Historia de la mujer convertida en mono (7 page)

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Authors: Junichirô Tanizaki

Tags: #Cuento, Drama, Fantástico, Intriga, Terror

BOOK: Historia de la mujer convertida en mono
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—¿Le has contado todo eso a tu esposa?

—No. Yo mismo nunca me había podido explicar qué es lo que sentía con aquella actitud. Ahora es cuando comienzo a entenderlo.

—¿No se lo piensas contar cuando la veas la próxima vez?

—No, no quiero.

—¿No crees que a tu esposa le daría placer que se lo contaras?

—Sí, seguro. Pero temo que, al confiarle algo tan importante, me vuelva débil de carácter y que tal vez me sienta impotente para seguir dedicándome al crimen.

—Mejor para ti si dejas de llevar esa vida criminal.

—No, no es posible, porque yo vivo siempre con deseos de hacer cosas malas. Estoy seguro de que dios me destinó a esta vida criminal, y no hay remedio.

—Dijiste que, al ver llorar a tu esposa, encuentras placer sintiéndote un hombre bueno, ¿no es cierto? ¿Eso no quiere decir que te arrepientes, aunque sea de manera momentánea, de lo que has hecho?

—No, eso no implica arrepentimiento alguno, que a mi juicio no sirve para nada. Pero sí experimento una forma de placer, y no puedo renunciar a él, por efímero que sea, ya que funciona como una tregua para continuar luego con mi vida criminal.

—A ver, ¿cómo es ese placer en concreto? Explícamelo de la forma más detallada posible.

—No sé explicarlo bien, pero, como ya le he dicho, en esos momentos siento un inmenso cariño por mi esposa, una especie de ternura que me colma de placer, algo imposible de sentir en la vida cotidiana.

—¿O sea que sólo en esas ocasiones sientes más cariño por tu esposa que por Osugi? ¿No es así?

—Sí… bueno, mentira… Es que son dos cariños distintos. Siento cariño por mi esposa cuando llora por mí, pero el cariño que siento por Osugi es de carácter diferente, y los dos no son compatibles. Mi esposa no es bonita de cara, para nada, con su piel oscura y la nariz chata, ni tampoco de cuerpo, además su forma de hablar es demasiado meticulosa y desagradable, mientras que Osugi, con su figura sensual y seductora, sí que es atractiva de verdad. Para mí, mi esposa, en estado normal, es la mujer más desabrida del mundo. Su rostro me causa tanta repugnancia que no aguanto su presencia más allá de un minuto y termino yéndome con Osugi. Aunque, a veces, sí, me da pena actuar de esa manera. Pero esa repugnancia, digamos congénita, se convierte en algo totalmente distinto cuando mi mujer se echa a llorar, y así su piel morena y otras fealdades suyas terminan siendo, ¿cómo decirlo?, de una belleza suprema, a la que una mujer como Osugi jamás podrá aspirar.

—Bueno, ¿cómo es esa belleza? ¿Cómo cambia tu esposa? A lo mejor será difícil de explicar, ¿pero no me puedes describir lo que sientes cuando estás delante de ella en ese estado que tú llamas supremo?

—Bueno… veamos, por ejemplo, sus ojos, que en estado normal están nublados y carentes de vitalidad, se iluminan de repente con las lágrimas, se animan y resplandecen cuando empieza a llorar. No sería exagerado decir que lucen tan bellos como cristales. Los ojos de Osugi también son encantadores, pero nunca alcanzan a tener un brillo tan puro como los de mi esposa cuando se inundan de lágrimas. Me lleno de tristeza ante los ojos de mi esposa, pero es una tristeza tan agradable que me purifica el cuerpo y el alma.

—Dices entonces que, más que bellos, son puros.

—Exactamente, son puros. No sé por qué, pero siempre asocio esos ojos con dios, es como si ellos me aseguraran que dios existe. Yo me imagino que dios es algo tan puro y supremo como los ojos de mi esposa. Bueno, supremo sonaría un poco extraño para ella, que es una persona ordinaria, pero sus ojos sí me parecen supremos. Mi esposa, a diferencia de las personas malvadas, como Osugi y yo, es de buen corazón y, en ese sentido, está más cerca de dios, y creo que, justamente por eso, aparece un elemento divino en sus ojos cuando se desbordan de lágrimas. Y aquel toque de divinidad transforma, para bien, todo lo demás. Su rostro y su cuerpo, que en estado normal carecen de encanto, se embellecen, y curiosamente todos sus defectos se convierten en virtudes. Ante aquella mudanza me quedo maravillado. Imagínese además que de esa figura de belleza suprema sale su voz velada por el llanto, con un tono de tristeza tan fino y elegante, totalmente distinto al de su voz normal, que me hace vibrar las entrañas, y me dice: “Arrepiéntete y conviértete en un hombre bueno. Te lo pido por favor”. ¿Cómo no voy a sentir que aquel ser maravilloso me enternece y me purifica el corazón?

—¿Y tú, qué le dices cuando llora por ti?

—Siempre le digo: “Qué fastidio con esa lloradera. No me jodas”. A veces le doy unas cuantas cachetadas y le digo: “Deja esa mierda de chillidos”. Insisto en tratarla así porque se vuelve realmente insoportable, pero al mismo tiempo sé que eso la hace llorar más. Ni yo mismo estoy seguro si lo hago para hacerla llorar más o para callarla.

—¿Tú también empiezas a llorar cuando la maltratas?

—Ella no para de llorar y aguanta cualquier clase de maltratos, y por si fuera poco comienza a recriminarme, con su voz quebrada y gangosa a causa de su nariz obstruida por el llanto. Y me angustia todavía más cuando me dice con los ojos inundados en lágrimas, que me lanzan miradas penetrantes: “Pégame todo lo que quieras, mi amor, si eso te sirve de algo, pero, por favor, te suplico que dejes esa vida de criminal”. Sus ojos, que en esas ocasiones me parecían de una belleza suprema, me infunden tristeza y horror, y para superar tales sentimientos la agarro de repente por su cabello suelto y la arrojo contra el piso. Tumbada ahí, sigue llorando sin parar. Su llanto persistente, con esa vocecita débil como el chillido de una rata, me deja en un estado de embriaguez inexpresable, y ahí es cuando comienzo a llorar conmovido, a pesar de que trato de controlarme diciéndome a mí mismo que no debo llorar.

—En esas ocasiones, ¿te quedas llorando en silencio o le dices algo cariñoso a tu esposa?

—Le digo: “Deja de llorar, que me haces llorar también. Aprecio tus lágrimas y también tus consejos, pero qué se puede hacer si yo he sido destinado para ser un criminal. Sé que vas a sufrir mucho, pero resígnate, no queda otra, que por algo eres mi esposa. Lo siento”. Entonces ella me responde con monosílabos, y luego reanuda su llanto, cada vez más dolida. Cuanto más trato de decirle algo, más lágrimas me salen sin cesar, y terminamos llorando juntos casi en un estado de euforia.

—¿Y todavía no te arrepientes? Podrías ser un hombre bueno si lograras mantenerte en ese estado.

—Es que eso no dura nada. Aunque experimente una conmoción momentánea, pronto se me olvida, y de nuevo me dedico al crimen. Llorar no me sirve para cambiar de vida. Estoy segurísimo de que, mientras viva, seguiré haciendo cosas malas hasta el final, y que mi esposa nunca dejará de llorar por mí. La vida seguirá de la misma manera.

—A ver, ¿tu esposa sí tiene esperanzas de que algún día dejes tu vida de criminal? ¿O llora totalmente resignada sin esperanza alguna?

—Seguro que tiene esperanzas de cambiarme la vida con sus empeños. Si no, no lloraría con tanta insistencia y paciencia, reprochando mi conducta con el caudal de sus lágrimas. Ésa es su virtud, que me conmueve tanto.

—Pero esa conmoción tuya, que no sirve para que te arrepientas, no te redime de ninguna manera de los pecados. ¿Para qué sirve tanta euforia, si no conlleva ningún cambio en tu vida?

—Claro que sirve para algo, pues peor sería carecer por completo de ternura. Al menos esa euforia, como usted la llama, me permite abrigar cierta esperanza de cara a mi salvación en la otra vida. Aunque soy un malvado sin remisión, me importa no olvidar, aun cuando no me arrepienta, que soy un criminal responsable de una barbaridad de crímenes, y poder así creer a la vez que estoy en manos de dios gracias a mi esposa que llora por las maldades que he cometido. Un malvado como yo debe recordar siempre y en todo momento que es un malvado. Si no lo hiciera, no podría nunca expiar sus pecados. En este sentido, mi esposa me importa mucho, aunque la trato como si fuera una bestia, puesto que mi salvación podría depender de su existencia.

—Entonces, tu esposa sólo ha vivido para ti, mientras tú vives como te da la gana. ¿No piensas en su felicidad?

—Creo que a ella también le sirve de algo cumplir con la misión de redimirme. Vivir con un esposo de buen corazón le aliviaría el peso del sufrimiento, pero mi esposa, por su naturaleza bondadosa, prefiere asumir una vida de angustias y sobresaltos, en lugar de una vida tranquila, si así logra salvar a un malvado como yo. Es natural que un ser humano sufra. Yo tampoco soy la excepción.

—Dijiste que no querías confesar ese sentimiento a tu esposa, ¿pero no crees que te pueda llegar el momento de contarle todo esto?

—Yo creo que sí, ese día llegará. Pero sospecho que no va a ser en esta vida.

—¿Tú crees firmemente en la otra vida?

—No estoy muy seguro, pero mi vida en este mundo sería insoportable si no existiera.

—¿Por qué?

—Porque así me seguirían atormentando para siempre los remordimientos, con alguien en particular. Con dios, con mi esposa, o acaso conmigo mismo. De verdad no lo sé, señor.

La creación

1

—¡Hermano! ¡Cuánto tiempo! He venido a saludarte. ¿Puedo pasar?

—¡Vamos, Ayako! Pasa, pasa. ¿Y ese milagro?

—Acabo de regresar de un viaje al norte con mi marido. Ya es plena primavera aquí en Tokio, ¿verdad?

—Bueno, sí, ya estamos a mediados de marzo.

—Y te quedas en este cuarto con todas las ventanas cerradas a pesar del clima tan agradable. ¿Tienes tanto trabajo, hermano?

—Sí, más o menos.

—Pero no te veo tan ocupado.

—Necesito pensar antes de comenzar mi labor. Aun cuando parezca desocupado, se me puede ocurrir una idea genial al encerrarme así en este estudio, cavilando de una u otra manera. Justo ahora, antes de que entraras, estaba comenzando a planear algo interesante.

—A ver, ¿cómo es eso?

—Es que no es fácil de explicar. Ten un poco de paciencia, necesito tiempo para llevarlo a la práctica como una verdadera obra de arte. Va a ser un trabajo de gran envergadura que requiere mucha dedicación.

—Ojalá que así sea. Como no has exhibido ninguna obra en estos cuatro o cinco años, andan diciendo por ahí que Kawabata ya es demasiado viejo para estar al corriente de la vanguardia. Me da rabia tener que soportar esas críticas mordaces sobre ti.

—Deja esa estupidez. Qué te importa que hablen mal de mí si confías en mi vocación. Sólo tengo treinta y seis años. ¿Cómo es posible que sea demasiado viejo? A otro perro con ese hueso. Bueno, pero si tú tampoco tienes capacidad para comprender mi arte, como cualquiera de esos tipos, qué le vamos a hacer. Ya verás cuando culmine mi obra.

—Se nota que tienes mucha confianza en tu proyecto. Ojalá se trate de una obra maestra.

—Será una obra nunca antes vista en Japón. Estoy seguro del éxito impresionante que tendrá, porque se trata de una
creación
en el sentido original de la palabra.

—Aun así, ¿no puedes superar el arte occidental?

—Ninguna creación mía será superior al arte occidental. Por los momentos no va a surgir ningún japonés capaz de vencer a los occidentales en cuanto a la calidad artística de sus obras. Estoy segurísimo de ello aunque parezca un mero prejuicio.

—Y la vas a presentar en la exposición de otoño cuando la termines.

—No, no es un trabajo que pueda terminar tan rápido. Será la obra de mi vida, y no sé cuánto tiempo voy a emplear en ella. De todas maneras, no se trata de una obra para ser presentada en una exposición.

—Si es así, qué se puede hacer. No tengo más remedio que esperar con paciencia. Mira, hermano, hablando de la obra de tu vida, hoy he venido a proponerte una de la mía, de mi vida, quiero decir.

—¿Cómo así?

—Espero no fastidiarte con el asunto, pero se trata de tu…

—Quieres hablar del matrimonio.

—Adivinaste. Es que he conocido una mujer ideal para ti. Por favor, no pierdas esta oportunidad, que no habrá otra mejor, te lo digo de verdad. Ya sé muy bien que no eres un viejo, pero a los treinta y seis años deberías pensar en vivir definitivamente con alguien.

—Te lo agradezco mucho, pero no pienso hacerte caso. Ni esta vez ni nunca, ya no me ofrezcas ninguna clase de matrimonio. Con mi primera esposa aprendí la lección.

—Bueno, pero ya no eres el mismo, ni es con la misma mujer. La nueva candidata no es comparable con T, te lo aseguro.

—La mujer será diferente, pero yo no creo haber cambiado, para nada. Al separarme de T, me convencí de que un artista, especialmente uno tan singular como yo, no se debe casar nunca.

—Pero, seguramente, mientras sigas viviendo sólo tendrás momentos de tristeza. ¿No es verdad?

—Sí, cierto. Sin embargo, en esos momentos no tengo ninguna necesidad de esposa. Con un par de mujeres que te acompañen de vez en cuando, no se sufre nunca. Amigas, sí, pero esposas, no, gracias, que son sólo estorbos para mi trabajo.

—¿Cómo se te ocurre hablar así si no has producido nada en estos cinco o seis años que llevas viviendo solo?

—Eso ha sido por el daño que me hizo el matrimonio con T. Antes de casarme poseía una fuente inagotable de inspiración, pero la vida conyugal que tuve que soportar me bloqueó por completo la imaginación. Apenas ahora me estoy recuperando de aquella desgracia, y me dispongo a recomenzar una nueva etapa en mis actividades creativas.

—¿Qué tal si te enamoras de alguna mujer en el futuro? ¿Igual no te casarías?

—No creo que me vuelva a enamorar. Mejor dicho, estoy enamorado del arte. No quiero nada más que mi arte. Para mí la mujer no es sino la fuente que satisface el deseo sexual.

—Pero dijiste una vez algo totalmente distinto: que el amor, la mujer y el arte son una sola cosa; que lo noble de la labor artística consiste en representar la vida en estado puro. ¿Me equivoco?

—Creo que sí lo dije.

—O sea que has cambiado de opinión sobre el arte.

—Tienes razón. Mira, en el fondo mi posición artística sigue siendo la misma, pero al enfrentarme con mi vocación y la circunstancia que me ha tocado vivir, he tenido que renunciar a la idea de convertir mi vida en una obra de arte. Ya estoy convencido de que mi arte no debe tener nada que ver con mi propia persona. Por más que viva como un ser humilde, puedo hacer que mis obras sean de una belleza suprema.

—No entiendo muy bien el punto, pero tu arte, ¿no tendría entonces ningún vínculo con tu vida cotidiana o con tus sentimientos?

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