Hija de Humo y Hueso (33 page)

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Authors: Laini Taylor

Tags: #Fantasía

BOOK: Hija de Humo y Hueso
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Estaba allí. Karou se levantó de la silla.

Le sorprendió que permaneciera alejado.

Y cuando se acercó a ella, lentamente, a regañadientes, sus pasos parecían pesados y su expresión, sombría. La seguridad de Karou se desvaneció. No salió en su busca, ni siquiera se alejó de la mesa. La luz de estrellas regresó a sus terminaciones nerviosas, dejando frialdad en su cuerpo, y lo miró —la pesada lentitud, la inexpresividad de su mirada— preguntándose si lo habría imaginado todo.

—Hola —dijo Karou con voz apagada, vacilante, y con la leve esperanza de haber malinterpretado su actitud, de vislumbrar en él el mismo sobrecogimiento que su imagen había provocado en ella. Era lo que siempre había deseado y pensaba que había encontrado: alguien destinado
para ella
, y ella, para él, cuyas mariposas danzaran con la misma melodía que las suyas, nota a nota.

Pero Akiva no respondió. Hizo un leve gesto con la cabeza, sin aproximarse a ella.

—¿Estás bien? —preguntó Karou sin alegría alguna en la voz.

—Me has esperado —dijo Akiva.

—Dije… dije que lo haría.

—Tanto como pudieras.

¿Estaba resentido por aquella promesa no realizada? Karou deseaba explicarle que allí, sobre el puente, ignoraba lo que ahora sabía —que «tanto como pudiera» significaba en realidad mucho tiempo, y que se sentía como si hubiera estado esperándolo toda la vida—. Pero se mantuvo en silencio al ver su expresión sombría.

Akiva extendió la mano.

—Toma —dijo, y le entregó el hueso de la suerte, colgado de su cordón.

Ella lo cogió y susurró «gracias», al tiempo que deslizaba el cordón en torno a su cabeza. El hueso regresó a su lugar en la base de su garganta.

—También te he traído esto —continuó Akiva, y dejó sobre la mesa la caja que contenía los cuchillos de luna creciente—. Los necesitarás.

Aquellas palabras sonaron terribles, casi como una amenaza. Karou permaneció de pie, aguantando las lágrimas.

—¿Aún quieres saber quién eres? —preguntó Akiva. No la miraba, sino que mantenía los ojos perdidos en el horizonte.

—Claro que sí —respondió ella, aunque no era aquello en lo que había estado pensando.

Lo que realmente deseaba era retroceder en el tiempo, volver a Praga. Entonces había creído, con una certeza que sintió como amenaza y refugio, que Akiva había regresado de alguna oscura noche del alma
en su busca
. Ahora parecía otra vez muerto, y ella, aunque hubiera recuperado el hueso de la suerte y por fin fuera a dar respuesta a la pregunta que yacía en lo más profundo de su ser, se sentía muerta también.

—¿Qué sucedió con los otros? —preguntó Karou.

Akiva ignoró la pregunta.

—¿Hay algún sitio adonde podamos ir?

—¿Cómo?

Akiva señaló la muchedumbre de la plaza, vendedores que colocaban pirámides de naranjas, turistas con cámaras y paquetes.

—Estoy seguro de que preferirás descubrirlo en la intimidad —dijo él.

—¿Qué… qué tienes que decirme que deba escuchar a solas?

—No voy a contarte nada.

Akiva había evitado mirarla directamente en todo momento, hasta que su imagen había quedado como emborronada, pero entonces clavó sus ojos en ella. Su brillo era como el sol reflejado en un topacio, y Karou percibió, antes de que él los retirara de nuevo, un breve destello de ansiedad, tan profunda que resultaba dolorosa de contemplar. Sintió un vuelco en el corazón.

—Vamos a romper el hueso de la suerte —dijo Akiva.

* * *

Y entonces ella lo sabría todo, y lo odiaría. Akiva estaba tratando de prepararse para soportar la mirada de Karou una vez que comprendiera. La había contemplado unos minutos desde la plaza antes de que ella levantara la mirada, y había presenciado cómo su rostro se transformaba al verlo —de ansiedad, expectativa perdida a… luz—. Era como si Karou hubiera emitido una descarga de energía que lo hubiera alcanzado incluso donde él se encontraba, hasta envolverlo y abrasarlo.

Todo lo que no merecía disfrutar y nunca conseguiría estaba contenido en aquel instante. Lo único que deseaba era estrecharla entre sus brazos, hundir las manos en su pelo —limpio y liso como ríos sobre sus hombros— y perderse en su fragancia y la tersura de su piel.

Recordó una historia que le había contado Madrigal: el cuento humano del
golem
. Esa figura modelada en barro con forma de hombre despertaba a la vida al grabarle sobre la frente el símbolo del álef. El álef era la primera letra de un antiguo alfabeto humano, y la primera también de la palabra hebrea
verdad
; era el comienzo. Al ver a Karou levantarse, radiante en una cascada de pelo lapislázuli, con un vestido de punto color mandarina, un collar de cuentas plateadas al cuello y una expresión de alegría y alivio y…
amor
… en su hermoso rostro, Akiva supo que ella era su álef, su verdad y su comienzo. Su alma.

Las articulaciones de sus alas deseaban impulsarlo hacia ella, de un solo movimiento, pero en vez de eso caminó, pesado y abatido. Sentía los brazos como enfundados en hierro, lo que le impedía alargarlos para alcanzarla. La manera en que Karou perdió la luminosidad al contemplar su actitud fría, la duda y la esperanza de su voz lo estaban matando poco a poco. Era mejor así. Si sucumbía y se dejaba llevar por sus deseos, solo conseguiría que ella lo odiara con más intensidad una vez que supiera lo que en realidad era él. Así que se mantuvo distante, sufriendo, preparándose para el momento que irremediablemente llegaría.

—¿Romperlo? —preguntó Karou mirando el hueso de la suerte con sorpresa—. Brimstone nunca lo hizo…

—No era suyo —contestó Akiva—. Nunca fue suyo. Solo lo estaba guardando. Para ti.

Había sido incapaz de tirarlo al mar. El mero hecho de haberlo pensado le ponía enfermo —más evidencias de su poca valía—. Karou merecía saberlo todo, con todo el sufrimiento y la brutalidad que implicaba, y si no se equivocaba respecto al hueso de la suerte, muy pronto lo haría.

Ella pareció sentir la trascendencia del momento.

—Akiva —murmuró—, ¿qué sucede?

Y cuando Karou lo miró con sus negros ojos de pájaro, asustados e implorantes, Akiva tuvo que volverse de nuevo para poder soportar el anhelo que lo corroía por dentro. No abrazarla en aquel momento era una de las experiencias más duras a las que jamás se había enfrentado.

* * *

Y su reencuentro podría haber continuado envuelto en aquella terrible falsedad, pero Karou sabía lo que había visto —el anhelo de Akiva, uniéndose al suyo en un lugar muy profundo— y cuando él se volvió, sintió algo repentino, como si chasqueara un cable y desaparecieran todas sus ataduras, y no pudo soportarlo más. Alargó el brazo hacia él. Su mano, cubierta con el mitón que ocultaba la
hamsa
, rozó el brazo de Akiva, delicada y totalmente sobre su piel, y lo giró hacia ella. Se acercó levantando la cabeza para mirarlo, y tomó su otro brazo.

—Akiva —murmuró. Su voz había perdido el miedo y sonaba queda y ardiente y dulce—. ¿Qué sucede? —fue recorriendo el cuerpo de Akiva con las manos, llegó al acero de sus brazos y sus hombros, ascendió las rampas de sus trapecios hasta la garganta, el mentón áspero, y por fin detuvo los dedos en sus labios, tan suaves en comparación. Sintió que temblaban—. Akiva —repitió—. Akiva.
Akiva
—parecía decir «Es suficiente, deja de fingir».

Y entonces, con un estremecimiento, Akiva se rindió. Abandonó la farsa y dejó caer la cabeza, de modo que su frente quedó apoyada sobre la de ella, caliente por el sol. Sus brazos la rodearon y la estrecharon, y Karou y Akiva se convirtieron en dos cerillas que se rozan para encenderse con luz de estrellas. Con un suspiro, Karou se relajó, y al fundirse con el cuerpo de Akiva y descansar sintió como si volviera a casa. Notó la aspereza de su mentón sin afeitar, al tiempo que él experimentaba la perfecta suavidad del pelo de Karou. Permanecieron así largo rato, quietos, al contrario que su sangre y sus nervios y sus mariposas —vivas, moviéndose desenfrenadamente al ritmo de una melodía salvaje y perfecta, acompasadas nota a nota—.

El hueso de la suerte, pequeño pero afilado, quedó atrapado entre ellos.

42

DESEO Y SAL E INMENSIDAD

—Aquí —dijo Karou conduciendo a Akiva hasta una puerta azul cielo en un muro polvoriento.

Sus dedos estaban entrelazados. No podían dejar de tocarse, y mientras lo guiaba por la medina, Karou había sentido como si flotara. Podrían haberse apresurado, pero optaron por dejarse llevar, parándose a contemplar a un tejedor de alfombras, a mirar una cesta llena de cachorros, a tocar con los dedos la punta de unas dagas ornamentales, sin prisa ninguna.

Sin embargo, a pesar del paso tranquilo, llegaron a su destino. Akiva siguió a Karou a través de un oscuro pasadizo por el que desembocaron en un luminoso patio, un mundo escondido y abierto solo al cielo. Estaba rodeado de palmeras datileras y adornado con azulejos andalusíes, y una fuente brotaba en su centro. La segunda planta estaba rodeada por una galería y la habitación de Karou se encontraba al final de una vuelta de escalera. Era más grande que su piso y tenía el techo alto y de madera. Las paredes aparecían recubiertas por un finísimo estuco bermellón, con profundos reflejos terrosos, y en la cama, una manta bereber lanzaba alguna misteriosa bendición en lenguaje de símbolos.

Akiva cerró la puerta y dejó marchar la mano de Karou, y llegó el momento que ella había intentado alejar, aplazar —la rotura del hueso de la suerte—.

Había llegado el momento.

Había llegado el momento.

Akiva se alejó de ella, miró por la ventana, alzó las manos y se rascó el pelo con los dedos en un gesto que se estaba volviendo familiar. La miró de nuevo.

—¿Estás lista, Karou?

No.

De repente,
no
. No estaba preparada. Sintió pánico, como un caos de alas en su pecho.

—Podemos esperar —sugirió con alegría fingida—. De todas formas, no queremos marcharnos hasta que llegue la noche.

El plan era recoger a Razgut una vez que hubiera caído el sol y, ocultos en la oscuridad, volar con él hasta el portal, dondequiera que se encontrara.

Akiva se dirigió hacia ella con paso vacilante, y se detuvo antes de llegar a su lado.

—Podríamos esperar —afirmó, en apariencia atraído por la idea. Luego añadió, muy suavemente—: Pero eso no lo haría más fácil.

—Si fuera algo horrible, me lo dirías, ¿verdad?

Se acercó, alargó la mano y la deslizó sobre el pelo de Karou, una sola vez, lentamente. Ella se deleitó en su caricia, con gesto felino.

—No tienes que estar asustada, Karou —dijo Akiva—. ¿Cómo podría ser algo horrible? Eres

. Solo puede ser hermoso.

Una tímida sonrisa afloró en los labios de ella. Respiró hondo y dijo con resolución:

—Adelante, entonces. ¿Debería…, eh…, sentarme?

—Si quieres.

Karou subió a la cama y se colocó en el centro, plegando las piernas bajo el cuerpo y bajando el dobladillo de su vestido naranja, que había comprado en el zoco para que Akiva la viera con él puesto. Había comprado también prendas más funcionales, para el viaje y lo que pudiera venir después. Todo estaba guardado en una mochila nueva, listo para la partida, junto a objetos más mundanos que había olvidado en Praga por lo apresurado de su marcha. Estaba contenta de que Akiva hubiera traído sus cuchillos —contenta de tenerlos, pero asustada de necesitarlos—.

Akiva se sentó frente a ella, con las piernas relajadas y los hombros inclinados hacia delante, de un modo que resaltaba su corpulencia.

Y entonces Karou experimentó un nuevo fogonazo, una fisura en la superficie del tiempo, y una visión, en su interior, de Akiva. Estaba sentado en la misma postura, con los hombros pesados y relajados como en ese momento, pero…
desnudos
, al igual que su pecho, dejando a la vista su cuerpo musculoso y una terrible cicatriz en el hombro derecho. De nuevo, en su rostro, aparecía aquella sonrisa que hería con su belleza. De nuevo, un instante y desapareció.

Karou parpadeó, ladeó la cabeza y murmuró:


Vaya.

—¿Qué sucede? —preguntó Akiva.

—A veces creo verte, en otra época o algo así…, no sé —sacudió la cabeza—. Tu hombro. ¿Qué te pasó?

Akiva se lo tocó, con la mirada fija en ella.

—¿Qué has visto?

Karou se ruborizó. Había sentido algo muy sensual en aquel instante, él sentado sin camisa y feliz.

—A ti… sonriendo. Nunca te he visto sonreír así, no de verdad —dijo solamente.

—Eso fue hace mucho tiempo.

—Ojalá volvieras a hacerlo —dijo ella—. Para mí.

Akiva no sonrió. El dolor se reflejó en su cara mientras miraba sus nudillos y levantaba la vista de nuevo hacia ella.

—Acércate —le dijo, y alargó sus manos para aflojar el cordón del hueso de la suerte y sacárselo por la cabeza. Rodeó con un dedo una de las puntas—. Tienes que colocarlo así.

Ella no lo cogió.

—Pase lo que pase, no tenemos por qué ser enemigos. No si no queremos. Es decisión nuestra, ¿no es así? —dijo apresuradamente.

—Será lo que

decidas —contestó él.

—Pero ya sé…

Akiva sacudió la cabeza, apesadumbrado.

—Tú no puedes saber. Nunca se sabe hasta que se sabe.

Karou dejó escapar un suspiro exasperado.

—Hablas igual que Brimstone —murmuró, y trató de serenarse.

Y entonces, por fin, levantó la mano para deslizar el meñique en torno a la punta libre del hueso. Su nudillo rozó el de Akiva, y aquel leve roce desató una efervescencia por todo su cuerpo.

Ahora, lo único que tenían que hacer era tirar. Karou esperó un instante, pensando que Akiva tomaría la iniciativa, pero se dio cuenta de que él pretendía lo mismo de ella. Escrutó sus ojos —clavados en los suyos, abrasadores— y tensó la mano. La única manera de hacerlo era haciéndolo. Comenzó a tirar.

Esta vez fue Akiva el que retiró el dedo, sobresaltado.

—Espera —suplicó—. Espera.

Alargó la mano hacia el rostro de Karou y ella la presionó contra su mejilla.

—Quiero que sepas… —Akiva tragó saliva—. Necesito que sepas que me sentí atraído por ti (por
ti
, Karou) antes de descubrir el hueso. Antes de darme cuenta, y creo… creo que siempre te encontraría, sin importar lo escondida que estuvieras —la miró con extraordinaria intensidad—. Tu alma y la mía cantan la misma canción. Mi alma es tuya, y siempre lo será, en cualquier mundo. No importa lo que suceda… —su voz se quebró y tuvo que respirar hondo—. Necesito que recuerdes que te quiero.

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