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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantastico

Infierno (26 page)

BOOK: Infierno
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«¡Grimya!», gritó su mente en silencio. «Grimya,
Jasker, os traicioné, he fracasado... »

El grito se desvaneció en un frío silencio. Con un gran esfuerzo, la joven se obligó a mirar el rostro de Quinas de nuevo; lo que vio la acobardó, al darse cuenta de que el deseo de venganza del hombre era tan grande como el suyo. Ella, más que ninguna otra persona, era la responsable de aquellas desfiguraciones que lo obligarían a enfrentarse a lo que le quedase de vida como un ser mutilado. Ahora, gracias a su delirante estupidez, él había conseguido que se volvieran las tornas. El, y su Némesis. Y ahora era ella su víctima. Quinas se ocuparía de que sus sufrimientos igualaran a los padecidos por él.

Y todo por una despreciable pieza de metal bajo...

Una de las manos mutiladas del capataz se estiró para tocar su mejilla tan suavemente como una hoja que cayera del árbol. La muchacha vio los muñones fundidos de sus dedos, y sintió un nudo en el estómago ante la caricia. Quinas sonrió.

—Sois una pecadora. Índigo. Nos duele presenciar pecados como los que habéis cometido contra Charchad; pero sabemos cuál es nuestro deber. —Otras voces murmuraron algo en señal de asentimiento—. Pecado. Índigo. Pecado. ¿Y cuál es el castigo al pecado?

Silencio. Esperaban que ella contestase, pero no podía, no se atrevía...

—El valle. El camino hacia la iluminación definitiva. —Los atrofiados dedos acariciaron su rostro de nuevo y ella cerró los ojos con fuerza. Pero no podía dejar de oír su voz, aquella voz suave, burlona y persuasiva.

—Buscabais a nuestro señor Aszareel. Índigo. Lo buscabais cuando tan sólo los escogidos de Charchad pueden disfrutar de tal honor. —Un silencio terrible flotó en el aire por un instante, luego la dulce voz de Quinas continuó—: Pero hemos decidido tener piedad. —Algo
rozó
sus párpados y tuvo que hacer un gran esfuerzo para no gritar—. Hemos decidido concederos la iluminación que ansiáis. Es un privilegio que se otorga a muy pocos, pero creemos que os lo habéis ganado. ¿No os sentís agradecida?

Alguien lanzó una risita ahogada, que enseguida reprimió. La joven abrió los ojos otra vez y vio el rostro del capataz inclinado muy cerca del suyo. En su cara brillaba una sonrisa obscenamente sepulcral.

—Vais a emprender un viaje, querida. Un viaje del que no se regresa.

Escuchó otra risa ahogada que sonó como veneno en sus oídos. La repugnante sonrisa de Quinas se ensanchó.

—A las zonas más profundas del pozo de Charchad. Índigo. ¡Para contemplar, justo antes de morir, el rostro de nuestro señor Aszareel!

13

L
a obligaron a beber de un tazón de hojalata, abriéndole la boca a la fuerza y vertiendo el amargo líquido en ella cuando intentó desasirse. Se necesitaron tres acólitos de Charchad para sujetarla y todavía consiguió escupirles al rostro la mayor parte de la poción; pero, de todas formas, su garganta tragó la cantidad suficiente como para que la droga que contenía surtiera efecto.

El entumecimiento hizo su aparición. Lo sintió primero en manos y pies; luego ascendió despacio por sus miembros hacia el pecho, y aunque ejercitó toda su fuerza de voluntad no pudo hacer nada para frenarlo. Diez minutos después de haberse tomado la poción, la pusieron en pie, y cuando intentó resistirse, sus músculos sencillamente se negaron a responder. Todavía podía mantenerse erguida sin ayuda, pero aparte de esto poseía el mismo autocontrol físico que una muñeca. Cuando sus raptores la arrastraron hasta la puerta de la cabaña, en una parodia grotesca y desgarbada de la acción de andar, sintió que sus facultades mentales también empezaban a fallarle a medida que la droga comenzaba a actuar en su sangre. Un terror enfermizo que le
paralizaba, el
ánima estaba alojado como un parásito en su estómago, pero era incapaz de responder a él; se sentía lejana, como si se contemplara a sí misma desde una gran distancia que aumentaba a cada momento que pasaba. Sin embargo, en otro nivel, sus sentidos seguían siendo penosamente suyos y funcionaban a una velocidad terrible. Y pasando por encima de todo lo demás, en su mente había una sensación de total desolación y remordimiento.

Había fracasado. Arrastrada por emociones que no había tenido la inteligencia de examinar ni controlar, se había dejado atrapar por la mayor de las estupideces: la temeridad; y Némesis había estado al acecho para explotar su insensatez. Debiera haber visto el peligro que contenía el broche de Chrysiva, la correlación entre su apagado brillo plateado y la siempre presente amenaza de su demonio. Y cuando
Grimya
demostró ser más inteligente que ella, debiera haberla escuchado.

Pero el
debiera
y el
si
no le servían de nada ahora. Había despreciado a sus únicos amigos por una furia ciega y vana, y aquella vanidad la había conducido al loco convencimiento de que podía enfrentarse y acabar con el demonio del valle de Charchad sin ellos. Ahora todo lo que podía esperar era una muerte relativamente rápida, y no podía culpar a nadie por su situación; sólo ella era responsable.

En su siniestro reino astral de espinas envenenadas y estrellas negras, pensó Índigo, Némesis debía de estar riendo en aquellos momentos.

La puerta se abrió de golpe, chocó contra la pared de hierro e hizo que toda la cabaña se estremeciera. Una humareda oleosa se arremolinó contra el rostro de Índigo; los ojos empezaron a llorarle y notó un sabor a sulfuro y polvo quemado en la garganta cuando fue empujada al exterior, al horripilante y resplandeciente paisaje nocturno de las minas.

Fue recibida por un atronador caos de sonidos. La mugrienta atmósfera palpitaba con el casi subconsciente tronar de las máquinas, desde las enormes grúas sobre sus elevados pescantes, hasta las grandes palas de las excavadoras y los enormes martillos operados por equipos de hombres sudorosos que atacaban las rocosas paredes. Grupos de esclavos encorvados remolcaban hileras de vagonetas de mineral por una chirriante y ruidosa red de vías; aquellos hombres cantaban mientras trabajaban para mantener el ritmo de sus pasos, entonando un lastimero y quejumbroso canto fúnebre como una saloma de inspiración diabólica. El vapor siseaba y rugía, voces sin cuerpo lanzaban órdenes; en algún lugar, alguien dejó escapar un grito de dolor, de temor o de ambas cosas. Por entre aquella siniestra fetidez centelleaban las antorchas en sus elevados postes, su luz diluida por el humo en informes y fantasmales manchas blanquecinas, en medio de aquel torbellino nocturno.

Arrastraron a Índigo por el desigual suelo. Las lágrimas caían ya a raudales de sus ojos y no podía ver más que lo que tenía justo delante de ella. Pasaron junto al elevado caballete de una de las antorchas, y bajo el repentino resplandor que ésta arrojaba distinguió las formas borrosas de otras figuras que parecían esperarlos.

Alguien que llevaba un látigo y cuyas vestiduras despedían un brillo metálico se apartó de la luz para salir al encuentro de los que conducían a la joven. Se intercambiaron algunas palabras, pero el ruido de fondo las ahogó; el único sonido reconocible fue una áspera carcajada. Luego, unas manos la empujaron hacia adelante con brutalidad; incapaz de controlar sus músculos, cayó cuan larga era entre pies enfundados en botas, pero tiraron de ella al instante para volver a ponerla en pie. Se escuchó el chasquido de un objeto metálico; notó que algo le atenazaba los tobillos y se dio cuenta, con embotada sorpresa, que la estaban atando al extremo de una doble fila de hombres harapientos. Intentó protestar, pero su paralizada lengua sólo pudo lanzar un peculiar lloriqueo que atrajo tan sólo una breve y apática mirada del prisionero que tenía delante.

Se escuchó un nuevo ruido metálico, y un segundo juego de argollas se cerró sobre sus muñecas. Le soltaron los brazos; se mantuvo erguida, aunque a duras penas, guiñando los ojos confusa ante sus torturadores. Se produjo un revuelo entre el grupo de capataces, y entonces apareció Quinas, sostenido por dos de los seres que habían transportado su camilla desde la cabaña.

—Bien,
saia
Índigo.

La familiar y odiada voz se deslizó como un helado cuchillo en la maraña de sus pensamientos. No tenía fuerzas suficientes para volver la cabeza, y alguien tuvo que sujetarle la barbilla y girarla a un lado hasta que sus ojos se posaron vagamente sobre el rostro de Quinas.

—Es costumbre en estos momentos ofrecer la bendición de Charchad a aquellos que están a punto de ser iluminados. —Bajo el ardiente resplandor de la antorcha que se alzaba sobre su cabeza, las deformidades de Quinas le daban un aspecto macabro—. Vuestros compañeros ya han recibido este sacramento; pero parece, por desgracia, que vos. Índigo, no estáis en condiciones de compartir la dicha de los demás.

Ella siguió mirándolo fijamente. Aunque hubiera podido hablar no se le habría ocurrido nada que decir.

Quinas sonrió.

—Parece un poco decepcionante que nuestra despedida definitiva carezca de la ceremonia adecuada, pero he aprendido a tomar estas pequeñas contrariedades con filosofía. De modo. Índigo, que tan sólo me queda deciros adiós. Por última vez. —Hizo un gesto en dirección a los carceleros que aguardaban—. Llevadlos al valle.

Un capataz que iba a la cabeza de la hilera de prisioneros dio un fuerte tirón a la cadena que sostenía, y los hombres empezaron a avanzar tambaleantes. La muchacha fue arrastrada con ellos mientras su cabeza se bamboleaba sobre sus hombros. Por un momento, la infernal escena pareció ladearse cuando ella estuvo a punto de perder el equilibrio; luego, mientras conseguía enderezarse, pudo vislumbrar por última vez a Quinas antes de que éste se diera la vuelta. Su rostro estaba en sombras, fuera del alcance de la luz de la antorcha, y no pudo ver su expresión; sólo el ojo que le quedaba captó un reflejo errante, y resplandeció como el ojo de un demonio reencarnado.

Índigo sintió cómo sus dientes empezaban a castañetear; fue un movimiento reflejo, impulsivo y convulso. No podía hablar, pero cuando la hilera de prisioneros empezó a desplazarse en la oscuridad, sus labios se movieron vagamente para formar una única y silenciosa palabra que sonó como una confusa y desesperada súplica en su mente destrozada.
¿Gr... Grimya... ?

Antes de que se pusieran en marcha, Jasker le dio a
Grimya
los últimos restos de su comida. La loba protestó diciendo que estaba demasiado preocupada para sentir hambre, pero él insistió. Las provisiones, alegó, se habrían vuelto rancias mucho antes de que ellos estuvieran de regreso, y necesitaban alimentarse de cara a la tarea que les esperaba. El ya había comido todo lo que necesitaba; ahora
Grimya
debía tomar lo que quedaba.

Por fin, aunque de mala gana, el animal cedió. Mientras comía, Jasker se dedicó a estudiar detenidamente un pequeño mapa a la luz de una vela; aquel mapa era el resultado de seis meses de exploraciones de los túneles, pozos y galerías que infestaban los volcanes. Con un gran esfuerzo, lo había dibujado sobre un pellejo ahumado con una pasta hecha de hollín y cera aceitosa, y en ningún caso estaba completo: Jasker era muy consciente de que en sus paseos subterráneos no había explorado más que una diminuta porción de la enorme red de túneles. Pero el mapa sería suficiente para guiarlos hasta su destino. Lo que pudiera pasar más allá de aquel punto era un tema en el que prefería no ahondar, consciente de que la cuestión estaría en manos superiores. Pero —y miró de soslayo a
Grimya,
quien, a pesar de sus protestas, estaba lamiendo el plato hasta dejarlo reluciente— si la suerte les daba la espalda y resultaba ser un viaje sólo de ida, al menos se habrían ahorrado la ignominia de morir hambrientos.

Con un suspiro, Jasker dobló el mapa y lo introdujo en un pequeño saco de cuero que se colgó a la espalda. No quería cargarse innecesariamente, pero penetrar en la red de túneles del volcán con las manos vacías resultaría suicida. Había empaquetado, tan sólo, algunas cosas esenciales, como cuerda, velas, un cuchillo, junto con un odre lleno por completo de agua. Se había aprendido de memoria la primera parte de la ruta; ya no había ninguna necesidad de posponer la partida.

Grimya
estaba ansiosa por ponerse en marcha, pero se sorprendió cuando, en lugar de dirigirse por el túnel interior de la cueva, Jasker la condujo al exterior, a la calurosa noche, y la hizo subir por un empinado y difícil sendero que no había visto antes. El camino lo formaba una veta de obsidiana, que
se
había fundido adquiriendo la suavidad del cristal y resultaba peligrosamente resbaladiza. La loba se las ingenió valientemente para no perder pie y mantener su ritmo, pero cuando por fin llegaron a la cima estaba casi sin aliento.

Jasker señaló una grieta profunda y oscura en la ladera de la montaña que tenían delante.

—Al otro lado de esa abertura, hay una cueva que conduce a un pasadizo. Allí es donde está el camino que debemos seguir.

A
Grimya
no le gustaban las cuevas. Su elemento natural eran los frescos espacios abiertos de los bosques y las llanuras; el confinamiento la angustiaba, y aunque se había adaptado lo mejor que había podido al claustrofóbico escondite de Jasker, encontraba su atmósfera opresiva. La idea de introducirse por aquella estrecha abertura al interior de una oscuridad sofocante y llena de vapores sulfurosos hacía que su corazón latiera a una velocidad muy poco agradable. A pesar de su determinación de ser valiente, tenía que admitir que sentía miedo de lo que les esperaba más adelante. Hubiera dado mucho por no tener que continuar aquel viaje, pero se quitó la idea de la cabeza, con un supremo esfuerzo, incluso antes de que acabara de tomar forma. Por el bien de Índigo, debía entrar.

Jasker se había agachado ya y se internaba en aquellos momentos por la grieta.
Grimya
levantó la vista para contemplar el titánico cono de la Vieja Maia que se alzaba hacia el maligno resplandor del firmamento, y los pelos del lomo se le erizaron. La mayor y la más vieja de las Hijas de Ranaya, un gigante dormido pero letal. Y ellos iban en busca de su corazón.

Un apagado grito, que surgía de la grieta, le indicó que
el
hechicero había conseguido pasar.
Grimya
sacudió todo el cuerpo, de la cabeza a los pies, en un intento por deshacerse de algo más que el pegajoso calor de la noche; luego se aplastó contra el suelo y franqueó la abertura en pos de Jasker.

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