Authors: Juan Francisco Fuentes y Emilio La Parra López
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El principal temor de los dirigentes provenía de la clase obrera, cada vez mejor organizada gracias a su propia fuerza y a las libertades públicas propiciadas por el sistema. Asimismo se fue haciendo más reivindicativa en materia política. Para contrarrestar esta tendencia, los gobiernos ensayaron, inicialmente, la represión, pero pronto constataron la escasa viabilidad de este procedimiento y optaron por atraerse a la clase obrera mediante la adopción de políticas sociales. En este punto fue pionera la Alemania de la época de Bismarck. Obsesionado por el auge de los socialistas, a quienes atribuía la responsabilidad de los problemas económicos y tildó de antipatriotas por su negativa a votar créditos militares para seguir en los años setenta la guerra contra Francia y por su apoyo a la Comuna de París, Bismarck prohibió en 1878 las publicaciones y grupos declarados socialdemócratas y terminó por disolver todas las organizaciones socialistas. Ante los escasos resultados positivos de esta táctica, en los años ochenta el canciller alemán recurrió a otra más sutil, consistente en impulsar desde el gobierno una legislación social basada en el establecimiento de seguros de enfermedad, accidentes, invalidez y vejez costeados por el gobierno, los empresarios y los propios obreros. Las elevadas cotizaciones y la escasa incidencia de estas leyes en la mejora de las condiciones laborales no impidieron que en Alemania los asalariados continuaran engrosando las filas del Partido Socialdemócrata Alemán (SPD) y de los sindicatos. El pretendido alelamiento de la masa obrera de las organizaciones de clase no dio el resultado apetecido, pero el ejemplo alemán fue seguido de inmediato en otros países. A partir de la década de los noventa, varias naciones europeas promulgan un conjunto de leyes similares a las de Bismarck, con resultados igualmente limitados en cuanto al control de la clase obrera.
La intervención del Estado en materia laboral constituyó, sin embargo, un considerable avance en el proceso de democratización social y, junto a las medidas favorables a la educación primaria, se convirtió en la base de lo que más tarde se conocerá como el Estado de bienestar (Welfare State o État-Providence). El Estado asumió, asimismo, un papel creciente en la economía, sin que se llegara todavía a superar las teorías no intervencionistas propias del liberalismo decimonónico. Su participación fue muy activa en lo relativo a la dotación de infraestructuras para las ciudades (transportes urbanos, alumbrado público, suministro de agua), pero en los países más industrializados no se notó de forma especial en el conjunto de la actividad económica. En Alemania, el Reino Unido o Estados Unidos los gastos del Estado antes de la Guerra Mundial no superaron nunca el 10% de la renta nacional. Otra cosa sucedió en aquellos países cuya industrialización comenzaba a cobrar auge en esta época, como Japón y, por diferentes razones, también en el Imperio ruso, donde las inversiones estatales fueron decisivas en casi todos los sectores industriales.
Hasta 1914 los cambios en la función del Estado no fueron, a pesar de todo, excesivos, pero los que se produjeron demostraron que se iniciaba un nuevo tiempo en el que la exigencia de las masas forzaba a los políticos y a las instituciones públicas a atender con más aplicación las necesidades generales y, ante todo, las de las capas sociales menos favorecidas. Los gobernantes no pudieron desentenderse de estas demandas y tuvieron que adaptar a ellas la estructura estatal y la propia organización de la vida política. En todas partes creció el número de funcionarios al servicio del Estado (la burocracia, Objeto de la atención teórica de Max Weber), se ampliaron los presupuestos estatales y, en consecuencia, se elaboraron nuevas leyes fiscales que incrementaron las cargas impositivas sobre las rentas más elevadas, con el consiguiente rechazo por parte de las clases pudientes.
También los partidos políticos experimentaron importantes transformaciones. Los tradicionales partidos de cuadros, formados por la reunión de unos cuantos «notables», resultaron poco operativos para recabar el voto de las masas y se vieron obligados a reorganizarse. En general, adoptaron una estructura central, con ramificaciones territoriales destinadas a captar el máximo número posible de adhesiones. El grueso de la población, cada vez mejor informado (el papel de la prensa resultó decisivo en este punto) constató, a su vez, que las elites tradicionales integrantes de aquellos partidos no representaban adecuadamente sus intereses. Los más activos en esta denuncia fueron los obreros, pero también se generalizó entre las clases medias y entre los «pequeños»: propietarios, comerciantes, industriales, profesionales liberales, etc. Estos últimos se organizaron en grupos de distinta naturaleza, según los países, e incrementaron sus exigencias ante los poderes públicos, recabando una mayor atención hacia los menos favorecidos. No se objetaron las bases fundamentales del sistema (propiedad privada, libertades individuales, representación electoral… ), sino las políticas concretas de los gobiernos. Así surgieron en Europa y también en Estados Unidos los «movimientos radicales». En unos casos se forman partidos políticos, como en Francia, donde el Partido Republicano Radical y Radical-Socialista, creado en 1901, alcanzará el poder y marcará la evolución de la Tercera República hasta 1914; en otros no se pasa de la crítica al sistema, como ocurre con el grupo norteamericano cuyo núcleo radicó en el barrio neoyorkino de Greenwich Village, aunque algunos de sus integrantes derivaron posteriormente hacia el comunismo (es el caso del famoso periodista John Reed).
La transformación política de mayor calado tuvo lugar en el seno del movimiento obrero, a pesar de su división tras las divergencias que acabaron con la Asociación Internacional de Traba adores (la I Internacional, fundada en 1864) y del fracaso político de la Comuna de París. Desde finales de los años setenta, los socialistas habían formado partidos políticos en varios países europeos (en Alemania en 1875, tras la fusión de dos formaciones obreras anteriores, en España y Francia en 1879, en Austria, Suiza y Dinamarca el año siguiente, en Bélgica en 1885 y en Suecia en 1889), pero la auténtica renovación se operó en los años noventa. Una vez superada la dura represión del movimiento obrero subsiguiente a la Comuna, la clase obrera reaccionó frente a las nuevas condiciones económicas y laborales con un espíritu de unidad muy superior al de las décadas anteriores y con mayor conciencia en la lucha por la defensa de sus intereses. En todos los países los socialistas protagonizaron una creciente movilización política, la cual favoreció la unificación de grupos de esta tendencia y fortaleció a los partidos políticos. En 1890, tras la supresión de las medidas de excepción decretadas por Bismarck, se reconstituyó el Partido Socialdemócrata Alemán (SPD), auténtico guía del socialismo internacional en la época. En Francia se tardó más en superar la división, pero en 1905, bajo el impulso de Jaurès, se produjo un reagrupamiento de partidos denominados socialistas en el Partido Socialista Unificado, sección francesa de la Internacional Obrera (SFIO). En Italia se fundó el Partido Socialista Italiano (PSI) en 1892, dos años más tarde se creó el holandés y en 1898 nació el Partido Socialdemócrata Ruso. En el Reino Unido costó trabajo superar la división entre las dos organizaciones socialistas existentes desde los años ochenta: la Federación Socialdemócrata y la Sociedad Fabiana, ambas dirigidas por intelectuales de clase media y con escasa presencia entre los trabajadores. En 1893 se creó un partido político compuesto mayoritariamente por obreros (el Independent Labor Party), que incluyó entre sus objetivos la consecución de la propiedad colectiva de los medios de producción, aunque continuó siendo escasa su presencia en la vida política. En 1906 recibió el apoyo decidido del órgano central de los sindicatos y adoptó la forma definitiva del denominado, desde entonces, Partido Laborista.
Los partidos socialistas se vieron obligados a organizarse de forma diferente a los tradicionales partidos de cuadros, entre otros motivos porque sus candidatos electorales no podían hacer frente por sí mismos a los gastos de las campañas ni cabía esperar las ayudas financieras de empresas o de propietarios acomodados. Fue preciso, por tanto, convertir el partido en una agrupación de masas, tratando de integrar en él un número elevado de personas, las cuales aportarían, mediante una cuota regular, los fondos necesarios para su funcionamiento. Al mismo tiempo se impulsó la educación política de los militantes para paliar las carencias Normativas de la clase obrera. Esta función se desarrolló mediante la organización de reuniones periódicas, destinadas, como ha escrito Maurice Duverger, a potenciar la educación cívica de las masas populares para facilitarles el pleno ejercicio de sus derechos. En suma, de los partidos socialistas surgió todo un movimiento de concienciación popular que incidió de modo determinante en la vida pública de los países, haciéndola más reivindicativa y enriqueciendo el debate.
En vísperas de la Guerra Mundial el ascenso político del socialismo era considerable en toda Europa. En Alemania, el SPD consiguió en las elecciones de 1912 más de cuatro millones de votos y se convirtió en la principal fuerza política del Reichstag, con 1 10 escaños. También la presencia socialista en Francia fue considerable en 1914, con 103 diputados. En Italia, el PSI obtiene 59 escaños en las elecciones de 1913, en el Reino Unido los laboristas logran 40 diputados en 1910 y en otros países, aunque en menor número, también los candidatos socialistas consiguen entrar en los parlamentos. El éxito del socialismo no fue exclusivamente europeo. En Australia, Canadá y Unión Sudafricana se constituyeron asimismo partidos socialistas, y en Estados Unidos el Socialist Party of America (SPA) triplicó el número de sus afiliados entre 1908 y 1912. En este último año 56 ciudades norteamericanas contaban con alcaldes socialistas y en las elecciones presidenciales, ganadas por Wilson, el SPA obtuvo casi 900 000 votos (el 6% del total).
El éxito electoral y la capacidad de organización del socialismo durante los primeros años del siglo fue, a pesar de todo, relativo y no refleja con exactitud su auténtica fuerza. En general, no resultó fácil a los políticos socialistas ganar el voto de las capas Populares, bien porque éstas continuaran otorgándolo a los partidos liberales más progresistas, bien porque muchos sectores de la clase obrera estaban excluidos —por muy diversas razones— del derecho de sufragio. Así pues, en los países con democracia liberal los gobiernos continuaron copados por los partidos burgueses, los cuales intentaron adaptarse a las nuevas exigencias de la sociedad de masas y cambiaron sus promesas electorales, incidiendo en la satisfacción de las demandas sociales. Todos los partidos fortalecieron su organización central y establecieron en el ámbito local mecanismos destinados a atraerse a la población. Poco a poco fueron dejando de ser reuniones de notables para transformarse en organizaciones amplias, con un mayor número de afiliados, para los que se organizaban actividades recreativas y culturales y a los que mantenían informados mediante la propia prensa partidista, muy floreciente en esta época.
En los países con democracia liberal el régimen dominante era el «parlamentario», de acuerdo con el modelo establecido en el Reino Unido y Francia. En este sistema la preponderancia corresponde al poder legislativo, ejercido por un parlamento dividido en dos cámaras, una de representación más amplia y la otra (Cámara Alta o Senado) de composición elitista. El parlamento vota las leyes y el presupuesto estatal y otorga su confianza al gobierno, el cual es responsable ante el parlamento y por tanto puede ser depuesto en caso de que la mayoría le retire su confianza. El otro modelo de democracia liberal en la época fue el llamado «de separación de poderes», imperante en Estados Unidos, donde el parlamento no tiene influencia sobre el ejecutivo y viceversa. El presidente no puede disolver las cámaras (Congreso de Representantes y Senado) y éstas carecen de facultades para deponer al presidente salvo en caso de impeachment, es decir, si el presidente es denunciado por delitos de traición, corrupción u otros importantes contra el Estado. No obstante, en este modelo la separación entre el ejecutivo y el legislativo no es completa, pues el presidente tiene derecho a veto en determinadas leyes y participa en la iniciativa legislativa, es decir, puede sugerir al Congreso la adopción de una ley, aunque sin presentar un proyecto formal, y el Congreso, a su vez, puede presionar al presidente mediante los presupuestos, ya que sólo al Congreso corresponde su aprobación y control.
En el sistema político británico se inspiraron no pocos países, a pesar de que carecía de constitución escrita (elemento considerado imprescindible en todas partes para construir la democracia) y de que mantenía otras peculiaridades en la práctica electoral que lo diferenciaba del resto de las democracias liberales. La ausencia de constitución formal fue sustituida por la relación entre las fuerzas componentes del sistema (corona, parlamento y partidos políticos) de acuerdo con la tradición histórica británica y los principios del liberalismo político. El sistema funcionó de manera satisfactoria y permitió, como en todas partes, el avance progresivo en la democratización de la vida pública, aunque— como apunta E. Canales (1999, 228)— a un ritmo más lento que en otros Estados. Al comenzar el siglo XX continuaba privada del derecho a voto una gran parte de la población (las mujeres y algo más de un tercio de la población masculina), se mantenía el voto plural, que permitía a los que tenían propiedades en varias circunscripciones votar en cada una de ellas, la Cámara de los Lores dificultaba continuamente las reformas y la alta aristocracia terrateniente, una de las más exclusivistas del mundo, conservaba una amplia presencia en los gobiernos. El tono general de la vida política británica lo marcó el imperialismo, el debate en torno a la autonomía de Irlanda, el permanente conflicto social (en los años anteriores a la Guerra Mundial se sucedieron varias huelgas de gran duración y sumamente reivindicativas organizadas por los sindicatos de mineros, ferroviarios, estibadores y marineros) y el mantenimiento de rígidas costumbres sociales que dieron lugar a una vida cotidiana formalista y muy condicionada por la religión y la tradición (la "moral victoriana').
Al llegar al siglo la monarquía británica mantenía su prestigio, un tanto deteriorado durante la primera mitad del siglo anterior, gracias a la popularidad de la reina Victoria (1837-190l), a la habilidad en política exterior de su sucesor, Eduardo VII (1901-1910) y a la imagen típicamente británica y al espíritu conciliador de Jorge V (1910-1936). La corona se mostró respetuosa con el parlamento, cuyo período de esplendor coincidió con la segunda mitad del siglo XIX. Las progresivas reformas electorales habían ido diferenciando la composición de las dos cámaras, pues mientras los miembros de los Comunes eran elegidos por un porcentaje creciente de la población y, por tanto, representaban con mayor fidelidad al país, la composición social de los Lores continuaba inalterada (sus integrantes seguían siendo las altas dignidades de la iglesia anglicana y los pares británicos, es decir, aristócratas terratenientes). Así pues, el contraste entre ambas cámaras se fue acentuando y ello provocó continuos choques, saldados finalmente con el triunfo de los Comunes. En 1909-1911, el enfrentamiento mutuo llegó a su apogeo. La causa fue la permanente obstrucción de los Lores a las disposiciones sobre la autonomía de Irlanda, donde eran considerables los intereses agrarios de la aristocracia, y su negativa a votar el presupuesto aprobado en los Comunes, el conocido como «Presupuesto del Pueblo», presentado por Lloyd George, que incrementaba la carga fiscal sobre las rentas más elevadas y las propiedades inmobiliarias. Finalmente, los Comunes se alzaron con la victoria, al conseguir aprobar en 1911 el Parliament Bill, por el cual los Lores perdieron su derecho a veto permanente, siendo sustituido por un veto temporal de dos años, tras el cual las disposiciones de los Comunes adquirían rango de ley. Ese mismo año se aprobó una remuneración económica para los miembros de los Comunes, lo que facilitó el ejercicio representativo para sectores sociales con escasos recursos personales, hecho que contrastó con el progresivo absentismo de los integrantes de los Lores, más ocupados en la administración de sus posesiones que en la tarea política.