Historia de los griegos (7 page)

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Authors: Indro Montanelli

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BOOK: Historia de los griegos
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Empezaba con las Matemáticas. Pero no como las concebían los groseros y utilitarios egipcios que sólo las inventaron con objetivos prácticos, sino más bien como teoría abstracta para alentar las mentes hacia la deducción lógica, hacia la exactitud de las relaciones y a su comprobación. Sólo después de haber elevado los alumnos a este nivel, pasaba a la Geometría, que con él se articuló definitivamente en sus elementos clásicos: axioma, teorema y demostración. Sin conocer a Tales descubrió por sí mismo varios teoremas. Por ejemplo, que la suma de los ángulos de un triángulo es igual a dos ángulos rectos, y que el cuadrado de la hipotenusa de un triángulo rectángulo es igual a la suma de los cuadrados de los catetos. ¡Quién sabe cuántas otras verdades habría anticipado si no hubiese despreciado estas «aplicaciones», que consideraba demasiado humildes para su genio! Apolodoro cuenta que cuando descubrió el segundo de dichos teoremas, el de la hipotenusa, Pitágoras sacrificó cien reses en agradecimiento a los dioses. La noticia está absolutamente desprovista de fundamento. El maestro se ufanó toda la vida de no haber tocado jamás un pelo a un animal, obligaba a sus alumnos que hicieran otro tanto, y el único ejercicio que le procuraba goce no era la formulación de los teoremas, sino la especulación en los cielos abstractos de la teoría.

También la Aritmética, que constituía el tercer estadio, la concibió no como instrumento de contabilidad, sino como estudio de las proporciones. Y así fue como descubrió las relaciones de número que regulan la música. Un día, al pasar por una herrería, quedó impresionado por la rítmica regularidad del repicar del martillo sobre el yunque. De vuelta a su casa, ejecutó experimentos haciendo vibrar agujas de idéntico espesor y tensión, pero de distinta longitud. Concluyó que las notas dependían del número de vibraciones, lo calculó, y estableció que la música no era más que una relación numérica de ellas, medida según los intervalos. Hasta el silencio, dijo, no es sino una música, que el oído humano no percibe sólo porque es continua, es decir, que carece de intervalos. Es la «música de las esferas», que los planetas, como todos los demás cuerpos cuando se mueven, producen en su girar alrededor de la Tierra. Pues también la Tierra es una esfera, dijo Pitágoras dos mil años antes que Copérnico y Galileo. Gira sobre sí misma de Oeste a Este y está dividida en cinco zonas: ártica, antártica, estival, invernal y ecuatorial; y, con los demás planetas, forma el
cosmos.

No hay duda de que estas intuiciones hacen de Pitágoras uno de los más grandes fundadores de la ciencia y el que más ha contribuido a su desarrollo, aunque en algunos de sus descubrimientos definitivos e inmortales injertara además algunas curiosas supersticiones difundidas en aquellos tiempos, o recogidas en sus viajes a Oriente. Sostenía, por ejemplo, que el alma, siendo inmortal, transmigra de un cuerpo a otro, abandonando al difunto, purgándose durante cierto tiempo en el Hades, y reencarnándose; y que él, personalmente, recordaba muy bien haber sido antes una famosa cortesana, después el héroe aqueo Euforbo de la guerra de Troya, tanto que, estando en Argos, reconoció en el templo la coraza de hierro que había llevado en aquella expedición.

Sin embargo, son estas poco pitagóricas fantasías las que nos acercan un poco al plano humano y nos inclinan a alguna simpatía para con este hombre de cerebro traslúcido y de corazón árido, que de otro modo nos sería francamente antipático. Timón de Atenas, que no obstante estaba en condiciones de alcanzar su grandeza e intelectualmente le estimaba, le describe como «un sablazo de lenguaje solemne que logró adquirir importancia a copia de dársela». Sin duda, hay su verdad. Aquel «liberal» que había huido de Samos por culpa de la dictadura, instauró después una en Crotona que habría llenado de envidia a Sila, Hitler y Stalin. No se limitaba a practicar la virtud absoluta con una vida casta, con una dieta rigurosa, con una actitud contenida y sosegada, sino que hizo de ello un instrumento de publicidad también. Detrás de aquel su administrarse con parsimonia, haciéndose desear durante cuatro años por sus propios alumnos y concediendo la gracia de relaciones personales con él solamente a los que daban suficientes garantías de adorarle como a un Mesías, había una vanidad incomprensible. En su
autos epha
está el precedente de «el Duce tiene siempre razón». Y, en efecto, como todos los que siempre tienen razón, también él acabó en la plaza de Loreto.

Encerrado en su orgullo de casta, y convenciéndose cada vez más de estar constituyendo una clase selecta y predestinada por los dioses a poner orden en el pueblo de los hombres comunes, el Círculo de los pitagóricos decidió adueñarse del Estado y fundar en Crotona, sobre la base de las verdades filosóficas elaboradas por el Maestro, la república ideal. Como todas las repúblicas, aquélla había de ser una «tiranía ilustrada». Ilustrada, se comprende, por Pitágoras, jefe de una aristocracia comunística que, con una potente G. P. U., prohibiría a todos el vino, la carne, los huevos, las habas, el amor y la risa, obligándoles, en compensación, a la «autocrítica».

No sabemos si se trató de una verdadera y propia conjura ni cómo se desenvolvió. Sabemos solamente que en determinado momento los crotonenses se dieron cuenta de que todas las magistraturas estaban llenas de pitagóricos: gente austera, muy seria, aburrida, competente y sosegada, que estaba a punto de convertir a Crotona en lo que Pitágoras convirtiera su academia: algo entre fortaleza, cárcel y monasterio. Antes de que fuese demasiado tarde, rodearon el seminario, sacaron a los inquilinos y les zurraron. El Maestro huyó en calzoncillos, de noche, pero un destino vengador guió sus pasos hasta un campo de habas. Con el odio que las tenía, se negó a echarse en él para esconderse. Con lo que fue alcanzado y muerto.

Tenía, por lo demás, ochenta años, y ya había puesto a salvo sus
Comentarios,
confiándolos a su hija Damona, la más fiel de sus seguidores, para que los divulgase por el mundo.

CAPÍTULO X

Tales

Una de las primeras ciudades que los griegos fundaron en la costa del Egeo fue Mileto. Llegaron primeramente, en calidad de pioneros, los veteranos de la guerra de Troya, y acaso no fueron absolutamente a propósito; sino tan sólo arrojados como náufragos de la tempestad que dispersó la flota de Agamenón y en la que andaba también Ulises.

Los griegos, cuando hacían
apoikia,
es decir, cuando ponían su casa en el extranjero, trataban a los antiguos inquilinos —que estaban mucho menos evolucionados que ellos— de modos diversos, que no eran jamás, empero, muy tiernos. Y en Mileto, por ejemplo, dado que llegaron solteros, usaron aquello de matar del primero al último a los hombres y casar con las viudas, que eran de sangre caria, o sea oriental, y —por lo que podemos presumir del gentil episodio— más bien guapetonas. Ellas lloraron a los maridos muertos, aceptaron a los vivos, absorbieron el idioma y la civilización y les dieron muchos hijos. Y a los cuatro siglos de aquel brusco cruce, ocurrido hacia el año 1000 antes de Jesucristo, Mileto era la ciudad más rica y evolucionada del mar Egeo. Como siempre, empezó haciéndose gobernar por un rey y, después por la aristocracia, y por fin por la democracia, que degeneró en la consabida dictadura.

En el siglo VII el dictador de turno se llamaba Trasíbulo, tirano prepotente, pero inteligente, bajo el cual Mileto convirtióse en capital, no sólo de la industria (sobre todo textil) y del comercio, sino también del arte, la literatura y la filosofía. La colonia había fundado a su vez otras ochenta colonias, entre grandes y pequeñas, en la costa y en las islas circundantes, y en todo el mundo griego se hablaba de ellas con acento escandalizado por mor de la riqueza, la libertad y el lujo de que disfrutaban. Sus marinos eran los más recelosos, sus mujeres las más refinadas, y su cultura la más avanzada.

Esta cultura había escapado a las manos de los sacerdotes, que en todas las demás partes detentaban aún el monopolio, y se había vuelto laica, escéptica y sometida al examen crítico del libre pensamiento. Mientras en el continente la ciencia se confundía aún con la mitología y había quedado en lo que enseñaran Homero y Hesíodo —por lo demás muertos hacía poco— en Mileto había ya quien jubiló a los dioses con sus leyendas, y fundó sobre bases experimentales la primera escuela filosófica griega, la naturalista.

Era un llamado Tales, que nació en 640 de una familia no griega, sino fenicia. De niño tuvo reputación de divertido y zángano porque estaba siempre distraído e inmerso en sus pensamientos; tanto, que a menudo no sabía dónde metía los pies, y un día se cayó por las buenas dentro de un foso, provocando la hilaridad de sus conciudadanos que le consideraban como un inútil. Tal vez también porque, herido en su orgullo por aquellos sarcasmos, Tales se metió en la cabeza demostrar a todos que, si quería, también él sabía ganar dinero. Y, haciéndoselo prestar, probablemente por su padre, que era un mercader acomodado, compró todas las almazaras que había en la isla para el aceite. Érase un invierno, y los precios eran bajos por falta de demanda. Pero Tales, estudioso y competente en Astronomía, había previsto un buen año y una cosecha de aceitunas favorable que, en el momento oportuno, haría inapreciables aquellas zarandajas. Sus cálculos se confirmaron. Y el otoño sucesivo pudo imponer a los usuarios, como monopolizador, los precios que quiso. Con esto se tomó un bonito desquite sobre los que tanto le habían escarnecido, acumuló un discreto patrimonio que le permitía vivir de renta, y se dedicó enteramente al estudio.

Del científico tenía, además de la distracción, la curiosidad, la capacidad de observación y el espíritu de intuición. Habiendo estado en Egipto para ponerse al corriente de los progresos que allí habían hecho las Matemáticas, aplicó los resultados calculando la altura de las pirámides, que nadie sabía, con el método más sencillo y expeditivo: midió su sombra sobre la arena en el momento que él mismo proyectaba una de la misma longitud que su cuerpo. E hizo la proporción. Bastante tiempo antes de que Euclides, padre de la Geometría, viniese al mundo, Tales había formulado ya buena parte de los principales teoremas sobre los que se basa la ciencia. Había descubierto, por ejemplo, que los ángulos de la base de un triángulo isósceles son iguales; que son otro tanto iguales dos triángulos que tienen en común dos ángulos y un lado, que los ángulos opuestos, formados por el cruce de dos rectas, son también iguales.

En cuclillas sobre la cubierta de la embarcación que le transportaba de un puerto a otro del Mediterráneo, cavilaba acerca de todo ello. Y de noche estudiaba el cielo, tratando de darle un orden y una lógica, a la luz de cuanto había aprendido en Babilonia, donde los estudios de Astronomía estaban más desarrollados. Compartió muchos errores de su tiempo, se comprende, porque carecía de instrumentos para comprobar su falta de fundamento. Creyó, por ejemplo, que la Tierra era un disco flotante en una interminable extensión de agua, y personificó en el Océano a su creador.

Según él, todo procedía del agua y acababa en el agua. Aristóteles dice que esta idea le fue sugerida por la observación de que todo cuanto alimenta a animales y plantas es húmedo. Puede ser. Como fuese, Tales fue el primero en comprender que todo lo que forma lo creado tiene un principio único y común. Equivocóse al identificarlo con el agua. Mas, a diferencia de todos los que le precedieron y que habían hecho remontar el origen de las cosas a una pluralidad de otras cosas o personas, atisbó el origen único de todo, es decir, fue el primero en dar fundamento filosófico al
monismo
(de
monos,
que precisamente quiere decir
uno
).

Tales imaginó la vida como un alma inmortal, cuyas partículas se encarnaban momentáneamente ora en una planta, ora en un animal o un mineral. Lo que moría, según él, era solamente estas momentáneas encarnaciones, de las cuales el alma inmortal tomaba sucesivamente la forma y constituía la fuerza vital; para las cuales, entre vida y muerte no había diferencia sustancial. Y cuando le fue preguntado por qué, entonces al obstinarse en preferir la primera a la segunda, respondió: «Precisamente porque no hay diferencia.»

Tales era hombre de carácter tranquilo y bondadoso, que procuraba enseñar a sus conciudadanos y razonar correctamente, pero no se indignaba cuando aquéllos no le comprendían o se reían francamente de él. Para ellos fue una gran sorpresa el día que los otros griegos le incluyeron en la lista de los Siete Sabios al lado de Solón. Los milesios no se habían dado cuenta de que tenían en Tales un conciudadano tan ilustre e importante. Una sola vez lo sospecharon: fue cuando predijo el eclipse de sol para el 28 de mayo de 585, y el eclipse, en efecto, aconteció. Pero, en vez de admirarle, por poco le acusan de brujería.

Era un hombre agudo, que fue precursor de Sócrates en la técnica de rebatir las objeciones ajenas con respuestas que parecían bromas solamente a todos los necios, que creen que la seriedad es lo mismo que el engreimiento y la prosopopeya. Cuando le preguntaron cuál era, según él, la empresa más difícil para un hombre dijo «Conocerse a sí mismo.» Y cuando le preguntaron qué era Dios, respondió: «Aquello que no comienza y que no acaba», que es todavía, después de dos mil quinientos años, la definición más pertinente. A la pregunta de en qué consiste, para un hombre virtuoso, la justicia, replicó: «En no hacer a los demás lo que no se quiere que sea hecho con nosotros.» Y en esto se anticipó en seiscientos años a Jesús.

Le llamaban
sopho,
es decir, sabio, aunque con un matiz de bondadosa ironía. Demostró serlo hasta en el más estricto sentido de la palabra, no molestando jamás a nadie, contentándose con poco y manteniéndose alejado de la política. Esto no le impidió ser amigo de Trasíbulo, que con frecuencia mandaba a llamarle porque se divertía con su conversación. La única cosa que le hacía olvidar la Filosofía era el deporte. El pacífico, distraído y sedentario Tales era un «hincha» rabioso, no perdía un espectáculo en el estadio y allí murió viejísimo, durante una competición de atletismo, acaso de dolor al ver perder a su «equipo preferido».

Dejó un alumno, Anaximandro, que continuó sus indagaciones y perfeccionó algunas, contribuyendo a asentar sobre bases científicas la
Física
de Tales y anticipándose a las teorías de Spencer. Pero no tenía la originalidad y el genio del Maestro. Vivió en una Mileto que estaba decayendo con rapidez, política y económicamente, después del lozano florecimiento de los tiempos de Trasíbulo y de Tales. En 546 la isla fue anexionada por Ciro al Imperio persa, y la cultura griega entró en agonía. Tales hubiera dicho que la cosa no tenía importancia porque también la cultura y el Imperio no son más que formas pasajeras del alma inmortal. Pero sus compatriotas no compartieron tal opinión.

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