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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Imajica (Vol. 1): El Quinto Dominio (70 page)

BOOK: Imajica (Vol. 1): El Quinto Dominio
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—Creo que ya ha comenzado —contestó Pai.

—La matarán —dijo Cortés, que había comenzado de nuevo a bajar la colina.

—¿Adónde coño vas? —gritó Pai.

—Yo voy contigo —dijo Hurra a voz en grito, pero el místico la detuvo antes de que pudiera seguir a Cortés.

—Tú no vas a ningún sitio —le advirtió Pai—, salvo a casa de tus abuelos. Cortés, ¿no vas a escucharme? Esa no es Judith.

Cortés se giró para mirar al místico e intentó convencerlo mediante el razonamiento.

—Si no es ella, es su doble; es su eco. Otra parte de ella que vive aquí en Yzordderrex.

El místico no contestó. Se limitó a observar a Cortés como si, con su silencio, lo alentara a seguir profundizando su teoría.

»Tal vez la gente pueda estar en dos sitios a la vez —prosiguió Cortés. Hizo una mueca de frustración—. Sé que era ella, y nada de lo que me digas va cambiar mi opinión. Id los dos al kesparate. Esperadme allí, yo…

Antes de poder finalizar las instrucciones, el pregonero que había anunciado con anterioridad el descenso de Quaisoir de la parte alta de la ciudad volvió a gritar de nuevo, esta vez mucho más alto, pero su voz fue ahogada casi al instante por una nueva oleada de vítores.

—Eso me suena a retirada —dijo Pai.

Veinte segundos más tarde quedó claro que estaba en lo cierto, ya que el vehículo de Quaisoir hizo una nueva aparición, rodeado por lo que quedaba de su destrozado séquito.

El trío tuvo tiempo de sobra para apartarse del camino de las ruedas y las botas mientras la comitiva subía la cuesta, dado que no se estaban retirando con la misma velocidad con la que llegaron. La lentitud no solo se debía a lo abrupto de la ascensión, sino también al hecho de que la mayoría de los soldados de élite había sufrido heridas en su intento por defender el vehículo del asalto, e iba dejando un rastro de sangre a su paso.

—Está claro que habrá represalias después de esto —comentó Pai.

Cortés murmuró su acuerdo mientras contemplaba fijamente la colina por la que había desaparecido el vehículo.

—Tengo que verla de nuevo —dijo.

—Eso va a ser difícil —replicó Pai.

—Ella querrá verme —alegó Cortés—. Si yo sé quién es, ella también sabrá quién soy yo. Te apuesto lo que quieras.

El místico hizo caso omiso de la apuesta y se limitó a añadir:

—¿Y ahora qué?

—Vamos a tu kesparate y reunimos un grupo de búsqueda que localice a la familia de Hurra. Después nos vamos a… —hizo un gesto con la cabeza en dirección al palacio— y echamos un vistazo más de cerca a Quaisoir. Tengo algunas preguntas que hacerle. Quienquiera que sea.

3

El viento cambió de dirección al mismo tiempo que el grupo desandaba sus pasos, y la fresca brisa del océano dio paso a un repentino y abrasador asalto procedente del desierto. Los ciudadanos estaban bien preparados para semejante variación climática y, al primer indicio de cambio en el viento, la eficiencia de los preparativos (que resultaron bastante cómicos por su mecánica ejecución) se apoderó de la calle. Las coladas y las macetas se recogieron de los alféizares de las ventanas; los ragemys y los gatos abandonaron sus lugares al sol y se introdujeron en los edificios; los toldos se recogieron y se cerraron las contraventanas. En cuestión de minutos, la calle se quedó vacía.

—Ya me he enfrentado antes a estas dichosas tormentas —dijo el místico—. No creo que nos haga mucha gracia caminar en mitad de una de ellas.

Cortés le dijo que no se preocupara y, tras alzar a Hurra y colocarla sobre sus hombros, comenzó a andar mientras la tormenta azotaba las calles. Unos minutos antes de que el viento arreciara, habían preguntado de nuevo por la dirección a un tendero y sus indicaciones revelaron que el hombre sabía por dónde andaba, ya que resultaron ser acertadas, si bien no podía decirse lo mismo de las condiciones en las que caminaban. El viento olía a flatulencia e iba acompañado de una cegadora carga de arena, por no mencionar el insoportable calor; pero, al menos, podían moverse libremente por las calles. Los únicos individuos que atisbaron fueron criminales, locos o vagabundos; categorías en las que ellos mismos podrían ser catalogados.

Llegaron al Viático sin equivocarse ni sufrir incidente alguno y, una vez allí, el místico afirmó conocer el camino. Algo más de dos horas después de haber dejado atrás el asedio del puerto, llegaron al kesparate Eurhetemec. La tormenta comenzaba a mostrar signos de fatiga, igual que ellos, pero la voz de Pai resonó con fuerza cuando hizo su anuncio:

—Aquí está. Este es el lugar donde nací.

El kesparate al que habían llegado estaba rodeado por una muralla, pero las puertas se encontraban abiertas y oscilaban con el viento.

—Guíanos —le dijo Cortés, al tiempo que dejaba a Hurra en el suelo.

El místico empujó la puerta de entrada y los precedió a través de las calles que el viento iba desvelando ante ellos, a medida que dejaba caer la arena a sus pies. Las calles subían hasta el palacio, exactamente igual que sucedía con casi todas las calles de Yzordderrex, pero los edificios que se habían construido en esa zona eran muy diferentes de los que había en cualquier otro punto de la ciudad. Estaban separados los unos de los otros, y eran altos y de aspecto lustroso; cada uno de ellos disponía de una única ventana que se abría desde la parte superior de la puerta de entrada hasta e! alero, lugar donde la estructura se dividía en cuatro tejados colgantes que conferían a los edificios que estaban muy próximos el aspecto de un bosquecillo de árboles petrificados. Los verdaderos árboles se encontraban en las calles, delante de los inmuebles; sus ramas seguían oscilando al compás de las mortales ráfagas de viento, y se asemejaban a algas moviéndose bajo la marea. De todos modos, sus ramas eran tan flexibles y sus ramilletes de flores blancas tan resistentes que la tormenta no los había dañado en modo alguno.

Cortés se dio cuenta del peso de las emociones que cargaba Pai en cuanto observó el semblante del místico, que contemplaba con aspecto aterrado, después de tantos años, el lugar donde había nacido. Con la mala memoria que lo caracterizaba, él nunca había sufrido una carga semejante. No atesoraba recuerdos de las costumbres de la infancia, ni escenas navideñas ni canciones de cuna. Solo podía imaginarse lo que Pai estaba sintiendo desde un punto de vista racional, lo cual, estaba convencido, sería un pálido reflejo del sentimiento real.

—El hogar de mis padres estaba entre el chianculi… —informó el místico al tiempo que señalaba hacia la derecha, donde los últimos vestigios de las ráfagas cargadas de arena seguían ocultando el horizonte— y el hospicio. —Señaló a su izquierda, hacia un edificio de muros blancos.

—Entonces debe de estar cerca —dijo Cortés.

—Eso creo —contestó Pai, con un aspecto claramente apenado por la mala pasada que la memoria le estaba jugando.

—¿Por qué no le preguntamos a alguien? —sugirió Hurra.

Pai aceptó la proposición de inmediato y se dirigió hacia la casa más próxima para llamar a la puerta. No obtuvo respuesta. Se trasladó a la casa contigua y repitió la operación. También estaba vacía. Al sentir el nerviosismo del místico, Cortés alzó a Hurra y ambos acompañaron a Pai hasta a la puerta de la tercera casa. La respuesta fue idéntica a las dos anteriores: un silencio que se vio intensificado por el aplacamiento del viento.

—No hay nadie —dijo Pai, que, según intuyó Cortés, se refería no solo a las casas vacías, sino a todo el silencioso vecindario.

La tormenta había pasado. La gente debería estar asomándose a las puertas para barrer la arena y mirar sus tejados, con el fin de comprobar que seguían en su lugar. Pero no había nadie. Las elegantes calles, trazadas con una impresionante precisión, estaban desiertas de un extremo a otro.

—Tal vez se hayan reunido todos en algún sitio —sugirió Cortés—. ¿Hay algún lugar de reunión? ¿Una iglesia o un senado?

—El chianculi es el edificio más cercano —respondió Pai y señaló hacia un cuarteto de cúpulas de color amarillo pálido que se alzaban entre un grupo de árboles muy parecidos a los cipreses, pero con copas de color azul de Prusia. Los pájaros alzaban el vuelo desde sus ramas hacia el cielo, de modo que sus sombras eran los únicos movimientos que se apreciaban en el pavimento.

—¿Para qué se usa el chianculi? —preguntó Cortés, camino de las cúpulas.

—¡Ah! En mi juventud —dijo el místico, intentando contestar con una alegría que no sentía—, en mi juventud era el lugar donde se representaban los espectáculos circenses.

—No sabía que provenías de una familia de artistas.

—No tenían nada que ver con los circos del Quinto Dominio —replicó Pai—. Eran nuestro modo de recordar el Dominio del que nos habían expulsado.

—¿No había payasos ni ponis? —preguntó Cortés.

—Ni uno solo —respondió el místico, pero no explicó nada más.

A medida que se acercaban al chianculi, el tamaño de la construcción (y el de los árboles que rodeaban el edificio) se hizo evidente. Tenía una altura de cinco pisos desde el suelo hasta la cúspide de la más alta de las cúpulas. Los pájaros, que ya habían completado el recorrido festivo por encima del kesparate, volvían a posarse en las ramas en esos momentos, y sus trinos parecían la cháchara de unos arrendajos orientales a los que hubieran enseñado a hablar japonés.

A Cortés lo distrajo un instante el espectáculo, pero volvió a la realidad en cuanto escuchó a Pai.

—No todos están muertos.

Un grupo de cuatro individuos pertenecientes a la tribu del místico surgía de entre los árboles azules; eran negros e iban ataviados con unas túnicas sin teñir, semejantes a las de los nómadas del desierto. Sujetaban un extremo de la túnica con los dientes para ocultar la parte inferior del rostro. No había nada en su aspecto ni en su modo de andar que ofreciera pista alguna acerca de su sexo, pero era evidente que estaban preparados para expulsar a los intrusos, dado que iban armados con unos elegantes báculos plateados, de un metro de longitud, que sostenían por delante de sus caderas.

—No te muevas ni hables, pase lo que pase —ordenó el místico a Cortés cuando el cuarteto se colocó a unos diez metros del lugar donde estaban ellos.

—¿Por qué no? —preguntó Cortés.

—Esto no es un comité de bienvenida.

—¿Y qué es entonces?

—Una patrulla de ejecución.

Y, dicho esto, alzó las manos por delante del pecho con las palmas hacia fuera y dio un paso hacia delante, haciendo caso omiso de su propio consejo, para atraer de ese modo la atención de la patrulla. No utilizó el inglés para dirigirse a los individuos, sino un idioma que poseía la misma cadencia oriental que Cortés había escuchado en los pájaros cuando estos se aposentaron en las ramas. Tal vez las aves hubieran estado hablando, después de todo, el lenguaje de sus dueños.

Uno de los miembros del cuarteto dejó caer el manto que le ocultaba la cara, revelando el rostro de una mujer de mediana edad con una expresión más sorprendida que agresiva. Tras escuchar a Pai un momento, murmuró algo al individuo que estaba a su derecha, a lo que este respondió con un escueto movimiento de cabeza. La patrulla siguió acercándose a Pai con paso decidido mientras el místico hablaba. Pero, en cuanto escucharon de labios del propio Pai las sílabas «Pai'oh'pah», la mujer dio orden de que se detuvieran. Otros dos individuos dejaron caer el manto; en esa ocasión eran dos hombres que compartían las elegantes facciones de su líder. Uno de ellos llevaba un pequeño bigote, pero, al igual que sucedía con Pai, las semillas de la ambigüedad sexual también florecían allí. Sin necesidad de que la mujer que estaba al mando diera orden alguna, su acompañante reveló una segunda ambigüedad, bastante menos atractiva: una de sus manos abandonó el báculo plateado que llevaba y, en cuanto el viento lo rozó, el bastón se vio sacudido por un estremecimiento de un extremo a otro, como si estuviese hecho de seda en lugar de acero. El hombre se lo llevó a la boca y lo enrolló alrededor de su lengua, desde donde cayó para extenderse en forma de tirabuzón más allá de sus labios y sus dedos, emitiendo destellos como si de una hoja de acero de tratase, aun cuando podía doblarse y revolotear.

Cortés no pudo decidir si el gesto era una amenaza o no, pero en respuesta el místico cayó de rodillas e indicó con un gesto de la mano que tanto él como Hurra debían imitarlo. La niña lanzó una mirada lastimera a Cortés en busca de confirmación. Él se encogió de hombros y asintió con la cabeza, tras lo cual los dos se arrodillaron; no obstante, en opinión de Cortés, era la peor posición que podían adoptar frente a una patrulla de ejecución.

—Prepárate para echar a correr —le susurró a Hurra, a lo que esta respondió con un breve movimiento de cabeza.

Entretanto, el hombre del bigote había comenzado a hablar con Pai empleando la misma lengua que el místico había utilizado poco antes. Ni sus gestos ni su voz resultaban especialmente amenazadores, aunque ninguna de las dos cosas podía tomarse como prueba infalible de que no fueran a hacerles daño, al menos según Cortés. Sin embargo, el hecho de que estuviesen dialogando era de algún modo tranquilizador y, en un momento dado, el cuarto individuo dejó caer el manto de su rostro. Otra mujer, más joven que la primera y mucho menos amigable, se hizo cargo de la conversación con un tono de voz bastante más estridente, sin dejar de agitar su peligrosa cinta a unos cuantos centímetros por encima de la cabeza inclinada de Pai. La capacidad letal de semejante arma era evidente: silbaba al cortar el viento y zumbaba al ascender, pero sus movimientos parecían estar controlados al milímetro a pesar de sus ondulaciones. Cuando la mujer hubo acabado de hablar, la líder los instó, al menos en apariencia, a que se pusieran en pie. Pai así lo hizo, antes de mirar hacia atrás e indicar a Cortés y a Hurra que debían hacer lo mismo.

—¿Van a matarnos? —preguntó la niña en un murmullo.

Cortés le dio la mano.

—No —le contestó—. Y si lo intentan, tengo un par de trucos en mis pulmones.

—Por favor, Cortés —dijo Pai—. Ni se te ocurra…

Una palabra de la mujer que lideraba la patrulla puso fin a la conversación, y el místico contestó la siguiente pregunta dirigida a él diciendo el nombre de sus compañeros: Hurra Aping y John
Furia
Zacharias. Tras esto, siguió un breve diálogo entre los cuatro individuos que Pai aprovechó para explicarles lo que estaba sucediendo.

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