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Authors: Gerald Green

Tags: #Histórico, #Bélico

Holocausto (20 page)

BOOK: Holocausto
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Max Lowy, el impresor —un antiguo paciente de mi padre— llegó desalado con la noticia. Por aquellas fechas, mi padre y una mujer llamada Sara Olnick, enfermera, estaban intentado adquirir alimentos y medicinas para los niños enfermos. Éstos morían día tras día, amontonados alrededor de una estufa tibia, lloriqueando, sin fuerzas para resistir las epidemias que asolaban el ghetto.

Lowy insistió:

—¡Había visto a mi madre!

Inmediatamente, mi padre abandonó el hospital y recorrió a la carrera todo el camino hasta el departamento de inscripciones en la estación.

Así se reunieron ambos, cuando había transcurrido un año largo desde la deportación de mi padre.

Varias cartas escritas por mi madre a Karl (Inga las recuperó pues, aparentemente, jamás fueron entregadas al destinatario ni devueltas), revelan la enorme profundidad de sus emociones en relación con mi padre, aunque se mostrara siempre sobria ante los chicos, como la hija de un antiguo oficial de Infantería.

Aquellas cartas dejaron entrever una faceta muy distinta. En una de ellas, escribía esto:

«Quizá sea culpa mía, querido Karl, que te muestres tan tímido y —¿cómo lo expresaría?—, tan recatado. Yo jamás exterioricé emoción ni profundo amor a tu querido padre y tampoco a mis hijos. Esto no significa que no os quiera. ¡Aunque me lo propusiera, jamás conseguiría desechar ese cariño! Tu padre es, sencillamente, el tipo de hombre bueno cuya bondad se da por supuesta. Él trata al más despreciable de sus pacientes, sea mendigo, canalla o protestón, con la misma dignidad que dedicaría a un príncipe. ¡Y qué decir de las facturas impagadas! ¡Y de su talento al no pretender cobrarlas! Algunas veces me desconcierta; le creo mejor persona que yo. Mi amor por él se mezcla con una especie de admiración y pasmo ante esa bondad perdurable. Tú tienes también mucho de eso, Karl…».

Mi madre había carecido siempre de capacidad para manifestar emociones hondas, cariño. Hija única, educada por sus rigurosos padres en una atmósfera de invernadero, dosificaba sus besos y abrazos, por no decir nada de cualquier insinuación sexual en público.

No obstante, esta es ella y mi padre se besaron sin recato, como jóvenes amantes. Él bromeó sobre su obstinación en formar cola ante la ventanilla del registro, llamándola ciudadana berlinesa observante de la ley. Le aseguró que la burocracia era inepta, incluso en el lastimoso ghetto varsoviano y le propuso tomar asiento en lo que pasaba por ser un café —como si fuera el «Adlon Hotel» con un poco de imaginación—, mientras le llegaba el turno para inscribirse.

—Donde haya judíos, habrá siempre algún local en el que las parejas puedan sentarse, estrecharse las manos y charlar —dijo mi padre—. Aun cuando sea un café sin café.

Durante unos momentos se miraron de hito en hito. Ambos habían envejecido. El sufrimiento les había desfigurado cubriendo sus rostros de arrugas.

—Me ocultas algo —manifestó mi padre. Él conocía bien sus talantes y reacciones.

—Josef… Anna ha muerto.

Ella le refirió todo sobre el extraño mensaje, y la fatal neumonía de Anna en el sanatorio. Inga había intentado hacer más averiguaciones y buscar la sepultura, pero todo lo que halló fueron trabas.

Mi padre lloró sin recato, al no poder dominar su inmenso desconsuelo. Mamá le mintió sobre los acontecimientos que causaron la muerte de Anna. No le dijo nada de su violación por unos canallescos borrachos, origen de su trastorno mental.

—No padeció lo más mínimo —declaró mi madre—. Según los funcionarios del hospital, las drogas mitigaron el dolor y nuestra pequeña murió dulcemente.

—No puedo creerlo —sollozó él—. ¡Mi niña, mi Anna! ¿Qué quieren de nosotros, por Dios? ¿Qué tributo nos exigen? ¿La vida de nuestros hijos?

Quedó mudo y cabizbajo durante largo rato, apretando ambos puños contra los ojos mientras mi madre le seguía mintiendo sobre Anna. Al ser un doctor eminente, se negó a creer esa historia de la paulatina declinación.

—Tales colapsos mentales —argumentó intentando templar su infinita tristeza con el análisis médico—, sobrevienen usualmente después de un trauma. ¿Le había ocurrido algo a Anna?

—No —repuso mi madre—. Solamente una depresión gradual.

¡Cuánta vitalidad había en ella! ¡Cuánta vitalidad! —exclamó él entre gemidos—. Ellos la mataron.

Fue entonces cuando vio muy claro que no se nos ahorraría ninguna indignidad, ninguna humillación ni tortura… no sólo a la familia Weiss, sino a todos los judíos europeos. Durante el resto de su vida no podría borrar de la mente esa imagen de la hija perdida.

Mi madre intentó distraerle. Le preguntó sobre las condiciones del ghetto varsoviano. ¿Le habían dado trabajo? ¿Dónde vivirían? Con esa inagotable capacidad suya para el optimismo, para ver la faceta favorable de cada cosa, dijo que se ofrecería como maestra voluntaria, pues, según había oído decir, las escuelas del ghetto mostraban gran actividad pese a las privaciones, estaban repletas de afanosos estudiantes. A ella le complacería mucho poder enseñar música, y también, quizás, algo de literatura.

Mi padre se mostró conforme, pero reacio a olvidar el tema de Anna.

—Me cuesta creer que nos haya dejado para siempre. Tú no me lo has contado todo. ¿Dónde está ese hospital? ¿Quién fue el médico que la atendió?

Ella le cogió la mano.

—Llora si crees que te alivia, Josef. Pero eso otro no nos devolverá a nuestra hija. Quizá… quizá sea mejor así.

—¿Mejor? La vida es siempre mejor que la muerte.

—No estoy tan segura. Y no me hagas más preguntas.

—¿Qué hay de los chicos?

—Karl está todavía en prisión. ¡Sí, vive y va tirando! Inga dice que intenta verle y tocar algunos resortes para obtener su excarcelación.

—¿Y Rudi?

—Escapó. Es nuestro rebelde. Nuestro combatiente callejero, Una noche se esfumó dejándome una nota donde decía que no me preocupara de su suerte, que no pensaba quedarse allí a esperar ser arrestado.

Mi padre meneó tristemente la cabeza.

—¡Cuánto les echo de menos! Jamás les hablé lo necesario, jamás pasé el tiempo suficiente a su lado. ¡Cómo me gustaría verlos con nosotros para poder remediar esas deficiencias! En una ocasión decepcioné terriblemente a Rudi. La primera vez que jugaba como medio centro en un gran partido. Dieciséis años, el jugador más joven del equipo. Y yo me fui corriendo a una conferencia médica. Él me dijo que no le importaba, pero le afectó mucho… lo sé bien. —Cuando esto concluya, les compensaremos con creces.

—¡Sí, sí, por descontado! Y no nos lamentemos tanto de nuestro infortunio. Otros lo pasan mucho peor, centenares de miles. Por lo menos, nosotros tenemos trabajo, suficiente comida y un lugar donde cobijarnos.

Salieron del café cogiéndose las manos como jóvenes amantes.

—Josef —dijo mi madre—, nunca te he querido tanto como ahora.

—Ni yo a ti. ¡Bendito sea Dios, cuando te miro me parece estar viendo a Anna!

—Pero no llores otra vez —murmuró ella cogiéndole firmemente del brazo—. Ahora llévame a ese elegante apartamento.

—Lo siento, pero es una solitaria habitación sobre la antigua botica.

—¿Y no hay piano? ¿Ningún «Bechstein»? Si no lo hay, tal vez decida abandonarte.

—Ningún piano —repuso él—. Sólo el recuerdo de uno.

Poco antes de Navidad, Inga recibió una carta del sargento Heinz Muller quien le pedía que pasara por Buchenwald. Aunque se expresara en términos ambiguos, parecía sugerir la posibilidad de concertar una entrevista con Karl. Él no podía prometer nada, pero al menos lo intentaría. Por otra parte, le ordenaba quemar la carta.

Mi cuñada, una mujer valerosa y tenaz, se disfrazó de excursionista, con botas, mochila y bastón; se aproximó muy desenvuelta al muro exterior del campo de prisioneros. Mucho habría que decir sobre los antecedentes de una clase trabajadora, sobre mujeres de ánimo resuelto e independiente. Inga se adelantaba a sus tiempos.

Desde luego, la detuvieron los centinelas. Ella observo las alambradas espinosas dobles, un alto muro, varias atalayas y un foso contorneando el lugar.

En la distancia, sobre el terreno congelado del campo de concentración, divisó varios hombres con ropas a rayas, que empuñaban picos y palas para remover cansinamente la tierra.

Un soldado de la SS acudió corriendo con el fin de ahuyentarla, pero ella insistió en ver al sargento Heinz Muller, un viejo amigo. Intimidado por su resuelta actitud, el soldado llamó a Muller mediante un teléfono de campaña, no sin antes advertir a Inga que se mantuviera alejada de la barrera exterior.

Poco después, Muller salió del cuartelillo abrochándose el cinto y alisándose el pelo. Se acercó sonriente, cordial, casi untuoso.

Despidió al curioso centinela y extendió ambos brazos en gesto de bienvenida. Ella retrocedió.

—Así pues, te llegó mi carta.

—Sí —dijo Inga.

—¿Y cómo sigue la querida joven, la estimada y honorable señora Weiss?

—Bastante bien. He venido para ver a Karl. Tú decías en tu carta que lo arreglarías.

Muller miró a lo lejos, hacia los trabajadores que laboraban bajo las rachas del viento invernal. Según recuerda Inga, había un barrunto húmedo de nieve en el aire.

—El reglamento se ha hecho más estricto —replicó él—. No tengo ya mando directo sobre los presos.

—Entonces, ¿por qué me engañaste?

Sus ojos parecieron tener cierta dificultad para cruzarse con su grave mirada.

—Lo estimé como un favor a tu familia, Antiguos amigos y todo lo demás.

—Quiero ver a Karl.

Muller la cogió del brazo.

—¿Tienes miedo de mi?

—No. Te conozco demasiado para eso. Y a otros como tú. Uno no debe atemorizarse ante gente de tu calaña. Mi cuñado Rudi lo entendió muy bien.

—¡Bah! ¡Ese lerdo futbolista! Le atraparán, y también se encargarán de él.

—Condúceme hasta Karl.

—Ven. Lo discutiremos en el cuartelillo. Allí tengo una habitación para visitantes.

La llevó hasta una especie de barracón adonde la hizo entrar por una puerta lateral. Ella observó inmediatamente que aquello no era una «habitación para visitantes», sino su dormitorio, con cama, escritorio, sillas y algunas fotografías pegadas a la pared.

—¡Éste es tu dormitorio! —le acusó ella.

—¡Por favor, por favor! Aquí se da siempre la bienvenida a cualquier invitado. Toma asiento.

Inga obedeció.

—¿Un cigarrillo? —preguntó Muller—. ¿Quizás un poco de coñac? Nunca se premiará lo suficiente a los bravos soldados que deben entendérselas con los enemigos del Reich. Hacemos una labor tan eficaz como los del frente.

—He venido aquí por una sola razón. Ver a mi marido.

—¿Tal vez café? No es un sucedáneo, tenlo presente. La materia auténtica.

Ella negó con la cabeza.

—¡Ah, la firmeza de los Helms! —diciendo esto, le puso una mano sobre el hombro y luego le acarició la nuca.

Inga lo soportó durante unos instantes y después se libró de un manotazo.

—¿Cómo está él?

—Me temo que no demasiado bien. Tuvo algún conflicto en los barracones. Peleas…, robo de comida. No estoy seguro. Le quitaron ese cómodo trabajo de la sastrería y ahora está en la cantera. Para ser exacto, él y ese amigo suyo, un kike llamado Weinberg, estuvieron ensartados bastante tiempo.

—¡Dios mío! ¡Mi pobre Karl!

—Lo de la pala y pico no es ninguna fiesta, claro está. Los guardianes no se dejan dar gato por liebre. Algunas veces les hacen trabajar hasta el agotamiento. Y cuando llega el invierno…

Inga se levantó enfurecida, pero logró dominarse.

—Me has mentido. ¡Vaya un amigo de mi padre! Me convocas aquí con falsas promesas. ¡Ahora no puedo verle y me entero de que se le hace trabajar para matarle! ¡Ya he oído algunas historias sobre lo que está sucediendo aquí!

—Sandeces. Si trabajas, sigues adelante. Si no trabajas, tienes conflictos.

Inga estaba muy enamorada de mi hermano, y el imaginar sufriendo a aquel hombre frágil en los nevados campos, triturando rocas, apaleado y siempre bajo la amenaza de muerte, quebrantó su voluntad férrea. Sujetándose la cabeza con ambas manos sollozó quedamente.

Muller se sentó frente a ella en su cama y le acarició, afable, la rodilla.

—No llores. Yo te ayudaré.

Ella levantó la vista avergonzándose de sus lágrimas.

—¿Cómo? ¿Podrás apelar para que le dejen en libertad?

—Sólo soy un sargento. Sin embargo…, le llevaré una carta tuya.

—¿Lo harás?

—Además, recogeré las cartas de él y las enviaré por correo a Berlín.

—Te quedaré muy agradecida.

—Será un honor hacerlo para ti. Inga Helms.

Le levantó la barbilla con una mano. Hoy, Inga recuerda todavía que aquel hombretón, antiguo obrero de fábrica, tenía una mano extrañamente suave… como si la vida descansada de aquellos últimos años le hubiesen cambiado. Asimismo despedía un olor peculiar, alguna loción para hombres.

Luego se arrodilló ante ella. Inga respingó.

—No, por favor —dijo él—. No soy un monstruo. Estoy haciendo un trabajo, eso es todo.

—Vosotros, la plebe, estáis haciendo algo más que un trabajo.

—¡Vosotros, la plebe…! ¿Condenas a toda una nación porque defiende sus derechos y lucha por su vida?

Además, alguien ha de vigilar al enemigo interno.

—¡Dios santo, Muller, ahórrame esas arengas del Partido!

—Está bien. Planteémoslo en el terreno personal. Tú me conoces desde hace mucho tiempo. Soy un viejo amigo de tu padre, de tu hermano. Asistí a tu boda. Vi cómo te casabas con ese judío de familia distinguida. ¿Y yo? ¿Qué decir de mí? Un mecánico toda mi vida, sin educación. ¿Acaso se me debía despreciar por eso? Inga, yo te quería más que… más que…

—No sigas, Muller.

—Es la verdad. Me sentí morir cuando cambiaste los anillos con él. Tú deberías haber sido mi esposa.

—No hablemos más de eso, por favor. He traído una carta. Llévasela de mi parte.

Al decir esto abrió su mochila, sacó una carta y se la entrego al militante de la SS.

Muller la miró como si estuviera envenenada o pudiese estallar entre sus manos.

—Dalo por hecho. Es arriesgado, Inga. Pero lo hago por ti…, por tu familia… Heinz Muller correrá ese riesgo.

Acto seguido, se quitó la guerrera y la colgó en una silla. Inga se levantó para marcharse. Él se plantó ante la puerta interceptándole el paso. Luego la empujó hacia el borde del lecho.

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