Heliconia - Verano (19 page)

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Authors: Brian W. Aldiss

BOOK: Heliconia - Verano
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La pregunta era demasiado grave para que nadie, aparte del rey mismo, pudiera responder.

—Su majestad tendrá una hemorragia nasal si se excita demasiado. Te ruego que bebas un poco de vino… —Por la Observadora, tienes todo lo que es malo en el hombre. Eres de tanta ayuda como una tumba.

El anciano hundió aún más sus hombros en su charfrul estampado y movió la cabeza.

—Como consejero, mi deber, en un asunto tan complejo, es formular el problema con la mayor claridad posible. Tú debes decidir qué es lo mejor, porque sólo tú deberás vivir con esa decisión. Hay dos formas de considerar el problema que enfrentas.

JandolAnganol se dirigió a la puerta y se detuvo. Encaró al hombre mayor a través de toda la longitud de la habituación.

—¿Por qué debo sufrir? ¿Por qué no están exentos los reyes de la suerte común? Si hiciera eso que se exige de mí, ¿sería un santo o un demonio?

—Sólo tú lo sabrás, señor.

—A ti nada te importa, ¿verdad?, de mí ni del reino. Sólo te preocupa ese miserable pasado muerto que estudias todo el tiempo.

El canciller apretó entre sus rodillas sus manos temblorosas.

—Podemos preocuparnos, majestad, y no tener la posibilidad de hacer nada. Señalaré que este problema es una consecuencia del deterioro del clima. En este preciso momento estoy estudiando una vieja crónica de los tiempos de otro rey, llamado AozroOnden, quien gobernó Oldorando hace casi cuatro siglos. Era una Oldorando muy diferente. La crónica narra que AozroOnden mató a dos hermanos que gobernaban, entre ambos, todo el mundo conocido.

—Conozco esa leyenda. Y con eso, ¿qué? ¿Acaso amenazo ahora con matar a alguien?

—Esa entretenida historia, puesta en un marco histórico, es típica del pensamiento de esas épocas primitivas. Tal vez no debamos interpretarla literalmente. Es también una alegoría de la responsabilidad humana por la muerte de las dos estaciones buenas, representadas como dos hombres buenos; esto causa los fríos inviernos y los ardientes veranos que ahora nos afligen. Todos sufrimos por esa culpa primigenia. No se puede obrar sin sentir culpa. Eso es todo lo que quería decir.

El rey dejó escapar un gruñido.

—Vieja rata de biblioteca; es el amor lo que me desgarra, no la culpa.

Salió dando un portazo. No pensaba admitir ante su canciller que sentía culpa. Amaba a la reina; y, sin embargo, por alguna corriente perversa de su carácter, anhelaba librarse de ella. Y la comprensión de esto lo torturaba.

Ella era la reina de reinas. Toda Borlien la amaba, en la misma medida en que a él no. Y otra vuelta de esa particular tuerca: él sabía que ella merecía ese amor. Tal vez MyrdemInggala estaba demasiado segura de que él la amaba… Tal vez tenía demasiado poder sobre él…

Y ese cuerpo suyo, maduro como una espiga, era un bastión. Los suaves mares de su pelo, el valle de su vientre, el centelleo de su mirada, su manera franca de sonreír… Pero ¿cómo sería penetrar en el cuerpo adolescente de esa presumida princesita semi-Madi? Algo tan distinto…

Sus tortuosos pensamientos giraban hacia uno y otro lado, aprisionados entre los vericuetos de su palacio. El palacio había crecido casi por azar. Los edificios habían cubierto los patios; con ruinas se habían improvisado habitaciones para la servidumbre. Lo grandioso estaba al lado de lo sórdido. Los privilegiados que vivían por encima de la ciudad sufrían casi tantos inconvenientes como los ciudadanos.

Una huella de estos inconvenientes residía en la forma grotesca del horizonte visible contra las nubes cada vez más oscuras. Velas de lona, paneles de madera y pequeños molinos de cobre en lo alto de las chimeneas, intentaban atraer algún hálito de frescura a quienes sufrían en las habitaciones interiores. El aire del valle sofocaba la ciudad, como un gato extendido con indolencia sobre un ratón que agoniza. Suplicando un poco de alivio a tantas preocupaciones, JandolAnganol recorría su laberinto. En una ocasión alzó la vista, como atraído por un coro de mal augurio.

No había nadie, excepto los centinelas, uno en cada recodo; casi todos phagors. Armados, marchando o en rígida guardia, podían haber sido los únicos dueños del castillo y de sus secretos.

JandolAnganol los saludó, ausente, mientras avanzaba entre las sombras. Había una persona a quien podía pedir consejo. Sería un consejo vil, pero lo recibiría. Esa persona era, en sí misma, uno de los secretos del castillo. Su padre.

Mientras se acercaba al recóndito lugar donde el antiguo rey estaba confinado, más centinelas saludaban rígidamente a su paso, como si por alguna poderosa cualidad soberana pudiera congelarlos con su presencia. Las gallinas huían entre sus pies; los murciélagos partían aleteando de sus refugios entre las piedras; pero el lugar se sumía en un extraño silencio, pendiente del dilema del rey.

Se dirigió a una escalera protegida por una gruesa puerta. Allí había un phagor: el hecho de que conservase los cuernos indicaba su alto rango militar.

—Entraré.

Sin una palabra, el phagor sacó una llave y abrió la puerta, empujándola con el pie. El rey bajó lentamente, apoyado en la barandilla de hierro. La densa penumbra se condensaba aún más a medida que la escalera descendía. Abajo había una antecámara, donde un nuevo guardia custodiaba otra puerta cerrada. También ésta fue abierta al rey.

Entró en la oscura serie de cámaras reservadas a su padre.

A pesar de lo abstraído que iba, pudo sentir la humedad. Un fantasma de remordimiento se movió en sus harneys.

VarpalAnganol estaba sentado en la última de las tres cámaras, envuelto en una manta, mirando un leño que ardía en un brasero. Por una claraboya muy alta penetraba la última luz del día. El anciano alzó la vista, parpadeando, y emitió un chasquido con los labios, como si los humedeciera para hablar, pero nada dijo.

—Padre, soy yo. ¿No tienes una lámpara?

—Estaba tratando de calcular qué año es.

—Es el invierno de trescientos ochenta y uno. —Hacía varias semanas que no lo veía. El anciano había envejecido mucho, y pronto se reuniría con los gossier.

Se puso de pie, apoyándose en un brazo del sillón.

—¿Quieres sentarte, muchacho? Sólo hay un asiento. Esto no está muy bien amueblado. Me hará bien estar un rato de pie.

—Siéntate, padre. Quiero hablar contigo.

—¿Han encontrado a tu hijo…? ¿Cómo se llama? ¿Roba? ¿Han encontrado a Roba?

—Está loco; hasta los extranjeros lo saben.

—De niño le gustaba el desierto, ¿sabes? Yo lo llevaba allí, y también su madre. El cielo abierto…

—Padre, estoy pensando en divorciarme de Cune. Existen razones de estado.

—Ah, bueno, podrías encerrarla aquí, conmigo. Me gusta Cune, es una buena mujer. Por supuesto, se necesitaría otra silla…

—Padre, necesito consejo. Quiero hablar contigo. —El anciano se hundió en el sillón. JandolAnganol pasó por delante de él y se arrodilló, de espaldas al débil fuego.— Quiero preguntarte acerca del… amor, sea el amor lo que sea. ¿Me escuchas? Todos aman, se supone. Los más encumbrados y los más viles. Yo amo al Todopoderoso Akhanaba y cumplo mis deberes religiosos todos los días; soy uno de sus representantes en esta tierra. También amo a MyrdemInggala, más que a cualquier otra mujer. Sabes que he matado a hombres por creer que la miraban con lujuria.

Siguió una pausa, mientras VarpalAnganol ordenaba sus ideas.

—Manejas bien la espada, eso no se puede negar —dijo el anciano, riendo.

—¿No ha dicho un poeta que el amor es como la muerte? Yo amo a Akhanaba y amo a Cune, sí. Y, sin embargo, debajo de ese amor, me lo pregunto con frecuencia…, debajo de ese amor, ¿no hay un manantial de odio? ¿Debe ser así? ¿Sienten como yo todos los hombres?

El anciano guardó silencio.

—¡Cómo me pegabas de niño! Y me castigabas encerrándome. Una vez me encerraste en este mismo sótano, ¿recuerdas? Sin embargo, yo te amaba, te amaba sin una vacilación. El fatal amor inocente de un muchacho hacia su padre. ¿Por qué no puedo amar a nadie más sin que el veneno del odio se filtre?

El anciano se retorcía en el sillón como si sufriera un escozor incesante.

—No hay fin para eso —dijo—. No tiene fin… No sabemos dónde acaba una emoción y comienza la siguiente. Tu problema no es el odio sino la culpa. Eso es lo que sientes, Jan. Yo la siento, todos los hombres sienten culpa. Es un mal heredado que llevamos en los huesos; por ese mal nos castiga Akha con el frío y el calor. Las mujeres no la sienten como nosotros los hombres. Los hombres gobiernan a las mujeres; pero ¿quién puede gobernar a los hombres? El odio no es nada malo. Me gusta el odio, siempre he gozado con él. Te mantiene caliente por la noche…

“Oye, muchacho, cuando yo era joven, odiaba a casi todos. Te odiaba porque no querías hacer lo que se te ordenaba. Pero la culpa es otra cosa, una cosa que te hace sentir miserable. El odio alegra, hace que uno olvide la culpa.”

—¿Y el amor?

El anciano suspiró, exhalando su mal aliento en la atmósfera húmeda. Estaba tan oscuro que su hijo no podía ver su cara, sólo el hueco de la boca.

—Sé que los perros aman a sus amos. Una vez tuve un perro, era maravilloso, blanco, de cara color castaño, ojos como los de un Madi. Se echaba a mi lado en la cama. Yo amaba ese perro. ¿Cómo se llamaba?

JandolAnganol se irguió.

—¿Es ése el único amor que has sentido? ¿El amor por un maldito perro?

—No recuerdo haber amado a nadie más… Pero de todos modos, te vas a divorciar de MyrdemInggala y quieres una excusa, para no sentirte tan culpable, ¿no es verdad?

—¿He dicho yo eso? ¿Cuándo? No recuerdo. ¿Qué hora calculas que es? Debes anunciar que ella y su hermano YeferalOboral planeaban asesinar al embajador de Sibornal, y que por eso murió su hermano. Una conspiración. Es una excusa perfecta. Entonces, cuando la apartes, la noticia agradará en Sibornal tanto como en Pannoval o en Oldorando.

JandolAnganol se tomó la cabeza con las manos.

—Padre, ¿cómo sabes que ha muerto YeferalOboral? Sólo hace una hora que han traído su cuerpo.

—¿Sabes, hijo?, si estás bien quieto, como debo estar yo, con mis articulaciones endurecidas, todo viene a ti. Tengo más tiempo… Hay también otra forma…

—¿Cuál?

—Puedes hacer simplemente que ella desaparezca en la oscuridad. Que nadie vuelva a verla nunca. Ahora que su hermano ha muerto, no queda nadie lo bastante interesado para protestar. ¿Todavía vive su anciano padre?

—No, yo no podría hacer eso. No podría siquiera soñarlo.

—Por supuesto que podrías… Jadeó un poco, como si riera.— Pero la idea de la conspiración es buena, ¿eh?

El rey se colocó debajo de la ventana. Olas de luz flotaban sobre el cielo raso abovedado, de ladrillo. Junto a la ventana estaba la piscina de la reina. El dolor del rey se acumulaba como el agua. Qué traicionero era todavía ese anciano…

—¿Buena? Aprovecha las circunstancias y está llena de perfidia, eso sí. Ya veo de quién he heredado mi carácter.

Llamó a la puerta para que la abrieran.

Fuera del sótano, el mundo parecía bañado en luz. Por una puerta lateral salió a una escalera que descendía a la piscina. Una vez había habido allí un bote; recordó que había jugado con él cuando niño; ahora se había hundido y desintegrado.

El cielo tenía el color del queso rancio, manchado con fetos de nubes grises. En el otro lado de la piscina se erguía como un farallón el edificio de la reina; su elegante silueta negra se recortaba contra el cielo. En una Ventana había una luz débil. Tal vez allí estaba su bella esposa, dispuesta para acostarse. Podía subir y pedirle perdón. Podía extraviarse en su belleza.

En cambio, sin premeditarlo, se arrojó a la piscina.

Con los brazos extendidos, como si cayese de mucha altura. El aire que contenían sus ropas borboteaba. A medida que se hundía el agua era cada vez más negra. —Ojalá no pueda salir —dijo. El agua era fresca, negra, honda. Saludó al terror, trató de aferrarse al lodo del fondo.

De su nariz salían burbujas.

El proceso de la vida, regido por el Supremo, no le permitió escapar por las avenidas de la muerte. A pesar de sus esfuerzos, salió a la superficie. Cuando emergió, jadeando, la luz de la reina se apagó.

VII - LA REINA VISITA A LOS VIVOS Y A LOS MUERTOS

El día siguiente amaneció pesado y caluroso. La reina de reinas dejó que sus damas la bañaran. Después jugó un rato con su hija y luego pidió que SartoriIrvrash se reuniera con ella en la bóveda familiar.

Allí rindió el último homenaje a su hermano. Él sería sepultado pronto en la octava de tierra indicada. Su cuerpo, envuelto en una tela amarilla, yacía sobre un bloque de hielo de Lordyardry. Observó, con pena, que ni siquiera la muerte había transformado sus rasgos vulgares. MyrdemInggala lloró por todas las cosas, prosaicas o exóticas; por todo lo que le había ocurrido y lo que no le había ocurrido a su hermano durante su vida. Así, llorando, la encontró el canciller.

Sus dedos y la bata que vestía estaban manchados de tinta. Hizo una profunda reverencia, y en su calva había tinta.

—Rushven, aparte de mi despedida aquí, deseo saludar a mi hermano en el mundo inferior. Y quiero que tú me acompañes durante el pauk, para que te ocupes de que nadie me moleste.

SartoriIrvrash parecía turbado.

—Señora, quisiera recordar dos cosas a tu mente angustiada. Primero, que el aplacamiento de los padres, el pauk, si prefieres el anticuado término, no es aprobado por tu Iglesia. Segundo, que no es posible comulgar con los gossies antes de que su cuerpo mortal esté enterrado en la octava de tierra correspondiente.

—Y tercero, que crees, de todos modos, que el pauk es un cuento de hadas. —Ella le dedicó una leve sonrisa mientras evocaba una vieja discusión entre ambos.

Él movió la cabeza.

—Sé bien qué he dicho antes. Pero los tiempos cambian. Y te confieso que yo mismo he aprendido a tomar parte en el pauk, para consolarme comulgando con el espíritu de mi esposa.

Se mordió los labios. Y leyendo la expresión de la reina, agregó:

—Sí, me ha perdonado.

Ella le tocó el brazo.

—Me alegro.

Pero el académico resurgió en él.

—Sin embargo, majestad, es difícil, en un sentido filosófico, creer que el ritual del pauk no sea puramente subjetivo. No puede haber gossies y fessups bajo el suelo, con quienes la gente se comunica.

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