Hija de Humo y Hueso (6 page)

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Authors: Laini Taylor

Tags: #Fantasía

BOOK: Hija de Humo y Hueso
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Incluso Karou dependía de la voluntad de Brimstone para ser admitida. En ocasiones no se lo había permitido, por mucho que hubiera llamado; sin embargo, nunca la había abandonado al otro lado durante una misión, y esperaba que jamás lo hiciera.

El recado resultó ser acudir a una subasta del mercado negro en un almacén a las afueras de París. Karou había asistido a varias, y eran siempre iguales. Solo se aceptaba dinero en metálico, por supuesto, y acudían personajes diversos de los bajos fondos, como dictadores exiliados y capos del crimen con pretensiones culturales. Los objetos subastados eran un baturrillo de piezas robadas de museos: un dibujo de Chagall, la úvula disecada de algún santo decapitado, un par de colmillos de un elefante africano adulto.

Sí. Un par de colmillos de un elefante africano adulto.

Karou suspiró al verlos. Brimstone no le había especificado lo que debía buscar, solo que lo identificaría sin problema, y así fue. Vaya, iba a resultar divertido acarrearlos en transporte público.

Al contrario que los demás postores, ella no disponía de un gran coche negro que la esperara a la salida, ni de un par de guardaespaldas que se encargaran del trabajo pesado. Solo tenía una hilera de
scuppies
y su encanto, lo que no resultó suficiente para convencer a un taxista de que transportara aquellos colmillos de elefante de dos metros en la parte trasera de su vehículo. Así que, a regañadientes, Karou tuvo que arrastrarlos seis manzanas hasta la estación de metro más cercana, bajarlos por las escaleras y pasarlos por los torniquetes. Iban envueltos en una lona pegada con cinta adhesiva, y cuando un músico callejero bajó su violín para preguntarle: «Oye, encanto, ¿qué llevas ahí?», ella respondió: «Los músicos, siempre haciendo preguntas», y siguió tirando de su carga.

Sin duda, podría haber sido peor, y a menudo lo era. Brimstone la enviaba a algunos lugares espantosos en busca de dientes. Tras el incidente de San Petersburgo, mientras se recuperaba de un disparo, le había preguntado:

—¿Realmente mi vida vale tan poco para ti?

En cuanto aquellas palabras salieron de su boca, se arrepintió. Si Brimstone estimaba
tan poco
su vida, no quería que se lo confirmara. A pesar de sus defectos, era la única familia que conocía, junto a Issa, Twiga y Yasri. Y si la consideraba únicamente una especie de esclava prescindible, prefería no saberlo.

Su respuesta no había confirmado ni desechado su temor.

—¿Tu vida? ¿Te refieres a tu
cuerpo
? El cuerpo es una mera envoltura, Karou. El alma es otra cosa y, por lo que sé, la tuya no se encuentra en peligro inminente.

—¿Una
envoltura
? —no le agradaba pensar en su cuerpo como un recubrimiento, algo que los demás pudieran abrir y revolver, de donde fuera posible retirar pedazos como cupones de descuento.

—Supuse que tú pensabas lo mismo —le había dicho él—. Al ver la forma en que garabateas sobre tu piel.

Brimstone no aprobaba sus tatuajes, lo que resultaba gracioso teniendo en cuenta que él había sido responsable de los primeros que tuvo, los ojos en las palmas de sus manos. Al menos, Karou sospechaba que habían sido obra suya, aunque no estaba segura, ya que Brimstone era incapaz de contestar las preguntas más básicas.

—Como quieras —había respondido ella con un suspiro de aflicción.

Se sentía realmente
afligida
. Recibir un disparo
duele
, no cabe duda. Por supuesto, no podía aducir que Brimstone la hubiera empujado hacia el peligro sin la preparación necesaria. Se había ocupado de que recibiera clases de artes marciales desde muy pequeña. Nunca se lo había revelado a sus amigos —no era un asunto del que alardear, como le había enseñado su
sensei—
, y ellos se habrían sorprendido al saber que aquellos gráciles giros y desplazamientos iban ligados a la capacidad de matar. Letal o no, había tenido la desgracia de descubrir las limitaciones del karate frente a las armas de fuego.

Se había recuperado rápidamente gracias a un ungüento de olor acre, y sospechaba que también a la magia; sin embargo, su audacia juvenil se debilitó, y ahora se enfrentaba a las misiones con más inquietud.

El tren llegó a la estación y ella forcejeó con su carga para introducirla en el vagón, tratando de no pensar demasiado en su contenido, o en la magnífica vida que había quedado truncada en algún lugar de África, seguramente hacía mucho tiempo. Aquellos colmillos eran enormes, y Karou sabía que en la actualidad rara vez alcanzaban ese tamaño —los cazadores furtivos eran responsables de ello—. Al abatir a los ejemplares más grandes, habían alterado la reserva genética del elefante. Era nauseabundo, y allí estaba ella, colaborando con aquel negocio sangriento, transportando de contrabando restos de especies protegidas en el maldito metro de París.

Aparcó aquel pensamiento en un rincón oscuro de su mente y miró por la ventanilla mientras el tren adquiría velocidad en los túneles sin iluminar. No podía permitirse ese tipo de reflexiones. Siempre que lo hacía, su vida aparecía salpicada de sangre y desagrado.

El semestre anterior, cuando había fabricado aquellas alas, se había concedido a sí misma el sobrenombre de Ángel de la Extinción, algo totalmente adecuado. Las alas estaban cubiertas con plumas reales que había «tomado prestadas» de la tienda de Brimstone —cientos de plumas que le habían llevado los traficantes a lo largo de los años—. Solía jugar con ellas de pequeña, antes de comprender que los pájaros a los que pertenecían habían muerto por ellas; especies enteras empujadas hacia la extinción.

Durante un tiempo había sido una niña inocente que jugaba con plumas en el suelo de la guarida de un diablo. Sin embargo, aquella inocencia había desaparecido, y no sabía cómo enfrentarse a ello. Su vida se componía de magia, vergüenza, secretos y un vacío profundo y persistente en el centro de su ser, donde sin duda faltaba algo.

Karou se sentía acosada por la idea de estar
incompleta
. Desconocía el significado de aquel sentimiento, pero la acompañaba desde siempre una sensación parecida a la de haber olvidado algo. En cierta ocasión, cuando era pequeña, había tratado de describírsela a Issa:

—Es como si estuvieras en la cocina y supieras que has entrado por alguna razón, pero la has olvidado, sin importar lo que fuera.

—¿Y es así como te sientes? —preguntó Issa con el ceño fruncido.

—Todo el tiempo.

Issa solo la había estrechado entre sus brazos y acariciado el pelo —todavía de su color natural, casi negro—, añadiendo con poca convicción:

—Estoy segura de que no es nada, cariño. Intenta no preocuparte.

De acuerdo.

Bien.
Subir
los colmillos por los escalones del metro resultó mucho más duro que arrastrarlos escaleras abajo, y al alcanzar el último peldaño, Karou se sentía agotada, sudaba bajo el abrigo y estaba tremendamente malhumorada. El portal se hallaba a dos manzanas de distancia, conectado a la entrada del pequeño almacén de una sinagoga, y cuando al fin llegó hasta él, encontró a dos rabinos enfrascados en una conversación justo delante de la puerta.

—Perfecto —masculló.

Pasó delante de ellos y se apoyó contra una puerta de hierro que quedaba oculta, para esperar mientras discutían en tono místico sobre cierto acto de vandalismo. Cuando por fin se marcharon, Karou arrastró los colmillos hasta la pequeña puerta y llamó. Como siempre hacía mientras esperaba frente al portal de algún callejón en cualquier parte del mundo, imaginó que se quedaba atrapada. Algunas veces, Issa tardaba largos minutos en acudir a la puerta, y todas y cada una de las veces, Karou consideraba la posibilidad de que quizá
no
se abriera. Siempre sentía aquella punzada de miedo a quedarse atrapada, no solo durante la noche, sino para siempre. Aquella perspectiva le desvelaba su propia vulnerabilidad. Si un día la puerta no se abriera, se quedaría totalmente sola.

La espera se alargaba. Reclinada de forma cansina contra el marco de la puerta, Karou percibió algo extraño y se enderezó. Sobre la puerta había una enorme y negra huella de mano. Algo que no habría resultado tan insólito, de no ser porque parecía quemada sobre la madera.
Quemada
, pero con la silueta perfectamente delineada. Este debía de ser el tema de conversación de los rabinos. Recorrió la huella con las yemas de los dedos y se dio cuenta de que estaba incrustada en la puerta, lo que le permitió colocar su mano dentro, aunque empequeñecida por el tamaño de aquella. Al retirarla, quedó cubierta por una fina ceniza. Perpleja, se limpió los dedos.

¿Con qué estaba hecha aquella huella? ¿Con un hierro de marcar cuidadosamente moldeado? Algunas veces, los traficantes de Brimstone señalaban los portales para encontrarlos en sus siguientes visitas, pero solían utilizar simples trazos de pintura o una X grabada con un cuchillo. Esto era demasiado sofisticado para ellos.

La puerta se abrió con un crujido, y Karou sintió un profundo alivio.

—¿Ha ido todo bien? —preguntó Issa.

Karou introdujo los colmillos en el vestíbulo con gran esfuerzo; tuvo que colocarlos en ángulo para que entraran.

—Claro que sí —se desplomó contra la pared—. Si pudiera, arrastraría colmillos de elefante por París todas las noches, es un verdadero placer.

7

HUELLAS DE MANO NEGRAS

En el transcurso de varios días, aparecieron profundas y negras huellas de mano en puertas de todo el mundo, todas ellas quemadas sobre la madera o el metal. Nairobi, Delhi, San Petersburgo, entre otras ciudades. Se trataba de un verdadero fenómeno. En El Cairo, el propietario de una tetería cubrió con pintura la marca de la puerta trasera de su local y descubrió, horas más tarde, que la huella había traspasado la pintura y aparecía tan negra como cuando la había descubierto.

Varias personas habían presenciado aquellos actos de vandalismo; sin embargo, nadie creía lo que afirmaban haber visto.

—Con la mano desnuda —relató un niño a su madre en Nueva York señalando a través de la ventana—. La colocó allí y empezó a brillar y a echar humo.

La madre suspiró y regresó a la cama. El niño tenía fama de mentiroso, así que mala suerte, porque aquella vez decía la verdad. Había visto a un hombre alto colocar la mano sobre una puerta y grabar su huella a fuego.

—La sombra del hombre estaba mal —añadió mientras su madre se retiraba—, no correspondía con su cuerpo.

Un turista borracho había contemplado una escena similar en Bangkok, aunque esta vez la huella la había dejado una mujer de belleza deslumbrante. Cautivado, decidió seguirla y observó cómo —según afirmaba—
desaparecía volando.

—No tenía alas —relató a sus amigos—, pero su sombra sí.

—Sus ojos eran como el fuego —aseguró un anciano que había contemplado a uno de aquellos extraños seres desde el palomar de su tejado—. Y cuando se marchó volando llovieron chispas.

Lo mismo había sucedido en oscuros patios y callejones de Kuala Lumpur, Estambul, San Francisco y París. Atractivos hombres y mujeres con sombras distorsionadas aparecían y grababan las huellas de sus manos en las puertas, para desvanecerse a continuación en el cielo, dejando tras de sí ráfagas de calor producidas por el movimiento de unas alas invisibles. Aquí y allá caían algunas plumas como penachos de fuego blanco, que se convertían en ceniza tan pronto como tocaban el suelo. En Delhi, una hermana de la Misericordia extendió la mano y recogió una en la palma, como si fuera una gota de lluvia, pero al contrario que una gota de lluvia, quemaba, y dejó grabado en su piel el contorno perfecto de una pluma.

—Un ángel —murmuró disfrutando del dolor.

Y no estaba muy equivocada.

8

GAVRIELS

Cuando Karou entró en la tienda, descubrió que Brimstone no estaba solo. Sentado frente a él había un traficante, un repugnante cazador estadounidense con la barba más espesa y mugrienta que jamás hubiera visto.

Karou se volvió hacia Issa con una mueca de asco.

—Lo sé —afirmó Issa atravesando el umbral con una ondulación de sus músculos de serpiente—. Le he puesto a Avigeth, que está a punto de mudar la piel.

Karou rió.

Avigeth era la serpiente coral que rodeaba el enorme cuello del cazador, formando una gargantilla demasiado hermosa para su gusto. Sus franjas de color negro, amarillo y carmesí parecían un fino esmalte chino, incluso con el brillo apagado que mostraban en aquella época. Pero, a pesar de su belleza, Avigeth era mortal, en especial cuando la desazón de un inminente cambio de piel la ponía de mal humor. En aquellos momentos estaba deslizándose por la inmensa barba del cazador, como un constante aviso del comportamiento que debía adoptar para mantenerse vivo.

—En beneficio de los animales de Estados Unidos —susurró Karou—, ¿no podrías hacer que le picara, sin más?

—Podría, pero a Brimstone no le gustaría. Como bien sabes, Bain es uno de sus traficantes más estimados.

Karou suspiró.

—Lo sé.

Mucho antes de que ella naciera, Bain ya abastecía a Brimstone con dientes de oso —pardo, negro y polar—, lince, zorro, puma, lobo y, en ocasiones, incluso de perro. Su especialidad eran los predadores, muy preciados siempre por aquellos contornos. Y como Karou le había recordado en numerosas ocasiones a Brimstone, muy valiosos también para el planeta. ¿A cuántos hermosos cadáveres equivalía aquel montón de dientes?

Karou observó, consternada, cómo Brimstone tomaba de la caja fuerte dos grandes medallones dorados con su efigie grabada, ambos del tamaño de un platillo. Eran
gavriels
, con valor suficiente para comprar la capacidad de volar y la invisibilidad. Brimstone los deslizó sobre el escritorio, en dirección al cazador. Karou frunció el ceño al ver cómo Bain se los guardaba en el bolsillo y se levantaba de la silla, lentamente para no irritar a Avigeth. Por el ángulo de su desalmado ojo, lanzó una mirada a Karou que ella casi podría jurar que era de regodeo, y luego tuvo el descaro de hacerle un guiño.

Ella apretó los dientes y permaneció callada, mientras Issa acompañaba a Bain a la salida. ¿No había sido esa misma mañana cuando Kaz le había guiñado un ojo desde la tarima de modelo? Vaya día.

La puerta se cerró y, con un gesto, Brimstone indicó a Karou que se acercara. Ella arrastró los colmillos envueltos en lona hasta él y dejó caer el paquete en el suelo de la tienda.

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