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Authors: Friedrich Nietzsche

Tags: #Filosofía

Humano demasiado humano (24 page)

BOOK: Humano demasiado humano
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240. La gravedad creciente del mundo.

Cuanto más se eleva la cultura de un hombre, más numerosos son los campos que se sustraen a sus risas y bromas. Voltaire agradecía, de todo corazón al cielo, la invención del matrimonio y de la Iglesia, por haber contribuido tanto a nuestra diversión. Pero él y su época, y antes que él, el siglo XVI, se burlaron tanto de estas cuestiones que agotaron el tema. Todo el ingenio que hoy se emplea en esta cuestión está anticuado y sobre todo es demasiado barato para que alguien se anime a comprarlo. Ahora se investigan las causas, es la época de la seriedad. ¿A quién le sigue interesando hoy considerar a la luz de la burla las diferencias entre la realidad y la apariencia presuntuosa? El sentimiento de esos contrastes produce un efecto completamente diferente en cuanto se trata de ir al fondo de las cosas. Cuanto más a fondo entienda la vida un hombre, menos se burlará, a no ser que, pese a todo, acabe burlándose de «la profundidad de su comprensión».

241. El genio de la cultura.

¿Cómo sería un genio de la cultura, si tratáramos de imaginarlo? Como sus instrumentos serían la mentira, la violencia y el egoísmo más brutal, utilizados con entera seguridad, habría que considerarlo demoníaco y malvado. Ahora bien, sus intenciones, que se transparentarían aquí y allá, serían buenas y nobles. En suma, sería un centauro, mitad animal y mitad hombre, que tendría además unas alas de ángel en la cabeza.

242. La educación milagrosa.

El interés por la educación no cobrará toda su fuerza hasta que se renuncie a creer en un dios y en su providencia; lo mismo que la medicina se expandió cuando se dejó de creer en las curaciones milagrosas. Pero por el momento todo el mundo sigue creyendo en la educación milagrosa. Pero ¿cómo es posible, desde un punto de vista natural, que un enorme desorden, unos objetivos confusos y unas circunstancias hostiles produzcan los hombres más poderosos y fecundos? Si en adelante examinamos estos casos más de cerca y los sometemos a un examen más severo, no se descubrirá milagro alguno. En idénticas condiciones, numerosos seres perecen continuamente, mientras que, por el contrario el único individuo que las supera, logra una superabundancia de energía, al haber soportado esas circunstancias desfavorables gracias a una indomable fuerza innata y al hecho de haber ejercido y acrecentado esa fuerza; esta es toda la explicación del milagro. Una educación que ya no cree en el milagro tendrá que considerar tres cuestiones: Primera, ¿cuánta energía se hereda?; Segunda, ¿cómo se pueden suscitar nuevas energías?; Tercera, ¿cómo adaptar al individuo a las exigencias tan numerosas y diversas de la cultura, sin que éstas turben y destruyan la unidad de su ser? En suma, ¿cómo situar al individuo en el contrapunto de la cultura personal y de la vida pública?, ¿Cómo podrá ser a un tiempo la melodía y su acompañamiento?

243. El futuro del médico.

En nuestros días, ninguna profesión permite llegar tan alto como la del médico, sobre todo desde que esos médicos del alma llamados directores espirituales no pueden ya ejercer con la aprobación pública, sus artes exorcistas y son evitados por las personas cultas. Un médico actual no ha llegado aún a la cumbre de su formación intelectual cuando conoce los mejores métodos, los ha empleado a fondo y sabe sacar esas rápidas conclusiones del efecto a la causa, que tanta fama han dado a los que diagnostican; necesita tener también una elocuencia que se ajuste a cada individuo diferente y lo ayude a hacer de tripas corazón; una virilidad cuya sola presencia baste para ahuyentar el desánimo (ese gusano que roe a todos los enfermos); una flexibilidad de diplomático para hacer que se relacionen quienes necesitan alegría para curarse con quienes, por razones de salud, deben (y pueden) dar esa alegría; la perspicacia del agente de policía y del abogado para descubrir secretos íntimos sin revelarlos; en suma, un buen médico precisa hoy los procedimientos y las aptitudes de todas las demás profesiones. Armado de esta forma, estará en disposición de convertirse en el bienhechor de toda la sociedad, multiplicando las buenas obras, el placer y la fecundidad intelectuales, previniendo los malos pensamientos e intenciones y las bajezas (cuyo nauseabundo origen es tan a menudo el bajo vientre), instaurando una aristocracia del cuerpo y del espíritu (en virtud de los matrimonios que fomentará y que impedirá), extirpando, por la benevolencia, todos los presuntos tormentos morales y remordimientos de conciencia. De este modo, el simple médico se convertirá en salvador, sin necesidad de hacer milagros ni de dejarse crucificar.

244. Al borde de la locura.

La suma de nuestros conocimientos, sentimientos y experiencias, es decir, todo el peso de la cultura, ha aumentado de tal forma que ha provocado ese peligro universal que supone la superexcitación de las facultades nerviosas e intelectuales: las clases cultas de los países europeos son incluso enteramente neuróticas, y alguno de los miembros de casi todas sus grandes familias ha rozado los límites de la locura. Sin duda que hoy contamos con mil maneras de conquistar la salud, pero sigue faltando lo esencial: una disminución de esa tensión emocional, de ese fardo agobiante de cultura, que, aunque hubiese que pagarlo con graves pérdidas, nos dejaría en situación de esperar esa gran cosa que sería un
nuevo Renacimiento
. Debemos al Cristianismo, a los filósofos, a los poetas y a los músicos abundantes emociones y profundos sentimientos; si no queremos que nos ahogue su superabundancia, habremos de conjurar el espíritu de la ciencia que, en general, nos hace un poco más fríos y más escépticos, y que, en particular, refresca el río ardiente de la fe en las verdades últimas y definitivas, que el Cristianismo principalmente ha convertido en un torrente tan impetuoso.

245. La cultura, como la fundición de una campana.

La cultura ha tomado forma como una campana en un molde de materiales más bien groseros y vulgares; ese molde está hecho de hipocresía, violencia y expansión ilimitada de toda individualidad, ya sea de personas o de pueblos. ¿Ha llegado la hora de sacarla de ese molde? ¿Se ha solidificado la masa? ¿Se han condensado y esparcido por doquier los instintos buenos y útiles y los hábitos de un alma noble, de forma que ya no se necesite recurrir a la metafísica ni a los errores de la religión, que ya no se requiera hacer uso de esa dureza y de esa violencia que han constituido los lazos más poderosos para unir entre sí a los individuos y a los pueblos? No sigamos esperando la ayuda ni las señales de un dios para contestar a esta pregunta; quien ha de decidir aquí es nuestro propio raciocinio. Al hombre le toca abrir los ojos para vigilar en lo sucesivo los destinos de la cultura.

246. Los cíclopes de la cultura.

Al ver las cuencas de esos barrancos donde tienen su lecho los glaciares, apenas creemos posible que un día se extienda en ese mismo lugar un valle con prados y bosquecillos, recorrido de arroyos. Lo mismo sucede en la historia de la humanidad. Las fuerzas más salvajes y destructivas abrieron primero el camino; pero su acción era necesaria para que luego estableciera ahí su morada una cultura más suave. Estas terribles energías, lo que llamamos el mal, son los ciclópeos arquitectos y pioneros de la humanidad.

247. El movimiento circular de la humanidad.

Puede que la humanidad no sea más que una fase de la evolución de una determinada especie animal de duración limitada; que el hombre salido del mono vuelva al mono, y que a nadie le interese lo más mínimo el singular desenlace de esta comedia. Lo mismo que la decadencia de la cultura romana y su causa principal, la expansión del Cristianismo, provocaron un afeamiento generalizado del hombre en el Imperio romano, podría ocurrir también que la probable decadencia de la cultura terrestre en su conjunto tuviese como consecuencia un afeamiento mucho más pronunciado del ser humano, que lo hiciera retroceder al animal, al mono. Pero si podemos vislumbrar esta perspectiva, tal vez estamos en situación de evitar que desemboquemos en un futuro así.

248. El consuelo de un progreso desesperado.

Nuestra época produce la impresión de una situación interina; las antiguas concepciones del mundo, las viejas culturas subsisten aún en parte, mientras que las nuevas no se han consolidado todavía mediante el hábito, careciendo, por tanto, de unidad y de coherencia. Parece que todo vuelve al caos, que lo nuevo no vale nada y que está siempre depreciándose. Pero lo mismo le sucede al soldado cuando aprende la instrucción: al principio se comporta más vacilante y torpemente que nunca, porque sus músculos unas veces se mueven según el antiguo sistema y otras según el nuevo, sin que ninguno de los dos acabe imponiéndose. Nos tambaleamos, pero es preciso no caer por ello en una inquietud que podría hacernos renunciar a lo que acabamos de adquirir. Además,
no podemos
volver a lo antiguo, hemos quemado nuestras naves; no nos queda más que hacer de tripas corazón, pase lo que pase. Todo lo que hace falta es
echar a andar
, cambiar de sitio. Tal vez un día nuestra marcha parezca, pese a todo, un
progreso
; de lo contrario, siempre podremos recordar, a título de consolación, las palabras de Federico el Grande: «¡Ay, mi querido Sulzer, no conoces suficientemente esta raza a la que pertenecemos!».

249. Sufrir por el pasado de la cultura.

Quien se ha formado una idea clara del problema de la cultura sufre desde ese momento el mismo sentimiento que el que hereda una fortuna amasada por medios ilegales o que el príncipe que reina gracias a los actos de violencia realizados por sus antepasados. Piensa con tristeza en su origen y con frecuencia se muestra avergonzado o irritable. Toda la energía, la voluntad de vivir y la alegría que dedica a lo que posee, sufre a menudo el contrapeso de un hondo desfallecimiento, porque no puede olvidar su origen. Ve el futuro con melancolía, porque intuye que sus descendientes sufrirán como él por el pasado.

250. Las buenas maneras.

Las buenas maneras se van perdiendo a medida que disminuye la influencia de la corte y de una aristocracia cerrada. Este declive puede observarse claramente de decenio en decenio, cuando se observan los actos públicos, que cada vez se van volviendo más abiertamente populacheros. Nadie sabe ya alabar ni halagar con ingenio; de ahí el hecho ridículo de que, cuando hoy se considera
obligatorio
rendir un homenaje a alguien, a un gran estadista o a un gran artista, por ejemplo, se recurra al lenguaje del sentimiento más profundo, de la lealtad más pura e inquebrantable… por apuro o por falta de ingenio y de gracia. También los encuentros públicos y ceremoniosos de los hombres parecen cada vez más torpes, aunque también más cordiales y sinceros, sin serlo. ¿Hemos de aceptar, entonces, que las buenas maneras descienden sin remedio por una pendiente? Yo más bien creo que describen una curva pronunciada y que nosotros nos estamos acercando a su punto más bajo. Cuando la sociedad tenga lo bastante consolidados sus puntos de vista y sus principios como para que éstos puedan ejercer una acción formativa (mientras que hoy las maneras adquiridas, como proceden de situaciones antiguas, se aprenden y se transmiten cada vez más débilmente), se darán buenas maneras en las relaciones, gestos y expresiones en el trato, que parecerán por fuerza tan necesarios y naturales en su sencillez como aquellos puntos de vista y aquellos principios. Todo ello traerá consigo una mejor división del tiempo y del trabajo, un ejercicio gimnástico adaptado a las horas de ocio. Una reflexión mayor y más rigurosa, que transmitirá al mismo cuerpo sutileza y flexibilidad. Bien es cierto que en este aspecto no podemos menos que considerar con ironía a nuestros sabios. Ellos, que pretenden ser los precursores de esa nueva cultura, ¿se distinguen, efectivamente, por tener mejores maneras? Creo que no es habitual, ya que, aunque su espíritu está dispuesto a intentarlo, su carne es flaca. Les pesa todavía demasiado el pasado en sus músculos; no tienen aún libertad de actitudes, porque son medio clérigos secularizados, medio preceptores de personas acomodadas y de familias nobles, y dependen de ellas. Además, la pedantería de su ciencia y sus estúpidos y anticuados métodos los hacen aparecer esmirriados y momificados. A buen seguro que en cuanto a sus cuerpos, y a menudo también en cuanto a las tres cuartas partes de su espíritu, no han dejado de ser los cortesanos de una cultura envejecida e incluso decrépita, como lo son ellos mismos. El espíritu nuevo que se agita de vez en cuando en sus viejos esqueletos no les sirve por el momento más que para hacerlos más inseguros y pusilánimes aún. Los asedian tanto los fantasmas del pasado como los fantasmas del futuro. ¿Es de asombrar, entonces, que no tengan una buena apariencia, que no presenten un porte agradable?

251. El futuro de la ciencia.

La ciencia reporta muchas satisfacciones a quien le consagra su trabajo y sus investigaciones, pero muy pocas a quien se limita
a aprender
sus resultados. Pero como todas las verdades de la ciencia, por fuerza, se vuelven poco a poco corrientes y molientes, se pierden hasta esas pocas satisfacciones; de ahí que desde hace mucho, aun siendo tan admirable la tabla de multiplicar, hayamos dejado de experimentar el menor placer al aprenderla. Ahora bien, si la ciencia procura cada vez menos placer por ella misma y además va quitando progresivamente el consuelo de la metafísica, de la religión y del arte por hacerlos sospechosos, el resultado es que se está secando la mayor fuente de placer a la que el hombre debe casi toda su humanidad. Por eso una cultura superior debe dar al hombre un doble cerebro, algo así como dos compartimentos cerebrales yuxtapuestos, sin fisuras, separables y estancos: uno, que fuera sensible a la ciencia y el otro a lo que no es ciencia; esto es lo que exige la salud. En uno de los compartimentos estaría la fuente de energía y en el otro su regulador; las ilusiones, los prejuicios y las pasiones habrían de ser el combustible, y la ciencia clarividente se utilizaría para prevenir los resultados malos y peligrosos de un grado de calor demasiado elevado. Si no se satisface esta condición de la cultura superior, se puede predecir casi con total seguridad el curso que seguirá la evolución humana: el gusto por la verdad cesará a medida que asegure menos placer, mientras que la ilusión, el error y la fantasía, al estar asociados al placer, reconquistarán paso a paso el espacio que ocupaban antaño. La consecuencia inmediata será la ruina de las ciencias y la recaída en la barbarie; la humanidad deberá volver a tejer su tela, después de haberla deshecho, como Penélope, durante la noche. Pero ¿quién nos garantiza que recobrará fuerzas para hacerlo?

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