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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Imajica (Vol. 1): El Quinto Dominio (30 page)

BOOK: Imajica (Vol. 1): El Quinto Dominio
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—El Cuarto Dominio —respondió Pai—. Si no me desvío de la ruta, llegaremos cerca de la ciudad de Patashoqua.

—¿Y si te desvías?

—¿Quién sabe? Al mar. A una ciénaga…

—Mierda.

—No te preocupes. Tengo un buen sentido de la orientación. Y entre los dos ostentamos mucho poder. No podría hacer esto solo, pero juntos…

—¿Este es el único modo de cruzar?

—Desde luego que no. Aquí en el Quinto hay un buen número de plataformas desde las que partir: círculos de piedra que están bien ocultos. El problema es que la mayoría de ellos fue creada para llevar a los viajeros a lugares concretos. Nosotros queremos pasar como entes libres. Invisibles. Sin levantar sospechas.

—¿Y por qué has elegido Patashoqua?

—Tiene… ciertas asociaciones sentimentales —respondió Pai—. Muy pronto lo entenderás por ti mismo. —El místico hizo una pausa—. ¿Todavía quieres ir?

—Por supuesto.

—No puedo apretar más el cinturón sin cortar la circulación.

—¿Y a qué estamos esperando?

Los dedos de Pai acariciaron el rostro de Cortés.

—Cierra los ojos.

Cortés obedeció. Los dedos de Pai encontraron su mano libre y la alzaron hasta que quedó entre sus cuerpos.

»Tienes que ayudarme —dijo el místico.

—Dime qué debo hacer.

—Cierra la mano. No con mucha fuerza. Deja espacio suficiente para que pase el aliento. Bien, eso es. Toda la magia procede del aliento. Recuérdalo.

Y lo hizo, de alguna manera.

»Ahora —continuó Pai— acércate la mano a la cara y apoya el pulgar sobre la barbilla. Hay muy pocos encantamientos que podamos realizar. No hay palabras bonitas. Solo exhala el aliento, el pneuma, y la voluntad que lo empuja.

—Ya tengo la voluntad, si es a eso a lo que te refieres —dijo Cortés.

—En ese caso, solo necesitamos que soples con fuerza. Expulsa el aire hasta que te resulte doloroso. Yo me encargaré del resto.

—¿Podré tomar otra bocanada de aire cuando acabe?

—No en este Dominio.

Con esa respuesta, Cortés comprendió de golpe la enormidad de lo que iban a realizar. Estaban dejando la Tierra. Iban a traspasar las fronteras de la única realidad que había conocido hasta entonces para internarse en otro lugar totalmente diferente. Sonrió en la oscuridad y entrelazó los dedos de la mano que estaba unida a Pai con los de su libertador.

—¿Nos vamos? —preguntó.

El brillo blanco de los dientes de Pai apareció en las tinieblas que se extendían frente a él cuando este correspondió a su sonrisa.

—¿Por qué no?

Cortés aspiró.

En algún lugar de la casa, escuchó que una puerta se cerraba y que alguien subía la escalera que llevaba al estudio. Pero era demasiado tarde para cualquier interrupción. Exhaló el aire a través de su puño; un soplo constante que Pai'oh'pah pareció aspirar al otro lado de su mano. Algo ardió en el puño que el místico acababa de levantar, con un brillo tan intenso que atravesó sus dedos.

Desde la puerta, Jude vio la misma imagen del cuadro de Cortés convertida en realidad: dos figuras, casi nariz con nariz, con los rostros iluminados por una luz sobrenatural que se extendía con una especie de lenta combustión hasta rodearlos. Tuvo tiempo de reconocer a ambas figuras, de ver las sonrisas en sus rostros, las miradas entrelazadas, y entonces, para su horror, fue como si el interior de sus cuerpos comenzara a quedar expuesto, como si se dieran la vuelta como un calcetín. Observó unas superficies húmedas y rojizas que se plegaron sobre sí mismas, no una vez sino en tres ocasiones que se sucedieron con gran rapidez; cada doblez consiguió que sus cuerpos menguaran hasta que no fueron más que un par de trocitos de materia que seguían plegándose una y otra vez hasta que, al final, acabaron por desaparecer.

Jude se apoyó contra el marco de la puerta con los nervios destrozados a causa de la conmoción. El perro que había encontrado esperando en el rellano de la escalera se acercó sin temor alguno al lugar donde habían estado las figuras. No quedaba magia alguna que pudiera llevarlo tras ellos. El lugar estaba muerto. Los cabrones se habían largado adondequiera que acabara la ruta que habían tomado.

La compresión hizo que dejara escapar un grito de rabia lo bastante potente como para que el perro buscase refugio. Esperaba que Cortés pudiera escucharla, allí donde estuviera. ¿No había venido para compartir con él sus revelaciones de modo que ambos pudiesen investigar juntos lo desconocido? Y, mientras tanto, él había preparado su partida sin contar con ella. ¡Sin ella!

—¿Cómo te atreves? —le gritó al vacío.

El perro gimoteó de miedo y, al verlo así, Jude se calmó un poco. Se puso en cuclillas.

—Lo siento —se disculpó con el animal—. Ven aquí. No estoy enfadada contigo, sino con ese cabrón de Cortés.

En un primer momento el perro no parecía muy dispuesto a acercarse, pero acabó por obedecer; se arrimó a ella meneando el rabo a un lado y a otro a medida que se convencía de que no estaba loca. Judith le acarició la cabeza y el contacto de su mano lo tranquilizó. No todo estaba perdido. Si Cortés lo había hecho, también podría hacerlo ella. El no tenía la exclusiva de las aventuras. Ya encontraría el modo de ir allí donde él estuviera, aunque para ello tuviera que comerse aquel ojo azul trozo a trozo.

Las campanas de las iglesias comenzaron a sonar, anunciando con sus desiguales repiqueteos la llegada de la medianoche mientras ella rumiaba sus pensamientos. El clamor de las campanas se vio acompañado de inmediato por el sonido de las bocinas de los coches en la calle y por los alegres gritos de los asistentes a una fiesta que se celebraba en la casa contigua.

—¡Fiesta! —exclamó en voz baja, con la misma expresión distraída en su rostro que había obsesionado a muchos miembros del sexo opuesto a lo largo de su vida.

Había olvidado a la mayoría de ellos. A los que habían luchado por conseguirla; a los que habían perdido a sus esposas por conquistarla; incluso a aquellos que habían perdido la razón al intentar encontrar a alguien como ella. Los había olvidado a todos. Nunca había estado interesada en la historia. Era el futuro lo que refulgía en su mente y en ese momento más que nunca.

El pasado había sido escrito por los hombres. Pero el futuro, preñado de posibilidades, el futuro tenía nombre de mujer.

Capítulo 18
1

H
asta la creación de Yzordderrex, planificada por el Autarca más por razones políticas que geográficas, la ciudad de Patashoqua (que se encontraba junto a la frontera del Cuarto Dominio, cerca de donde el In Ovo marcaba el perímetro de los mundos reconciliados) había afirmado ser la ciudad más importante de los Dominios. Sus orgullosos habitantes la llamaban
«casje aucasje»
, que no era otra cosa que «colmena de colmenas», un lugar de intenso y fructífero trabajo. Su proximidad con el Quinto Dominio la hacía particularmente propensa a las influencias de ese mundo e, incluso después de que Yzordderrex se convirtiera en el centro de poder de los Dominios, era Patashoqua el lugar al que aquellos que estaban a la última en lo referente al estilo y las invenciones acudían en busca de las últimas tendencias. Patashoqua tuvo en sus calles una variación de los vehículos a motor mucho antes que Yzordderrex. Tuvo
rock and roll
en sus clubes mucho antes que Yzordderrex. Tuvo hamburguesas, cines, pantalones vaqueros y otras incontables pruebas de modernidad mucho antes que la gran ciudad del Segundo. Y no eran solo trivialidades en lo tocante a la moda lo que Patashoqua reinventaba a partir de los modelos del Quinto Dominio. También lo hacía con las filosofías y las distintas creencias. De hecho, se decía en Patashoqua que uno podía reconocer a un nativo de Yzordderrex porque tenía el mismo aspecto y creía lo mismo que un individuo de Patashoqua el día anterior. Sin embargo, al igual que sucedía con la mayoría de las ciudades enamoradas de la modernidad, Patashoqua tenía unas raíces profundamente conservadoras. Mientras que Yzordderrex era la ciudad del pecado, notoria por los excesos que se sucedían en sus oscuros kesparates, las calles de Patashoqua quedaban en silencio cuando caía la noche y sus ciudadanos se encontraban en la cama con sus respectivas esposas, ideando nuevas modas. Esa mezcla de innovación y conservadurismo tenía su máximo exponente en la arquitectura. Emplazada como estaba en una región templada, tan distinta a la semitropical de Yzordderrex, no era necesario que los edificios se diseñaran atendiendo a los extremos climáticos. O bien poseían una elegancia clásica que permanecería en pie hasta el Día del Juicio o bien se erigían en función de la última moda y daban la apariencia de poder derrumbarse a la semana siguiente.

No obstante, era en los límites de la ciudad donde se encontraban las vistas más extraordinarias, ya que era allí donde se había creado una segunda ciudad parásita, habitada por ciudadanos de los Cuatro Dominios que habían huido de las persecuciones y que habían visto en Patashoqua un lugar donde la libertad de obra y de pensamiento todavía eran posibles. Cuánto tiempo más duraría aquello era una discusión que salía a la luz en todas las reuniones sociales que se llevaban a cabo en la ciudad. El Autarca había tomado represalias contra otros pueblos, ciudades y estados que sus consejeros y él habían considerado semilleros para el pensamiento revolucionario. Algunas de esas ciudades habían sido asoladas; otras habían caído bajo el dominio del edicto de Yzordderrex, y cualquier rastro de ideas independientes había sido aplastado. La ciudad universitaria de Hezoir, por ejemplo, había quedado reducida a escombros y los cerebros de sus estudiantes arrancados literalmente de sus cabezas y esparcidos por las calles. En Azzimulto, los habitantes de toda una provincia habían sido diezmados, o eso aseguraban los rumores, gracias a una enfermedad introducida en la región por los representantes del Autarca. Se escuchaban narraciones acerca de atrocidades de tan diversa naturaleza que la gente casi se mostraba indiferente ante los nuevos horrores hasta que, por supuesto, alguien se preguntaba cuánto tardaría el Autarca en volver sus implacables ojos hacia la colmena de colmenas. Momento en el cual sus rostros se quedaban pálidos y la gente comenzaba a hablar en susurros acerca de cómo pensaban escapar o defenderse si alguna vez llegaba ese día, antes de girarse para contemplar la magnífica ciudad que se erguía a su alrededor, construida para durar hasta el Día del Juicio mientras se preguntaban cuan cerca estaría ese día.

2

A pesar de que Pai'oh'pah había descrito brevemente las fuerzas que rondaban el In Ovo, Cortés no percibió más que una vaga impresión del oscuro estado proteico que había entre los Dominios, ocupado como estaba en contemplar un espectáculo mucho más cercano a su corazón: el del cambio que tenía lugar en ambos viajeros mientras sus cuerpos eran trasladados hacia la circulación habitual del pasaje.

Mareado por la falta de oxígeno, no estaba seguro de si aquello se trataba de un fenómeno real o no. ¿De verdad podían los cuerpos abrirse como si fueran flores y esparcir el polen de su esencia vital tal y como su mente le decía que estaba ocurriendo? ¿Y podían esos mismos cuerpos recomponerse al final del viaje y llegar enteros a pesar del trauma que habían sufrido? Al parecer, sí. El mundo que Pai había llamado «el Quinto» se replegaba ante los ojos de los viajeros, que se trasladaban como si fueran sueños hacia otro lugar completamente distinto. Tan pronto como vio la luz, Cortés sintió sus rodillas apoyadas sobre la dura roca y aspiró el aire de ese Dominio con gratitud.

—No ha estado nada mal —escuchó decir a Pai—. Lo conseguimos, Cortés. Por un momento creí que no lo lograríamos, ¡pero lo hemos hecho!

Cortés levantó la cabeza mientras Pai tiraba de la correa que los unía para levantarlo.

—¡Arriba, venga! —dijo el místico—. No está bien empezar un viaje de rodillas.

Allí hacía un día espléndido, notó Cortés; no había ni una nube en el cielo y este resplandecía como la pluma dorada de la cola de un pavo real. No había ni sol ni luna, pero el mismo aire parecía luminoso, y gracias a eso Cortés tuvo la primera visión verdadera de Pai desde que se encontraran en el incendio. Quizá en memoria de los seres a quienes había perdido, el místico todavía llevaba la misma ropa que luciera aquella noche, ennegrecida y ensangrentada como estaba. Pero se había lavado la suciedad de la cara y su piel resplandecía bajo la claridad de la luz.

—Me alegro de verte —dijo Cortés.

—Y yo de verte a ti.

Pai comenzó a desatar el cinturón que los unía mientras Cortés volvía la mirada hacia el Dominio. Estaban cerca de la cima de una colina, a unos cuatrocientos metros de los límites de un suburbio desde el que se elevaban los sonidos propios del ajetreo de sus moradores. Se extendía más allá de los pies de la colina, casi hasta la mitad de una llanura de tierra ocre sin árboles, atravesada por una atestada autopista que condujo la mirada de Cortés hasta las cúpulas y chapiteles de una ciudad fulgurante.

—¿Patashoqua?

—¿Qué otro sitio podría ser?

—Fuiste bastante preciso, entonces.

—Más de lo que me atrevía a esperar. Se supone que la colina sobre la que nos encontramos es el lugar en el que Hapexamendios descansó por primera vez cuando llegó del Quinto. Se llama «Monte de Ola Bayak». No me preguntes poiqué.

—¿La ciudad está sitiada? —preguntó Cortés.

—No lo creo. Parece que las puertas están abiertas.

Cortés examinó los distantes muros y, de hecho, las puertas estaban abiertas de par en par.

—En ese caso, ¿quién es toda esa gente? ¿Refugiados?

—Lo preguntaremos dentro de un momento —dijo Pai.

El nudo ya se había deshecho. Cortés se frotó la muñeca, que estaba marcada por la correa, mientras echaba un vistazo colina abajo. Al moverse entre los habitáculos improvisados atisbó seres que no se parecían mucho a los humanos. Y, mezclándose a voluntad entre ellos, muchos que sí lo hacían. Al menos, no sería muy difícil hacerse pasar por un lugareño.

—Tendrás que enseñarme, Pai —dijo—. Necesito saber quién es quién y qué es qué. ¿Aquí hablan inglés?

—Antes era una lengua bastante común —replicó Pai—. No creo que se haya pasado de moda. Pero, antes de que vayamos más lejos, creo que deberías saber con qué estás viajando. La forma en que la gente responde ante mi presencia podría confundirte si no lo supieras.

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