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Authors: Gerald Green

Tags: #Histórico, #Bélico

Holocausto (35 page)

BOOK: Holocausto
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—¡Qué bese a la novia, que bese a la novia! —gritaron todos.

—Sospecho que ya se habrán besado antes más de una vez —bromeó el tío Sasha haciéndonos un guiño.

Helena y yo nos besamos. Tenía los ojos llenos de lágrimas.

—Ojalá vuestra vida sea bendecida con la felicidad, se vea colmada y santificada con hijos —deseó el rabino—. Y, sobre todo, con un mutuo amor eterno, por el Señor nuestro Dios. Y en la fe de Abraham, Isaac y Jacob, sois marido y mujer.

Sasha me dio unas palmadas.

—Ahora ya tienes nuevas responsabilidades, Rudi. La gasa, el seguro, la sociedad de enterramiento. Conviene que vayas ahorrando dinero.

Reímos. ¡Dinero! Vivíamos vagando como fantasmas, peor que gitanos. Acaso esto explique mi perfecta adaptación a la vida en el kibbutz. Durante mis años de vagabundeo, aprendí lo poco que un hombre necesita para seguir adelante.

Los reunidos empezaron a bailar, cogidos de los brazos, formando círculos, haciendo cabriolas, cantando.

Sasha me abrazó.

—Sobreviviremos a esos malditos que quieren matarnos —aseguró—. Y pronto podremos vengarnos. Tú y Helena y tantos otros jóvenes podréis vivir de nuevo en paz. Os lo juro.

Nadya cogió a Helena por el brazo.

—Sentimos que no haya pavo asado para el banquete de bodas… ni siquiera un arenque.

Cuando, cogiéndose de los brazos empezaron a dar vueltas a nuestro alrededor, me sentí algo incómodo.

Jamás me había gustado ser el centro de atención, salvo en los partidos de fútbol.

Diez minutos después había terminado la fiesta de celebración de la boda.

Avram, uno de los centinelas, llegó corriendo al campamento. Un granjero ucraniano, que siempre nos había traído con decencia y que había vendido cosas al tío Sasha, había avistado por el camino patrullas nazis.

—Levantad el campamento —ordenó Sasha—. Quitad las tiendas, apagad las hogueras. Nos ponemos de nuevo en camino.

Helena y yo recogimos nuestras escasas posesiones… la taza y el platillo de estaño, el cuchillo y el tenedor, nuestras mantas.

—La luna de miel no ha durado mucho —comenté.

—Me debes una, Rudi —bromeó Helena.

La abracé con fuerza.

—Y mucho más.

Yuri nos sacó de la abstracción, ordenándonos que ayudáramos a desmantelar las tiendas y a empaquetarlas.

Así terminó nuestro día de bodas. Pronto estuvimos en marcha, en la noche, adentrándonos en los bosques.

DIARIO DE ERIK DORF.

Minsk Febrero de 1942.

Desde los comienzos de este condenado incidente, tanto Heydrich como yo sentimos recelos respecto a él. (No me refiero al conjunto de la operación, sino a este específico incidente relacionado con el Reichsführer Himmler).

Según unos, Himmler pidió al coronel Artur Nebe, comandante en jefe del Einsatzgriippe B, el equipo activo responsable del área de Moscú, que preparara una muestra de la liquidación para que pudiera ver por sí mismo cómo se llevaba a cabo el trabajo.

Otros dicen que fue idea de Nebe, para tratar de conseguir el favor del jefe.

En todo caso, ni a Heydrich y a mí nos satisfacía el asunto. Lo discutimos sotto voce, mientras atravesábamos el campo helado en las afueras de la ciudad rusa de Minsk. Como se trataba tan sólo de una «demostración», los hombres de Nebe habían reunido unos cien judíos, todos ellos hombres, excepto dos…

—Nebe es un idiota; —me susurró Heydrich—. Conozco a nuestro querido Reichsführer mejor que él. Rebosa teorías y sabe calibrar perfectamente los cráneos judíos, pero la sangre le pone enfermo.

—A mi también, señor —repuse.

—Pero tú te has acostumbrado a ella —sentenció el jefe.

No conteste. Supongo que así es. Con vistas al gran objetivo, la necesidad en tiempos de guerra de aislar y reducir la influencia de los judíos, hemos de tener el valor de enfrentarnos a tareas onerosas.

El centenar de judíos se encontraba reunido a lo largo de una profunda fosa. Estaban desnudos. Nebe explicó a Himmler que sus hombres habían matado ya con armas de fuego a 45 000 judíos en el área de Minsk.

El coronel Paul Blobel, que avanzaba junto a mí, murmuró:

—¡Vaya cicatero! Nosotros nos libramos en Babi Yar de 33 000 en dos días.

El grupo se detuvo a unos veinte metros de donde se encontraban los judíos y entonces ocurrió algo curioso.

La mirada de Himmler se detuvo en un judío joven, muy alto, bien formado, de ojos azules y pelo rubio.

Ante nuestro asombro, el Reichsführer se dirigió al joven y le preguntó si era judío, negándose a creer que un individuo con aspecto tan nórdico pudiera serlo.

—Sí —contestó el hombre—. Soy judío.

—¿Tu padre y tu madre son también judíos?

Heydrich y yo nos miramos… con una mirada crítica, consternada.

—Sí.

¿Algunos de tus antepasados no fueron judíos?

—No.

—Entonces no puedo ayudarte.

Heydrich me susurró:

—Al menos no reniega de su herencia. Eso ha necesitado valor.

Me preguntaba si, de manera inconsciente, Heydrich pensaba en los rumores que corrían sobre su propia sangre judía.

—Cuando quiera, Reichsführer —solicitó permiso Nebe.

—Sí… sí… Los soldados descargaron sus pistolas ametralladoras y los judíos caían amontonados en las zanjas.

Observábamos a Himmler. Temblaba, sudaba, se retorcía las manos. Increíble. Aquel hombre que ordenaba diariamente el asesinato masivo de millones, no podía soportar ver cómo disparaban contra un centenar.

Por alguna extraña coincidencia, las dos mujeres del grupo no habían muerto. Sólo estaban heridas y sus brazos desnudos se alzaban sin cesar, implorantes.

—¡Mátenlas! —chilló Himmler—. ¡No las torturen así! Sargento, mátelas. ¡Mátelas!

Al instante acabaron con las mujeres disparándoles en la nuca.

Himmler se tambaleó como si fuera a perder el sentido.

—Es la primera vez… comprenderán.

Se atragantaba.

Miserable y mierdoso cobarde granjero —me dijo Blobel—. Nosotros matamos yiks por centenares de miles, y él se pone enfermo al ver a un puñado que va a reunirse con su Dios judío.

Nebe empeoró aún las cosas diciendo al Reichsführer que se trataba tan sólo de un centenar y que los buenos soldados alemanes que cada día habían de acabar con miles de ellos, empezaban a sentirse afectados. Naturalmente, obedecían órdenes, comprendiendo cuál era su deber para el Reich y Hitler, pero algunos de aquellos hombres estaban «acabados» de por vida. (No estoy de acuerdo, pero permanecí callado; es asombroso cómo un coñac, los cigarrillos y el botín obtenido de judíos muertos son capaces de mantener en forma a nuestros soldados… eso y el convencimiento de que mientras se dedican a disparar contra los judíos evitan que el Ejército Rojo dispare contra ellos).

Himmler, conmovido hasta lo más profundo de su alma, dirigió una breve arenga a los oficiales reunidos.

—Jamás me he sentido tan orgulloso de los soldados alemanes —manifestó el Reichsführer.

El aire estaba cargado de un denso olor a pólvora. Un grupo de trabajo de judíos cubría a los muertos.

—Los hombres se lo agradecen, Reichsführer —declaró Heydrich, Tras su relamido pince-nez, la mirada de Himmler parecía vidriosa, perdida.

—Vuestras conciencias pueden estar tranquilas. Yo asumo toda la responsabilidad ante Dios y ante el Führer por todos vuestros actos. Debemos aprender de la Naturaleza una lección. En todas partes hay lucha. El hombre primitivo comprendió que un piojo es malo y un caballo bueno. Acaso arguyáis que los piojos, las ratas y los judíos tienen derecho a vivir y es posible que esté de acuerdo. Pero un hombre tiene derecho a defenderse contra las sabandijas.

Su voz tembló, aquella voz baja, de maestrillo. En la intimidad de este Diario, me veo obligado a anotar que a duras penas puede representar el ideal de un héroe ario, con su cara chupada, su escaso pelo, su estómago y la voz afeminada. ¡Cuánto más próximo a ese ideal está Reinhard Heydrich! No me extraña que se detesten y desconfíen uno de otro.

Himmler nos abarcó con la mirada.

—Heydrich, Nebe, Blobel… todos mis buenos oficiales. Esta descarga no constituye la respuesta. Debemos buscar formas más eficientes para llevar a cabo este asunto.

Posteriormente, condujeron a Himmler a visitar un manicomio. Dijo a Nebe que acabara con todos los que se encontraban allí, pero de forma limpia y eficiente, algo más «humano» que las armas de fuego. Nebe sugirió la dinamita.

Aquella tarde me encontré de nuevo con los coroneles Nebe y Blobel, en el Cuartel General del Einsatzgruppe de Minsk. A Heydrich, los acontecimientos de aquel día le habían trastornado. Comuniqué a Nebe su disgusto y el mío, acusándole de haber estropeado todo el asunto. Al dirigirme a él, omití su graduación, lo que le irritó.

—Para usted, comandante Dorf, soy el coronel Nebe.

—Tiene suerte de que no le hayan degradado a sargento después de la que ha organizado hoy. ¿Por qué no disuadió al Reichsfiihrer de esa demencial idea de presenciar una ejecución? Y, además, ¿es que no es capaz de encontrar hábiles tiradores que puedan acabar con ellos de una sola ráfaga?

Tanto él como Blobel quedaron desconcertados ante mi ataque.

—¡Maldita sea, Dorf! A mí no me grite —saltó Nebe.

—Su operación fue un auténtico fracaso —le amonesté. Blobel, con los pies sobre el escritorio de Nebe, un vaso de whisky en la mano, me miró furioso.

—¡Cállese, Dorf! ¡Algunos de nosotros estamos hartos de su condenada intromisión!

—¿De veras? Muy bien. Para su conocimiento, Blobel, he de decirle que Heydrich no está ni mucho menos satisfecho con los resultados obtenidos en Babi Yar. Se nos ha dicho que hay tantos cuerpos sepultados allí, que ya empiezan a emanar gases de la tierra. Queremos que esos cuerpos se saquen y sean incinerados.

Incinerados de modo que no quede rastro alguno de ellos.

—¿Cómo? ¿Todos esos cuerpos? ¿Quién demonios es usted…?

Le_ corté en seco. Aquellos hombres, en el fondo de su corazón, eran auténticos cobardes.

—Mueva ese trasero y dispóngase a volver a Ucrania. Blobel, y dediqúese a hacer lo que se le ha ordenado.

Nebe paseaba nervioso. A través de la ventana me era posible ver a sus hombres que, ayudados por «voluntarios» lituanos, hacían formar a más judíos preparándolos para la marcha.

No tiene derecho a hablarnos de esa forma insultante, comandante Dorf.

—Claro que lo tiene —replicó Blobel—. Es el favorito de Heydrich, su más preciado picapleitos. Usted y ese semijudío creen que pueden…

—Eso es una falsedad. Quien propague esas mentiras habrá de responder por ellas.

—¡Vayase al infierno! —estalló Blobel. Escurrió el resto de su botella—. Necesito un trago.

Se levantaron. No me invitaron. Pero Nebe seguía tratando de calmarme. Es un hombre débil.

—Escuche, comandante. Creo que tengo algunas buenas ideas sobre lo que Hitler tiene en la mente. Le hablé de dinamitar a un gran número de indeseables. Pero hay otros medios. Inyecciones. Gas. Se han ensayado en algunos lugares, ¿sabe?

—¡Qué se vaya al infierno, Nebe! —exclamó Blobel.

Mientras se alejaban, pude escuchar a Blobel, en voz intencionadamente alta, diciendo a su compañero de armas.

—Tendremos que hacer algo con ese intrigante e insignificante condenado.

Berlín Mayo de 1942.

Me encuentro de regreso en Berlín, agotado tras esta gira por territorios ocupados. Al fin la oportunidad de estrechar a Marta entre mis brazos, de besar su precioso y querido rostro, acariciarle el pelo, unir nuestros cuerpos en la más dulce de las fusiones.

Se me hace larga la espera hasta ver a mis hijos. Peter se encuentra entrenando con su unidad «Jungvolk», la organización preparatoria para las Juventudes Hitlerianas. Dice que, cuando tenga la edad suficiente, quiere incorporarse a la SS, a una unidad de combate, como, por ejemplo, la división Panzer. Le dije que, para ellos, la guerra haría tiempo que habría terminado con Alemania victoriosa. La pequeña Laura alcanza las notas más altas en el colegio. Sus profesoras la adoran… tan bonita, tan vivaz, tan obediente.

Mi trabajo se incrementa, mis zonas de responsabilidad se ensanchan de día en día. Heydrich dice que soy un glotón para el trabajo. Hago más en un día que cualquiera de sus otros ayudantes en una semana. Me llama comandante «Meollo de la Cuestión».

Esta mañana del 21 de mayo nos encontrábamos en su oficina discutiendo diversos métodos.

Hace dos meses, en el nuevo campo de Belzec, empezó a utilizarse monóxido de carbono, pero los resultados no han sido demasiado buenos. Y en Chelmno, cerca de Lodz, se está ensayando un ingenioso método… unos inmensos camiones de mudanzas móviles, en los cuales se introducía a los agotados judíos. También parecía existir alguna duda sobre lo eficaz de dicho método.

Nos reímos a gusto pensando en Blobel. Debí de haberle metido el temor en el cuerpo. Regresó a Babi Yar y, tras desenterrar un gran número de cuerpos, los convirtió en cenizas en unas gigantescas piras formadas con traviesas de ferrocarril empapadas de gasolina. Resultaba realmente asombroso que, con la enorme escasez existente y el Ejército necesitando hasta la última gota de combustible, Blobel hubiera sido capaz de obtener semejante cantidad del mismo. Pero el Ejército se vuelca cuando damos órdenes. Y es posible que haya subestimado a Blobel. Su sistema para hacer desaparecer cuerpos es realmente notable, hasta el extremo de que, como ha dicho Himmler, «desaparecen incluso las cenizas».

Estaba ya a punto de marcharme cuando Heydrich me llamó, alargándome una hoja de papel.

—¿Qué te parece esto, Dorf?

Lo leí, y mientras lo hacía, me esforcé por mantener la compostura.

—En voz alta —dijo Heydrich.

«El comandante Erik Dorf, perteneciente a su Plana Mayor, a principio de los años treinta, fue miembro de un grupo juvenil comunista en la Universidad de Berlín. Su padre era miembro del Partido Comunista y se suicidó a consecuencia de un escándalo relacionado con dinero. Entre la familia de la madre de Dorf es posible que exista algún judío. Todas ellas son cuestiones que merecen ser investigadas…».

—¿Y bien?

—No está firmado —observé.

—Nunca lo están. ¿Qué me dices de ello, Erik?

—Todo son falsedades. Como decimos los abogados, en todas sus partes y en el conjunto. Mi padre fue durante un breve período socialista. Nada serio. Él y su hermano. Pero lo superaron. ¡Oh!, perdón, Hay algo que es verdad. Se suicidó, pero no hubo escándalo alguno. Fue una víctima de la depresión. La familia de mi madre está limpia de toda mancha.

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