Miles decidió que diez días de vida ordenada, ejercicio y horarios regulares habían sido malos para él. Su nivel de energía estaba a tope. A tope y embotellado en la inmovilizada personalidad de lord Vorkosigan, mientras la lista de deberes a los que se enfrentaba el almirante Naismith aumentaba y aumentaba y aumentaba…
—¿Quieres dejar de moverte, Miles? —se quejó Ivan—. Siéntate. Inspira. Quédate quietecito durante cinco minutos. Puedes hacerlo si lo intentas.
Miles recorrió una vez más la sala del ordenador, luego se arrojó sobre una silla.
—¿Por qué no me ha llamado Galeni todavía? ¡El correo del cuartel general del Sector llegó hace una hora!
—Chico, dale tiempo para ir al cuarto de baño y tomarse una taza de café. Dale tiempo para leer sus informes. Estamos en época de paz, todo el mundo tiene tiempo de sobra para sentarse a escribir informes. Les molestaría si nadie los leyera.
—Ése es el problema de las tropas mantenidas por el Gobierno —dijo Miles—, estáis mal acostumbrados. Os pagan para no hacer la guerra.
—¿No hubo una flota mercenaria que hizo eso una vez? Aparecía en la órbita de cualquier parte y cobraba… para no hacer la guerra. Funcionaba, ¿no? No eres un comandante mercenario suficientemente creativo, Miles.
—Sí, la flota de LaVarr. Funcionó bastante bien hasta que la Armada de Tau Ceti los alcanzó, y entonces lo enviaron a la cámara de desintegración.
—No tienen sentido del humor, los taucetanos.
—Ninguno —reconoció Miles—. Ni mi padre tampoco.
—Muy cierto. Bien…
La comuconsola trinó. Ivan tuvo que hacerse a un lado mientras Miles se abalanzaba hacia ella.
—¿Sí, señor? —dijo Miles, sin aliento.
—Venga a mi despacho, teniente Vorkosigan —ordenó Galeni. Su cara, tan saturnina como siempre, nada dejaba entrever.
—Sí, señor; gracias, señor —Miles cortó la comunicación y corrió hacia la puerta—. ¡Mis dieciocho millones de marcos, por fin!
—O bien eso —bromeó Ivan—, o te ha encontrado un trabajito para que hagas inventario. Tal vez te ponga a contar los peces de colores de la fuente del patio principal.
—Seguro, Ivan.
—¡Eh, es un auténtico desafío! No paran de dar vueltas, ¿sabes?
—¿Y tú cómo lo sabes? —Miles hizo una pausa, los ojos encendidos—. Ivan, ¿te ordenó hacer eso?
—Tuvo que ver con un fallo de seguridad —dijo Ivan—. Es una larga historia.
—Apuesto a que sí. —Miles dio un pequeño redoble en la mesa, y la rodeó—. Más tarde. Me voy.
Miles encontró al capitán Galeni contemplando dubitativo la pantalla de su comuconsola, como si estuviera aún en código.
—¿Señor?
—Mm. —Galeni se arrellanó en su asiento—. Bien, han llegado sus órdenes del cuartel general del Sector, teniente Vorkosigan.
—¿Y?
La boca de Galeni se tensó.
—Y confirman su asignación temporal a mi personal. Oficial y públicamente. Ahora podrá obtener su paga de teniente en mi departamento con fecha de hace diez días. Respecto a sus órdenes, son las mismas que las de Vorpatril, con el nombre cambiado. Me ayudará en lo que se le pida, se mantendrá a disposición del embajador y su esposa para servicios de escolta y, cuando el tiempo se lo permita, se aprovechará de las ventajas educativas que son únicas en la Tierra y apropiadas para su condición de oficial imperial y lord de los Vor.
—¿Qué? ¡No puede ser! ¿Qué demonios son servicios de escolta?
«Suena a chica de alterne.»
Una leve sonrisa torció la boca de Galeni.
—Principalmente, permanecer en posición de descanso en los acontecimientos sociales de la embajada y hacer de Vor para los nativos. Hay un sorprendente número de gente que encuentra a los aristócratas, incluso a los de fuera del planeta, particularmente fascinantes.
El tono de Galeni dejaba claro que encontraba esa fascinación verdaderamente peculiar.
—Comerá usted, beberá, bailará quizá… —su tono se volvió dubitativo durante un segundo—, y en líneas generales será exquisitamente amable con todo aquel a quien el embajador quiera, ah, impresionar. A veces, se le pedirá que recuerde conversaciones e informe de ellas. Vorpatril lo hace bastante bien, para mi sorpresa. Podrá explicarle los detalles.
«No necesito que Ivan me dicte notas sociales —pensó Miles—. Y los Vor son una casta militar, no la aristocracia.» ¿En qué demonios estaba pensando el cuartel general? Parecía algo extraordinariamente obtuso incluso para ellos.
Sin embargo, si no tenían ningún nuevo proyecto preparado para los dendarii, ¿por qué no aprovechar la oportunidad para que el hijo del conde Vorkosigan adquiriera un poco más de lustre diplomático? Nadie dudaba de que estaba destinado a los niveles más complicados del servicio, difícilmente podía quedar expuesto a experiencias menos variadas que Ivan. No era el contenido de las órdenes, era sólo la falta de separación de su otra personalidad lo que era tan… insospechado.
Sin embargo… informe de conversaciones. ¿Podía ser el inicio de algún tipo de trabajo especial de espionaje? Quizá venían de camino nuevos detalles clarificadores.
Ni siquiera quiso plantearse la posibilidad de que el cuartel general hubiera decidido que era por fin el momento de acabar por completo con las operaciones encubiertas de los dendarii.
—Bueno… —dijo Miles a regañadientes—, muy bien…
—Me alegro de que encuentre las órdenes de su gusto, teniente —murmuró Galeni.
Miles se ruborizó y apretó la mandíbula. Si podía encargarse de los dendarii, todo lo demás no importaba.
—¿Y mis dieciocho millones de marcos, señor? —preguntó, cuidando esta vez de expresarse en un tono humilde.
Galeni tamborileó con los dedos sobre la mesa.
—No ha llegado ninguna orden de crédito con este correo, teniente. Ni mención alguna.
—¡Qué! —exclamó Miles—. ¡Tiene que haberla!
Casi se abalanzó sobre la mesa de Galeni para examinar el vid en persona, pero se contuvo justo a tiempo.
—Calculé diez días para todo el…
Su cerebro desechó los datos no deseados, repasando mentalmente: combustible, tarifas de atraque orbital, reavituallamiento, atenciones quirúrgicas-dentales-médicas, el agotado inventario de suministros, pagas, nóminas, liquidez, margen…
—¡Maldición, derramamos nuestra sangre por Barrayar! No pueden… ¡tiene que haber algún error!
Galeni abrió las manos, indefenso.
—Sin duda. Pero no está en mi poder repararlo.
—¡Solicítelo otra vez…, señor!
—Oh, lo haré.
—Aún mejor… déjeme ir como correo. Si hablara con el cuartel general en persona…
—Mm —Galeni se frotó los labios—. Una idea tentadora… no, mejor que no. Sus órdenes, al menos, fueron claras. Sus dendarii tendrán simplemente que esperar el siguiente correo. Estoy seguro de que todo se arreglará si las cosas son como usted dice.
A Miles no le pasó por alto el retintín.
Esperó un momento interminable, pero Galeni no añadió nada.
—Sí, señor —saludó y se marchó. Diez días… diez días más… diez días más como mínimo… Podrían esperar otros diez días. Pero confiaba en que, para entonces, en el cuartel general hubieran recuperado la razón de su cerebro colectivo.
La invitada femenina de más alto rango de la recepción de la tarde era la embajadora de Tau Ceti. Era una mujer esbelta de edad indeterminada, fascinante estructura ósea facial y ojos penetrantes. Miles sospechaba que su conversación sería educativa en sí misma, política, sutil y chispeante. Lástima, ya que el embajador barrayarés la había monopolizado. Miles dudaba que fuera a tener oportunidad de averiguarlo.
La matrona a cuya escolta le habían asignado mantenía su rango gracias a su marido, el lord alcalde de Londres, y ahora se entretenía con la esposa del embajador. La señora alcaldesa parecía capaz de charlar interminablemente, sobre todo de la ropa que llevaban los otros invitados. Un criado ataviado de militar (todos los criados humanos de la embajada eran miembros del departamento de Galeni) ofreció de pasada a Miles un vaso de vino lleno de un líquido pajizo que Miles aceptó con voracidad. Sí, dos o tres copas, con su baja tolerancia al alcohol, y estaría lo suficientemente aturdido para soportar incluso aquello. ¿No era exactamente el constreñido escenario social del que había escapado, a pesar de sus defectos físicos, para abrirse paso en el servicio imperial? Naturalmente, más de tres vasos y se quedaría tumbado dormido en el suelo con una sonrisita tonta en la cara, y estaría metido en graves problemas cuando despertara.
Miles tomó un buen trago y casi se atragantó. Zumo de manzana… Maldito Galeni, era concienzudo. Una rápida mirada alrededor le confirmó que no era la misma bebida que se servía a los invitados. Miles se pasó el pulgar por el alto cuello de la chaquetilla de su uniforme y sonrió tenso.
—¿Sucede algo con su vino, lord Vorkosigan? —inquirió la matrona con preocupación.
—La cosecha es un poco, ah… joven —murmuró Miles—. Quizá deba sugerir al embajador que la conserve en la bodega un poco más de tiempo.
«Hasta que yo me marche de este planeta, por ejemplo…»
El salón principal de recepciones era una cámara alta y elegante con claraboyas que debería haber resonado cavernosamente, pero estaba extrañamente silenciosa para la gran multitud que sus niveles y recovecos podían albergar. Absorbedores de sonido ocultos en alguna parte, supuso Miles… y, apostó, si sabías dónde situarte, conos de seguridad para impedir la escucha ya fuese humana o electrónica.
Tomó nota de dónde se encontraban los embajadores barrayarés y taucetano para referencias futuras; sí, incluso el movimiento de sus labios parecía algo oscurecido y difuso. Ciertos tratados de derecho de paso por el espacio local de Tau Ceti tendrían que ser renegociados pronto.
Miles y su matrona se dirigieron hacia el centro arquitectónico de la sala: la fuente y su estanque. Era una escultura graciosa y borboteante, con helechos y musgo de colores a juego. Formas doradas se movían misteriosamente en las aguas oscuras.
Miles se envaró, luego se obligó a relajarse. Un joven con el negro uniforme de gala cetagandano y las marcas de pintura amarilla y roja en la cara de un ghem-teniente se acercaba, sonriente y alerta. Intercambiaron un saludo cauteloso.
—Bienvenido a la Tierra, lord Vorkosigan —murmuró el cetagandano—. ¿Es una visita oficial, o está haciendo turismo?
Miles se encogió de hombros.
—Un poco de cada. Me han destinado a la embajada para complementar mi, ah, educación. Pero creo que tiene usted ventaja sobre mí, señor.
No era así, por supuesto. Los dos cetagandanos de uniforme y los dos que iban de paisano, más tres individuos sospechosos de ser chacales encubiertos, eran los primeros sobre quienes le habían puesto en guardia.
—Ghem-teniente Tabor, agregado militar, embajada cetagandana —recitó Tabor amablemente. Volvieron a intercambiar saludos—. ¿Estará aquí mucho tiempo, milord?
—Espero que no. ¿Y usted?
—Mi hobby es el arte del bonsái. Se dice que los antiguos japoneses trabajaban en un solo árbol hasta cien años. Aunque tal vez sólo lo parecía.
Miles desconfió del humor de Tabor, pero el teniente mantuvo el rostro tan impasible que era difícil de saber. Quizá temiera estropear la pintura de su cara.
Un cascabeleo de risas, suave como campanillas, atrajo su atención hacia el otro extremo de la fuente. Ivan Vorpatril estaba apoyado en la barandilla cromada con la cabeza inclinada hacia una melena rubia. Ella iba vestida con un traje rosa salmón y plata que parecía ondular incluso mientras estaba quieta, como ahora. Una artística trenza de cabello dorado le caía sobre un hombro blanco. Sus uñas destellaron en rosa plateado cuando gesticuló animadamente.
Tabor susurró algo, se inclinó con exquisitez sobre la mano de la matrona y siguió de largo. Miles lo vio a continuación al otro lado de la fuente, situándose cerca de Ivan… pero sospechó que no eran secretos militares lo que buscaba. No era extraño que hubiera parecido interesado en Miles sólo de refilón. Pero el acecho a la rubia fue interrumpido por una señal de su embajador, y Tabor tuvo que acompañar a los dignatarios a la salida.
—Es un joven tan agradable, lord Vorpatril —canturreó la matrona de Miles—. Lo apreciamos mucho por aquí. La esposa del embajador me ha dicho que son ustedes parientes, ¿no es así? —ladeó la cabeza, animada y expectante.
—Primos, más o menos —explicó Miles—. Ah… ¿quién es la joven dama que le acompaña?
La matrona sonrió orgullosa.
—Es mi hija, Sylveth.
Hija, por supuesto. El embajador y su esposa tenían una aguda apreciación barrayaresa de los matices del rango social. Miles, al ser el mayor del linaje familiar y por ende hijo del primer ministro conde Vorkosigan, superaba a Ivan social aunque no militarmente. Lo que significaba, oh Dios, que estaba condenado. Quedaría atrapado con todas las matronas VIP eternamente mientras que Ivan… Ivan se llevaría a todas las hijas.
—Una pareja encantadora —dijo, haciendo un esfuerzo.
—¿Verdad que sí? ¿Qué tipo de primos, lord Vorkosigan?
—¿Uh? Oh, Ivan y yo, sí. Nuestras abuelas eran hermanas. Mi abuela fue la hija mayor del príncipe Xav Vorbarra, la de Ivan la más joven.
—¿Princesas? Qué romántico.
Miles pensó en describir con detalle cómo su abuela, su hermano y la mayoría de sus hijos habían sido convertidos en carne picada durante el reino de terror del loco emperador Yuri. No, la esposa del alcalde podría considerarlo un relato de miedo pasado de moda, o aún peor, una historia romántica. Miles dudaba de que pudiera comprender la violenta estupidez de los asuntos de Yuri, con sus consiguientes huidas en todas direcciones para complicar la historia de Barrayar hasta la fecha.
—¿Posee un castillo lord Vorpatril? —inquirió ella, con segundas.
—Ah, no. Su madre, mi tía Vorpatril —«que es una barracuda social que te comería viva»—, tiene un apartamento muy bonito en la capital de Vorbarr Sultana. —Miles hizo una pausa—. Nosotros solíamos tener un castillo. Pero acabó ardiendo al final de la Era del Aislamiento.
—Un castillo en ruinas. Es casi mejor.
—Pintoresco como el infierno —le aseguró Miles.
Alguien había dejado un platito con los restos de los aperitivos apoyado en la barandilla, junto a la fuente. Miles cogió el bollito de pan y empezó a lanzar migas para los peces de colores, que se acercaron a devorarlas de un breve bocado.