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Authors: Charles Dickens

Historia de dos ciudades (7 page)

BOOK: Historia de dos ciudades
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Empezó la acusación. Según ella, Carlos Darnay era reo de traición a nuestro sereno, ilustre, excelente, etc., y amado rey, por haber, en diversas ocasiones y de varios modos, auxiliado a Luis, rey de Francia, en sus guerras contra nuestro sereno, ilustre, excelente, etc., Señor; es decir, yendo y viniendo entre los dominios de nuestro sereno, ilustre, excelente, etc., Señor y los del rey francés, y revelando, falsa y traidoramente a dicho rey de Francia, cuáles eran las fuerzas que nuestro sereno, ilustre, excelente, etc., Señor tenía preparadas para mandar al Canadá y a Norte América.

El acusado, a quien todos consideraban ya ahorcado, decapitado y descuartizado, no parecía impresionarse gran cosa ante aquella horrenda acusación. Permanecía inmóvil y estaba atento; escuchaba con el mayor interés y tan quieto estaba que no había, siquiera, apartado una de las hojas de que estaba cubierto el suelo, el cual se regaba, también, con vinagre como precaución contra la fiebre que hacía estragos en la cárcel.

El acusado paseó luego su mirada alrededor de la sala y observó que en un rincón, inmediato al asiento de sus jueces, había dos personas, una de ellas una señorita de poco más de veinte años y la otra un caballero, que, evidentemente, era su padre; hombre notable por el hecho de tener el cabello absolutamente blanco. A veces se le habría creído muy viejo, pero cuando dirigía la palabra a su hija, parecía rejuvenecerse y hallarse en la primera parte de su vida.

Su hija estaba sentada junto a él y cogía la mano de su padre como atemorizada por la escena que presenciaba y llena de compasión hacia el acusado, y tan vivo fue este sentimiento, que se traslució en su rostro, y todos los circunstantes, se preguntaban quiénes serían el padre y la hija.

Jeremías, el mensajero, que también se había fijado en ello, oyó cómo alguien preguntaba:

—¿Quiénes son?

—Testigos.

—¿En favor del acusado?

—No, sino de la acusación.

El juez, que también se había fijado en aquellos dos personajes, volvió a mirar al acusado, mientras el fiscal se levantaba para retorcer la cuerda, afilar el hacha y clavar los clavos en el catafalco.

Capítulo III.— Decepción

El fiscal informó al Jurado de que el acusado que estaba ante ellos, a pesar de su juventud era ya muy viejo en las prácticas de la traición; que su correspondencia con el enemigo público no databa de un día ni de un año, sino que el prisionero tenía la costumbre, ya muy antigua, de ir desde Francia a Inglaterra, para realizar negocios de que no le habría sido posible dar honrada cuenta. La Providencia, sin embargo, había puesto en el corazón de una persona, sin miedo y sin reproche, el deseo de descubrir la naturaleza de las ocupaciones del acusado, y, lleno de horror, las reveló al secretario de Estado de Su Majestad. Aquel patriota iba a ser presentado al Tribunal. Fue amigo del acusado, pero, una vez estuvo convencido de su infamia, resolvió sacrificar su amistad en aras del patriotismo. El testigo pudo examinar los papeles de su amigo, gracias a los buenos oficios de un criado, también digno de honor, y así, por la conducta sublime de aquellos dos hombres, conducta que el fiscal recomendaba al jurado, pudo descubrirse la criminal ocupación del acusado. El examen de aquellos papeles demostraba que el acusado poseía la lista de las fuerzas de mar y tierra de Su Majestad y también de su disposición y de su preparación. Cierto era que no se podía probar el hecho de que aquellas listas fuesen de puño y letra del acusado, pero eso no importaba nada, y más bien era un indicio acusador, pues probaba que el prisionero había tomado toda clase de precauciones. Estos documentos probaban que se dedicaba a tan criminal oficio desde hacía, por lo menos, cinco años. Así, pues, no dudaba de que el jurado, obrando lealmente, consideraría culpable al acusado y lo condenaría a muerte.

Cuando cesó el fiscal en su discurso, la impresión general fue la de que el acusado podía considerarse ya como hombre muerto.

Se presentó entonces el patriota acusador, Juan Barsad, caballero, el cual habiendo ya librado a su noble pecho del peso que hasta entonces lo oprimiera, se habría retirado modestamente, pero el caballero que tenía delante un montón de papeles quiso dirigirle algunas preguntas. En cuanto al que se sentaba enfrente del defensor, continuaba con la mirada fija en el techo.

El defensor preguntó si el testigo había sido alguna vez espía, pero esta acusación fue rechazada desdeñosamente. Le preguntó, luego, de qué vivía y al contestarle que de sus propiedades, quiso saber cuáles eran, pero el testigo no recordaba bien dónde las tenía y acabó afirmando que había heredado de un pariente lejano. Le preguntó también si había estado en la cárcel, a lo cual el testigo contestó negativamente, pero ante las insistentes preguntas del defensor, acabó confesando que estuvo dos o tres veces encarcelado por deudas. A la pregunta de cuál era su profesión, contestó que la de caballero, y cuando el defensor quiso saber si alguna vez le habían arrojado a puntapiés de alguna parte, lo negó primero, mas, luego, acabó confesando que, en una ocasión, le dieron un puntapié y él, por su propia voluntad, bajó rodando por la escalera. Entonces el defensor quiso averiguar si aquello fue la consecuencia de haber hecho trampas en el juego, pero el testigo replicó que así se dijo, pero que no era verdad. También le preguntó si vivía del juego, y si había pedido dinero prestado al acusado. Ambas respuestas fueron afirmativas y cuando se inquirió la razón de que se hubiese apoderado de aquellas listas, para entregarlas a la justicia, tal vez con la esperanza de lograr alguna recompensa, contestó negativamente, asegurando que lo había hecho por puro patriotismo.

El criado, Roger Cly, el virtuoso patriota, dijo que había entrado al servicio del acusado cosa de cuatro años antes y que empezó a sentir sospechas de su amo y por consiguiente vigiló sus actos. Muchas veces encontró listas semejantes a las presentadas al Tribunal, mientras arreglaba los trajes de su amo y en las manos de éste las vio también en Calais y en Boulogne. Y como amaba a su patria no pudo consentir aquella traición y por esta razón ayudó al descubrimiento del crimen.

El fiscal se volvió entonces hacia el señor Lorry y le preguntó:

—Señor Jarvis Lorry, ¿estáis empleado en el Banco Tellson?

—Sí, señor.

—¿No hicisteis un viaje, cierto viernes de noviembre del año entre Londres y Dover?

—Sí, señor.

—¿Había otros viajeros en la diligencia?

—Dos.

—¿Descendieron de la diligencia antes de llegar a Dover?

—Sí, señor.

—Mirad ahora al acusado. ¿Era uno de los dos viajeros?

—No puedo asegurarlo.

—¿Se parece a alguno de ellos?

—Iban los dos tan abrigados y estaba la noche tan obscura que no puedo asegurarlo.

—Miradlo de nuevo, señor Lorry. Suponiendo que ese hombre estuviera tan abrigado como aquellos dos viajeros, ¿os parece que sería semejante a uno de ellos?

—Lo ignoro.

—¿Estaríais dispuesto a jurar que no era uno de ellos?

—Tampoco.

—¿De manera que consideráis posible que fuese uno de ellos?

—Posible, sí. Excepto, tal vez, por la circunstancia de que mis compañeros de viaje parecían gente timorata y el acusado no parece hombre que se asuste fácilmente.

—Mirad nuevamente al prisionero, señor Lorry. ¿Lo conocíais ya o lo habíais visto anteriormente?

—Sí, señor.

—¿Cuándo lo visteis?

—Pocos días después de mi viaje volvía de Francia y en Calais el acusado tomó el mismo barco que yo e hizo conmigo el viaje de regreso.

—¿A qué hora llegó a bordo?

—Un poco después de medianoche.

—¿Fue el único pasajero que llegó a aquella hora?

—Sí, señor, el único.

—¿Viajabais solo, señor Lorry, o iba con vos algún compañero?

—Me acompañaban dos personas. Un caballero y una señorita. Están aquí.

—¿Conversasteis con el acusado?

—Muy poco. El tiempo era malo y casi durante todo el viaje estuve tendido en el sofá.

—¡Señorita Manette!

La joven, hacia quien se volvieron todos los ojos, se puso en pie y su padre la imitó.

—Señorita Manette, mirad al acusado.

Este pareció intranquilo al ser contemplado por aquella graciosa joven.

—¿Habíais visto ya anteriormente al acusado, señorita Manette?

—Sí, señor.

—¿Dónde?

—A bordo del barco a que acaba de referirse el señor Lorry.

—¿Erais vos la señorita a quien acaba de referirse este caballero?

—Sí, desgraciadamente soy yo.

—Contestad a las preguntas que se os dirijan, sin hacer observación alguna —exclamó el fiscal.— ¿Conversasteis con el acusado durante el viaje?

—Sí, señor.

—Referid la conversación.

En medio de la atención general y del silencio reinante, la joven empezó a decir:

—Cuando este caballero llegó a bordo...

—¿Os referís al prisionero? —preguntó el fiscal frunciendo las cejas.

—Sí, señor.

—Entonces llamadle acusado.

—Pues, cuando el acusado llegó a bordo, se fijó enseguida en mi padre y vio que estaba fatigado y enfermo. Mi padre estaba tan mal que yo temí exponerle al aire y por esto le arreglé su lecho en la cubierta, cerca de la escalera de los camarotes y me senté a su lado para cuidarlo. Aquella noche no había más pasajeros que nosotros cuatro. El acusado fue tan amable que me aconsejó cómo podría guarecer mejor a mi padre del viento y del mal tiempo, y, en general, se portó con la mayor bondad y cortesía. Así empecé a hablar con él.

—¿Os fijasteis si llegó solo a bordo?

—No llegó solo.

—¿Cuántos le acompañaban?

—Dos caballeros franceses.

—¿Observasteis si conferenciaban secretamente?

—Estuvieron hablando hasta el último momento, cuando los franceses se vieron obligados a bajar al bote.

—¿Visteis si, entre ellos, se cambiaron algunos papeles semejantes a estas listas?

—Vi que tenían algunos papeles en las manos, pero no sé cuáles.

—Ahora contadnos cuál fue la conversación del acusado, señorita Manette.

—Se mostró muy amable conmigo, y bondadoso y útil para mi padre. Espero —exclamó entre lágrimas— que mi declaración no va a perjudicarle y a pagar mal los favores que me hizo.

—No os ocupéis de esto, señorita Manette —replicó el juez,— estáis en la obligación de decir la verdad y el acusado lo sabe. ¡Continuad!

—Me dijo que viajaba a causa de unos negocios de naturaleza delicada y difícil, que podían poner en situación apurada a algunas personas, y que viajaba bajo nombre supuesto. Añadió que aquellos negocios lo habían llevado a Francia pocos días antes y que, de vez en cuando, le obligaban a dirigirse tan pronto a Francia como a Inglaterra.

Entonces el fiscal llamó al doctor Manette para que declarara y le dijo:

—Doctor Manette, servíos mirar al acusado. ¿Lo habíais visto anteriormente?

—Una vez tan sólo, cuando me visitó en mi casa de Londres. Hará de eso tres años o tres y medio.

—¿Sabéis si es la misma persona que viajaba a bordo del barco que os llevaba a vos y a vuestra hija y el mismo que conversó con ésta?

—Lo ignoro, señor.

—¿Hay alguna razón especial que explique la imposibilidad en que os halláis de contestar a mi pregunta?

—Sí, señor, existe.

—¿No tuvisteis la desgracia de permanecer largos años preso, sin haber sido juzgado ni acusado, en vuestro país natal, doctor Manette?

—En efecto, estuve preso mucho tiempo.

—¿Acababais de ser puesto en libertad, cuando hicisteis aquel viaje?

—Así me lo dijeron.

—¿No recordáis nada?

—Nada absolutamente. En mi memoria hay un vacío por espacio de no sé cuánto tiempo, es decir, desde que en mi cautiverio me dediqué a hacer zapatos hasta el tiempo en que me encontré viviendo en Londres con mi querida hija. Esta me era ya muy querida cuando Dios misericordioso me devolvió mis facultades, pero no sé cuándo empecé a conocerla, pues no me acuerdo.

Se presentaba, entonces, una cuestión muy importante y era la de saber si el acusado había visitado, en aquella noche de noviembre, cinco años atrás, una ciudad en la que había un arsenal de guerra y una importante guarnición, para adquirir datos. Se presentó un testigo, quien declaró que reconocía en el acusado a un hombre que estuvo aquella noche en el café de dicha ciudad esperando a otra persona.

En aquel momento el caballero de la peluca, que, hasta entonces había estado mirando al techo, escribió una o dos palabras en un pedazo de papel, y, después de arrollarlo, lo entregó al defensor. Este lo leyó, miró al acusado con la mayor atención y se volvió para preguntar al testigo:

—¿Estáis seguro de que era este mismo hombre?

—Completamente —contestó el testigo.

—¿No pudisteis ver a otra persona que se le pareciera mucho?

—Habría tenido que ser tan parecido a él, que casi es imposible que pudiera darse el caso.

—Pues, entonces, hacedme la merced de mirar a este caballero —dijo el defensor señalando al que acababa de entregarle el papel,— y luego mirad al preso. ¿No creéis que se parecen como dos gotas de agua?

En efecto, aquellos dos hombres no podían ser más parecidos.

Inmediatamente el fiscal preguntó al defensor, señor Stryver, si con esto quería acusar de traición al señor Carton, que era el caballero de la peluca, pero el defensor contestó que no se proponía nada de esto, sino, tan sólo, señalar la posibilidad de que se tratara de una persona tan parecida al acusado como la que tenían a la vista.

A continuación el defensor, señor Stryver, se esforzó en demostrar que Barsad era un espía a sueldo y un traidor, un traficante en sangre humana y uno de los más perfectos sinvergüenzas que existieron en la tierra después del traidor judas; que el virtuoso criado Cly era su amigo y consocio, y digno de él. Que aquellos dos bandidos y perjuros habían acusado falsamente al prisionero, francés de nacimiento, que por asuntos de familia se veía obligado a ir con frecuencia a Francia, aunque estos asuntos, por ser de naturaleza especialísima y personal, no podían ser revelados. Demostró que la declaración de la señorita Manette no tenía importancia alguna ni demostraba nada contra su defendido.

Declararon, entonces, algunos testigos de la defensa y nuevamente hablaron el fiscal y el presidente para rebatir cuanto dijera el defensor, de modo que para nadie parecía dudosa la muerte que esperaba al desgraciado preso.

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