—
¿Grimya?
—Índigo tiró de las riendas del poni al ver que su amiga se había detenido y miraba con gran atención hacia la vacía carretera que tenían delante—. ¿Qué es? ¿Qué sucede?
Las orejas de la loba estaban erguidas e inclinadas hacia adelante; mostraba los colmillos con expresión indecisa.
«Alguien se acerca.»
Ensanchó los ollares.
«Los huelo. Y los oigo. ¡Esto es algo que no me gusta!»
El pulso de la muchacha se aceleró arrítmicamente. Echó un vistazo a su alrededor. La prudencia la instaba a buscar un sitio donde ocultarse, pero no había ningún lugar entre las rocas donde pudiera esconderse ni siquiera
Grimya,
y mucho menos un caballo. Fuera lo que fuese lo que se acercaba, tendrían que encontrarse con ello.
Miró a la loba de nuevo y vio que los pelos del cuello se le habían erizado. Despacio, obligándose a permanecer tranquila, extendió una mano a su espalda, desató la ballesta que colgaba de ella y se la colocó delante, sobre el regazo. El metal de las saetas de su carcaj estaba demasiado caliente para tocarlo; aun así consiguió ajustar una de ellas en el arco y tensó la cuerda. El sonoro chasquido que indicaba que la saeta había quedado bien colocada resultaba reconfortante, pero esperó no tener ocasión de utilizarla. Hasta ahora su viaje había sido muy tranquilo; meterse en líos tan cerca de su destino resultaría dolorosamente irónico. Luego, con gran cautela, espoleó el poni hacia adelante.
Oyó a los recién llegados, al igual que
Grimya,
antes de verlos. La primera indicación de que venían hacia ellas llegó con los fragmentos de un peculiar y ululante cántico que subía y bajaba en caóticas discordancias, como si un estrafalario coro intentara entonar una canción que le era desconocida. Entonces, donde la carretera torcía abruptamente para seguir al río, rodeando una escarpadura poco profunda, una delgada nube de polvo rojo empezó a hincharse y agitarse en el reluciente aire, y a los pocos momentos el grupo que se acercaba hizo su aparición.
Eran diez o doce personas, hombres, mujeres y niños, y el primer pensamiento de Índigo fue que debía de tratarse de un grupo de cómicos de la legua, ya que iban vestidos con ropas extraordinariamente chillonas y parecían bailar una curiosa y nada coordinada giga: saltaban y brincaban, agitando las manos alocadamente en actitud de súplica hacia el cielo. Luego, a medida que se iban acercando y pudo verlos algo mejor a través del polvo que levantaban con sus pies danzarines, se dio cuenta, con un sobresalto, de que no conocía ningún cómico parecido a aquellos.
Mendigos, religiosos, faquires... Los conceptos daban vueltas en su mente; pero mientras se esforzaba en asimilar aquellas posibilidades, sus ojos le decían otra cosa, y el sudor que empapaba su piel pareció convertirse en un millón de reptantes arañas de hielo. Escuchó a
Grimya
gruñir junto a ella, y el sonido se cristalizó y reunió las caóticas imágenes en su cerebro mientras la joven contemplaba, atónita, el grupo que se acercaba.
Las abigarradas ropas que los saltarines viajeros llevaban no eran más que una tosca colección de harapos, y cada uno de los danzantes sufría de algún repugnante mal. Los dos hombres que encabezaban el grupo tenían la piel del color de un pescado podrido; uno carecía por completo de pelo, el otro estaba cubierto de llagas supurantes. Detrás de ellos iba una mujer cuya nariz parecía haberse hundido hacia adentro y cuyos ojos estaban blancos y sin expresión a causa de las cataratas; la boca le colgaba abierta como la de un idiota. La piel de otro mostraba grandes manchas de un azul grisáceo, como contusiones recién hechas, sobre extensas zonas de su cuerpo; otro mostraba unos miembros tan distorsionados como las ramas de un viejo endrino. Incluso las criaturas —Índigo contó a tres— no estaban libres de desfiguraciones: una tenía la piel blanquecina
y carecía, de
pelo, como su cabecilla; otra cojeaba: su paso, parecido al de un cangrejo, estaba motivado por el hecho de tener una pierna la mitad de larga que la otra; la tercera parecía haber nacido sin ojos.
—¡Que los ojos de la Madre me protejan!
El juramento de las Islas Meridionales se ahogó en la garganta de Índigo
y se
mezcló con bilis, lo que casi logró que se atragantara mientras obligaba a su poni a girar la cabeza con un violento tirón de las riendas y lo detenía. Mentalmente escuchó el grito silencioso de sorpresa y disgusto proveniente de
Grimya,
e intentó apartar la vista de aquella visión.
Pero no podía. Una terrible fascinación se había apoderado de ella, y tenía que mirar, tenía que ver. El grupo siguió avanzando, dando saltitos hacia ella con una horrible inexorabilidad que hizo que su corazón se acurrucara tras sus costillas; y vio, ahora, que mientras cantaban y chillaban se azotaban a sí mismos y entre ellos con trallas cuyas atroces puntas parecían relucir con un tono nacarado, anormales luciérnagas azules y verdes bajo la deslumbradora luz del sol.
El poni resopló, dando un quiebro, y percibió una carga de miedo en los músculos cubiertos por su suave pelaje. Sujetó con fuerza las riendas, en un intento por mantener
al animal controlado sin soltar la ballesta, y lo
condujo tan fuera del camino como le permitía la acumulación de guijarros que lo bordeaban. Una sensación de náusea se apoderó de su estómago cuando su trastornada mente descifraba palabras en medio de los farfulleos de su canción; palabras en el monótono sonsonete de aquella lengua que ella había aprendido a hablar de una forma aceptable durante su estancia en Agia: gloria, gracia, los bienaventurados, los bienaventurados —y otra palabra, una que no conocía—, ¡Charchad! ¡Charchad!
Por un instante pensó que pasarían junto a ella sin detenerse, demasiado absortos en su propia locura privada para prestarle la menor atención. Pero su esperanza fue efímera, ya que, en el mismo instante en que por fin consiguió tranquilizar al poni, uno de los hombres que encabezaban la grotesca procesión alzó una mano, con la palma hacia afuera, y gritó como en señal de triunfo. A su espalda, sus compañeros efectuaron una caótica parada: los ciegos tropezaron con los tullidos, uno de los niños cayó al suelo y gritos de confusión y mortificación reemplazaron el ululante cántico. Un monstruoso escalofrío interior sacudió a Índigo, que tiró aún más de las riendas, cuando contempló con atónita repulsión cómo el cabecilla del grupo, el hombre sin pelo y de piel blanquecina, levantaba la cabeza, la miraba directamente a los ojos y le dedicaba una amplia sonrisa que descubría una lengua negra y partida, como la de una serpiente, que se balanceaba sobre su labio inferior.
—¡Hermana! —La deforme lengua convertía su habla en algo grotesco—. ¡Bienaventurada sois vos, cuyo camino se ha cruzado con el de los humildes servidores de Charchad! —La mueca se amplió aún más, de una forma imposible y repugnante, y de repente el hombre se separó del grupo y corrió hacia ella moviéndose como si se tratara de un inmenso y deforme insecto. Índigo lanzó un grito inarticulado y alzó la ballesta; el individuo se detuvo, meneó la cabeza en dirección a la joven y le dedicó una obsequiosa reverencia.
—¡Tened fe, hermana! ¡Bienaventurados son los que tienen fe! ¡Bienaventurados son los elegidos de Charchad! —Al ver que la muchacha seguía sujetando con firmeza la ballesta, retrocedió un paso—. ¡Os saludamos y os instamos a que os dejéis iluminar, afortunada hermana! ¿Compartiréis nuestra bendición? —Y abrió las manos, revelando algo que había permanecido oculto en una de las palmas. Era un pedazo de piedra, pero relucía, como las puntas de sus trallas, con el mismo resplandor cadavérico que iluminaba el cielo septentrional cuando el sol abandonaba su puesto.
La mente de
Grimya
estaba paralizada por la conmoción. Índigo no podía llegar hasta ella, no podía comunicarse. Todo lo que podía hacer era rezar para que la loba no se dejara llevar por el pánico y atacara al hombre, porque una intuición tan certera como nada que hubiera conocido jamás le decía que hacerlo resultaría mucho más peligroso de lo que ninguna de las dos podía imaginar.
—¡La señal, hermana! —El demente hizo una finta con la mano que sostenía la piedra, amuleto, sigilo, o lo que fuese. Entonces, al ver que Índigo se encogía, cloqueó—: ¡Ah, la señal! ¡La luz eterna de Charchad! ¡Mirad la luz, hermana, y al venerarla vos, también podéis alcanzar la bendición! ¡Mirad y dad!
Podía matar a dos, quizás a tres, antes de que el resto cayera sobre ella..., pero Índigo se tragó el pánico, consciente de que tal acción sería una completa locura. Creía tener lo que aquella grotesca criatura quería: sus palabras eran una amenaza disimulada como una súplica de limosna. Tenía comida, algunas monedas; un donativo con aparente buena fe podría persuadirlos de seguir su camino y dejarla tranquila.
Tragándose el amargo sabor de las náuseas que le subían por la garganta, asintió con la cabeza y llevó la mano a su alforja.
—Os... doy las gracias..., hermano, por vuestra bondad... —Su voz no era firme—. Y yo... lo consideraría un privilegio si me permitierais que... que hiciera una ofrenda... —Sus dedos buscaban a tientas, sin saber apenas lo que hacían; un rincón de su mente registraba los objetos sobre los que se cerraba su mano. Una pequeña hogaza de pan ázimo, un pedazo de miel solidificada, tres pequeñas bolsas con monedas: no sabía cuántas contenían y no le importaba.
—¡Hermana, Charchad os bendice tres veces! —Se abalanzó hacia adelante y le arrebató las cosas antes, incluso, de que ella se las pudiera mostrar. El hedor de un osario asaltó la nariz de Índigo y ésta se sintió a punto de vomitar, al tiempo que el poni golpeaba el suelo con los cascos y
Grimya
lanzaba un gañido. El hombre retrocedió, mostrando todavía su horrible sonrisa; detrás de él sus seguidores permanecían inmóviles, los ojos clavados en la muchacha y en su caballo—. ¡Bienaventurada! —repitió el cabecilla—. La luz de Charchad os ha bendecido. ¡La luz, hermana, la luz! —Y con un agudo alarido se dio la vuelta, alzando ambos brazos en dirección al cielo y mostrando sus trofeos al resto del grupo, que empezó a murmurar, luego a farfullar, y por fin a cantar como lo habían hecho antes.
—¡Charchad! ¡Charchad!
Índigo ya no pudo soportarlo más. Fuera o no un acto inteligente, tenía que alejarse de allí, y hundió los talones con fuerza en los flancos del poni, de modo que el animal salió al galope con
Grimya
tras él. Tan sólo cuando llegaron al contrafuerte donde la carretera y el río torcían, detuvo el caballo y miró atrás. El corazón le palpitaba con fuerza.
A sus espaldas se alzaba una nube de polvo, y la carretera quedaba oculta. Pero por entre la roja nube pudo distinguir las figuras, afortunadamente ahora tan sólo formas borrosas, de aquellas ruinas humanas que, arrastrando los pies, dando brincos y canturreando, seguían su camino.
Más tarde, ni Índigo ni
Grimya
se sintieron capaces de discutir el extraño encuentro. Detrás del saliente, tal y como
Grimya
había pensado, un pequeño grupo de árboles intentaba combatir el calor; allí se detuvieron y refugiaron hasta que el sol empezara a declinar. La conversación resultaba conspicua por su ausencia; Índigo no podía desterrar de su mente las imágenes del grupo de fanáticos religiosos y, en particular, la del loco de piel blanquecina y negra lengua partida. El recuerdo hizo que el agua que bebía adquiriese un sabor nauseabundo en su garganta. Por su parte,
Grimya,
a pesar de sus anteriores declaraciones sobre el hambre que sentía, había perdido las ganas de cazar y yacía tumbada cuan larga era sobre el ardiente suelo, las orejas gachas y los ojos centelleando furiosos, como si mirara a otro mundo y no le gustara lo que veía.
De vez en cuando, mientras descansaban, Índigo sacaba la piedra-imán de su bolsa y la estudiaba de nuevo. El diminuto ojo dorado estaba más quieto ahora de lo que había estado durante los últimos días. Tan sólo se movía cuando volvía la piedra, para señalar en dirección norte. Las montañas situadas detrás de la ciudad que había más adelante quedaban ahora ocultas por el espeso follaje y los polvorientos árboles; pero, no obstante, la joven era consciente de su omnipresencia en el horizonte y del extraño resplandor frío que, cuando la noche cayera de nuevo, teñiría el cielo con su peligrosa fosforescencia.
Y no podía librarse de la sensación de que el talismán que llevaba el hombre de la lengua bífida que había encontrado en la carretera compartía un origen común con aquella luz sobrenatural.
Pasaron las horas y llegó el momento en que las sombras empezaron a alargarse de forma perceptible. Índigo se puso en pie y colocó de nuevo la manta sobre el lomo del poni.
Grimya
despertó de su ligero sueño, se relamió, se incorporó y sacudió con fuerza todo su cuerpo.
«Me dormí.»
No había la menor satisfacción en su declaración; en el fondo implicaba que hubiera preferido permanecer despierta.
«¿Y tú?»
—No. —Índigo sacudió la cabeza.
La loba parpadeó.
«Quizás eso fue lo mejor.»
Fue la única referencia, aunque muy indirecta, que pasó entre ambas con respecto al encuentro sufrido con anterioridad, antes de ponerse de nuevo en camino. Y una hora más tarde, mientras el sol empezaba a deslizarse por el cobrizo cielo, llegaron a los primeros puestos avanzados de la ciudad minera de Vesinum.
Índigo detuvo el poni y giró la cabeza de modo que el ala de su sombrero ocultó el sol que se ponía. Desde lejos, la ciudad parecía componerse tan sólo de una destartalada colección de edificios bajos, desperdigados sin orden ni concierto y divididos por la polvorienta carretera. Más allá de estas extensas afueras, no obstante, pudo distinguir los contornos más consistentes de almacenes que bordeaban el río, aunque cada detalle estaba oscurecido por una neblina producida por el polvo mezclado con los cada vez más bajos rayos del sol. Sonidos demasiado distantes para identificarlos llegaban a sus oídos; bajó la mirada hacia
Grimya,
que permanecía sentada junto al poni contemplando con interés la escena que tenían delante.
—El final de nuestro viaje. —Sentía menos alivio del que hubiera experimentado horas antes—. Buscaremos alojamiento para pasar la noche; luego veremos qué puede hacerse por la mañana.
Las mandíbulas de
Grimya
se abrieron en una cavernosa sonrisa.
«Me alegraré de poder descansar de verdad»,
le comunicó.
«¿Podemos seguir adelante ya?»