Indomable Angelica (71 page)

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Authors: Anne Golon,Serge Golon

Tags: #Histórico

BOOK: Indomable Angelica
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—No me niego, amiguita. Ese pajarraco me ha estropeado seriamente. ¡Coged de mi morral la botella de aguardiente y proceded sin miedo!

No pestañeó mientras ella mojaba con alcohol los hondos surcos que las uñas aceradas del águila le habían abierto en el pecho. Al tocarle, Angélica no podía impedir que su respeto hacia él aumentase. Un hombre de tal contextura hacía honor a su Creador. Pero Colin Paturel no pensaba ya en la lucha con el águila. Pensaba en Francisco el Arlesiano y el corazón le dolía mucho más que su pecho desgarrado…

LXI La sed y los leones

Vagaron así tres días por entre roquedales ardientes y desiertos. La sed comenzaba a atormentarles. No caminaban ya de noche para no exponerse a terribles accidentes en las tinieblas. La región era poco frecuentada. Sin embargo, el segundo día, les gritaron dos pastores moros que tenían sus ovejas paciendo en la ladera opuesta de una torrentera en la que crecía alguna hierba. Miraban con recelo aquella tropa harapienta en la que distinguían a una mujer y la levita negra de un judío.

Colin Paturel les respondió que iban a Meld'jani. Los pastores lanzaron exclamaciones de arrebatado asombro. ¿Quién iba a Meld'jani pasando por la montaña cuando el camino más corto estaba trazado en el valle y tan bien trazado desde que Muley Ismael había mandado a sus negros a trabajar allí…? ¿Eran extranjeros a quienes alguien había inducido a error? ¿O acaso bandidos? ¿O, quién sabe, si cristianos evadidos…? Los dos pastores después de emitir riendo, burlándose, aquella última suposición, cambiaron súbitamente de aire y hablaron en voz baja lanzando miradas inquisidoras hacia los viajeros del otro borde de la quebrada.

—Dame tu arco, Juan de Aróstegui —dijo Colin Paturel—, y tú, Piccinino colócate delante de mí para que no vean lo que preparo.

De pronto, los moros empezaron a chillar y huyeron a todo correr. Pero las flechas del normando les alcanzaron en la espalda y, atravesados, rodaron por la pendiente mientras que sus ovejas se precipitaban balando en oscura marea, rompiéndose las patas en las quebradas.

—Ahora no podrán ya dar la alarma. Nos hubiéramos encontrado con todos los lugareños esperándonos al pasar el puerto.

Permanecieron en alerta hasta allí. Veían el camino que los pastores habían hablado. Pero ellos no podían seguirlo. Sus ropas desgarradas, su aspecto extenuado e inquietante los traicionaría ante el primer viandante. Había que seguir avanzando entre las rocas afiladas, bajo el sol de fuego y el cielo añil, pesado y vertiginoso, que daba a las piedras cegador aspecto de osamentas, con la lengua hinchada por la sed, y los pies ensangrentados. Próxima la noche, vieron reflejos del agua salvadora al borde de un precipicio y a pesar de lo empinado de las paredes emprendieron el descenso. Pero cuando se acercaban se elevó un gruñido, multiplicado por los ecos.

—¡Los leones!

Permanecían agarrados al costado de la quebrada, mientras que las fieras, irritadas por las piedras que se desprendieron, estallaban en rugidos sonoros. Repetido por las quebradas, el ruido se convirtió en atroz y temible alboroto. Angélica veía las formas rubias de las voluminosas fieras agitarse a pocos pies por debajo. Se asió a una mata de enebro con la horrible sensación de que iba a arrancarse de raíz. El normando, que estaba un poco más arriba que ella, la vio palidecer, con pánico en sus pupilas verdes.

—¡Angélica! —llamó.

Su voz, de ordinario lenta y tranquila, cuando mandaba era muy otra. No se podía eludir el dominio de aquel tono bajo y breve.

—…¡Angélica, no miréis hacia abajo, pequeña! No os mováis. Tendedme la mano.

La subió como si fuera una paja y ella se inclinó hacia él, ocultando su frente en el hombro macizo para huir de la pesadilla de la visión dantesca. Él esperó paciente a que hubiera cesado de temblar y luego, aprovechando un momento de calma en el tronar tempestuoso de los rugidos, gritó:

—¡Hay que volver a subir, muchachos! No merece la pena insistir…

—¿Y el agua? ¿Y el agua? —gimió Jean-Jean de París.

—¡Vé a buscarla si te lo pide el cuerpo!

La noche de aquel día Angélica fue a sentarse aparte, mientras los cautivos instalaban un pequeño campamento alrededor de un mísero fuego que se atrevieron a encender para cocer bajo la ceniza unos tubérculos silvestres. Ella apoyó su frente en una piedra y permaneció allí, alucinada hasta la tortura por visiones de sorbetes, bebidas heladas y transparentes, de agua reverberante bajo las palmeras.

—¡Lavarme! ¡Beber! Ya no puedo más. No podré seguir adelante.

Sintió una mano sobre su cabeza. Una mano tan ancha no podía ser más que la del normando. Como no tenía fuerza para moverse, él le tiró ligeramente de los cabellos para obligarla a levantar la frente; y Angélica vio una cantimplora de piel que él le ofrecía con un poco de agua en el fondo. Su mirada vaciló, interrogativa.

—Es para vos —dijo él—. La hemos guardado para vos. Todos han dado la última gota de su odre.

Ella bebió el agua tibia, como si fuera un néctar. Al pensar en que aquellos hombres rudos se habían sacrificado por ella, su valor se reanimaba.

—Gracias, mañana estaré mejor —dijo, esbozando una sonrisa con sus labios agrietados.

—¡Seguramente! Si alguien se queda en el camino, no seréis vos —respondió él con tan íntima convicción que ella se sintió conmovida.

«Los hombres me creen siempre mucho más fuerte de lo que soy», pensó tendiéndose, algo confortada, sobre su duro lecho de piedra.

Sentíase tremendamente sola, envuelta en fatiga, miseria y miedo como en una ganga que la aislaba del mundo entero. Cuando Dante descendió a los círculos infernales para oír ladrar allí a Cerbero, con sus tres cabezas ¿sentiría una impresión parecida? ¿Era así el Infierno? Indudablemente, pero sin el gesto de un compañero brindando el último vaso de agua. Sin la esperanza. Pues bien, la esperanza no desaparecería. «Algún día divisaremos los campanarios de una ciudad cristiana sobre el cielo estrellado; algún día respiraremos, beberemos…»

LXII El manantial del oasis

Al día siguiente bajaron al llano. Aún vieron unos leones devorando los restos de un caballo, lo que les hizo creer que no estarían lejos de un aduar. Les llegaron unos ladridos de perros y torcieron de nuevo hacia la montaña. La vista de un pozo los llevó hacia los parajes peligrosos de las regiones habitadas. Por fortuna, no apareció nadie en los alrededores. Apresuradamente, ataron una cuerda al cuerpo del más delgado, Jean-Jean de París, quien descendió, llevando dos calabazas. Le oyeron lanzar un grito, chapotear y borbotear, y le izaron a toda prisa.

El pobre joven vomitó hasta el alma. Había puesto los pies sobre el cuerpo de un animal muerto que obstruía el fondo del pozo. Impulsado por la sed, no pudo contenerse y se inclinó para beber, pero el agua que sacó del vientre del animal descompuesto era tan infecta que ceryó morirse allí mismo. Todo el resto del día sufrió gran malestar, arrastrándose penosamente. Los gases ponzoñosos acumulados en el fondo del pozo casi le habían envenenado.

Pasaron otro día agotador. Al fin, al oscurecer, la salvación pareció reflejarse ante sus ojos bajo la imagen de un agua azul en la hondonada de un valle sombreado por higueras y granados, destacando, balanceándose por encima de ellos, los altos penachos de unas datileras. No pudiendo creer en aquel espejismo, bajaron corriendo la pendiente. El viejo Caloens fue el primero en llegar y corrió por la pequeña playa de blancos guijarros. No estaba más que a unos pasos del agua maravillosa cuando se oyó un ruido sordo y la silueta de una leona cruzó el espacio cayendo sobre el viejo. Colin el normando saltó y asestó a la fiera repetidos mazazos. Le partió la cabeza y le rompió las vértebras. La leona se desplomó de costado en violentas convulsiones de agonía. El grito del marqués de Kermoeur se confundió con otro rugido.

—¡Cuidado, Paturel!

A su vez, con la espada en alto, se lanzó entre el normando que estaba de espaldas y el salto de un león de oscura melena que surgió de la maleza. La espada atravesó el corazón de la fiera pero antes de expirar las temibles garras partieron en dos el vientre del noble bretón y esparcieron sus entrañas sobre la arena…

Así, en unos instantes, el oasis encantador se trocó en una escena de matanza, en que la sangre de los hombres y de las fieras corría hasta el agua transparente. En pie, con la maza enrojecida en la mano, Colin Paturel acechó otra posible aparición de los temibles animales. Pero el paraje recobró su tranquilidad. La llegada de los esclavos debió interrumpir a una pareja aislada en la época del celo.

—¡Vigilad a derecha e izquierda con las lanzas a punto!

Se inclinó hacia el marqués de Kermoeur.

—¡Compañero, me has salvado la vida!

La mirada vidriosa del Marqués intentó verle.

—Sí, Majestad —murmuró.

Su mirada se tornaba confusa, como superponiéndose a otras reminiscencias.

—Vuestra Majestad… es que en Versalles… Versalles…

Y expiró con aquella palabra lejana y prestigiosa. Caloens respiraba aún. Tenía el hombro arrancado, mostrando el hueso.

—Agua —musitó con avidez— ¡Agua…!

Colin fue a recoger en una calabaza el agua tan caramente conseguida y le dio de beber. Era tal el ascendiente sobre sus compañeros que pese a la sed torturadora, los otros, llenos de estupor, no pensaban siquiera en acercarse al oued.

—¡Bebed ya, imbéciles! —les gritó colérico.

Era la segunda vez que iba a cerrar los ojos a uno de sus compañeros a quienes había jurado llevar vivos a la libertad. Y podía presentir que pronto y por tercera vez cumpliría con aquel rito…

Descubrieron bajo un arco de bejucos blancos el cadáver medio devorado de una gacela. Llevaron allí al herido, y le tendieron sobre un lecho de hierbas secas. Colin vertió sobre sus heridas el fondo de su botella de aguardiente y le vendó lo mejor que pudo. De todas maneras había que esperar para saber cómo reaccionaría el viejo. ¿Se curaría tal vez? Era muy capaz de ello… Pero ¿cuánto tiempo podrían esperar en aquellos parajes en los que el agua atraía a los animales y a los hombres?

El jefe calculó con los dedos el número de días de que disponían antes de llegar a la cita del oued Cebón. Aun poniéndose en camino aquella noche, ¡llegarían con dos días de retraso!

Y era imposible con el viejo Caloens moribundo. Decidió pasar allí mismo la noche. Había que enterrar al marqués de Kermoeur y reflexionar sobre la situación. Todos necesitaban descansar. Ya decidirían a la mañana siguiente.

Cuando cayó la noche, Angélica se deslizó fuera de la gruta. Ni el temor a los leones ni la angustia que se cernía sobre ellos con el ronco estertor del viejo, podían hacerla desistir de su deseo obsesivo de zambullirse en el agua. Uno tras otro, los cautivos habían gozado de las delicias del baño, pero entretanto había permanecido junto al herido.

Caloens la llamaba con esa repentina exigencia de los hombres que en medio del dolor se vuelven hacia la mujer, maternal, protectora, creadora de dulzura, que comprende las quejas y las oye con paciencia.

—Pequeña, cógeme de la mano. Pequeña, no te alejes.

—Estoy aquí, abuelo.

—Dame otra vez de beber de esa agua tan hermosa y clara.

Le lavó la cara, procurando acomodarle lo mejor posible sobre el lecho de hierbas. De minuto en minuto, el sufrimiento era más atroz.

Colin Paturel repartió los últimos pedazos de galleta. Quedaba una provisión de lentejas. Sin embargo, el jefe se opuso a que encendieran fuego.

Ahora, Angélica avanzaba en la cómplice oscuridad. La claridad de la luna caía discretamente a través del bosque, donde se encendía y se apagaba, intermitente, la chispa dorada de las danzantes luciérnagas. Apareció el manantial, espejo tranquilo, que no se enturbiaba más que al borde de la roca oscura de donde brotaba el agua con leve rumor. El croar de una rana, el chirrido continuo de las cigarras quedaban en silencio.

La joven se despojó de sus vestidos llenos de polvo e impregnados del sudor de aquellos largos días de fatiga inhumana. Lanzó un suspiro de alivio dejándose resbalar al agua fresca. «Jamás —pensó— había experimentado tan maravillosa sensación». Después de haberse rociado profusamente, lavó sus prendas, apartando sólo el albornoz, con el que se envolvía en espera de que la brisa nocturna hubiera secado las otras. Se lavó también los largos cabellos, pegajosos y revueltos con arena; voluptuosamente, los sintió revivir bajo sus dedos. La luna se deslizó por detrás de una palmera y descubrió el largo hilo de plata que brotaba de la negra pared rocosa. Angélica subió a una piedra y entregó sus hombros a la salpicadura casi helada de aquella ducha. ¡El agua era realmente la más bella invención del Creador! Se acordó del aguador que por las calles de París gritaba: «¿Quién quiere agua pura y sana…? ¡uno de los cuatro elementos…!» Con la cara levantada, miró con afecto a las estrellas que parpadeaban entre el abanico de las palmeras. El agua chorreaba sobre su cuerpo desnudo, brillando al claro de luna; y adivinó su propio reflejo, temblando con blancura de mármol, en las tinieblas del pilón natural.

—¡Estoy viva —dijo a media voz— estoy viva!

Cada instante que pasaba borraba en ella y sobre ella, las huellas de la lucha agotadora. Permaneció así largo rato, hasta que un crujido de hojas en la maleza, que tuvo la sequedad de un disparo, la puso alerta. Volvió entonces a sentir miedo. Se acordó de las fieras en acecho y de los moros vengativos. El suave paisaje volvió a ser aquella trampa hostil en la que ellos se movían durante días interminables. Se metió en el agua para alcanzar la orilla. Ahora, estaba segura de que alguien la observaba, escondido entre la maleza. De tanto vivir como animal acosado, había adquirido el instinto del peligro. Lo sentía a flor de piel. ¿Un animal o un moro…?

Se envolvió en el albornoz y echó a correr descalza por el bosque de bejucos y pitas puntiagudos que la herían. Chocó violentamente con el duro obstáculo de una presencia humana interpuesta en el sendero; lanzó un débil grito y creyó que iba a caer de bruces, en vértigo de terror, cuando reconoció, a la luz gredosa de la luna, la barba rubia de Colin Paturel. Brillaba una chispa en las pupilas del gigante normando, profundas como dos agujeros de sombra. Sin embargo, su voz fue normal cuando dijo:

—¿Estáis loca? ¿Habéis ido a bañaros sola…? ¿Y los leones que pueden venir a beber? ¿Y los guepardos? y, ¿sabe Dios quién? los moros que pueden estar merodeando…

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