Sin embargo, en el primer experimento no recogí únicamente laureles. Hubo alguna espinita que por un período prolongado dejó su huella dolorosa. El pinchazo me sorprendió porque venía oculto en una frase despreocupada:
—Y si le gusta la mujer ¿por qué la deja?
Está visto que el rosarino padecía de la incurable mezquindad de los maestros, o de los que se creen maestros: no toleraba la eventual lección de un lego sin añadir, para salvar las apariencias, una objeción de detalle. Su pregunta ¿no tenía mucho de golpe bajo? Me sobrepuse a la momentánea confusión y quiso la buena suerte que sin perder tiempo yo diera con una de esas máximas que justifican cualquier conducta. En rápido contraataque, interrogué:
—¿No dicen los españoles que en amor el que huye triunfa?
Contestó en un tono explicativo que me irritaba los nervios:
—Hasta llegar al punto de saturación en que de veras no la aguantamos, una mujer no ha dado de sí cuanto puede. A esa altura, lo reconozco, la fuga se presenta problemática, pero para retirarse antes mejor no empezar. Se lo digo a conciencia: de mujeres el español suyo entendía menos que yo.
¿Habrá dicho
meno que yo
? De cualquier modo, el tenorio tuvo la última palabra y con el pretexto de atacar a ese español imaginario me dejó la espina. Por suerte soy de los que pronto se recuperan, como lo demostré a la tarde, cuando otro español, ahora comerciante de carne y hueso, mientras me despachaba mi Fernet con «basuras» refirió no sé qué trivial anécdota de hambre en un villorio sitiado durante la guerra civil. Levantando mi bronca voz pasé a declarar:
—Hambre, hambre la que tuve anoche en Montevideo.
A renglón seguido narré los amores con Perla. De ahí me trasladé al club, para bañarme. Bajo las duchas hombres desnudos departían sobre carreras pedestres. Uno de esos viejitos típicos de club deportivo, donde francamente resultan fuera de lugar, aventuró:
—O me equivoco o el hombre más rápido del mundo fue uno de mi época, un tal Paddock.
—Si le dan pie, nos habla de Botafogo y de Old Man —previno otro.
Para evitar disputas, tercié:
—La mujer más rápida del mundo es una tal Perla, que anoche conocí en Montevideo.
Con soltura me interné en el relato. De oportunidad en oportunidad yo me superaba, redondeaba mejor las peripecias, afinaba los efectos cómicos. Señalaré una circunstancia rara: con el tiempo yo insistiría menos en la brevedad del episodio. Si de esta suerte incurrí en deformaciones de la verdad —quede el punto aclarado— obré involuntariamente, de ningún modo movido por el propósito de proteger la reputación de Perla. Bastaba que me distrajera un poco, para caer en la suposición de que lo nuestro había durado más de una noche. Quizás observe alguien que si mis recuerdos correspondían tan sólo a dos lugares —el teatro Solís y el caserón aquel— no dejaban latitud para ilusiones o errores. Imagino que en algún proceso cumplido en la inconsciencia o a lo mejor en sueños debí de emprender aquellas ampliaciones que elevaban el idilio, siquiera ante los oyentes, a una categoría superior. Pensándolo bien, la práctica es habitual. Una tarde, en el hotel del Jardín, de Lobos, en la memoria se convierte en tres o cuatro días; con frases del tenor de «cuando vivía en el Azul» recordamos la semana que pasamos allá. Indudablemente más curiosa parecerá esta otra circunstancia: aunque de tales disertaciones ante amigotes me retiraba envuelto en un halo de aprobación, no me sentía feliz. En mi conciencia alguna duda se revolvía. El envidiable protagonista de la proeza, es decir yo, ¿sería el más desdichado de los mortales? Al satirizar a Perla ¿me lastimaba a mí mismo? Creo que si entonces me hubiera planteado las preguntas, hubiese replicado con un cortante no. Después perdí el aplomo. Contaba la historia, pero contrariado, como quien recae en una tentación vergonzosa. Cada una de las risotadas del auditorio, preciosos galardones del narrador, inexplicablemente me dolían en la entrañas y persistían después como eco sardónico; pero nadie se obstina a disgusto, de modo que tras una media docena de experimentos expositivos, me guardé bien de ventilar mis intimidades con Perla. Tiemblo al referirlo: por un interminable lustro su nombre no afloró a mis labios. El olvido no participó en ese monumental silencio. Perla estuvo en mi memoria, como en un santuario, y yo —pecador arrepentido, lastimero, enamorado— todos los días la visitaba allí. En cuanto largarme a la otra Banda, en su busca, ni soñarlo, porque el gobierno no permitía los viajes. En tiempos de dictadura, la población entera resulta un poco ridícula, como obedientes escolares respetuosos del puntero de la maestra.
Una noche, cinco años después, en la mesa de los amigos, en La Corneta del Cazador, comparábamos, según creo, el Buenos Aires de ayer con el actual, cuando unas manos frescas me taparon los ojos. Me volví. Me encontré con Cecilia. Tan espontáneo fue nuestro abrazo, que en las palabras de la muchacha —¡una proposición un tanto intempestiva, no lo niego!— sopesé en el acto la consistencia de lo inevitable. Dijo:
—¿Dónde vamos?
Para las mujeres los demás no cuentan. No hay dificultades. Una pareja es todo lo que existe en el mundo: la que ellas integran. La proposición de Cecilia, por inevitable que fuese, me sorprendió. El sorprendido se enoja; yo me disponía a protestar: «¿Qué dirá el
maître d'hôtel
? ¿Qué será de mi pollito? ¿Quién se lo come? ¿Quién lo paga? ¿Qué explicación doy a estos caballeros?», pero en una mesa lateral divisé al marido, que me sonreía débilmente, y en el momento de hablar sustituí aquel airado interrogatorio por una sola pregunta respetuosa:
—¿Con él qué haces?
—Mi marido comprende todo —replicó Cecilia con orgullo.
Perdido por perdido, lo mejor era actuar como un caballero. Con elegante empaque y prontitud declaré a los muchachos, que miraban desconfiados:
—Señores: mañana arreglamos cuentas.
En dirección del marido me incliné gravemente, demasiado gravemente. «¿No supondrá el pobre diablo», pensé, «que para humillarlo parodio un pésame burlesco? Allá él».
Cecilia repitió su pregunta:
—¿Dónde vamos?
—A casa —respondí.
Esa noche yo estaba tremendo.
—¿A tu casa? —inquirió desconcertada.
—A casa. A estas horas no vamos a andar de la ceca a la meca.
—Está bien —dijo Cecilia.
Creo que reprimió una sonrisa. Por mi parte, mientras planeaba atrevidamente, discurría con lucidez extraordinaria: «Hablaré poco, porque el primer plato, lo recuerdo, fue atún y quién sabe si no huelo. ¿Cómo estará mi cuarto? Visto por una mujer, espantoso, pero menos revuelto que de costumbre».
Apenas llegamos ofrecí un whisky, un álbum de discos, abrí el fonógrafo y me escapé al baño. Lavé manos, dientes, cara, nuca; me empapé en agua de colonia, y sólo por cortedad no me desnudé, para volver a escena envuelto en un leve y amplio
robe-de-chambre
, con mangas como alas y con dragones colorados en fondo negro. Mi perfecta complacencia quedó empañada por un recuerdo inoportuno: el de esa tradicional queja femenina contra los hombres que huelen a dentífrico. Una bocanada contra el hueco de las manos confirmó los temores; postergué, pues, la embestida y me dispuse al diálogo. Indiferentemente hablamos de esto y aquello, hasta el desprevenido instante en que Cecilia dijo:
—En Praga conocí a una amiga tuya, ¿sabes a quién?, a Perla.
Apenas oí el nombre me entregué a las reacciones más increíbles. Aquello fue la rápida inoculación de una fiebre. Sin duda a vista y paciencia de Cecilia yo cambiaba de color, temblaba, me enfermaba, me desplomaba tal vez. Instintivamente aparenté calma, no sé con qué resultado. Cecilia contaba:
—La encontraba en
cocktails
y reuniones. Si la encontraba no la perdía. La tenía siempre a mi lado.
Discutir a Perla con otra mujer era un insufrible sacrilegio. Sobreponiéndome sugerí:
—Le habrás caído en gracia.
—No —contestó Cecilia—. La pobre quería hablarme de vos.
La miré con gratitud, porque supe que no atacaría a Perla. Mientras pensaba: «Sobre Cecilia no me he equivocado. ¡Qué sensibilidad, qué inteligencia!», me admiré de alguna vez haberla supuesto la mujer de mi vida. Era una amiga nomás, estaba irremediablemente lejos de mi corazón. Hablé de la que estaba cerca.
—¿Se quedó allá en Praga?
—Aquí no vuelve. La vigilan. No la dejan salir. Descubrieron que pertenecía a una liga o sociedad revolucionaria. La detuvieron, la interrogaron, la torturaron, como es natural, pero según ella no lo pasó nada bien. Después la soltaron. Tal vez porque la consideraron de poca importancia o para ver con quién hablaba, seguirla y llegar a los jefes del movimiento. La pobre sabe que si da un paso en falso está perdida. Desde luego, no la dejan salir del país.
—¿Y si yo fuera?
—Esa mujer vive de tu recuerdo —prosiguió Cecilia—. Me atrevo a decirte que está más allá de lo que le sucede. Como si le bastara con haberte conocido. Me pregunto si yo no sabré valorarte.
—¿Te parece que me largue y vaya?
—Me contó una historia demasiado fabulosa: que te conocía desde antes de conocerte, porque te había soñado. Que te había querido en sueños y que al verte no tuvo sorpresa, porque te había esperado tanto y por fin llegabas. La explicación era innecesaria. ¿Por qué no se enamoraría ella en una noche? Una mujer decente que encuentra al amor de su vida no se rebaja a tácticas y postergaciones. Esos juegos son una indignidad. El hombre, te lo aseguro yo, lo entiende perfectamente, si no es uno de esos brutos que ya no quedan. Hasta un estúpido ha oído hablar de amores a primera vista y sabe que los enamorados descubren siempre o inventan antecedentes para demostrar que la reunión de ellos dos era inevitable.
Insistí:
—¿Y si yo me largara a buscarla?
—Lo pasarías mal. La pobre, una loca, igual que todas las mujeres, habló de ti. Tú no entiendes esto: los hombres de verdad son reservados.
—No tanto. Si los oyeras en el club…
—De entrada irías preso. A la larga la embajada intervendría y quién te dice que por último no te soltaran. Lo pasarías mal.
El miedo no es zonzo, pero sí triste.
Si dentro de algunos años quiero imaginar a Margot, la memoria, fatalmente selectiva, omitirá alguna circunstancia molesta y exaltará los rizos de oro, la piel rosada y blanca, los ojos misteriosamente iluminados, la talla que no vacilo en calificar de pesada, el pecho de paloma, la inmarcesible frescura de su inocencia y las enormes nalgas; pero, antes de entrar de lleno en la historia galante que la concierne, permítaseme unas breves consideraciones morales. Primero la verdad, después el amor.
Más que facultad, yo diría que la imaginación es virtud. En el origen de todo acto cruel ¿no hay una pobreza de imaginación, que impide la menor corridita simpática, el traslado, siquiera momentáneo, a la situación del prójimo? El egoísmo proviene de idéntico defecto. Con visión clara de nuestra futilidad ¿pondríamos tanto empeño en fomentarnos y en agasajarnos?
La mente humana, máquina bastante simple, trabaja con pocas ideas. El párrafo anterior registra una de las que habitualmente me ocupan. Aquí va otra: los viajes, porque nos enriquecen de recuerdos, agrandan la vida. Despachado el ideario, me apresuro a declarar que mi conducta es libre. Quienes aplican con excesiva literalidad los principios de la conducta —no recuerdo qué autor famoso lo sostuvo— se nos antojan excéntricos, aun incongruentes. Respecto a la imaginación y los viajes, yo dejo que la primera duerma la siesta y si el azar no descarga su providencial empujoncito, para mí no se rompe el tejido de los días iguales y la hora de la partida no llega. Por fortuna, hoy funcionó el azar, yo recibí el empujón y antes de que sea tarde me convertiré en viajero, por los polvorientos caminos que más allá de Bahía Blanca penetran la desnuda y desmedida Patagonia, para concluir en los hielos del Sur: lo más probable, por cierto, es que yo no pase de Tres Arroyos.
Sin duda, echaré de menos el Club Atlético, sobre todo ahora, que volvía a frecuentarlo, después de un alejamiento que duró un mes entero, en que trabajé en la editorial desde la mañana hasta la noche; mudamos las oficinas y, como dice el gerente, si no estoy yo para poner un poco de orden ocurre quién sabe qué. En tiempos normales, buena parte de mi vida se desliza en el club. Éste, por qué negarlo, no es el de antes. Para compensar el aumento de gastos, la temida espiral de que todos hablamos, la Comisión Directiva apela a maniobras en extremo turbias, incluso la de admitir ¡en calidad de socios! a damas y caballeros, desde luego de honorabilidad intachable, que por toda credencial esgrimen una solicitud debidamente apadrinada y el pago de una exorbitante cuota de ingreso. El pretexto está bien calibrado, pero la amarga verdad es que, hoy por hoy, en el club usted se topa, al menor descuido, con caras nuevas. Como socio viejo, soy de los primeros en proclamar la necesidad de poner un límite a este avance y retemplo mi espíritu en conversaciones con los muchachos de mi grupo, fraternalmente solidarios en el clamor: Bolilla negra para los de afuera. Sin embargo confesaré —en estas páginas las omisiones u ocultaciones no tendrían sentido— que la actual situación personalmente me favorece. Por un lado, como quiere el refrán, a río revuelto, y por otro recuérdese que el sector femenino de nuestro club —las pobres chicas de la guardia vieja— nunca fue extraordinario y que de veintitantos años a esta parte pide a gritos renovación.
El viernes yo disputaba, en una de las canchas del fondo, un interminable partido con ese Mac Dougall que parece pintado al minio. Mi contrario, cada vez que perdía una jugada, se llevaba una mano al hombro derecho y prorrumpía en lamentos.
—¿Qué pasa? —pregunté.
—Me rompí la clavícula —contestó.
—¿Cuándo? ¿Cómo?
Sin ningún disimulo soslayó la explicación, pero la vergüenza lo traicionó y el minio de la cara subió de tono a ojos vista. ¿Por qué tanto misterio? Comprendí que el gordo Mac Dougall engrosaba el número de los jugadores a quienes la derrota duele moral y físicamente. ¿Notaron ustedes la infinidad de rengueras, manqueras e invalideces de todo género que sale a relucir ni bien el desarrollo de un partido se presenta desfavorable? El nuestro, muy parejo, concluyó con una pelota dudosa, que me apresuré a ceder por buena en favor del contrario. A esa hora me importaba menos el resultado que un inmediato final. Mi único anhelo era de paredes y techo, porque el sol caía, el aire perdía calor y yo, al tragar, palpaba en la garganta un dolorcito que desembocaría, de no mediar una enérgica ducha y un té caliente, en calamitoso apretón de garganta. Entre las personas que miraban —en su ignorancia inaudita el socio nuevo concurre con interés a encuentros como el nuestro— divisé a Margot, una socia nueva demasiado rosada, rubia y ampulosa, para que la pasara por alto. Pensé que estaría tomando sol, pero debió de seguir el partido, porque me detuvo con la observación: