía, metió el cráneo entre las patas delanteras y echó los cuernos hacia arriba, de modo que golpeó el suelo con el cuello. Uno de los cuernos se le clavó inmediatamente en el corazón. Cayó pesadamente de lado, y lanzó dos coces. Laintal Ay se desprendió a tiempo y rodó sobre los tréboles. Se arrancó del cuerpo la maloliente piel del phagor. La volteó por encima de la cabeza y la arrojó a lo lejos. La piel cayó en la rama de un arbusto y allí quedó columpiándose. Laintal Ay, frustrado, lanzó una maldición, sintiendo un terrible calor dentro de la cabeza. Nunca se había demostrado más claramente la enemistad entre hombre y phagor que en la autodestrucción del kaidaw.

Dio un paso hacia Oyre, que corría hacia él. Vio más atrás a la gente de Oldorando, y franjas de color. Los colores ascendieron, se echaron a volar, se convirtieron en el cielo. Él flotaba hacia ellos.

La fiebre duró seis días. El cuerpo de Laintal Ay estaba cubierto de una erupción. La anciana Rol Sakil le aplicó grasa de ganso, Oyre estaba a su lado. Aoz Roon acudió y lo miró sin decir una palabra. Con él vino Dol, ahora en avanzado estado de gravidez. Aoz Roon no permitió que se quedase. Luego se marchó acariciándose la barba, como si recordara algo.

El séptimo día, Laintal Ay volvió a ponerse sus mielas y regresó a la llanura, con nuevos planes.

La cerca que habían construido parecía más natural, salpicada de brotes verdes. Más allá, los mielas pastaban en el campo colorido.

—No me dejaré vencer —dijo Laintal Ay a Dathka—. Si no podemos montar en kaidaws, montaremos en mielas. No son adversarios como los kaidaws; tienen la sangre tan roja como la nuestra. Veamos si podemos capturar uno entre los dos.

Ambos usaban pieles de miela. Eligieron un animal a rayas blancas y castañas y se acercaron andando sobre manos y rodillas. Estaba descansando. En el último momento, se levantó y se alejó disgustado.

Luego intentaron acercarse desde diferentes direcciones, mientras los demás miraban el juego. En una ocasión, Dathka alcanzó a rozar el pelaje del animal. El miela mostró los dientes y huyó. Trajeron la cuerda de la gillota e intentaron enlazar un miela. Corrieron durante varias horas.

Luego treparon a los árboles nuevos, esperando en las ramas con el lazo preparado. Los mielas se acercaban deportivamente, relinchando y empujándose unos a otros, pero ninguno se aventuró a pasar justamente por debajo.

Al ocaso, ambos hombres estaban exhaustos y malhumorados. Varios buitres con aspecto de estudiosos, cuyo hábito clerical contrastaba con la carne dorada que devoraban, limpiaban el cuerpo del kaidaw. Llegaron entonces los lenguas de sable, que expulsaron a las aves y lucharon entre ellos por el festín. Pronto oscurecería.

Los dos se retiraron a la relativa seguridad de la cerca, comieron unos bollos de pan y huevos de ganso con sal y durmieron.

Dathka fue el primero en despertar por la mañana. Boquiabierto, se apoyó sobre un codo, sin casi poder creer en lo que veía.

BOOK: Heliconia - Primavera
13.49Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Orgullo Z by Juan Flahn
The Harvest by Vicki Pettersson
The Black Knave by Patricia Potter
Ghost Stories by Franklin W. Dixon
Suck and Blow by John Popper
Undercurrents by Robert Buettner
In Arrears by Morgan Hawke
The Shut Eye by Belinda Bauer
Selected Tales and Sketches by Nathaniel Hawthorne