Read Infancia (escenas de una visa en provincia) Online
Authors: John Maxwell Coetzee
Tags: #Autobiografía, Drama
Sabe que si quiere ser un gran hombre debería leer libros serios. Debería ser como Abraham Lincoln o James Watt, y estudiar a la luz de una vela mientras los demás están durmiendo, y aprender por su cuenta latín y griego y astronomía. No ha abandonado la idea de ser un gran hombre; se promete a sí mismo que pronto empezará a leer libros serios; pero, por el momento, todo lo que quiere leer son cuentos.
Lee todos los libros de misterio de Enid Blyton, todas las historias de los hermanos Hardy, todos los cuentos de Biggles. Pero los libros que más le gustan son los relatos de la Legión Extranjera de P. C. Wren. «¿Quién es el mayor escritor del mundo?», le pregunta a su padre. Su padre responde que Shakespeare. «¿Por qué no P. C. Wren?», pregunta él. Su padre no ha leído a P. C. Wren y, pese a su experiencia como soldado, no parece interesado en hacerlo. «P. C. Wren escribió cuarenta y seis libros. ¿Cuántos escribió Shakespeare?», le desafía, y empieza a recitar los títulos. «¡Bah!», lo rechaza su padre irritado; pero no le ha dado una respuesta.
Si a su padre le gusta Shakespeare, entonces resuelve que Shakespeare debe de ser malo. Sin embargo, empieza a leer a Shakespeare en la edición amarillenta de cantos desgastados que heredó su padre y que puede que valga un montón de dinero porque es vieja. Y trata de descubrir por qué la gente dice que Shakespeare es fabuloso. Lee Tito Andrónico porque tiene nombre romano; después Coriolano, saltándose los parlamentos largos como se salta los parlamentos largos de los libros de la biblioteca.
Aparte de Shakespeare, su padre tiene los poemas de Wordsworth y los poemas de Keats. Su madre tiene los poemas de Rupert Brooke. Estos libros de poemas ocupan un lugar de honor en la repisa de la chimenea del salón, junto a Shakespeare,
La historia de San Michele
en un estuche de piel y un libro de A.J. Cronin sobre un doctor. Intenta leer en dos ocasiones
La historia de San Michele
, pero le aburre. Nunca consigue averiguar quién es Axel Munthe, si es un relato auténtico o inventado, si es sobre una chica o sobre un lugar.
Un día su padre entra en su habitación con el libro de Wordsworth. «Deberías leer estos», y señala unos poemas que ha marcado con lápiz. Unos pocos días después regresa, con la intención de hablar de los poemas. «"La sonora catarata me perseguía como una pasión" —cita su padre—. Es poesía buena, ¿verdad?» Él masculla alguna cosa, evita mirar a su padre a los ojos, evita entrar en el juego. Su padre no tarda mucho en rendirse.
El no se arrepiente de su grosería. No ve dónde encaja la poesía en la vida de su padre; sospecha que sólo es una impostura. Cuando su madre le dice que para escapar de las burlas de sus hermanas tenía que ir a leer al desván, él se la cree. Pero no puede imaginarse a su padre, de niño, leyendo poesía, cuando ahora no lee más que el periódico. A esa edad, sólo puede imaginarse a su padre bromeando, riendo y fumando cigarrillos detrás de los arbustos.
Mira a su padre leer el periódico. Lee rápido, nerviosamente, ojeando las páginas como si buscara algo que nunca está allí, rasgando y manoseando las hojas al pasarlas. Cuando termina de leer dobla varias veces el periódico y hace los crucigramas.
Su madre también venera a Shakespeare. Opina que la mejor obra de Shakespeare es
Macbeth
. «Mas si algo detener pudiera las consecuencias —dice atropelladamente, y hace un alto—: entonces que así sea y que nos traiga el éxito con su eliminación», continúa, asintiendo para mantener el ritmo. «Todos los perfumes de Arabia no podrían limpiar esta pequeña mano», concluye.
Macbeth
fue la obra que estudió en el colegio; su profesor permanecía detrás de ella y le pellizcaba el brazo hasta que había recitado el parlamento completo. «
¡Kom nou, Vera!
», le decía; venga, Vera, y la pellizcaba, y ella recordaba otras cuantas palabras.
Lo que no acaba de entender es cómo su madre, que es tan estúpida que ni siquiera puede ayudarle con los deberes de cuarto curso, habla un inglés perfecto y lo escribe mejor. Utiliza las palabras en el sentido correcto, su gramática es impecable. La lengua es su terreno, nadie puede vencerla. ¿Cómo es posible? El padre de ella era Piet Wehmeyer, un monótono nombre afrikaner. En el álbum de fotografías, con su camisa sin cuello y su sombrero de ala ancha, tiene aspecto de granjero corriente. En el distrito de Uniondale donde vivían no había ingleses; parece que todos los vecinos se llamaban Zondagh. Su propia madre nació Marie du Biel, de padres alemanes, sin una gota de sangre inglesa en sus venas. Sin embargo, cuando ella tuvo hijos les puso nombres ingleses —Roland, Winifred, Ellen, Vera, Norman, Lancelot— y les hablaba en inglés en casa. ¿Dónde aprendieron inglés, ella y Piet?
El inglés de su padre es casi tan bueno como el de ella, aunque su acento tiene más de una huella del
afrikaans
. Para hacer los crucigramas, su padre siempre está pasando las páginas de su edición de bolsillo del diccionario Oxford. Al menos parece ligeramente familiarizado con todas las palabras del diccionario, y también con todos los modismos. Pronuncia con deleite los modismos carentes del menor sentido, como afianzándolos en su memoria:
poner manos a la obra
,
darse un batacazo
.
Él no pasa de Coriolano en el libro de Shakespeare. Pero exceptuando la página de deportes y las tiras de cómics, el periódico le aburre. Cuando no tiene otra cosa que leer, lee los libros de tapas verdes. «¡Tráeme un libro verde!», le dice chillando a su madre desde la cama, donde guarda reposo. Los libros verdes son la
Enciclopedia de los niños
de Arthur Mee, que ha viajado con ellos desde que él tiene memoria. Los ha hojeado cientos de veces; de pequeño les arrancó páginas, las garabateó con ceras, rompió las tapas, de modo que ahora hay que manejar los volúmenes con cuidado.
En realidad no lee los libros verdes: la prosa lo impacienta muchísimo, es demasiado efusiva y pueril, excepto la segunda mitad del volumen diez, el índice, que está lleno de información objetiva. Pero él se queda absorto con las ilustraciones, especialmente con las fotografías de las esculturas de mármol, hombres desnudos y mujeres con las ropas arrolladas a la cadera. Chicas de mármol, tersas y estilizadas, llenan sus sueños eróticos.
Lo sorprendente de sus resfriados es la rapidez con que se curan o con que parecen curarse. Sobre las once de la mañana cesan los estornudos, el dolor de cabeza mengua, se siente bien. Está harto de su pijama sudado y maloliente, de las viejas mantas y el colchón flojo, de los pañuelos empapados esparcidos por todas partes. Sale de la cama pero no se viste: sería arriesgarse demasiado.
Con la precaución de no asomarse fuera, para que no lo vea un vecino o alguien que pase por allí y le pregunte, juega con sus piezas de Meccano o pega estampas en su álbum o enhebra botones en cuerdas o trenza cordones de una madeja de lana sobrante. Su cajón está lleno de cordones que ha trenzado y que sólo sirven para hacer de cinturones de la bata que no tiene. Cuando su madre entra en su habitación intenta parecer lo más avergonzado posible, se prepara para defenderse de sus observaciones mordaces.
La sospecha de que es un tramposo siempre cae sobre él. Nunca logra convencer a su madre de que está enfermo de verdad; cuando ella cede a sus ruegos, lo hace de forma poco amable, y únicamente porque no sabe decirle que no. Los compañeros de su clase creen que él es un mimado, el niño predilecto de su mamá.
Sin embargo, la verdad es que muchas mañanas se despierta esforzándose por respirar; le sobrevienen ataques de estornudos durante minutos interminables, hasta que se queda jadeante, llorando, deseando morirse. Es mentira que finja esos resfriados suyos.
La norma es que cuando has faltado al colegio, tienes que llevar un justificante. Se sabe de memoria la carta estándar de su madre: «
Por favor, excuse la ausencia de John ayer. Estaba muy resfriado, y me pareció aconsejable que se quedase guardando cama. Atentamente
». Entrega estas cartas que escribe su madre pensando que son mentira y que son leídas como mentiras, con el corazón lleno de aprensión.
Cuando al final del año hace recuento de las veces que ha faltado, el resultado es que por cada tres veces que ha ido ha faltado una. Con todo, sigue siendo el primero de la clase. Llega a la conclusión de que lo que ocurre en clase carece de importancia. Siempre puede ponerse al día en casa. Si por él fuera, se quedaría en casa todo el año, asistiendo a clase sólo para hacer los exámenes.
Los profesores no dicen nada que no esté escrito ya en el libro de texto. No por eso él ni los otros chicos miran por encima del hombro a los profesores. De hecho, no le gusta cuando, alguna que otra vez, la ignorancia de un profesor se hace manifiesta. Si pudiera, protegería a los profesores. Escucha con atención cada una de sus palabras. Pero escucha menos para aprender que para evitar que lo pillen soñando despierto («¿Qué acabo de decir? Repite lo que acabo de decir»), para evitar que le pregunten en clase y lo pongan en ridículo.
Está convencido de que es distinto, especial. Lo que todavía no sabe es por qué está en el mundo. Intuye que no será un Arturo o un Alejandro, no será venerado en vida. Hasta que no se haya muerto no lo apreciarán.
Está esperando que le pregunten. Cuando ocurra, estará preparado. El responderá impávido, incluso si eso significa ir a la muerte, como los hombres de la Brigada Ligera.
La pauta a la que se adhiere es la pauta de la VC, la cruz de la victoria. Sólo los ingleses tienen la cruz de la victoria. Los norteamericanos no la tienen, y tampoco, para su decepción, la tienen los rusos. Por supuesto, los sudafricanos tampoco.
No tarda en caer en la cuenta de que VC son las iniciales de su madre.
Sudáfrica es un país sin héroes. Quizá Wolraad Woltemade contaría como héroe si no tuviera un nombre tan gracioso. Zambullirse en el mar embravecido una y otra vez para salvar a los infortunados marineros es un acto de valentía: pero ¿la valentía fue del hombre o del caballo? La imagen del caballo blanco de Wolraad Woltemade desafiando resuelto las olas (adora la fuerza intensa y la tenacidad de
resuelto
) le pone un nudo en la garganta.
Vic Toweel disputa con Manuel Ortiz el título de campeón mundial de pesos gallo. El combate tiene lugar una noche de sábado; se queda levantado hasta tarde con su padre para escuchar los comentarios de la radio. En el último asalto Toweel, sangrando y exhausto, salta sobre su oponente. Ortiz se tambalea; la muchedumbre enloquece, la voz del comentarista está enronquecida de tanto gritar. Los jueces anuncian su decisión: el sudafricano Viccie Toweel es el nuevo campeón del mundo. El y su padre gritan de júbilo y se abrazan. No sabe cómo expresar su dicha. Impulsivamente agarra el pelo de su padre, tira con todas sus fuerzas. Su padre se echa hacia atrás y lo mira extrañado.
Durante días los periódicos se llenan de fotografías de la pelea. Viccie Toweel es el héroe nacional. En cuanto a él, el júbilo pronto se atenúa. Todavía está contento de que Toweel haya vencido a Ortiz, pero ha empezado a preguntarse por qué. ¿Quién es Toweel para él? ¿Por qué carece de libertad para elegir entre Toweel y Ortiz en boxeo, cuando es libre de elegir entre los Hamilton y los Villager en rugby? ¿Está obligado a apoyar a Toweel, ese hombre feo y bajito, de hombros encorvados y nariz prominente y ojitos negros sin expresión, porque Toweel (a pesar de su nombre raro) es sudafricano? ¿Tienen los sudafricanos que apoyar a otros sudafricanos incluso cuando no los conocen?
Su padre no le es de ayuda. Su padre nunca dice nada sorprendente. Predice incansablemente que Sudáfrica va a ganar o que el Provincia Oeste va a ganar, ya sea en rugby o en críquet o en cualquier otra cosa. «¿Quién crees que va a ganar?», reta a su padre el día antes de que el Provincia Oeste juegue contra el Transvaal. «Provincia Oeste, una paliza», responde su padre como un reloj. Escuchan el partido por la radio y gana el Transvaal. Su padre permanece impertérrito. «El año que viene ganará el Provincia Oeste —dice—. Espera y verás.»
A él le parece estúpido creer que el Provincia Oeste ganará tan solo porque uno es de Ciudad del Cabo. Mejor creer que ganará el Transvaal, y después recibir una agradable sorpresa si no lo hace.
En sus manos conserva el tacto del pelo de su padre, grueso, vigoroso. La violencia de su acto todavía lo asombra y lo inquieta. Nunca antes se había tomado tantas libertades con el cuerpo de su padre. Preferiría que no volviera a ocurrir.
Es tarde por la noche. Todos duermen. Él está tendido en la cama, recordando. Cruza su cama una franja de luz anaranjada proveniente de las farolas que están encendidas toda la noche en Reunion Park.
Está recordando lo que ocurrió esa mañana durante la asamblea, mientras los protestantes cantaban sus himnos y los judíos y los católicos correteaban libres. Dos chicos mayores, católicos, lo acorralaron en una esquina. «¿Cuándo vas a venir a catequesis?», le preguntaron. «No puedo ir a catequesis, tengo que hacer unos recados para mi madre los viernes por la tarde», mintió él. «Si no vas a catequesis, no puedes ser católico», dijeron ellos. «Soy católico», insistió él, mintiendo de nuevo.
Si ocurriera lo peor, piensa ahora, afrontando lo peor, si el cura católico visitara a su madre y le preguntara por qué no va nunca a catequesis, o la otra pesadilla, si el director del colegio anunciara que todos los chicos de nombre
afrikaner
van a ser trasladados a las clases de
afrikaners
; si la pesadilla se hiciera realidad y lo único que pudiera hacer fuera gritar y vociferar y llorar, con el comportamiento infantil que sabe todavía en su interior, replegado como un muelle… si, después de la tempestad, como último recurso desesperado, buscara la protección de su madre y se negara a ir al colegio, rogándole que le salvara… si finalmente estuviera a punto de deshonrarse a sí mismo por completo, revelando lo que sólo sabe él, a su manera, y también su madre, a la suya, y quizá su padre, de la manera despreciable que le es propia, esto es, que sigue siendo un bebé y que nunca crecerá… si todas las historias que se han creado a su alrededor, que él ha creado, creadas con años de comportamiento normal, al menos en público, se desmoronasen y saliera lo más feo, lo más oscuro, lo más lloriquante, lo más pueril de él a la vista de todos y se rieran de él… entonces ¿habría algún modo de seguir viviendo? ¿No se habría convertido en alguien tan malo como uno de esos niños deformes, raquíticos, mongólicos, de voces roncas y labios babosos a los que bien podría administrárseles píldoras para dormir o ahogarlos?