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Authors: Laurent Binet

Tags: #Bélico, Histórico

HHhH (16 page)

BOOK: HHhH
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Dos semanas más tarde, barridos por la euforia de las victorias, esos miramientos habrán desaparecido. Mientras que la Wehrmacht aniquila al Ejército Rojo en todos los frentes, la invasión progresa más allá de las previsiones más optimistas y trescientos mil soldados soviéticos son hechos prisioneros, Heydrich reescribe su directiva. Reitera los puntos esenciales, pero alarga su lista detallándola un poco (por ejemplo, incluye en ella a los antiguos comisarios del Ejército Rojo). Y finalmente sustituye
los judíos que ocupen funciones en el Partido o en el Estado
por
todos los judíos
.

105

El Hauptmann Heydrich, a bordo de un Messerschmitt 109 con las iniciales
RH
en caracteres rúnicos grabadas sobre la carlinga para indicar que se trata de su aparato personal, sobrevuela el territorio soviético a la cabeza de una formación de cazas de la Luftwaffe. Cuando los aviones alemanes distinguen en tierra columnas de soldados rusos que se baten penosamente en retirada, se lanzan sobre ellos como tigres y, atacándolos en fila, los masacran con las metralletas.

Hoy, sin embargo, no son columnas de infantería lo que Heydrich observa más abajo, sino un Yak. Reconoce sin esfuerzo la silueta ventruda del pequeño caza soviético. A pesar de las enormes cantidades de aviones enemigos destruidos en tierra por los bombarderos alemanes al comienzo de la ofensiva, el espacio aéreo soviético no se ha limpiado del todo, y aquí y allá quedan resistencias esporádicas: ese Yak es la prueba de ello. Pero la superioridad de la aviación alemana es indiscutible, tanto en términos de calidad como de cantidad. En realidad, ningún caza soviético puede, en el actual estado de fuerzas, pretender rivalizar con el Me109. Heydrich, impetuoso, vanidoso, conmina a su escuadrilla a permanecer en formación. Quiere ofrecer una demostración a sus hombres y abatir él solo el avión ruso. Desciende a su altura y se desliza en su estela. El piloto del Yak no lo ha visto. El fin de la maniobra es aproximarse al objetivo para abrir fuego cuando esté a unos ciento cincuenta metros de distancia. El avión alemán es mucho más veloz y se acerca rápidamente. Cuando distingue con claridad la cola del avión ruso en su punto de mira, Heydrich dispara. Enseguida, el Yak balancea sus alas como un pájaro enloquecido. Pero esa primera salva no lo ha tocado, y en realidad no está nada enloquecido. Se retira en picado hacia el suelo. Heydrich trata de seguirlo, pero su viraje es desesperadamente largo en comparación con el del piloto ruso. El imbécil de Goering había pretendido que la aviación soviética estaba completamente obsoleta y en esto, como en casi todo lo que pensaban los nazis sobre la Unión Soviética, se equivocaba: es verdad que el Yak no resiste la comparación con los cazas alemanes en términos de capacidades técnicas, pero sabe compensar su relativa lentitud con una manejabilidad literalmente diabólica. El pequeño avión ruso continúa su descenso haciendo eses cada vez más estrechas. Heydrich lo sigue sin llegar a fijarlo en su visor. Parecía una liebre perseguida por un lebrel. Heydrich, que quiere llevarse una victoria y pintar un avioncito en el fuselaje de su aparato, se obceca, sin darse cuenta de que el Yak, multiplicando los cambios de dirección para escapar de los disparos de su perseguidor, hace lo que sea para dirigirse hasta un punto concreto. Cuando de pronto unas explosiones retumban a su alrededor, Heydrich entiende lo que pasa: el piloto ruso lo ha llevado a la altura de una batería de DCA soviética y el muy idiota se ha metido en la trampa.

Un golpe violento estremece la carlinga. De la cola sale un humo negro. El avión de Heydrich se estrella.

106

Es como si le hubieran abofeteado a Himmler en plena cara. La sangre le enciende las mejillas y siente hincharse su cerebro dentro de la caja craneal. Acaba de recibir la noticia: durante un combate aéreo sobre el Beresina, el Messerschmitt 109 de Heydrich ha sido abatido. Por supuesto, si Heydrich hubiera muerto, sería una terrible pérdida para la SS, hombre entregado, colaborador infatigable, etc. Pero el hecho de que esté vivo es una auténtica catástrofe. Porque el caza ha ido a estrellarse
detrás
de las líneas soviéticas. Si Himmler tiene que informar al Führer de que su jefe de seguridad ha caído en manos del enemigo, lo que le aguarda es una penosa escena. Repasa mentalmente el número de informaciones que Heydrich posee susceptibles de interesar a Stalin. La cantidad es vertiginosa. Y eso que el Reichsführer SS ignora exactamente todo lo que de verdad sabe su subordinado. Política y estratégicamente, si Heydrich habla, el desastre puede ser gigantesco, de consecuencias incalculables. Himmler no llega a medirlas. Detrás de sus gafitas redondas y de su bigotito, suda.

A decir verdad, ni siquiera ése es su problema más urgente. Si Heydrich ha muerto, o está prisionero de los rusos, la prioridad absoluta es recuperar sus archivos. Sólo Dios sabe lo que pueden contener, y sobre quién. Habrá que apoderarse de sus arcas, las de su despacho y también las de su domicilio. En la Prinz-Albert-Strasse, prevenir a Müller, que se ocupará de la RSHA junto con Schellenberg. En su casa, guardar las formas con Lina, pero hojearlo todo. Mientras tanto, esperar: Heydrich ha sido dado por desaparecido, no se puede hacer otra cosa. A lo sumo, pasarse por donde Lina para preparar el terreno y mandar órdenes al frente con el fin de que se haga todo lo necesario para encontrarlo, a él o a su cadáver.

Cabe preguntarse con todo derecho qué mosca le había picado al jefe de los servicios secretos nazis para ir en un caza alemán sobrevolando una zona de combate soviética. La razón es que, paralelamente a sus responsabilidades en las SS, Heydrich era oficial de reserva de la Luftwaffe. En previsión de la guerra, había recibido un curso de pilotaje, y cuando comenzó la invasión de Polonia quiso responder de inmediato a la llamada del deber. Por muy prestigioso que fuera su puesto como jefe del SD, consideraba sin embargo que sólo se trataba de un trabajo burocrático, y ya que había guerra, tenía que comportarse como un verdadero caballero teutónico y salir a luchar. Lo primero que encontró fue un puesto de ametrallador en un bombardero. Pero, como era de esperar, ese papel demasiado secundario no fue de su agrado; prefirió tomar los mandos de un Messerschmitt 110, para efectuar vuelos de reconocimiento sobre Gran Bretaña, y luego sobre todo los de un Messerschmitt 109 (el equivalente alemán al Spitfire inglés), en el que se rompió un brazo al comunicar mal un despegue durante la campaña de Noruega. Una biografía ligeramente apologética que me he procurado cuenta con admiración cómo llegó a efectuar vuelos con el brazo escayolado. Más tarde, tomó parte, por lo visto, en algunos combates contra la RAF.

Durante ese tiempo, Himmler se inquietaba ya por él como un padre. Tengo ante mis ojos una carta con fecha del 15 de mayo de 1940, escrita desde su tren especial (el Sonderzug «Heinrich»,
sic
) y dirigida a su «muy querido Heydrich», que da cumplida cuenta de lo solícito que era el jefe con su brazo derecho: «Dame noticias tuyas a diario a ser posible.» Por todo lo que sabía, Heydrich, en efecto, valía muy caro.

No pasaron más de dos días cuando fue recuperado por una «patrulla» alemana, hombres suyos del
Einsatzgruppen D
que venían de liquidar a cuarenta y cinco judíos y treinta rehenes. Aparentemente, había sido abatido por la DCA soviética, había salido corriendo, se había escondido durante dos días y dos noches y finalmente había ganado a pie las líneas alemanas. Mugriento e hirsuto cuando entró en su casa, también se hallaba, según su mujer, un poco alterado por su contratiempo, con el que sin embargo obtuvo todo lo que había ido a buscar: la cruz de hierro de primera clase, condecoración altamente respetada entre los militares alemanes. Pero después de esta hazaña, nunca más se le volvió a autorizar tomar parte en acciones aéreas en ningún frente. Horrorizado cuando supo la historia del Beresina, el propio Hitler, al parecer, se opuso formalmente. Pese a sus esfuerzos y a su innegable ímpetu, Heydrich no había alcanzado ninguna victoria. Su carrera de piloto se detuvo así con tan mísero balance.

107

Natacha lee el capítulo que acabo de escribir. A la segunda frase, exclama: «¿Qué es eso de ‘la sangre le enciende las mejillas’, ‘su cerebro se hincha dentro de la caja craneal’? ¡Te lo estás inventando!»

Hace ya varios años que la fatigo con mis teorías sobre el carácter pueril y ridículo de la invención novelesca, herencia de mis lecturas de juventud («la Marquesa salió a las cinco», etc.), y es justo, supongo, que no deje pasar esta historia de la caja craneal. Por mi parte, me creía muy decidido a evitar ese tipo de menciones que, a priori, no tienen más interés que dar al texto el colorido de la novela, lo que es bastante feo. Además, aunque disponga de indicios sobre la reacción de Himmler y su turbación, no puedo estar verdaderamente seguro de los síntomas de esa turbación: quizá se puso todo rojo (y así es como yo me lo imagino), pero también pudo haberse puesto todo blanco. Vamos, que el asunto me parece bastante grave.

Con Natacha, enseguida me defiendo tranquilamente: es más que probable que Himmler hubiera tenido, en efecto, un problema en la cabeza, pero de todas formas, esta historia del cerebro que se hincha no es más que una metáfora un tanto
cheap
para expresar la angustia que se apoderó de él cuando le anunciaron la noticia. Pero como ni yo mismo estoy muy convencido, al día siguiente suprimo la frase. Por desgracia, eso crea un vacío que me desagrada. No sé muy bien por qué no me gusta el encadenamiento de «Himmler abofeteado en plena cara» con «Acaba de recibir la noticia», demasiado abrupto, se pierde la elasticidad antes asegurada por mi caja craneal. Por consiguiente me siento obligado a remplazar la frase suprimida por otra más prudente. Reescribo algo parecido a esto: «Imagino que su cabeza de pequeña rata con gafas ha debido de virar al rojo.» Es verdad que Himmler tenía cabeza de roedor, con sus mofletes y su bigote, pero evidentemente la expresión pierde en sobriedad. Decido quitar «con gafas». El efecto producido por «pequeña rata», incluso sin gafas, me sigue molestando, pero es obvia la mejora de esta opción, llena de modulación circunspecta: «Imagino…», «ha debido…» Con una hipótesis claramente presentada como tal, evito así todo abuso de poder sobre la realidad. No sé por qué razón me siento impelido a agregar: «Está completamente congestionado.»

Tenía esa imagen de Himmler todo rojo y como muy acatarrado (tal vez porque yo mismo arrastro un inmundo constipado desde hace cuatro días) y mi imaginación tiránica se mantenía en sus trece: quería una concreción de ese estilo sobre la cara del Reichsführer. Pero decididamente el resultado no me satisfacía y otra vez lo cambié todo. Contemplé durante largo rato el espacio reducido a la nada entre la primera y la tercera frase. Y, lentamente, me puse a teclear: «La sangre le enciende las mejillas y siente hincharse su cerebro dentro de la caja craneal.»

Pienso con Oscar Wilde, como de costumbre, que siempre es la misma historia: «He invertido toda la mañana en corregir un texto del que, finalmente, sólo he suprimido una coma. Por la tarde, la restablecí.»

108

Heydrich, a quien imagino arrellanado en el fondo de su Mercedes negro, estrecha su portafolios entre sus rodillas; lleva en él el documento sin duda más decisivo de su carrera y de la historia del Tercer Reich.

El coche pasa a gran velocidad por los suburbios de Berlín. Fuera hace bueno, es verano, la tarde avanza y es difícil imaginar que el cielo se llenará dentro de un rato de masas negras que arrojarán bombas. Unos cuantos edificios hundidos, algunas casas destruidas, unos pocos transeúntes atrapados recuerdan insistentemente, sin embargo, la extraordinaria tenacidad de la Royal Air Force.

Hace poco más de cuatro meses que Heydrich le ha mandado redactar a Eichmann el borrador de ese documento para someterlo a la aprobación de Goering. Pero hacía falta también el beneplácito de Rosenberg, en tanto que ministro designado para los territorios del Este. ¡Y pensar que este inútil puso objeciones! Después Eichmann, trabajando bien, ha retocado el texto y es de esperar que en adelante se allanen todos las obstáculos.

Estamos en el corazón del bosque, al norte de Berlín. El Mercedes se detiene delante del pórtico de una villa custodiada por unos SS fuertemente armados. Es Karinhall, el pequeño palacio barroco que Goering se ha hecho construir para consolarse por la muerte de su primera mujer. Los guardias saludan, las verjas se abren, el coche se adentra por la alameda. Goering está ya sobre la escalinata, jovial y ceñido en uno de esos uniformes excéntricos que le han valido el atinado apodo de «Nerón perfumado». Saluda a Heydrich con efusividad, demasiado feliz de poder reencontrarse cara a cara con el temible jefe del SD. Heydrich sabe que lo consideran ya el hombre más peligroso del Reich, lo que lo envanece, pero también sabe que si todos los dignatarios nazis lo cortejan con tanta insistencia, es sobre todo para intentar debilitar a Himmler, su jefe. Para esa gente, Heydrich es un instrumento, pero no todavía un rival. Es cierto que, de la pareja infernal que forma con Himmler, él está considerado como el cerebro («HHhH», dicen en la SS:
Himmlers Hirn heisst Heydrich
, el cerebro de Himmler se llama Heydrich), pero sigue siendo su brazo derecho, el subordinado, el número dos. La ambición de Heydrich no sabría conformarse eternamente con esa situación, pero por el momento, cuando estudia la evolución de las relaciones de fuerza dentro del partido, se felicita de haberle sido fiel a Himmler, cuyo poder no deja de ampliarse, mientras que Goering se aburre de esperar en un estado de semidesgracia, desde el fracaso de su Luftwaffe en Inglaterra.

No obstante, Goering todavía es oficialmente el responsable de la cuestión judía, y ésa es la razón por la que Heydrich está esa noche allí.

Aun así, tiene todavía primero que padecer las infantilidades de su anfitrión. El grueso Hermann quiere enseñarle su tren eléctrico, un regalo del Teatro Nacional de Prusia del que está muy orgulloso y con el que juega todas las tardes. Heydrich se arma de paciencia. Después de extasiarse ante una sala de cine privada, unos baños turcos, un salón de grandeza faraónica y de un león llamado César, llega por fin el momento de sentarse frente a Goering, en medio de un despacho revestido de artesonado de madera. Es cuando puede sacar su precioso papel, que somete a la lectura del Reichmarschall. Goering lee:

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