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Authors: Juan Eslava Galán

Tags: #Novela Histórica

Historia de España contada para escépticos (22 page)

BOOK: Historia de España contada para escépticos
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La fiebre de la plata

Ya que andamos embarcados en tan largo viaje quizá sea mejor que prosigamos con la historia de los españoles en América hasta nuestros días, antes de regresar al Viejo Mundo y seguir con los avatares de la Península.

Cuando las minas de las Antillas dieron muestras de estar sobradamente explotadas y ya la población autóctona había desaparecido, los conquistadores buscaron nuevas fuentes de riqueza, y nuevos paganos que ganar para la fe de Cristo, en tierra firme, es decir, en el continente americano, un continente cuya forma y extensión ignoraban. Por eso, colonizaron primero lo que tenían más a mano, es decir, Centroamérica, y luego se fueron extendiendo hacia el sur y hacia el norte.

Hernán Cortés, ya en tiempos de Carlos, el nieto de los Reyes Católicos, conquistó el poderoso imperio azteca, en México (o Méjico, tanto da), con un ejército de tan sólo quinientos hombres, aprovechando que los caballos y las armas de fuego (desconocidos en aquellas tierras) espantaban a los indígenas. Al propio tiempo, otros conquistadores españoles, Pizarro y Almagro, conquistaron el imperio inca, en Perú. Es impresionante lo que puede la fascinación del oro.

La mítica ciudad de El Dorado, donde el oro abundaba como los cantos rodados en los pedregales de Castilla, no apareció por parte alguna, pero los dos extensos territorios incorporados al Imperio español eran ya suficientemente ricos y además se descubrieron en ellos dos buenos filones de plata (Zacatecas, en México, y Potosí, en Perú). Todavía en España se escucha decir a veces para ponderar precio: «Vales un Potosí.» Se instituyeron sendos virreinatos, el de Nueva España, en México, y el de Lima, en Perú. América no era la india, no había especias, no había pagodas con los techos de oro, pero comenzaba a ser rentable, sin olvidar la cantidad de paganos que fueron iluminados por los misioneros e incorporados a la fe de Cristo.

La burocracia imperial dotó las nuevas tierras americanas con sus instituciones básicas. Las nuevas ciudades fundadas allá, muchas con nombres españoles (Córdoba, Toledo, Jaén...), se dotaron de cabildos municipales, de gobernadores (corregidores) y de tribunales de justicia. La justicia se centralizó en audiencias, en Santo Domingo, en México, en Guatemala, en Lima, en Bogotá. Durante siglos, todo el comercio con América se encauzó a través del puerto de Sevilla, regulado por un ministerio especial, la Casa de Contratación (1503). No obstante, como Castilla carecía de infraestructura necesaria para administrar la compleja empresa americana, el gran negocio lo hicieron los banqueros genoveses y alemanes, y los fabricantes italianos y flamencos. Los catalanes no eran súbditos de Castilla, por lo tanto tuvieron que competir por su parte de pastel en igualdad de condiciones con los extranjeros. También hubo mucho negocio para los contrabandistas que llevaban y traían productos sin pasar por Sevilla.

Desde mediados del siglo XVI el descubrimiento de nuevos métodos de decantación permitió explotar racionalmente los grandes filones de plata de México y Perú. Durante el siglo y medio siguiente los españoles sacaron de América unas doscientas toneladas de oro y unas dieciocho mil toneladas de plata. Estas ingentes riquezas se revelaron, a la postre, un desastroso negocio, pues la abundancia de metales preciosos provocó una monstruosa inflación, con la consiguiente alza de precios y sucesivas bancarrotas de la Hacienda real, y fue responsable, en última instancia, de la ruina del país. España dependió cada vez más del metal americano, hasta el punto de que cada año los funcionarios y proveedores de la corona esperaban ansiosamente la llegada de la flota de Indias para cobrar. Los sucesivos reyes no se preocuparon de desarrollar la industria ni otras formas más racionales de economía;. antes bien, se implicaron en empresas ruinosas por mantener los intereses de la Casa de Austria en Europa: costosos ejércitos y continuas guerras, para los que constantemente pedían préstamos a los banqueros extranjeros, siempre a intereses usurarios sobre el fiado de la plata americana de la flota siguiente. Por otra parte, la defensa de las colonias americanas y de la flota mercante contra los continuos ataques de piratas y corsarios franceses, ingleses y holandeses se fue encareciendo hasta alcanzar proporciones alarmantes. En el siglo XVII, absorbía tres cuartas partes de lo recaudado. A la postre, fueron Inglaterra y Holanda, y los banqueros italianos y alemanes, los que recogieron los frutos de tanto esfuerzo y de tanto sacrificio. Algunos claros ingenios lo vieron claro, entre ellos Quevedo en aquella canción que escribió para Paco Ibáñez:

Poderoso caballero es don Dinero.

Nace en las Indias honrado

donde el mundo lo acompaña

viene a morir en España

y es en Génova enterrado.

Un tesoro vino, para nada, y otro tesoro quedó allí para echar vigorosas raíces y dar sazonados frutos: el de la lengua española, que hoy hablan veinte pueblos del continente americano, cada uno con su acento y su gracia. Porque, a pesar de sus muchas lacras y contradicciones, España extendió al continente americano la savia civilizadora de Grecia y Roma, de la que se nutre el más fértil y poderoso tronco de la humanidad, y eso es un valor estable y en alza cuando ya han periclitado los discursos paternalistas de la hispanidad. Todavía existen historiadores que se preguntan si fue positiva o perniciosa la labor de España en América. Antes de entonar mea culpas que nadie ha pedido hay que considerar que no se puede juzgar con criterios modernos el comportamiento de unos hombres de mentalidad y principios muy distintos a los nuestros. Ni podemos medir con el mismo rasero a los españoles del siglo XVI y a los colonos anglosajones del siglo XIX que exterminaron sistemáticamente al indio americano, «al piel roja», al de las películas de John Wayne. La diferencia estriba quizá en la mentalidad racista de los anglosajones frente a la meramente mercantilista de los latinos. Los latinos del siglo XVI, nosotros, eran unos fanáticos ignorantes, que todo lo cifraban en el derecho de conquista del guerrero valeroso, que gana honor y hacienda con las armas. Los anglosajones del XIX eran hombres cultos, que habían pasado por el tamiz humanizador de la Ilustración y que se limitaban a trasplantar su cultura a los nuevos territorios, anulando por completo al indígena. Españoles y portugueses produjeron inmediatamente un mestizaje y una nueva comunidad cultural en el solar de las culturas indias. Los anglosajones han tardado más de dos siglos en comenzar tímidamente a producirlo, aunque, agotado por exterminio el filón del indio, sólo les queda el negro para experimentar con él la bondad de sus sentimientos.

CAPÍTULO 45
Judíos, moros y cristianos

La sociedad española en tiempos de los Reyes Católicos distaba mucho de la utopía del reino feliz que algunos escépticos aprendimos en el bachillerato.

En Castilla, una docena de magnates poseían el noventa por ciento de la tierra, especialmente de la más productiva. Luego, estaba la pequeña nobleza, los hidalgos, quizá unos sesenta mil, puede ser que más, entre cuyos privilegios figuraba el de no pagar impuestos. Finalmente, había los pecheros, es decir los que pagaban impuestos, el pueblo llano, asendereado y mísero.

Ya ven qué país: castas inamovibles coexistiendo en un territorio quebrado y desigual; países con leyes distintas, con idiomas distintos, con costumbres distintas. A pesar de la historia, muchas cosas no habían cambiado tanto desde los romanos acá.

La uniformidad social era impensable, claro, pero Fernando e Isabel, como buenos gobernantes absolutos, se habían propuesto fundar su Estado ideal sobre la uniformidad (un ideal, por cierto, plenamente moderno, al que han aspirado tanto los Estados totalitarios como las democracias autoritarias). Los Reyes Católicos creyeron que España ganaría en cohesión interna si, al menos, procuraban la unidad racial y religiosa que se observaba en otros países europeos, que también emergían como Estados modernos. Se trataba de una igualdad probablemente más religiosa que racial porque, a estas alturas, y después de un revuelto milenio de historia, el intenso mestizaje de íbero, celta, romano, judío, godo, árabe, eslavo y bereber no dejaría distinguir el hilo de la trama.

Había dos minorías raciales y religiosas en España, los moros y los judíos, que profesaban el islam y el judaísmo. Una tercera minoría era más bien racial o cultural: los conversos y moriscos, también llamados
cristianos nuevos
, descendientes de judíos y musulmanes convertidos al cristianismo. El pueblo llano sospechaba de ellos porque dudaba de la sinceridad de su conversión. Muy razonablemente, porque muchos habían sido convertidos a la fuerza, a veces con un cuchillo en la garganta, y seguían practicando ocultamente la religión de sus antepasados.

Para igualar hubo que eliminar lo que fuera diferente. Esto explica la expulsión de los judíos, una decisión objetivamente errónea, aunque no faltan historiadores que la justifican. Unos ciento cincuenta mil judíos tuvieron que malvender lo que tenían y abandonar España. Los que eran pobres fueron a parar al norte de África, donde fueron mal recibidos y, en ocasiones, hasta desvalijados y asesinados. Los más pudientes fueron a Portugal, a los Países Bajos o a tierras del turco.

Oficialmente, ya no había judíos en España, pero aún quedaban los conversos, que habrían de ser eliminados o, cuando menos, socialmente desactivados por la Inquisición. Dos razones, la una social y la otra política, aconsejaron a los Reyes Católicos suprimir a los conversos. Primera: porque los planes absolutistas de la monarquía chocaban frontalmente con la vocación oligárquica del grupo capitalista converso, cuyo creciente poder estaba adueñándose de las más altas jerarquías del Estado y de la Iglesia. Segunda: el taimado Fernando mataba dos pájaros de un tiro: apuntalaba su escuálida cuenta corriente con el dinero confiscado a los conversos y disponía de un tribunal real para reforzar su poder en Aragón, donde los fueros y los privilegios de sus súbditos lo tenían atado de pies y manos. Una Inquisición a sueldo de la corona garantizaba el control político y social del reino.

A largo plazo fue una medida de desastrosas consecuencias porque, si en los siglos siguientes hubiese habido en España financieros judíos, el oro y la plata llegados de América se habrían invertido seguramente aquí, creando riqueza y quién sabe si apuntalando una industria, en lugar de ir a parar a las arcas alemanas y genovesas.

CAPÍTULO 46
La Inquisición

Cuando el escéptico se aventura a abandonar la segura placenta del solar hispano y sale al ruedo del ancho mundo, una de las primeras cosas que tienden a fastidiarlo es que le saquen a colación la crueldad de las corridas de toros y la de la Spanish Inquisition. La Inquisición y los toros son el contrapunto oscuro de los tópicos alegres de playas soleadas, sangría, flamenco, vino, alegría, tunos pedigüeños en las terrazas de verano y bolsas de basura en los arcenes de las carreteras, que constituyen la cultura hispánica de muchos extranjeros. La Inquisición de los foráneos es una Inquisición tópica, aprendida en noveluchas sadomasocas o en el cine de terror: hermosas doncellas desnudas sobre el potro de tormento, contempladas por encapuchados frailes lascivos a la agria luz de un hachón que pende de una argolla sobre el muro salitroso de la mazmorra subterránea. (Pongo punto seguido y abro pausa para que el lector respire, no por falta de munición descriptiva). Ya sigo: y al fondo de la horrible escena, recortado en el angosto ventanuco, una visión de las noches de Oriente, la Alhambra, la Giralda o la Puerta de Alcalá (¡ellos qué saben!).

Mucha gente ignora que casi todos los países de Europa tuvieron sus inquisiciones, algunas incluso bastante más crueles que la española; pero ninguna tan larga, ni tan impresa, ni tan difundida.

El fundamentalismo cristiano medieval convirtió al hereje en el mayor delincuente social. Entonces, la Iglesia, siempre tan prudente, ideó una figura jurídica desconocida en el derecho romano: la acusación por la autoridad. El párroco quedaba obligado a denunciar ante el obispo a cualquier feligrés sospechoso de herejía para que el prelado interrogara al acusado en una
inquisito
o pesquisa. Pero como muchos obispos eran personas ignorantes, apenas curas de misa y olla, ayunos de latines y teología, la Iglesia tuvo que crear una policía teológica especializada en descubrir al hereje y hacer que confesara su delito: la más propiamente llamada Inquisición. Santa Domingo de Guzmán consiguió que la empresa fuera confiada a la orden dominica por él fundada, dado que poseía los conocimientos teológicos necesarios y, al propio tiempo, estaba libre de los compromisos monásticos de otras órdenes.

Los reyes colaboraron con la Iglesia en la represión de la herejía y dado que el Concilio de Letrán (1179) había prohibido que los clérigos mataran a sus semejantes, era el gobernador civil el que oportunamente se encargaba de quemar al hereje en la plaza pública.

Esta Inquisición antigua, que llamaremos
pontificia
, actuó en Francia, Alemania, Italia, Polonia y Portugal. En España, se circunscribió al reino de Aragón.

Los Reyes Católicos resucitaron la institución como tribunal eclesiástico al servicio de la religión. En realidad, era un instrumento represivo al servicio del absolutismo real. No actuaba en nombre de la Iglesia, sino del rey. Todos sus documentos comienzan por la fórmula «Su Majestad manda....». Los inquisidores eran elegidos y pagados por la corona, aunque teóricamente fueran delegados del papa, del que recibían facultades canónicas omnímodas.

Otras inquisiciones actuaron en Europa, a veces más severamente que la española. ¿Por qué, entonces, la fama de la nuestra? Porque ninguna Inquisición europea duró tanto. Mientras que nuestros vecinos de continente suprimieron sus tribunales religiosos a lo largo del siglo XVII, España, parece mentira, mantuvo el suyo hasta bien entrado el siglo XIX. Su solitaria actuación en épocas en que los derechos humanos comenzaban a ser tímidamente reconocidos le granjeó la pésima fama que aún arrastra.

Con esto queda defendida la Inquisición española hasta donde puede defenderse. Porque defensa tiene; lo que no tiene es disculpa. Solamente falseando la verdad puede disculparse una maligna institución, un tribunal en el que el acusador y el juez son la misma persona, en el que las funciones policiales y judiciales se confunden, en el que el acusado desconoce los cargos que hay contra él; una institución que, con el pretexto de orientar al descarriado para salvar su alma, lo persigue, lo arruina y puede condenarlo a muerte en nombre del dulce Jesús.

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