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Authors: Juan Eslava Galán

Tags: #Novela Histórica

Historia de España contada para escépticos (28 page)

BOOK: Historia de España contada para escépticos
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La gente sencilla acató con entusiasmo las exigencias de la limpieza de sangre. Ellos no tenían nada que perder. Los conversos no se habían mezclado con ellos, sino con la aristocracia y la burguesía. El aperreado ganapán descubría, de pronto, que tenía un motivo para sentirse importante. Aunque estuviera en lo más bajo de la escala social, podía mirar por encima del hombro a muchos vecinos de mayor posición y riqueza, pero manchados con el estigma de una bisabuela judía o un pariente converso.

De pronto, los desheredados de la fortuna descubrieron que tenían pedigrí y se aferraron a él como lapas. Ser limpio de sangre, descendiente de cristianos viejos, sin mezcla alguna de judío, de moro o de hereje, era un honor del que otros más ricos o nobles no podían presumir. Los nobles tenían honra, excelencia y virtud heredadas de su linaje; los pobres tenían un don más precioso: el honor, es decir, la pureza de sangre.

La vida social se degradó. Cundieron la miseria moral, la incultura, el fanatismo religioso y el desprecio al trabajo, actitudes propias de la aristocracia, a la que ahora imitaba el pueblo, alentado por su concepto del honor. La figura del hidalgo pobre y muerto de hambre como el del
Lazarillo
se hizo familiar. En un país eminentemente agrícola, los campos estaban abandonados. Cualquier pretexto era válido para declarar día feriado. Apenas quedaban cien jornadas laborables en el año. Tampoco estimulaba el trabajo una economía demencial, que favorecía las importaciones y la adquisición de caros productos manufacturados procedentes de la materia prima que ella misma vendía a bajo precio.

En el ambiente de apatía generalizada, las costumbres se corrompieron, el trabajo se consideró marca de bajeza y muchos individuos que en otra circunstancia hubieran sido buenos artesanos o labradores dieron en la picaresca y en vivir a salto de mata, en las mismas lindes de la delincuencia, cuando no inmersos en ella. Nubes de mendigos invadían los caminos e iban de una ciudad a otra, especialmente a Sevilla, trampeando con la vida. Muchos se empleaban como criados sólo por la comida. En alguna ocasión un señor al que se censuraba el excesivo número de criados que mantenía replicó: «No los tengo porque los necesite, sino porque ellos me necesitan a mí.»

En materia moral, las costumbres libres del período anterior se corrigieron, al menos externamente. En el imperio de la doble moral, la obsesión del pecado de la carne presidía las relaciones entre los dos sexos: «Nuestros sentidos están ayunos de lo que es la mujer —escribe Quevedo- y ahítos de lo que parece.»

CAPÍTULO 57
Felipe III

Felipe II fue, ya lo hemos visto, uno de esos empresarios obsesivos que pretenden controlarlo todo en su negocio, incapaces de delegar en sus subordinados. Como no se fiaba de nadie, nunca enseñó a gobernar a su hijo. El príncipe, cuando accedió al trono, ignoraba el oficio y prefirió descargar la pesada tarea de reinar en manos de un hombre de confianza. Ya lo había sospechado su padre. Poco antes de morir, comentó amargamente al marqués de Castel-Rodrigo: «¡Ay, don Cristóbal, que me temo que me lo han de gobernar!» En efecto, como en la antigua Córdoba califal visitada por el lector páginas atrás y ya quizá olvidada, el gobierno del Estado volvió a estar en manos de hombres de confianza o privados, elegidos a dedo, y a menudo equivocadamente, por el rey. Él firmaba los documentos, como su padre, pero sin leerlos previamente ni discutirlos.

Felipe III salió a su padre en lo piadoso, cristiano sincero y gran rezador, pero el parecido se detuvo ahí porque no era trabajador y sólo le interesaban las fiestas y los saraos.

En aquel tiempo la principal preocupación de las casas reales consistía en casar a los futuros reyes con princesas paridoras que asegurasen la sucesión de la corona. Antes de morir, Felipe II hizo honor al sobrenombre de
Rey Prudente:
concertó el matrimonio de su heredero con una prima lejana, Margarita de Austria, de trece años, hija de Carlos de Austria. La muchacha venía de casta fértil: la madre había parido quince veces.

La nueva reina, además de fecunda (dio al rey cuatro varones y cuatro hembras), era tan devota y pía que hasta visiones tenía.

Los dos primeros partos fueron niñas, y el tercero, el esperado varón que reinaría como Felipe IV. Un báculo en forma de T, que, según la tradición, había pertenecido a santo Domingo de Silos, presidía los paritorios de Margarita. La tradición de
infantar
en presencia de esta venerada reliquia se transmitió durante siglos, por las sucesivas reinas de España, hasta Victoria Eugenia. Al final, los microbios pudieron más que el santo, y Margarita murió a los veintisiete años, de una infección puerperal, muy auxiliada, todo hay que decirlo, por las sangrías de los médicos. Felipe, abatido, no se volvió a casar.

Vayamos ahora al gobierno. El primer valido real fue el duque de Lerma, que lo hizo tan mal como lo pudiera haber hecho el rey en persona, si no peor. Su incompetencia era conmovedora, pero se mantuvo en el cargo sobornando y comprando el silencio de los que podían descubrir su ineptitud. El cohecho y la corrupción alcanzaron extremos nunca vistos. Baste decir que la corte cambió de Madrid a Valladolid (y nuevamente de Valladolid a Madrid seis años después) al vaivén de los generosos sobornos que repartían en las altas esferas los comerciantes de cada ciudad. España, como buque a la deriva, se mantuvo a flote por la inercia del reinado anterior, pero el rumbo era cada vez más errático y a merced de los intereses de las potencias europeas.

Hacienda ingresaba diez millones de ducados anuales. La deuda del Estado andaba por los setenta millones. Lo normal hubiera sido reducir gastos, pero, después de dos generaciones en la meseta, los Austrias habían aprendido a «sostenella y no enmendalla». El nuevo rey arrojó en el pozo sin fondo de la guerra de Flandes sumas de dinero cada vez mayores como quien las tira al mar. En su última etapa, el ejército de Flandes costaba la astronómica suma de trescientos mil ducados mensuales; demasiado para un país al borde de la bancarrota.

Y al final para nada. Se ganaban batallas, pero se perdía la guerra. Felipe II, ya a las puertas de la muerte, debió intuirlo, aunque nunca dio su brazo a torcer, cuando delegó la resolución del problema de Flandes en su yerno, y éste, de acuerdo con el general Spínola (el genovés a sueldo de España que recibe la llave en el cuadro de
Las Lanzas
de Velázquez), adoptó la sensata decisión de negociar con los rebeldes holandeses y liquidar por la vía rápida aquel cáncer. Los protestantes holandeses ganaron su independencia.

Solventado el problema de Flandes, y con Francia e Inglaterra temporalmente fuera de juego debido a sus problemas internos, sucedió un raro período de paz, que abarcó casi veinte años. España creció. Sus enemigos no la molestaban. Fue como una apacible jubilación para un agotado país ya a punto de abandonar para siempre el club de las grandes potencias. Conservaba aún su formidable Imperio colonial, y sus tropas, todavía invencibles, estaban acantonadas en los Países Bajos, en Italia, en el Rin, pero ya la nave del Estado antaño temible hacía agua por todas partes. No existía una política exterior coherente. El gobierno mantenía espías en las cortes de Europa, a cuyos funcionarios y aristócratas sobornaba espléndidamente, todavía obsesionado por los compromisos dinásticos de los Habsburgo-Austrias, pero no sacaba provecho alguno de estos dispendios.

Fue una suerte que, en 1617, el duque de Lerma cayera, por fin, en desgracia, pero cuatro años más tarde el rey murió, y su hijo y sucesor, Felipe IV, dejó el gobierno en manos de otro valido, el conde-duque de Olivares.

CAPÍTULO 58
Se van los moros

Se equivocaron los que pensaban que la economía del país había tocado fondo con las tres bancarrotas de Felipe II. Todavía se podía caer más bajo, como demostró la hacienda de Felipe III. Algunos le echan la culpa a una epidemia que causó medio millón de muertos sólo en Castilla. Al escasear la mano de obra, se encarecieron los jornales. La administración intentó paliarlo acuñando moneda pobre, el vellón, y la acción combinada de problema cierto y falsa solución dispararon la inflación nuevamente, con su secuela de bancarrota. Una vez más, las Cortes tuvieron que hacerse cargo de los platos rotos; es decir, el pueblo, el sufrido contribuyente.

La guinda que adornó la tarta de la desastrosa política económica fue la expulsión de los moriscos. Después de la derrota y dispersión de los antiguos habitantes del reino de Granada, en tiempos de Felipe II, la población morisca se concentraba principalmente en el reino de Valencia y en Aragón. Eran excelentes agricultores, cultivaban arroz y caña de azúcar, y vivían en paz y contentos porque los grandes señores propietarios de la tierra los cuidaban como las hormigas cuidan a sus pulgones.

El gobierno, o el desgobierno, como si no tuviera otra cosa de la que ocuparse, dio en pensar que ya iba siendo hora de resolver el problema morisco, nuevamente la obsesión religiosa, y a pesar de las voces que se alzaron en defensa de aquellos cuitados, especialmente las de los patronos que se quedaban sin aparceros ni quien les cuidara las huertas, el duque de Lerma se empeñó en expulsarlos. En 1614, un cuarto de millón de moriscos, aproximadamente, abandonó el país con lágrimas en los ojos. Atrás quedaron, llorando a lágrima viva, los dueños de la tierra, que tuvieron que reconvertir sus feraces campos de arroz y azúcar en viñedos, los cuales, aunque no requerían tanta mano de obra, rentaban mucho menos. También quedaron con una mano detrás y otra delante los inquisidores aragoneses y valencianos, que, de pronto, se veían privados de su principal clientela.

Morir de un calentón

Se dice que Felipe III murió prematuramente, a los cuarenta y tres años de edad, por culpa de uno de los muchos usos absurdos que imponía el rígido protocolo de la corte Austria. Yo lo cuento, y el lector lo cree o no, que por algo es escéptico. Era marzo, que en Madrid puede ser mes crudo y siberiano, y habían colocado un potente brasero tan cerca del rey que éste comenzó a sudar copiosamente en su sillita de oro. El marqués de Tobar hizo ver al duque de Sessa que quizá convenía retirar un poco el brasero, que «su majestad se nos está socarrando», pero, por cuestiones de protocolo, ese preciso cometido correspondía al duque de Uceda. Buscaron al duque de Uceda, pero se había ausentado del Alcázar, y cuando pudieron localizarlo y traerlo, el rey estaba ya empapado de sudor. Aquella misma noche se le presentó una erisipela que se lo llevó al sepulcro.

Hablar del protocolo de la corte Austria sería cosa de nunca acabar. Otro ejemplo bastará para poner de relieve hasta qué absurdo extremo puede llegar el endiosamiento de las personas. En una ocasión, un pueblo famoso por las medias que fabricaban sus artesanos quiso regalar a la reina un lote de esta prenda, pero el presente fue rechazado airadamente por el mayordomo real: «Habéis de saber —dijo- que las reinas de España no tienen piernas.» En la corte Austria nadie podía volver a montar un caballo en el que hubiese montado el rey, y la misma ley se hizo extensiva a las amantes reales, lo que determinó que muchas de ellas, pasados los ardores del monarca, ingresaran en conventos de clausura. Hay que suponer que la abusiva costumbre le malogró algunos planes al egregio personaje. Por lo menos hay constancia de que una dama de la corte solicitada por Felipe IV declinó el honor, replicando: «Gracias, majestad, pero no tengo vocación de monja.» Los Borbones, ya escarmentados, nunca pretendieron que sus amantes se apartaran del mundo y, después del capricho, las dejaron seguir en sus escenarios y sus platós.

CAPÍTULO 59
El rey pasmado

Nadie más cortesano ni pulido

que nuestro rey Felipe, que Dios guarde,

siempre de negro hasta los pies vestido.

Es pálida su tez como la tarde;

cansado el oro de su pelo undoso,

y de sus ojos, el azul, cobarde.

Sobre su augusto pecho generoso,

ni joyeles perturban ni cadenas

el negro terciopelo silencioso.

Y, en vez de cetro real, sostiene apenas,

con desmayo galán, un guante de ante

la blanca mano de azuladas venas.

Lo que no refleja el bello soneto de Manuel Machado es la cara de alelado, la mandíbula eminente y el belfo caído que Velázquez tanto retrató con piadosos y cortesanos pinceles.

En la cima del barroco, también la cima de la desvergüenza y del despilfarro, los aduladores llamaron a Felipe IV
el Grande
y
el Rey Planeta,
sin sarcasmo, aunque Quevedo explicó ácidamente que Felipe era como los agujeros, «más grande cuanta más tierra le quitan», lo que es el colmo de la lisonja. Y le quitaron mucha tierra, que ya nuestra procesión colonial iba de vencida y Francia tomaba definitivamente la delantera en la Europa continental mientras Inglaterra y Holanda la tomaban en los mares.

Felipe IV fue lánguido en el trabajo, pero ardiente en los lances de Venus. En eso, en la afición al teatro, a los bufones y a la caza se le fue todo el fuelle. Delegó en los validos la pesada tarea de gobernar, como había hecho su padre.

Felipe IV había cumplido los dieciséis años cuando heredó el trono y ya estaba casado desde los quince con Isabel de Borbón, una atractiva francesa, algo mayor que él. Nunca le bastó, porque el muchacho era un obseso sexual, que buscaba compulsivamente amantes. Se calcula que a lo largo de su vida engendró treinta y siete hijos bastardos y once legítimos, seis con su primera mujer y cinco con la segunda, Ana María de Austria. Sin embargo, su gran amor, si es que amó a alguien, fue una cómica famosa, María Inés Calderón,
la Calderona,
cuyo hijo, Juan José de Austria, fue el único bastardo real que el rey hizo educar como príncipe de sangre. El mozo era tan ambicioso que concibió el desatinado plan de suceder a su padre en el trono y, para ir allanando el camino, tuvo la desfachatez de solicitar al rey la mano de una infanta, es decir, de su hermanastra. Felipe IV, escandalizado, lo apartó de la corte y no volvió a recibirlo.

Felipe IV confió el gobierno a su valido, el conde-duque de Olivares. Este presidente de gobierno no robó como los anteriores, pues se conformaba con mandar. Con más voluntad que acierto, se propuso reformar el país, pero sus proyectos resultaban demasiado adelantados para su tiempo. Además, era un hombre terco y soberbio, mal equipado para las sutilezas de la política. Aparte de que tuvo que vérselas con oponentes europeos de gran calado, entre ellos el famoso cardenal francés Richelieu, un zorro con capelo, mucho más listo de lo que aparece en
Los tres mosqueteros.

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