Historia universal del Siglo XX: De la Primera Guerra Mundial al ataque a las Torres Gemelas (69 page)

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Authors: Juan Francisco Fuentes y Emilio La Parra López

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BOOK: Historia universal del Siglo XX: De la Primera Guerra Mundial al ataque a las Torres Gemelas
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Sin embargo, las primeras ofertas de desarme bilateral, recibidas ya con interés por algunos gobiernos europeos, no parecieron encontrar demasiado eco en la administración norteamericana, que rechazó o ignoró las propuestas soviéticas de prohibición definitiva de las pruebas nucleares (agosto de 1985), de eliminación completa de las armas atómicas en el año 2000 (enero de 1986) y de reducción de las armas nucleares tácticas en todo el continente europeo «desde el Atlántico hasta los Urales» (junio de 1986). La firmeza norteamericana en el rechazo a estas iniciativas y el mantenimiento de la línea dura en la política exterior y de seguridad, visible en la concesión de créditos para la IDE, en la desvinculación de la Casa Blanca de los acuerdos SALT y en el bombardeo norteamericano de Trípoli en abril de 1985, empezaron a poner a Reagan en una situación muy comprometida ante una opinión pública occidental que se encontraba en plena gorbymanía. La telegenia estaba cambiando peligrosamente de bando, gracias al encanto de Gorbachov y de la popular Raisa, y la presión ambiental en favor de la negociación era muy fuerte (Veiga, Da Cal y Duarte, 1998, 316).

La administración Reagan acabó dando su brazo a torcer, y los primeros avances no tardaron en llegar. A un primer acuerdo sobre el control de armamentos firmado en Estocolmo por treinta y cinco países (septiembre de 1986) le siguió, apenas un mes después, el encuentro Reagan-Gorbachov en Reykjavik, concluido con una significativa aproximación de posiciones, sobre todo, en la vieja cuestión de los euromisiles. Aunque con algunos desencuentros y retrocesos, como el fracaso de la entrevista Shultz-Shevardnadze en Viena, las negociaciones entre las dos superpotencias marcharon a buen ritmo hacia la distensión y el desarme. Las cumbres de Washington y Moscú (1987 y 1988), en las que se acordó una reducción notable del arsenal nuclear, significaron un hito histórico por la magnitud de los acuerdos firmados y abrieron un camino sin retorno hacia el fin de la Guerra Fría. En los últimos años de la década, ya con George Bush, padre, en la Casa Blanca, el radio de acción de los acuerdos sobre desarme se amplió al armamento convencional. La retirada de las tropas soviéticas de Afganistán en 1989, la evacuación de los países de Europa del Este, decidida en 1990, y la autodisolución de las estructuras de mando del Pacto de Varsovia en 1991 culminaban un proceso que, iniciado como una nueva distensión, había concluido con el fin de la Guerra Fría por abandono de uno de los dos contendientes.

Este desenlace, que desbordó claramente los objetivos de la política de Gorbachov, sería incomprensible sin tener en cuenta los profundos cambios experimentados en el interior del bloque comunista desde el comienzo de la perestroika. Consecuente con los principios liberalizadores de sus reformas, el gobierno de Gorbachov había reducido sensiblemente su presión sobre los países del Este de Europa. El mismo cambio se produjo en las relaciones entre el Estado soviético y el mosaico de repúblicas y autonomías que componían la URSS. En ambos casos, el statu quo impuesto por Stalin tras la Segunda Guerra Mundial había dejado un largo reguero de tensiones y conflictos, a veces con consecuencias tan graves como los levantamientos populares de Berlín, Hungría, Checoslovaquia y Polonia en los años cincuenta y sesenta.

En este último país —sin duda, el más hostil al régimen comunista de toda Europa oriental—, se había desarrollado desde los años setenta un amplio movimiento de oposición en torno al sindicato Solidaridad, formado, en su mayor parte, por trabajadores católicos y liderado por el obrero metalúrgico Lech Walesa. La actitud desafiante de Solidaridad frente al gobierno comunista y su temible capacidad de movilización, con sus diez millones de afiliados, llegaron a poner en serio riesgo la continuidad del régimen. El golpe de Estado del general Jaruzelski en 1981 y la tímida represión subsiguiente sirvieron para frenar al movimiento opositor, pero no para acabar con él. Al contrario, el difícil propósito del gobierno militar de restablecer el poder del Estado sin provocar un baño de sangre no hizo más que aumentar la sensación de debilitamiento del régimen y agrandar el prestigio del sindicato y de su líder, que contaban con todo el apoyo de la poderosa Iglesia Católica y, en última instancia, del Papa Juan Pablo II, el polaco Karol Wojtyla, cuyo papel en la crisis polaca resultó fundamental. Un viaje suyo a Polonia en 1983, año en que Walesa obtuvo el premio Nobel de la Paz, y una visita del presidente Jaruzelski al Vaticano cuatro años después favorecieron una aproximación de posiciones entre el gobierno y Solidaridad, convertida definitivamente en una plataforma más política que sindical en la que coexistían una mayoría católica y otros grupos de oposición de muy diversa procedencia. Según uno de sus dirigentes, el historiador Bronislaw Geremek, en su interior eran fácilmente reconocibles tres colectivos distintos, los obreros, los campesinos y los intelectuales, cuyas diferencias saldrían a relucir cuando el sindicato pasó, casi sin solución de continuidad, de la clandestinidad al poder (cit. Ash, 2000, 104). Poco a poco se fue imponiendo la búsqueda de una solución negociada al callejón sin salida en el que se encontraban tanto el régimen comunista como la oposición, origen de una doble legitimidad que, descartada, como parecía, la vía represiva, sólo podía resolverse mediante una transición pactada. Así ocurrió, finalmente, en abril de 1989, cuando el gobierno y la oposición firmaron un acuerdo para la celebración de elecciones libres a una nueva Asamblea legislativa. Los comicios del mes de junio dieron a Solidaridad una victoria sin paliativos, que sorprendió al propio sindicato y que permitió a esta organización formar el primer gobierno no comunista del Este de Europa en los últimos cuarenta años. No obstante, el deseo de facilitar una transición suave llevó al nuevo primer ministro, Tadeusz Mazowiecki, a incorporar a cuatro comunistas a su gobierno, lo que, unido a la permanencia del general Jaruzelski en su cargo, evitó en un primer momento las tensiones propias de una ruptura total en el aparato del Estado. Al parecer, la idea de compartir el poder con los grandes derrotados en las elecciones partió del periódico Gazeta Wyborcza, que desempeñó, lo mismo que su director, Adam Michnik, un papel determinante en toda la transición polaca, tantas veces comparada con la española.

Cuando Solidaridad asumió el poder en Polonia, ya era evidente que Gorbachov había renunciado a la doctrina de Breznev de la soberanía limitada, aplicada a Checoslovaquia en 1968, y que cumpliría sus promesas de no interferir en la evolución interna de los países del Este. Se ha dicho que el proceso histórico que puso fin al comunismo duró diez años en Polonia, diez meses en Hungría, diez semanas en Alemania Oriental, diez días en Checoslovaquia y diez horas en Rumania. Aunque, naturalmente, no se puede tomar al pie de la letra esta cronología, hay una profunda verdad histórica que salta a la vista en esa forzada cadencia decimal: que en cada país del antiguo bloque soviético el proceso hacia el fin del comunismo tuvo un ritmo y un método distintos. Si en Polonia hay que atribuirlo a la larga lucha de un amplio movimiento de masas, en Hungría el cambio vino desde arriba por la acción del gobierno reformista que presidía Imre Pozsgay: liberalización económica, negociación con la oposición, dividida entre la Unión de Demócratas Libres y el Foro Democrático, revisión crítica de la historia del régimen, lo que conllevaba la condena de la represión posterior a la insurrección popular de 1956, progresivo desmantelamiento del monopartidismo… La rápida adaptación del sector reformista del comunismo húngaro a una situación sumamente fluida y su papel como motor del cambio político no bastaron para que el nuevo Partido Socialdemócrata, formado por los reformistas del régimen, obtuviera en 1990 el respaldo electoral necesario para consolidar su posición hegemónico. Tras las elecciones de abril de 1990, el poder pasó a las fuerzas no comunistas.

Mientras en Polonia y Hungría prevaleció la negociación entre poder y oposición y, en consecuencia, se impuso una transición pacífica y pactada hacia la democracia, en la mayoría de los países del Este los respectivos partidos comunistas mantuvieron una actitud intransigente ante la demanda social de cambio, aunque en muchos de ellos la inhibición de Moscú —cuando no su presión a favor del cambio— y la fuerza de la oposición acabaron por doblegar su resistencia. Así sucedió, por ejemplo, en Checoslovaquia, donde existía una larga tradición de disidencia política, sobre todo en los círculos intelectuales. Fue precisamente un escritor bien conocido por su oposición al régimen, Vaclav Havel, quien en diciembre de 1989 asumió la jefatura del Estado en pleno vacío de poder por la descomposición del régimen comunista, quince días después de la dimisión de su predecesor, Gustav Husak, un comunista ortodoxo y autoritario desbordado por la situación. A diferencia de este último, el presidente rumano, Nicolae Ceaucescu, prefirió resistir hasta las últimas consecuencias el descontento popular que se apoderó del país a lo largo de 1989. El resultado fue el episodio más sangriento de cuantos precedieron a la caída del comunismo en el Este de Europa. La revolución rumana se cobró la vida, entre otros, del propio presidente y de su mujer, Elena Ceaucescu, con la que, tras veinticinco años en el poder, había acabado formando un sistema de gobierno a caballo entre un comunismo sui generis, bastante mal avenido con la URSS, y una especie de Monarquía absoluta ligada a la todopoderosa familia Ceaucescu. En el otro gran país balcánico, Yugoslavia, víctima de una larvada crisis económica y política desde la muerte de Tito en 1980, la desintegración del sistema a partir de 1989 degeneró en una larga guerra civil en la que, como veremos más adelante, reaparecieron con inusitada violencia viejos problemas internos.

Los regímenes comunistas más anquilosados del Este de Europa, aparte del caso singular de Albania, situada en la órbita política de la China Popular, eran el búlgaro y el germano-oriental. En Bulgaria, se puede decir que el cambio no fue fruto ni del aperturismo gubernamental ni de la fuerza de la oposición, sino de la presión ejercida directamente desde Moscú, que impuso un relevo al frente del Estado. De esta forma, gracias al apoyo soviético, el sector más pragmático y reformista que encabezaba el ministro de Exteriores, Petar Mladenov, desplazó del poder al ala dura del Partido Comunista, personificada en el viejo Todor Zhikov. En la RDA, sometida desde su creación a un férreo régimen policial, la quiebra del sistema fue consecuencia inevitable de la relajación de la política exterior de la Unión Soviética, principal sostén del régimen, y de las transformaciones producidas en los países comunistas de su entorno. Así, el anuncio en mayo de 1989 de la supresión en Hungría de las trabas fronterizas con Austria atrajo a aquel país a más de trescientos mil alemanes orientales deseosos de pasarse al Oeste. Como dijo Lenin de los soldados rusos que abandonaban el frente en 1917, los ciudadanos de la RDA estaban votando con los pies. Las autoridades del país se vieron desbordadas por la presión popular, expresada en manifestaciones multitudinarias y en el masivo éxodo al Oeste. En octubre, Erik Honecker, veterano dirigente de la RDA desde 1971 y firme partidario de la línea dura, abandonaba su cargo, que fue ocupado por un reformista, Egon Krenz, quien, apenas unos días después, tomó la histórica decisión de permitir la apertura del muro de Berlín y autorizar el libre tránsito al sector occidental. Al cabo de unas pocas horas, en la noche del 9 al 10 de noviembre de 1989, la avalancha de ciudadanos sobre los controles policiales provocaba la simbólica caída del muro de Berlín. Este hecho no puso fin a los cambios en Europa oriental —el derrocamiento de Ceaucescu, por ejemplo, fue algo posterior—, pero ningún otro acontecimiento escenificó mejor el final de una época.

Si hubo disparidad en el punto de arranque y en el procedimiento seguido en la liquidación del comunismo, la confluencia en el año 1989 del final de estos procesos hace inevitable la aplicación de la famosa teoría del dominó tantas veces invocada desde Occidente para los escenarios más conflictivos de la Guerra Fría. La coincidencia en el hundimiento de los regímenes comunistas prueba hasta qué punto su existencia estaba subordinada a un mecanismo artificial cuyo funcionamiento dependía, a su vez, de la perfecta sincronización de sus distintos engranajes. Ese mecanismo de relojería, que puso en hora la historia de los países del Este a finales de los años cuarenta, fue el mismo que, cuarenta años después, determinó el momento de su derrumbe final.

10.4. ¿Por qué fracasó la perestroika?

La pregunta que sirve de título a este epígrafe supone dar por sentado el fracaso de la perestroika. No parece que esta premisa, por matizable que sea, pueda ser cuestionada seriamente, si tenemos en cuenta que la política de Gorbachov tenía por objeto la modernización y democratización del régimen soviético, y no su eliminación. En ese sentido, la desintegración política y territorial de la Unión Soviética puede interpretarse, en parte, como un efecto no calculado de la perestroika y, en parte, como el desenlace de un proceso de descomposición del sistema soviético que las reformas de Gorbachov no pudieron evitar. Volvemos así a la difícil cuestión de si la política reformista fue causa o consecuencia de la crisis del Estado soviético y de su imperio. Siempre podrá decirse, en todo caso, lo que un contemporáneo del español conde-duque de Olivares afirmó tres siglos antes en circunstancias muy parecidas —el declive imparable de un Estado y un imperio-para justificar el fracaso de las reformas del conde-duque: «Es así que nos vamos acabando, pero en otras manos habríamos acabado más presto». Tal vez la perestroika no hizo más que alargar, por poco tiempo, la agonía de un enfermo terminal.

En última instancia, la reforma del sistema fracasó porque fue incapaz de generar el consenso necesario en torno al proyecto de crear unas estructuras económicas, políticas y territoriales que fueran al mismo tiempo más libres y más eficientes. No hay que descartar tampoco que ese proyecto modernizador resultara incompatible con la esencia misma del régimen. Sea como fuere, el estallido territorial de la Unión Soviética entre 1990 y 1992 fue sin duda la mayor expresión de ese fracaso, porque significaba la desintegración física del país y el retorno a las tensiones e incertidumbres que precedieron a la revolución bolchevique y a la posterior creación de la URSS en 1922. Es sabido que la unificación bajo el régimen comunista del conglomerado de territorios que formaban el antiguo Imperio zarista había sido uno de los mayores retos que tuvo que afrontar el Estado soviético, y que durante décadas fue incluida entre sus grandes logros. En 1924, poco después de la muerte de Lenin, Grigori Zinoviev, presidente del comité ejecutivo de la III Internacional, anunciaba que el problema nacional estaba ya definitivamente resuelto a falta de alguna cuestión de detalle. Casi medio siglo después, Breznev declaraba que la URSS había «resuelto plenamente la cuestión nacional» (cit. Laqueur, 1993, 407). A principios de los ochenta, Yuri Andropov, nada más ser nombrado secretario general del PCUS, se felicitó por los progresos que estaba realizando la conciencia nacional, aunque también reconoció que las diferencias nacionales durarían mucho más que las diferencias de clase. El propio Gorbachov, en su primera etapa, se apartó más de una vez de la línea autocrítica que le caracterizaba para mostrar una visión complaciente de las relaciones con las repúblicas soviéticas (Carrere d'Encausse, 1990, 24). La machacona insistencia de las autoridades de la URSS, a lo largo de toda su historia, en dar por resuelta la integración nacional puede ser el mejor síntoma de la existencia de un problema latente, que la propaganda oficial y los mecanismos autoritarios del sistema sólo habían conseguido camuflar.

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