—«Si» —dijo Torrent—. Nos encontramos con el primer «si» de nuestro soldadito. Obedecería al presidente «si». —Torrent sonrió triunfal—. Las guerras civiles se libran cuando los líderes descubren cuáles son esos «síes» y los explotan. Yo sólo dispararía contra mi vecino «si». Y entonces un político te dice que ese «si» ya ha ocurrido.
Todos miraron a Torrent en silencio, esperando la demostración que sabían que venía a continuación.
—La ideología no importa. Tiene razón, no le importa a nadie. Y cualquiera está dispuesto a disparar contra el vecino si está convencido de que su vecino se está armando para dispararle.
Reuben sabía bien cómo era aquello. Pocos serbios, croatas o musulmanes de la antigua Yugoslavia habían imaginado que pudieran ir a la guerra: la tasa de matrimonios interraciales era tan alta que resultaba obvio que un grupo nunca se enfrentaría al otro.
Pero sólo hizo falta que un puñado de chalados armados le dispararan a uno porque sus padres eran croatas, aunque a él nunca le hubiera importado. Si te atacan porque formas parte de un grupo, entonces contestas como miembro de ese grupo.
—Te obligan a tomar partido por un bando u otro, lo quieras o no, cuando las balas empiezan a volar —dijo Reuben.
—Las balas ni siquiera tienen que volar —asintió Torrent—. Basta con que creas que intentan dispararte. Las guerras se libran porque nos creemos las amenazas del otro bando.
—Lo cual sugiere —dijo Reuben— que las guerras también se pierden porque un bando no se las cree hasta que es demasiado tarde.
—Ahí lo tenéis —dijo Torrent, mirando triunfal al resto de la clase—. Aquí mismo, en esta clase, he persuadido a un soldado muy bien entrenado que aborrece la idea de una guerra civil para que
se plantee
esa posibilidad.
Los otros se echaron a reír y miraron a Reuben Malich con una mezcla de burla y compasión. Había caído en la trampa de Torrent.
Pero Reuben sabía una cosa. Torrent era un historiador serio. Igual que Reuben. Torrent tenía razón. Una guerra civil podía librarse en cualquier parte, si alguien tenía la voluntad, la inteligencia y el poder para tirar de las cuerdas adecuadas, de pulsar los botones adecuados, de encender los fuegos adecuados.
La clase se alargó bastante, cosa que era común con Torrent, porque nadie quería que dejara de hablar. Y después de clase muchos se entretuvieron en hablar con él sobre los trabajos escritos que estaban preparando. Todos temían su ácida pluma, que vertía andanadas de críticas implacables en sus páginas. Querían hacerlo bien al primer intento.
A Reuben no le importaban las notas, sobre todo porque sacaba sobresaliente en todo. Así que, cuando terminaba la clase, siempre se marchaba de inmediato. Aquel día, sin embargo, Torrent lo llamó antes de que pudiera irse. Quedarse implicaba que Reuben se saltaría la clase de Conflictos Africanos Contemporáneos. Pero cuando un hombre como Torrent te llama, acudes, porque lo que Torrent piensa importa más que nada. Incluso más que tú mismo.
Finalmente, se quedaron solos en el aula.
—Mayor Reuben Malich —dijo Torrent—. No es que me guste mucho su modo de pensar, lo que me gusta es que piensa.
—Todos pensamos, señor.
—No, mi buen soldado, no todos pensamos. Pensar es raro, cada vez más raro, sobre todo en las universidades. Los estudiantes tienen éxito aquí dependiendo de hasta qué punto pueden convencer a los idiotas de que piensan como ellos.
—No todos los profesores son idiotas.
—La universidad es como el instituto: aprendes a seguir la corriente. La mitad de los que acaban en la universidad son los lameculos y los que siguen la corriente. Usted está aquí sólo porque le ordenaron que viniera. Preferiría estar en Oriente Medio dirigiendo a las tropas en combate. ¿Verdad?
Reuben no contestó.
—Muy sensato por su parte —dijo Torrent—. Tengo una pregunta para usted. Si le dijera que la guerra civil de la que hablo se está gestando ahora mismo, ¿hasta dónde llegaría usted?
—No haría nada para ayudar a ningún bando, y nada para impedir que sucediera.
—Pero los dos bandos, antes de que comience la lucha son: los acalorados por un lado, la gente racional por el otro, tratando de controlarlos.
—Los soldados no tienen poder para impedir las guerras, señor, excepto siendo tan invencibles que ningún enemigo se atreva a desafiarlos.
—¿Y está usted dispuesto a apostar su vida, la vida de su familia, por la creencia de que la guerra civil es imposible?
—Exactamente, señor. Ya confío la vida de mi familia a esa creencia. Es como el asteroide que chocará con la Tierra. Sucederá algún día, desde luego. Pero hoy por hoy, no hay ninguna prisa para planear cómo evitarlo.
—Y cuando ese asteroide venga hacia la Tierra, ¿cómo lo sabrá? ¿Lo verá usted?
—No, señor, confío en que los astrónomos nos avisen. Y sé dónde quiere ir a parar: cree que usted es el astrónomo que nos advierte acerca de una colisión política y social.
—Más bien el hombre del tiempo, que localiza la tormenta y la ve adquirir la fuerza de un huracán.
—¿De pie delante de la cámara, bajo la lluvia, atado a un pararrayos?
Torrent sonrió.
—Me entiende usted perfectamente.
—¿Qué está proponiendo, señor? —dijo Reuben—. Porque me está proponiendo algo, ¿no?
—Hay quienes están intentando impedir la guerra civil. Gente que está en posición de compartir información esencial para impedir que armas peligrosas lleguen a manos de quienes estarían dispuestos a utilizarlas para provocar esa guerra que nadie quiere.
—Hacer un doctorado en Princeton no es exactamente una posición estratégica.
—Pero se gradúa usted al final de este semestre,
n'est-ce pas?
—Y vuelvo al Ejército, señor. Ya tengo destino: proteger los intereses americanos en ultramar.
—Sí, lo sé —dijo Torrent—. Operaciones Especiales. Un buen trabajo en ese país que no podemos nombrar.
Reuben se había topado con lo mismo antes: gente que fingía tener información interna para intentar sonsacársela.
—No sé de qué habla, señor. No estoy en Operaciones Especiales.
—Creo que hizo usted muy bien al abrir fuego cuando lo hizo, y tendrían que haberle concedido el Oscar por la manera en que lloró junto al anciano muerto.
Bueno, tal vez supiera algo, pero eso no implicaba que Reuben pudiera fiarse de él.
—No suelo llorar mucho, señor.
—Sería el primero en ganar un Oscar por una actuación que salvó vidas.
—Creo que está usted intentando comprometerme, señor, y no lo permitiré.
—Maldita sea —dijo Torrent—. Intento averiguar si estaría interesado en llevar a cabo una misión secreta para ayudar a mantener unido este país e impedir que caiga en el caos más absoluto.
—Y que se convierta en un imperio.
—Si
tuviera algún modo de ayudarnos en el esfuerzo para impedir la guerra civil, para salvar la república tal como está, ¿hasta dónde estaría dispuesto a llegar?
—Soy mayor del Ejército de Estados Unidos, señor. Nunca faltaré a mi juramento.
—Sí —dijo Torrent—. Sí, con eso cuento. Es usted un estudiante soberbio, ¿lo sabe? El mejor que he tenido en años. Y conozco a gente, dentro y fuera del Gobierno, que trata de impedir discretamente la guerra civil. Tiene usted mi solemne juramento de que todo el que contacte con usted en mi nombre nunca le pedirá que haga nada que viole el suyo.
—Escucharé. Es todo lo que prometo.
—Entonces escuche esto. La primera prueba es si se lo dirá o no a su esposa.
—Le diré a Cessy todo lo que no sea de carácter secreto. Si no le gusta, considéreme fuera.
—¿Y si ese conocimiento pudiera acabar con su vida?
—Entonces se lo diría sin dudarlo. Porque si alguien sospechara que yo
podría
habérselo dicho, la mataría lo hubiera hecho o no. Sabiéndolo, ella será consciente del riesgo.
—Me alegra oírlo, entonces —dijo Torrent.
—¿Se alegra?
—Ésa era la prueba. Si fuera usted capaz de traicionar a su esposa y hacer algo así a sus espaldas, podría traicionar a cualquiera.
Con una sonrisa, Torrent recogió su maletín repleto y salió del aula.
Reuben asistió a su siguiente clase, a la que llegó irremediablemente tarde, con la mente desbocada. «Acaba de reclutarme. Ni siquiera sé cuál es la conspiración y me ha reclutado apelando a mi inteligencia, mis lealtades, mi deseo de estar donde hay acción.»El problema era que aquello lo atraía por todo eso y por mucho más.
Reuben se daba cuenta de que Torrent le había calado. La única pregunta que quedaba por responder era: «¿Es Torrent un buen hombre? Si me uno a esa misión clandestina que tiene en marcha, ¿estaré en el bando adecuado?»
El amor heroico es hacer lo que le conviene a la persona amada independientemente del deseo, la confianza y el coste. Desgraciadamente, es imposible saber qué le conviene a todo el mundo.
El capitán Coleman (Cole, para los amigos) todavía no estaba seguro de si haber sido asignado al mayor Malich era la oportunidad de su vida o el final de su carrera militar.
Por un lado, en cuanto Cole recibió su destino en el Pentágono, gente de alto rango empezó a dar a entender que Malich estaba considerado en Operaciones Especiales como algo más que meramente un prometedor héroe de guerra y un brillante estratega. La única duda era si terminaría su carrera con mando en el campo de batalla o desde el Pentágono. «Acaba de enganchar su carreta al caballo adecuado, Cole», le dijo un general que se pasó por su nueva oficina al parecer sólo para decirle eso.
Por otro lado, llevaba tres días en su nuevo puesto y no había visto a Malich y nadie le decía dónde estaba.
—Sale, vuelve —dijo la secretaria de la división.
—¿Sale adonde, hace qué?
—Sale —dijo ella con una sonrisa forzada—, y luego regresa.
—¿No me lo dice porque no lo sabe o porque todavía no se fía de mí?
—No lo sé ni me fío todavía de usted —dijo ella.
—Entonces ¿qué hago mientras espero a que regrese?
—¿Es su primera vez en el Pentágono?
—Sí.
—Salga a ver los monumentos.
—No es la primera vez que estoy en el Distrito de Columbia —dijo Cole—. Mis padres me llevaron a todos los museos y ya he hecho cola para ver el Congreso y la Declaración de la Independencia y he subido al monumento a Washington.
—Entonces vaya a Hain's Point o a las Grandes Cataratas del Potomac y diga ooh y aah, y busque una bici y siga el sendero W&O desde Leesburg hasta el monte Vernon. O quédese aquí y le daré una caja entera de lápices para que les saque punta.
—¿En qué trabaja usted mientras él está fuera?
—Soy la secretaria de la división. Trabajo para todos los oficiales, incluido el coronel. Una vez cada dos meses, el mayor Malich me da algo que hacer. Aparte de eso, recibo mensajes para él y explico a sus confusos subordinados cómo matar el tiempo hasta que él vuelva para no decirles nada.
—No decirles nada... quiere decir que incluso cuando está aquí no...
—¿Por qué cree que sustituye usted a un buen hombre que sólo aguantó aquí un mes? ¿Que a su vez sustituyó a otro buen hombre que duró tres meses porque el mayor Malich le encomendó un montón de papeleo sin decirle para qué era y luego le dio las gracias y lo dejó sacando punta a los lápices?
—Así que no espera que me quede.
—Espero que se haga viejo y muera en este puesto de trabajo.
—Y eso ¿qué significa?
—Significa —dijo la secretaria— que he renunciado a intentar comprender el papel del mayor Malich en este edificio y también he renunciado a tratar de ayudar a los oficiales jóvenes que le asignan. ¿Algún problema?
Así que allí estaba él, tres días más tarde, con los lápices afilados, después de haber visto la estatua gigantesca de Hain's Point y el nuevo monumento conmemorativo de la Segunda Guerra Mundial y el monumento conmemorativo de Franklin Delano Roosevelt y las Grandes Cataratas del Potomac. ¿Era demasiado pronto para solicitar el traslado? ¿No debía al menos conocer a Malich antes de tratar de librarse de él?
Cole imaginaba la llegada del mayor Malich a la oficina.
—¿Qué ha estado haciendo mientras esperaba mi regreso? —decía Malich.
—Esperarle, señor.
—En otras palabras, nada. ¿No tiene iniciativa?
—¡Pero si ni siquiera sé en qué estamos trabajando! ¿Cómo puedo...?
—Es usted idiota. Solicite el traslado. Lo firmaré y espero que la próxima vez me envíen a alguien con cerebro en la cabeza y una chispa de ambición.
Un momento. Aquél no era Malich. Era el padre de Cole, Christopher Coleman, que sólo creía en dos cosas: que la gente apellidada (Coleman debía tener un nombre de pila muy largo (el de Cole era Bartholomew) y que nada que su hijo hiciera estaría jamás a la altura de sus expectativas.
Malich probablemente ni siquiera advertiría la presencia de Cole. ¿Por qué iba a hacerlo? Mientras Cole no hiciera nada, daba igual que estuviera allí o no.
Así que Cole salió de su oficina y cruzó el pasillo para ver a la secretaria.
—¿Cómo se supone que tengo que llamarla? —preguntó.
Ella se señaló la plaquita del pecho.
—Así que responde al nombre de DeeNee Breen.
Ella se lo quedó mirando.
—Es el nombre que me pusieron mis padres.
—Lamento oír eso —respondió él—. Es incluso peor que Bartholomew.
Ella no sonrió. Iba por buen camino.
—Necesito información.
—No tengo ninguna, pero adelante.
—¿Está casado el mayor Malich?
—Sí.
—¿Ve? Lo sabía.
—Ella se llama Cecily. Tienen cinco hijos. No sé el nombre ni la edad de los niños, pero uno de ellos es lo bastante joven para haber estado llorando una de las pocas veces que la señora Malich llamó preguntando por su marido y hay una foto de familia en su mesa pero no sé de cuándo es, así que eso no aclara lo de las edades. Los chicos son niño niño niña niña niño. ¿Informe de interioridades terminado, señor?
Cole se dio cuenta entonces de que ella tenía sentido del humor, pero tan seco que parecía hostilidad. Así que intentó ganársela con ingenio.
—Es impropio que yo discuta acerca de sus interioridades, DeeNee Breen —dijo Cole.
Ella no captó la broma o era un tópico del Pentágono o le pareció gracioso pero decidió no animarlo.