Se dejó las botas puestas.
—Todavía no entiendo por qué incendiaste los portales —dijo—. ¿Cómo puede acabar eso con vuestra guerra?
Akiva apretó las manos contra el vaso vacío y respondió:
—Por las puertas llegaba magia. Magia negra.
—¿Desde
aquí
? Aquí no existe la magia.
—Dijo la chica que vuela.
—Bueno, eso es fruto de un deseo, de tu mundo.
—De Brimstone.
Ella asintió con un gesto.
—Así que sabes que es un hechicero.
—Yo…, bueno, claro.
Nunca había pensado en Brimstone como en un hechicero. ¿Hacía algo más que fabricar deseos? ¿Qué era exactamente lo que sabía y cuánto lo que
desconocía
? Su ignorancia era como encontrarse en la más absoluta oscuridad, sin saber si se trata del interior de un armario o de una inmensa noche sin estrellas.
Un caleidoscopio de imágenes se arremolinó en su mente. La chispa de magia cuando entraba en la tienda. Los dientes y las piedras preciosas, las mesas de piedra en la catedral subterránea con aquellos cuerpos encima…, muertos que en realidad no lo estaban, como Karou había descubierto brutalmente. Y recordó a Issa pidiéndole que no complicara más la vida de Brimstone —su vida «sombría», como ella había dicho—. Su «incesante» trabajo. ¿Qué trabajo?
Cogió un cuaderno al azar y pasó rápidamente las hojas, creando una especie de animación vacilante con los dibujos de sus quimeras.
—¿Cuál era esa magia? —le preguntó a Akiva—. La magia negra.
Él no respondió y ella imaginó que, al levantar los ojos, lo encontraría de nuevo dormido, pero estaba contemplando las imágenes del cuaderno. Karou lo cerró de golpe y él clavó su mirada en ella. Otra vez aquella intensa expresión
inquisitiva.
—¿Qué ocurre? —preguntó ella, desconcertada.
—Karou —respondió Akiva—.
Esperanza.
Ella alzó las cejas, como diciendo «¿Y qué?».
—¿Por qué te puso ese nombre?
Ella se encogió de hombros. Empezaba a resultar cansino no saber nada.
—¿Por qué tus padres te llamaron Akiva?
Al mencionar a sus padres, el rostro de Akiva se endureció y la intensidad de su mirada dejó paso de nuevo a la fatiga.
—Ellos no me lo pusieron —respondió—. Un mayordomo lo eligió de una lista. Otro Akiva había muerto y el nombre había quedado libre.
—Vaya —Karou no supo cómo reaccionar. En comparación, su extraña infancia parecía acogedora y familiar.
—Fui criado para ser un soldado —continuó Akiva con voz hueca. Volvió a cerrar los ojos, esta vez con fuerza, como atenazado por un dolor intenso. Permaneció mucho tiempo en silencio, y cuando habló de nuevo contó mucho más de lo que Karou esperaba—. Me separaron de mi madre cuando tenía cinco años. No recuerdo su rostro, solo que no hizo nada cuando vinieron a por mí. Es mi recuerdo más antiguo. Era tan pequeño que solo podía ver las piernas de aquellos imponentes soldados que me rodeaban. Eran los guardias de palacio y llevaban espinilleras plateadas, así que pude verme reflejado en ellas, en todas ellas, mi propio rostro aterrorizado una y otra vez. Me llevaron al campo de instrucción, donde era uno más en una legión de niños aterrorizados —tragó saliva—. Donde castigaban nuestro miedo y nos enseñaban a ocultarlo. Y en eso se convirtió mi vida, en reprimir el terror hasta no sentirlo más, hasta no sentir nada.
Karou no pudo evitar imaginarlo de niño, asustado y abandonado. La ternura afloró en forma de lágrimas.
Con una voz cada vez más apagada, Akiva continuó.
—Soy producto de la guerra, una guerra que comenzó hace mil años con la masacre de mi pueblo. Niños, mayores, nadie se salvó. En Astrae, la capital del Imperio, las quimeras se sublevaron para asesinar a los serafines. Somos enemigos porque las quimeras son monstruos. Mi vida está manchada de sangre porque mi mundo está repleto de bestias.
»Y luego vine aquí, y los humanos… —su voz adquirió un tono soñador—. Los humanos paseaban libremente, sin armas, se reunían al aire libre, se sentaban en las plazas, reían, envejecían. Y vi a una muchacha…, una muchacha con los ojos negros, el pelo del color de una gema y… tristeza. Su rostro estaba profundamente triste, pero aun así podía iluminarse en un segundo, y cuando vi su alegría me pregunté qué se sentiría al
hacerla
reír. Pensé… pensé que sería como descubrir la sonrisa. Ella pertenecía al bando enemigo, y aunque lo único que deseaba era mirarla, reaccioné como me habían enseñado y… le hice daño. Y cuando volví a mi hogar, no pude dejar de pensar en ti, y estaba muy agradecido de que te hubieras defendido. De que no me permitieras matarte.
Tú
. El cambio de pronombre no le pasó desapercibido a Karou, que seguía sentada, sin pestañear y casi sin respirar.
—Regresé para buscarte —dijo Akiva—. No sé por qué. Karou. Karou. No sé por qué —su voz era tan débil que apenas podía oírlo—. Solo para encontrarte y permanecer en el mundo en el que tú te encuentras…
Karou esperó, pero Akiva no dijo nada más, y entonces… algo surgió a su alrededor.
Un resplandor, como un aura al principio, que adquiría intensidad hasta convertirse en
unas alas
—abiertas, extendiéndose desde sus omóplatos por encima del sillón y deslizándose sobre la alfombra en arabescos de fuego—. El hechizo que las ocultaba se había roto y Karou estuvo a punto de lanzar un grito al verlas, pero la llama no se extendió. Ardía sin humo, como contenida en sí misma. Los sutiles movimientos de las plumas de fuego resultaban hipnóticos, y Karou respiró de nuevo, profundamente, y las contempló durante minutos, mientras el rostro de Akiva se relajaba hasta adquirir una expresión tranquila. Esta vez estaba de veras dormido.
Karou se levantó y tomó el vaso de sus manos. Apagó la luz. Las alas aportaban suficiente claridad, incluso para dibujar. Sacó su cuaderno de bocetos y un lápiz y retrató a Akiva, dormido y rodeado por sus alas, y luego, de memoria, con los ojos abiertos. Trató de recrear su forma exacta; utilizó carboncillo para la espesa capa de kohl que los rodeaba y les aportaba ese aspecto tan exótico, y no se resistió a dejar sus fieros iris sin colorear. Alcanzó una caja de acuarelas y los pintó. Dibujó y pintó durante largo rato, y él permaneció inmóvil, excepto por la suave oscilación de su pecho al respirar y el brillo trémulo de sus alas, que inundaban la habitación con un resplandor de fuego.
Karou no tenía intención de dormir, pero en cierto momento a partir de medianoche se reclinó, todavía medio sepultada por los cuadernos, para «descansar los ojos» un rato. Se quedó dormida, y cuando despertó justo antes del amanecer —algo la despertó, un sonido rápido y brillante—, la habitación que la rodeaba le pareció, por un instante, totalmente desconocida. Solo reconoció las alas en la pared, por encima de ella, y se sintió invadida por una sensación placentera. Luego todo se desvaneció suavemente, como ocurre en los sueños. Estaba en su piso, por supuesto, en su cama, y el ruido que la había despertado era Akiva.
Estaba de pie junto a ella, y sus ojos parecían de lava fundida. Los tenía muy abiertos, con los iris anaranjados rodeados de blanco, y en cada mano sujetaba uno de los cuchillos de luna creciente de Karou.
TRANQUILIZADOR
Karou se incorporó con tal brusquedad que los cuadernos de dibujo cayeron rodando de la cama. Aún tenía el lápiz en la mano, y un pensamiento asaltó su mente: el ángel siempre la pillaba con un arma ridícula. Pero al tiempo que apretaba el puño sobre él, dispuesta a clavarlo, Akiva empezó a retroceder y bajó los cuchillos.
Los devolvió al lugar en el que los había encontrado, donde ella los había dejado, en su caja, sobre las mesas nido. Al despertar, habrían estado casi al alcance de su mano.
—Lo siento —se disculpó—. No pretendía asustarte.
Justo entonces, iluminado únicamente por el resplandor de sus alas, su imagen apareció…
tranquilizadora
. Él resultaba
tranquilizador
. No tenía ningún sentido, pero aquella sensación fluyó por el cuerpo de Karou, se presentó tan agradable como un espacio soleado sobre un suelo brillante, y como un gato, ella solo deseaba hacerse un ovillo en él.
Trató de simular que había estado a punto de apuñalarlo con un lápiz.
—Bueno —dijo estirándose y dejándolo caer de la mano con indiferencia—. No conozco tus costumbres, pero aquí, si no quieres asustar a alguien, no te paseas junto a su cuerpo dormido con
cuchillos
en las manos.
¿Era aquello una sonrisa? No. Un ligero temblor en la comisura de sus severos labios; no contaba.
Karou vio el cuaderno de bocetos abierto delante de ella, la prueba de su sesión nocturna de dibujo justo delante de los ojos de Akiva. Lo cerró rápidamente, aunque él, por supuesto, lo había estado hojeando mientras ella todavía dormía.
¿Cómo podía haberse quedado dormida con aquel extraño en su piso? ¿Por qué había
llevado
a aquel extraño a su piso?
No parecía un extraño.
—Son poco corrientes —comentó Akiva señalando la caja de cuchillos.
—Acabo de comprarlos. Son bonitos, ¿verdad?
—Una preciosidad —afirmó él, y tal vez se refiriera a los cuchillos, pero la estaba mirando directamente a ella.
Karou se sonrojó, de repente consciente de su aspecto —¿pelo revuelto, boceras matinales?—, y luego se enfureció. ¿Qué importaba el aspecto que tuviera? ¿Qué estaba sucediendo exactamente? Se desperezó y saltó de la cama, buscando un espacio en la diminuta habitación fuera de la radiante aura del ángel. Era imposible.
—Vuelvo en un momento —dijo, y se dirigió al vestíbulo y luego al minúsculo baño.
Al alejarse de él, la invadió el profundo temor a regresar y descubrir que se había marchado. Se sentó en el inodoro, preguntándose si los serafines estarían por encima de aquellas necesidades mundanas —aunque, a juzgar por el mentón de Akiva, también necesitaban afeitarse—, se lavó la cara y se cepilló los dientes. Empezó a peinarse el pelo y, a cada pasada, crecía la ansiedad de que al volver a la habitación la encontrara vacía, con la puerta del balcón abierta y todo el cielo sobre ella, sin ninguna pista de hacia dónde se había marchado.
Pero Akiva seguía allí. Sus alas eran de nuevo invisibles y las espadas estaban otra vez colocadas a su espalda, inofensivas en sus decorativas fundas de cuero.
—Oye —dijo Karou—. El baño está allí, por si…, ya sabes…
Él asintió, pasó junto a ella y, torpemente, trató de acomodar sus alas invisibles en el diminuto espacio y cerrar la puerta.
Karou se cambió apresuradamente de ropa, y luego se acercó a la ventana. Todavía era de noche. El reloj marcó las cinco. Estaba hambrienta, pero sabía que, al igual que la mañana anterior, no quedaba nada ni remotamente comestible en la cocina.
Cuando Akiva regresó, ella le preguntó:
—¿Quieres comer algo?
—Me muero de hambre.
—Entonces, vámonos.
Cogió el abrigo y las llaves y puso rumbo hacia la puerta, pero luego se detuvo y cambió de dirección. Salió al balcón, se encaramó a la barandilla, miró a Akiva por encima del hombro y saltó, sin más.
Seis pisos más abajo, tocó el suelo con suavidad, sin poder ocultar una sonrisa. Akiva estaba junto a ella, con el rostro tan serio como siempre. Le resultaba casi imposible imaginarlo sonriendo; era tan sombrío…, aunque ¿no había algo en la manera en que la observaba? Ahí, en esa mirada de soslayo: ¿un atisbo de asombro? Karou recordó lo que Akiva le había contado por la noche, y, al descubrir un ligero sentimiento que apartaba la triste gravedad de su rostro, notó un vuelco en el corazón. ¿Cómo habría sido su vida, al ser entregado tan joven a la guerra?
La guerra
. Para ella resultaba algo abstracto. Era incapaz de contextualizar aquella realidad, ni siquiera sus límites, pero la expresión que había visto en Akiva —sus ojos inexpresivos— y la forma en que ahora la miraba le hicieron sentir que estaba regresando de entre los muertos
gracias a ella
, y aquello le pareció muy hermoso, e íntimo. Cuando sus ojos volvieron a encontrarse, ella tuvo que apartar la mirada.
Lo llevó a la panadería de la esquina. Todavía no estaba abierta, pero el panadero les vendió barras calientes a través de la ventana —con miel y lavanda, recién salidas del horno y aún humeantes en sus arrugadas bolsas de papel marrón—. Luego Karou hizo lo que haría cualquiera que pudiera volar y estuviera en las calles de Praga, al amanecer, con barras de pan caliente para desayunar.
Se elevó, indicando con un gesto a Akiva que la siguiera, y surcó el cielo por encima del río para encaramarse a la fría cúpula del campanario de la catedral y contemplar el amanecer.
* * *
Akiva la seguía de cerca, mirando su pelo al viento, sus largos mechones húmedos por el rocío del amanecer. Karou se había equivocado al suponer que verla volar no le había sorprendido. Simplemente había aprendido a contener sus sentimientos, sus reacciones, durante demasiados años. O pensaba que lo había hecho. Junto a aquella muchacha, nada parecía seguro.
Había destreza en la manera en que se deslizaba por el aire. Era mágico: sin alas invisibles, simplemente el deseo de volar hecho realidad. Un deseo, supuso, suministrado por el propio Brimstone. Brimstone. El recuerdo del hechicero surgió como una mancha de tinta, un pensamiento oscuro frente a la luminosidad de Karou.
¿Cómo algo tan hermoso como el grácil vuelo de Karou podía haber surgido de la diabólica magia de Brimstone?
Tomaron altura, sobrevolaron el río y se desviaron en dirección al castillo, donde descendieron en círculos hacia la catedral, ubicada en su centro. Era un gigantesco edificio gótico, labrado y erosionado como un acantilado batido por años de tormentas. Karou aterrizó sobre la cúpula del campanario, aunque no resultaba un lugar muy cómodo. El viento era frío y soplaba con fuerza, y Karou tuvo que recogerse el pelo con las manos para alejarlo de su cara. Sacó un lápiz —¿el mismo que había blandido contra él?— y sujetó con él su cabellera; un accesorio multiusos. Del recogido escapaban mechones azules que bailaban sobre su frente, volaban ante sus ojos y quedaban atrapados en sus labios, que sonreían con alegría infantil.
—Estamos en la catedral —le dijo a Akiva.
Él asintió con la cabeza.
—No.
Estamos en la catedral
—repitió Karou, y él pensó que tal vez no hubiera captado algo, alguna sutileza perdida en las palabras, pero luego se dio cuenta: Karou estaba simplemente sorprendida. Sorprendida de hallarse encima de la catedral, en lo alto de la colina que se cernía sobre Praga, con toda la ciudad a sus pies.