Hijos de la mente (6 page)

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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: Hijos de la mente
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—Pero aquí podemos ser, no la mente, sino los hijos de la mente. Podemos ser las manos y los pies, los labios y la lengua. Podemos realizar y no decidir. —Se agachó, se arrodilló, se sentó en el suelo, entre las jóvenes plantas. Se llevó las manos sucias a la cara y se frotó la frente con ellas, sabiendo que sólo estaba cubriendo de tierra su suciedad.

—Oh, casi me lo he creído, Andrew, ¡eres tan convincente! —dijo Novinha—. ¿Qué, has decidido dejar de ser el héroe de tu propia saga? ¿O es sólo un truco? ¿Ser servidor de todos, para poder ser el más grande entre nosotros?

—Sabes que nunca he pretendido la grandeza, ni la he conseguido, tampoco.

—Oh, Andrew, narras tan bien las historias que te crees tus propias fábulas.

Ender la miró.

—Por favor, Novinha, dejarne vivir aquí contigo. Eres mi esposa. Mi vida no tiene sentido si te he perdido.

—Aquí vivimos como marido y mujer, pero no… sabes que no…

—Sé que los Filhos prohiben las relaciones sexuales —dijo Ender—. Soy tu marido. Mientras no practique el sexo con nadie, bien puede ser contigo con quien no lo practique. —Sonrió amargamente.

La sonrisa de ella fue sólo triste y compasiva.

—Novinha, ya no me interesa mi propia vida. ¿Comprendes? La única vida que me importa en este mundo es la tuya. Si. te pierdo, ¿qué me retendrá aquí?

No estaba completamente seguro de lo que quería decir. Las palabras habían acudido libremente a sus labios. Pero supo, mientras las pronunciaba, que no eran fruto de la autocompasión, sino más bien una sincera admisión de la verdad. No era que pensara en el suicidio, o el exilio o cualquier otra solución melodramática. Se sentía desvanecerse. Perdía su asidero. Lusitania le parecía cada vez menos real. Valentine seguía allí, su querida hermana y amiga, y era como una roca; su vida era bien real, pero no para él, porque no le necesitaba. Plikt, su discípula no deseada, podía necesitar a Ender, pero no su realidad, sólo la idea que tenía de él. ¿Y quién más había? Los hijos de Novinha y Libo, los hijos que había criado como propios y amado como tales. No los amaba menos ahora, pero eran adultos y no le necesitaban. Jane, que una vez había estado a punto de ser destruida por no haberle prestado atención durante una hora, ya no le necesitaba tampoco, pues estaba en la joya de la oreja de Miro, y en otra joya en la oreja de Peter…

Peter. La joven Valentine. ¿De dónde habían venido? Habían robado su alma y se la habían llevado consigo cuando se marcharon. Ejecutaban las acciones que él mismo habría realizado en otra época. Y mientras esperaba aquí, en Lusitania, y… se desvanecía. Eso era lo que había querido decir. Si perdía a Novinha, ¿qué le ataría a este cuerpo que había llevado por el universo a lo largo de todos aquellos milenios?

—No es decisión mía —dijo Novinha.

—Es decisión tuya —contestó Ender— que me quieras contigo, como uno de Os Filhos da Mente de Cristo. Si lo haces, entonces creo que podré superar todos los demás obstáculos.

Ella se rió de un modo desagradable.

—¿Obstáculos? Los hombres como tú no encuentran obstáculos. Sólo pasaderas.

—¿Los hombres como yo?

—Sí, los hombres como tú —dijo Novinha—. Sólo porque nunca haya conocido a otro igual, sólo porque no importa cuánto amara a Libo, nunca estuvo para mí tan vivo como tú lo estás cada minuto… Sólo porque me encontré amándote como mujer adulta por primera vez cuando te conocí… Sólo porque te he echado más de menos de lo que echo de menos a mis propios hijos, incluso a mis padres, incluso a los seres queridos perdidos de mi vida… Sólo porque no pueda soñar en nadie más que en ti, eso no significa que no haya alguien más como tú en otra parte. El universo es un lugar grande. No puedes ser tan especial, ¿no?

Él pasó la mano entre las hojas de patata y la apoyó amablemente sobre su muslo.

—¿Me amas todavía, entonces? —preguntó.

—Oh, ¿para eso has venido? ¿Para averiguar si te amo?

Él asintió.

—En parte.

—Sí —dijo ella.

—¿Entonces puedo quedarme?

Ella se echó a llorar. Con fuerza. Se derrumbó en el suelo; él se echó sobre las plantas para abrazarla, para sostenerla, ajeno a las hojas que aplastaban. Al cabo de un rato, ella dejó de llorar y se volvió y lo abrazó con tanta fuerza como él la había abrazado.

—Oh, Andrew —susurró, con la voz rota y jadeante después de haber llorado—. ¿Me ama Dios lo suficiente para traerte a mí de nuevo, cuando te necesito tanto?

—Hasta que me muera —dijo Ender.

—Me conozco esa parte —dijo ella—. Pero le rezo a Dios para que me deje morir a mí primero esta vez.

3. SOMOS DEMASIADOS

«Dejadme que os cuente la historia más hermosa que conozco.

A un hombre le regalaron un perro, al que quería mucho. El perro iba con él a todas partes, pero el hombre no pudo enseñarle a hacer nada útil. El perro no recogía cosas ni rastreaba, no corría, ni protegía, ni montaba guardia. Se sentaba a su lado y le miraba, siempre con la misma expresión inescrutable.

"Eso no es un perro, es un lobo", dijo la esposa del hombre. "Sólo me es fiel a mí", respondió él, y su esposa nunca volvió a discutir con él.

Un día el hombre se llevó al perro con él en su avión privado y mientras volaban sobre cumbres nevadas los motores fallaron

y el avión se hizo pedazos entre los árboles. El hombre yacía sangrante

con el vientre abierto por esquirlas de metal;

el vapor brotaba de su cuerpo en el aire frío,

pero en lo único que podía pensar era en su perro fiel. ¿Estaba vivo? ¿Estaba herido?

Imaginad su alivio cuando el perro apareció chapoteando y lo observó con la mirada fija de siempre. Al cabo de una hora, el perro olisqueó el abdomen abierto

del hombre

y luego empezó a sacarle los intestinos y el bazo y el hígado y a comérselos

sin dejar de estudiar la cara del hombre. "Gracias a Dios", dijo el hombre,

"Al menos uno de nosotros no morirá de hambre."»

de los susurros divinos de Han Qing-Jao

De todas las naves más veloces que la luz que corrían al Exterior y volvían al Interior siguiendo órdenes de Jade, sólo la de Miro se parecía a una nave espacial normal, por el buen motivo de que no era sino la lanzadera que antaño llevaba pasajeros y carga entre las grandes astronaves que orbitaban Lusitania. Ahora que las nuevas naves podían ir instantáneamente de la superficie de un planeta a la de otro, no había necesidad de sistemas de apoyo vital ni de combustible, y como Jane tenía que albergar toda la estructura de cada aparato en su memoria, las más simples eran las mejores. De hecho, apenas podían ser consideradas vehículos. Ahora eran simples cabinas, sin ventanas, casi sin muebles, peladas como un aula de otros tiempos. La gente de Lusitania se refería ahora al viaje espacial como encaixarse, que quería decir en portugués «meterse en la caja» o, más literalmente, «encajarse».

Miro, sin embargo, estaba explorando, buscando nuevos planetas capaces de albergar las tres especies de vida inteligente: humanos, pequeninos y reinas colmena. Para esto necesitaba una nave más tradicional, pues aunque iba de planeta en planeta siguiendo el desvío instantáneo de Jane a través del Exterior, no siempre llegaba a un mundo cuyo aire fuera respirable. En realidad, Jane siempre lo situaba en órbita sobre cada nuevo planeta, para que pudiera observar, medir, analizar, y sólo aterrizara en los más prometedores para tomar la decisión final de que el mundo era utilizable.

No viajaba solo. Habría sido demasiado trabajo para una sola persona, y necesitaba que todo cuanto hacía fuera comprobado doblemente. De todos los trabajos de Lusitania, éste era el más peligroso, pues nunca sabía al abrir la puerta de su nave si habría alguna amenaza imprevisible en el nuevo mundo. Miro había considerado durante mucho tiempo que su vida podía ser sacrificada; en los largos años pasados atrapado en un cuerpo lisiado había anhelado la muerte.

Luego, desde que su primer viaje al Exterior le permitió recrear su cuerpo con la perfección de la juventud, consideraba todo momento, toda hora, todo día de su vida como un regalo no merecido. No la desperdiciaría, pero no dejaría de ponerla en peligro por el bien de los demás. ¿Pero quién más podría compartir su tranquila despreocupación?

Parecía que la joven Valentine estaba hecha para mandar, en todos los sentidos. Miro la había visto cobrar existencia al mismo tiempo que su propio cuerpo nuevo. Ella no tenía pasado, ni parientes, ni enlace alguno con ningún mundo excepto a través de Ender, cuya mente la había creado, y de Peter, su igual. Oh, y quizá pudiera considerarse relacionada con la Valentine original, «la Valentine real», como la llamaba la joven Val; pero no era ningún secreto que la Vieja Valentine no tenía la más mínima intención de pasar ni siquiera un instante en compañía de esta joven belleza cuya existencia era en sí un escarnio. Además, la Joven Val fue creada como la imagen de Ender de la perfecta virtud. No sólo no tenía conexiones, sino que era una altruista dispuesta a sacrificarse por el bien de los demás. Así que cada vez que Miro entraba en la lanzadera tenía a la joven Val como compañera, una ayudante de fiar, un apoyo constante.

Pero no una amiga. Pues Miro sabía perfectamente bien quién era realmente Val: Ender disfrazado. No una mujer. Y su amor y lealtad hacia él eran el amor y la lealtad de Ender, a menudo puestos a prueba, pero de Ender, no de ella. Ella no tenía nada propio. Así que, aunque Miro se había acostumbrado a su compañía, y reía y bromeaba con ella más fácilmente de lo que había hecho con nadie en toda su vida, no confiaba en ella, no se permitía sentir por ella un afecto más profundo que la camaradería. Si Val advertía la falta de conexión entre ambos no decía nada; si eso la hería, nunca dejaba ver el dolor. Manifestaba su alegría por los éxitos e insistía en que se esforzaran aún más.

—No tenemos que pasar un día entero en ningún mundo —dijo desde el principio, y lo demostraba ciñéndose a un programa que les permitía hacer tres viajes al día. Regresaban a casa cada tres viajes, a una Lusitania silenciosa ya por el sueño; dormían en la nave y hablaban con los demás sólo para advertirles de los problemas concretos que los colonos encontrarían probablemente en cualquiera de los nuevos mundos descubiertos ese día. Y el plan de tres viajes era sólo en los días en que se ocupaban de planetas probables. Cuando Jane los llevaba a mundos que eran claramente inadecuados (acuáticos, por ejemplo, o sin examinar biológicamente) continuaban viaje rápidamente para comprobar el siguiente mundo candidato, y el siguiente, a veces cinco o seis en esos días aciagos en los que nada parecía funcionar. La joven Val los empujaba a ambos al límite de su resistencia, día tras día, y Miro aceptaba su liderato en este aspecto del viaje porque sabía que era necesario.

Su amiga, sin embargo, no tenía forma humana. Para él, habitaba en la joya de su oreja. Jane, un susurro en su mente cuando despertó por primera vez; la amiga que oía todo lo que subvocalizaba, que conocía sus necesidades antes de que él mismo las advirtiera. Jane, que compartía todos sus pensamientos y sueños, que le había acompañado en los peores momentos de su vida de lisiado, que le había llevado al Exterior, donde pudo renovarse. Jane, su amiga más sincera, que pronto moriría.

Ése era su verdadero límite. Cuando Jane muriera los vuelos estelares instantáneos se acabarían, pues no había ningún otro ser con el poder mental de sacar nada más complicado que una pelota de goma al Exterior y devolverlo al Interior. Y la muerte de Jane se produciría no por una causa natural, sino porque el Congreso Estelar, tras haber descubierto la existencia de un programa subversivo capaz de controlar o al menos de acceder a todos sus ordenadores, estaba cerrando, desconectando sistemáticamente todas sus redes. Jane sentía ya la herida de aquellos sistemas que habían sido apartados del conjunto para que no pudiera acceder a ellos. Pronto transmitirían los códigos que la borrarían por completo, de golpe. Y cuando ella muriera, todos los que no hubieran sido evacuados de la superficie de Lusitania y trasladados a otro mundo estarían atrapados, esperando la llegada de la Flota Lusitania, que se acercaba cada vez más, decidida a destruirlos a todos.

Era un trabajo sombrío, pues a pesar de todos los esfuerzos de Miro, su querida amiga moriría. Era en parte por eso, lo sabía bien, que evitaba entablar una verdadera amistad con la joven Val: porque habría sido una deslealtad hacia Jane sentir afecto por otra persona durante las últimas semanas o días de su vida.

Así, la existencia de Miro era una interminable rutina de trabajo, de concentración mental: estudiaba los hallazgos de los instrumentos de la lanzadera, analizaba fotografías aéreas, pilotaba la lanzadera hasta peligrosas zonas de aterrizaje nunca exploradas para por fin (con muy poca frecuencia) tener la posibilidad de abrir la puerta y respirar un aire extraño. Y al final de cada viaje tampoco había tiempo de quejarse o alegrarse, ni siquiera había tiempo para descansar: cerraba la puerta y a una orden suya Jane los llevaba de vuelta a Lusitania, para empezar de nuevo.

Esta vez hubo algo diferente. Miro abrió la puerta de la lanzadera y encontró no a su padre adoptivo, Ender, ni a los pequeninos que preparaban la comida para él y la Joven Val, ni a los líderes normales de la colina que esperaban sus informes, sino a sus hermanos Olhado y Grego, y a su hermana Elanora, y a Valentine, la hermana de Ender. ¿La Vieja Valentine había acudido a un lugar donde sin duda iba a encontrarse con su joven gemela? Miro vio de inmediato cómo se observaban la joven Val y la Vieja Valentine, evitando que sus ojos se encontraran, y luego desviaban la mirada para no verse. ¿O era que la joven Val no miraba a la otra porque quería evitar ofender a la mujer mayor? Sin duda, la Joven Val habría desaparecido gustosamente antes que causar a la Vieja Valentine un instante de dolor. Ya que desaparecer no le era posible, hacía lo que sí estaba en su mano: permanecer apartada cuando la Vieja Valentine estaba presente.

—¿A qué viene esta reunión? —preguntó Miro—. ¿Está enferma madre?

—No, todo el mundo goza de buena salud —dijo Olhado. —Excepto mental —añadió Grego—. Madre está loca como una cabra, y ahora Ender está loco también.

Miro asintió, hizo una mueca.

—Dejadme adivinar. Se ha unido a ella con los Filhos. Inmediatamente, Grego y Olhado miraron la joya que Miro llevaba en la oreja.

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