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Authors: Augusto Roa Bastos

Tags: #narrativa,novela,paraguay

Hijo de hombre (35 page)

BOOK: Hijo de hombre
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3

Las mujeres empezaron a parlotear todas juntas en el corro formado en torno a la vieja de la cofradía, que al fin consiguió imponer su habilidad de oracionera y llevar la voz cantante.

—¡No sabe nada por lo visto! Ni siquiera su cara se cambió al ver a Cuchuí… ¡A su propio hijo!

—¡Y ha de ser así no más, hermana Micaela —apoyó una—. No preguntó por Juana Rosa. No ha de saber nada todavía…

—Y si no preguntó por Juana Rosa —le cortó otra—, es porque sabe. ¡Cuándo se sabe no se pregunta!

—Eso también es verdad —dijo la que había apoyado a la vieja de la Orden.

—Puede saber o no saber… —tornó a decir ésta, gesticulando, con una intermitente contracción en un pómulo—. Si sabe todo, se hace el desentendido. Por vergüenza… Pero no. Para mí, que no sabe nada todavía. ¿Le vieron la cara? ¡Una cara muerta! El cristiano no puede esconder la desgracia cuando le come por dentro.

—A lo mejor vuelve Juana Rosa…

—¿Para qué? —cortó la vieja—. ¡Ya la habrá llevado el diablo! Era de sangre demasiado caliente. Tenía que acabar así.

—¿Y el taperé de su rancho, su chacra destruida?

—Eso tiene arreglo —terció la otra—. Jocó es guapo y trabajador.

—¿Y Cuchuí?

—Estuvo solo todo el tiempo. Ahora por los menos está el padre. Irán los dos a la chacra. Se juntará con otra…

—¿Pero no ven cómo viene? —preguntó la vieja—. ¿Cómo va a poder hacer nada?

—Así llegan todos de allá. Eso es al principio. Después se les va pasando y vuelven a ser como antes.

—O se mueren, como Lorenzo Ovelar, que llegó de hético solamente para traer su osamenta al pueblo. No quise quedarme allá…, se acuerdan que dijo.

—¡Pobre Crisanto Villalba! ¡Para él es peor!

—¡Menos mal que los hermanos Goiburú le arreglaron las cuentas a Melitón Isasi! O de no… —dijo una mirando intencionalmente a la vieja—. Crisanto se hubiera querido cobrar lo que el otro le hizo…

El oscuro hálito de pavor respiraba otra vez en la murmuración de las mujeres. Se esponjaban gárrulas como cotorras. El miedo, un presagio, volvía a posarse en sus palabras. Estaba vivo el recuerdo del trágico final. El regreso de Crisanto Villalba removía el agua estancada. Lo miraban avanzar, alejarse, entre los otros, hacia el boliche. A contraluz del recién llegado veían de nuevo los hechos desde el comienzo, aunque de una manera diferente, más expectante pero al mismo tiempo más tranquila, porque el lugar en blanco que era en la historia la ausencia del marido, se llenaba al fin no con una nueva, rabiosa irrupción de venganza, sino con la apariencia de ese hombre, indiferente, lejano.

No estaban, sin embargo, de acuerdo en los detalles. La imagen de Juana Rosa seguía descomponiéndose en sus recuerdos. Tanto, que física y moralmente se había desdibujado. Habría una Juana Rosa distinta, diferente, para cada uno de los habitantes de Itapé. Y aun estas imágenes cambiaban quizás en el recuerdo de cada uno.

Esto fue lo que más me llamó la atención cuando a mi regreso a Itapé, después de tanto tiempo, casi como un extraño, comencé la tardía investigación de los hechos, no para ayudar a la justicia —que ya se había cumplido al margen de las leyes— sino para llegar hasta el fondo de una iniquidad que nos culpaba a todos.

4

Cuando Melitón Isasi, el jefe político «emboscado» en Itapé, durante la guerra, trajo de Cabeza de Agua a la mujer de Crisanto Villalba, ella se quedó a vivir en la jefatura.

Aquí comenzaron los desacuerdos.

El amancebamiento de Juana Rosa, a la vista y paciencia del pueblo, se convirtió en un enigma irritante para las viejas. Especialmente para la celadora de la Orden Terciaria, que era el gendarme oficioso de la vida y milagros de los itapeños y el correveidile de los rumores y noticias. Empezó a comadrear en el mercado, en el atrio, en la vecindad, que Juana Rosa se había enamorado del jefe. De otro modo —lo sostuvo incluso ante mí— no hubiera podido aguantarlo, no hubiera podido aguantar las penalidades, las humillaciones a que la sometió. Llegó a la conclusión de que los ojos rasgados y negros de Juana Rosa —ojos de
kuña-sarakí

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decía la vieja— se le habían puesto complacientes y malandros.

Sobre esto también habían discusiones. Nadie recordaba cómo era exactamente Juana Rosa. Tampoco yo, que le había visto de chica. Sólo que tenía una belleza sufrida que cambiaba a la mañana y a la tarde. Mis informantes recurrían para dibujarla a nombres de plantas, de animales malignos o hermosos y el guaraní les prestaba refranes, apodos, guturales trocitos de realidad luminosa o malvada para describírmela, para evocar esa imagen que se les escapaba de los ojos, de las manos, de la memoria. Contra ella estaba el hecho de ser hija de María Rosa, la loca de Carovení que aún porfiaba en su manso delirio que Juana Rosa era hija del tallador del Cristo, cuando resultaba evidente que eso no podía ser cierto.

No faltaba sin embargo quien saliera a disculpar tímidamente a Juana Rosa, apuntando la posibilidad de que el jefe político la hubiese podido tener secuestrada, como a las otras. La habían visto llegar con su hijo, seguida por un agente armado.

—La mandó traer presa… —contó la india Conché Avahay, en un careo con la hermana Micaela—. Porque estaba sola y no tenía amparo…

—¡Ella vino por su voluntad! —cortó la vieja, que no la dejó hablar en todo el tiempo—. ¡Yo la vi…, yo la vi!…

Claro, contra este ser de la celadora de la cofradía, las supocisiones benévolas se esfumaban. A mí también logró convencerme.

Me habló del hijo.

—Cuchuí tenía entonces tres años. Rodaba entre la ceniza de la cocina mientras la madre preparaba el rancho de los agentes. O se escondía entre los mosquetones del armerillo. Los agentes se divertían con él como con un animalito. Juana Rosa lo tenía abandonado.

—¿Pero no dijo usted que lo trajo consigo?

—Sí, pero lo tenía abandonado en la jefatura. Cuando lloraba mucho, el propio Melitón lo metía a patadas en el calabozo donde enceraban a los infractores. Lo mismo hacía cuando después de almorzar cruzaba la calle para ir a dormir en el despacho y mandaba llamar a Juana Rosa. Ella no se hacía esperar. Venía mansita, con el gusto pintado en el semblante, en el movimiento de su cuerpo que se moldeaba para el gusto de él bajo el rotoso vestido que ya dejaba ver casi todo. Se ataba a la cintura un piolín o un pedazo verde de ysypó…

Después diría que el bejuco estaba empayenado.

—Se encerraban un buen rato en el despacho donde don Melitón había mandado poner un catre de trama de lonja para dormir las siestas al fresco. Entonces el lloro de la criatura llegaba hasta ellos como el de un gatito caído entre los culantrillos de un pozo. ¡Cuchuí…, Cuchuí…, Cuchuí-guy-guy!…, le gritaban los soldados, golpeándole las tablas. Y la criatura a veces se callaba.

La hermana Micaela hablaba después de los pujidos torunos del jefe, que se escuchaban desde la calle.

—¿Cómo sabe todo esto?

La vieja se encrespaba.

—¿Y cómo no voy a saber? Yo miraba desde allí enfrente. Atendía a Ña Brígida, la esposa de don Melitón. Aquí en este cuarto se encerraba él con Juana Rosa para hacer sus cosas.

Yo echaba una mirada de reojo por el despacho de tapias de adobe y madera. Una vieja y descolorida bandera, cubierta de telaraña y un resquebrajado mapa de la República, era todo lo que restaba del tiempo de Melitón Isasi.

—Después la veía salir a Juana Rosa… —proseguía el rumor de la celadora—. Sacaba el chico del calabozo y lo llevaba con ella, haciéndole mimos como arrepentida y besuqueándole la carita empastada de tierras, mocos y lágrimas. El otro se quedaba durmiendo hasta la tardecita…

5

Juana Rosa no fue la única barragana de Melitón Isasi.

A veces había dos o tres muchachas en la cocina de la cuadra. Se miraban y callaban. Durante el día se ayudaban en los quehaceres y a distintas horas de la noche ayudaban al jefe a desfogar la rijosa, la casi legendaria potencia de su lujuria, que no se iba a apaciguar del todo sino con su emasculación y con su muerte en las vengadoras manos de sus exterminadores.

En realidad, Juana Rosa fue la que menos le duró. Al final la vieron cambiar de vestido, emperejilarse un poco y hasta ceñirse a la cintura un cinto de charol, en lugar del piolín o del bejuco ya inútil. Se cansó pronto de Juana Rosa. Tal vez por el chico. No era un misterio que Melitón odiaba al hijo de Crisanto. Vería en Cuchuí la imagen en pequeño del combatiente cuya mujer él había robado al comienzo mismo de la movilización, como quien arranca al pasar una espiga de maíz.

Entretanto, engatusó a la Felicita Goiburú, la hermana menor de la Esperancita, que ya hacía tiempo que se había perdido. A ella no la pescó en la oscuridad, a lo largo de una de sus rondas nocturnas, sino en pleno día, a la salida de la escuela. Ni siquiera tuvo que esperar mucho tiempo. Ganó a la Felicita con dos o tres zonceras, con las rosas del patio de la jefatura, que la chiquilina solía cortar de paso para llevarlas a la maestra.

Cuando una tarde la vieron entrar en el despacho y la puerta se cerró tras ella, las comadres se hicieron cruces y chismorrearon más que de costumbre. Adivinaban lo que iba a suceder si volvían vivos del Chaco, como volvieron, los mellizos Goiburú, que adoraban a Felicita, y resolvían hacerse justicia por su propia mano, como lo hicieron.

Adivinaron también que la suerte de Juana Rosa, como concubina de Melitón Isasi, llegaba a su fin. Poco después, en efecto, la echó de la jefatura. Y Juana Rosa desapareció. Pero quedó su presencia en el pueblo, repartida en las distintas y encontradas imágenes.

Sólo mucho más tarde, la india Conché Avahay vino a contarme, ella sola, de modo que la celadora no pudiese ya interrumpirla ni desmentirla como en los anteriores careos, que Juana Rosa le había dicho que se iba al Chaco a buscar a Crisanto para reunirse y morir con él. La india también me confirmó que Melitón Isasi la trajo a la fuerza a la jefatura y que la retuvo allí, hasta que se cansó de ella, con la amenaza de matar al hijo. Ya la noche en que la forzó en su rancho de Cabeza de Agua, había hecho lo mismo. Juana Rosa —me dijo la india— se le quiso resistir. Luchó contra él como una leona. Pero entonces el jefe sacó el cuchillo y lo puso contra la garganta de la criatura y Juana Rosa se rindió.

—Yo pude hablar con ella en la jefatura —me dijo Conché Avahay—. De mí no desconfiaba nadie…

Contó a los demás el secreto, la causa de la extraña sumisión de Juana Rosa. Pero muy pocos dieron fe a las palabras de la india, cuyas encías desdentadas seguían mascando esa amarga verdad. Conché Avahay no pisaba la iglesia y jamás subió al cerrito de Tupá-Rape. Por eso tal vez no la querían creer.

6

A su regreso del Chaco, los mellizos Goiburú ajusticiaron a Melitón Isasi, de la terrible manera cuyo remate todo el pueblo descubrió consternado al día siguiente, en un escarmiento de impar ferocidad, condigno de la culpa, pero cuyo sentido sobrepasa la simple enormidad del dolor o del odio. Ejecutaron al jefe político, saldando a un tiempo su venganza con el corruptor de su hermana y también la vieja deuda de descreimiento y encono que tenían con el Cristo. Por eso los itapeños tardaron en entender la acción de los Goiburú. Tardaron en comprender por qué, arrancando al Cristo de la cruz, ataron a ella en su lugar, con varias vueltas de lazo, al jefe político ya emasculado y muerto, como si en un cuarto de siglo de estar colgado allí, al aire libre, al amor de los vientos, de los pájaros, del sol y de las lluvias, y no en la penumbra rancia a incienso aromático de la iglesia, también el Cristo de Gaspar Mora hubiera amanecido de repente vestido de jefe político, campera, botas, pistolera y esa cara fofa de ojos inyectados en sangre, sobre la cual las sombras de lo yrybúes ya empezaban a revolar.

El cura vino a rebato. Durante varios días consecutivos mandó lavar el sitio profanado por el crimen, exorcizándolo y rociándolo con agua bendita. El cristo fue repuesto en la cruz en medio de lloriqueantes ceremonias de desagravio, que hicieron a destiempo una réplica grotesca de la Semana Santa. El Paí Pedroza hizo venir en carretas a más de un centenar de plañideras de Borja, de modo que no se entendía bien si era en realidad una ceremonia de desagravio por la profanación del Cristo leproso o el velorio y responso del jefe político asesinado, cuando éste ya tenía encima una braza de tierra en el cementerio.

El Paí pidió después voluntarias para establecer una guardia permanente en el Calvario. La única que se animó a estar allá arriba día y noche para cuidar al Cristo, fue María Rosa. Se ofreció ella misma con una conmovida luz en los ojos vacíos, como si durante un cuarto de siglo hubiera estado esperando ese instante.

7

Ahora Melitón Isai estaba muerto. Pero la agraciada Felicita Goiburú también estaba muerta y nadie sabía el lugar de su sepultura. Muerta y vengada por sus hermanos, que pagaban en la cárcel de Asunción un acto de justicia, después de haber guerreado durante tres años en el lejano desierto, pasando así de golpe de su condición de héroes a la de asesinos.

Vengada Juana Rosa Villalba. Vengadas a medias las otras víctimas, aun las que no lo eran de Melitón Isasi, pero para quienes la venganza no significaba con mucho una reparación.

Cuchuí quedó con la abuela demente, en la loma de Carovení, hasta que ella se convirtió en la guardiana del Cristo. Entonces el chico tuvo por casa todo el pueblo. Iba de un lado a otro, moviéndose amodorrado, como el pájaro cuyo nombre llevaba, en esa libertad que se le ofrecía como la luz y como el aire. Ya para entonces le habían comenzado a brotar las manchitas del albarazo. Tal vez el blanco rescoldo del mal de Gaspar Mora, o quizás solamente los grumos de ceniza de la jefatura que se la habían pegado cuando gateaba sobre ella, entre una patada y otra, huérfano ya a medias, personificando a los demás mostrencos, sin ser él mismo un bastardo de los que había regado en el pueblo la salacidad del jefe político.

Hasta el día en que regresó su padre. Cuchuí anduvo suelto por las calles del pueblo, germinando en ese tiempo que había recibido sin pedir, yerbajo de hombre larvado en una criatura soñolienta, no despierta del todo acaso para no ver el sueño atroz que era la vida. Eso sería lo que las alojeras y chiperas de la estación comprendían oscuramente, porque nunca le faltaba a Cuchuí la punta de algún chipá, alguna butifarra enmohecida o un vaso de refresco. Algo de piedad sentirían, pero también un poco de miedo, de culpa, de vergüenza, como lo sentía yo al verlo. Lo hacía llamar a la jefatura y le mandaba que se sentara en el sillón del despacho. El chico se resistía atemorizado, sin comprender el sentido cobarde y vergonzante de mi gesto. Hacía traer leche, galletas y bananas y me quedaba viéndolo atragantarse con los alimentos. Pero lo que más le gustaba era mi revólver. Yo le dejaba que se entretuviera un rato con él sobre la mesa. Hasta le enseñé el manejo. Con el tambor descargado aprendió a hacer puntería y a martillar el gatillo, teniéndome como blanco de espaldas contra la pared.

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