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Authors: Lincoln Child

Tags: #Intriga, Terror

Infierno Helado (17 page)

BOOK: Infierno Helado
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El Nivel C lo ocupaban en su mayoría servicios de apoyo para los hombres inicialmente destinados en la base: zonas para preparar comida, lavandería, sastrería… En el Nivel D estaban la intendencia y un sinfín de almacenes, así como varios talleres de reparación. Abajo el frío era notable, no como en los niveles altos, donde hacía un calor sofocante. El desagradable olor de la base (del que no se podía huir ni en los niveles superiores) era mucho más intenso.

El tufo a almizcle hizo que Logan arrugase la nariz.

El Nivel E era un batiburrillo de espacios secundarios y sistemas mecánicos.

Los techos eran todavía más bajos que en el resto de la base, muy estriados de tuberías y cables. En la mayoría de los apliques no había bombillas, y las que aún estaban no funcionaban. Logan iba despacio de sala en sala, haciendo oscilar hacia ambos lados la linterna: derecha, izquierda, derecha, izquierda…

Muchos de los objetos estaban tapados con hules viejos, bien conservados por el aire frío y seco. Se preguntó desde cuándo no bajaba nadie hasta allí. Era como entrar en una cápsula del tiempo.

Se detuvo en lo que parecía una sala auxiliar de control, por si dejaban de funcionar los sistemas primarios de arriba. Las pantallas negras de los monitores y los osciloscopios parpadearon al deslizarse la luz sobre ellas. El silencio era total. Apagó la linterna por curiosidad. Todo quedó sumido de inmediato en una oscuridad absoluta. Se apresuró a encenderla otra vez.

Después, salió de la sala de control y siguió por el pasillo; lamentaba no llevar pilas de repuesto, o mejor una linterna de repuesto. Sería un desastre que le fallase la que usaba.

Después de pasar por otra serie de habitaciones llenas de trastos, con rectángulos negros en las puertas, el pasillo acababa en una intersección en forma de T. Logan se paró e intentó orientarse en el confuso laberinto militar. Si no se equivocaba, el pasillo de la izquierda iba más o menos hacia el sur. Giró a la derecha y siguió caminando.

El pasillo se terminaba al cabo de veinte metros, en una puerta (o mejor dicho compuerta) de metal macizo, sin ventanas, atrancada con fuertes abrazaderas.

Del techo colgaba una bombilla roja rodeada por una rejilla; estaba apagada, como las del resto del nivel E. De la pared colgaba un letrero:

ATENCIÓN.

SOLO PERSONAL AUTORIZADO. SE REQUIERE AUTORIZACIÓN F29.

Logan leyó el cartel varias veces. Volvió a iluminar la compuerta metálica con la linterna. Dio un paso, puso una mano sobre la abrazadera que tenía más cerca y tiró de ella, para probar.

No cedía. Al mirar de más cerca, vio que aunque pudiera abrir las abrazaderas de poco serviría: en un lado de la compuerta había un candado macizo.

De repente se giró y dio la espalda a la compuerta, enfocando hacia el pasillo la luz de la linterna. En la base reinaba un silencio sepulcral. Llevaba una hora y media sin ver a nadie y, sin embargo, estaba seguro (total y absolutamente seguro) de haber oído algo.

—¿Quién está ahí? —preguntó en voz alta.

No hubo respuesta.

Se quedó muy quieto, excepto la mano que movía la linterna. ¿Sería alguien del equipo de rodaje, que estaba buscando el animal desaparecido? Nadie sería tan tonto como para arrastrarlo hasta allá abajo, ni para llevar la búsqueda tan lejos.

—¿Quién es? —exclamó.

Otra vez silencio.

Más valía que volviera. Ya había encontrado lo que buscaba, pero no podía seguir. La compuerta estaba cerrada a cal y canto.

Respiró hondo y al cabo de unos pasos se volvió a detener, pensando, incómodo, que estaba en un callejón sin salida. El único camino para volver a la superficie era aquel pasillo. De donde había salido el ruido.

Lo oyó otra vez: un paso. Alguien caminando. Luego otro.

Una forma apareció en la intersección. La linterna de Logan basculó hacia ella como hacia un imán. Era González, el sargento al mando del destacamento de la base.

Logan tragó saliva y sintió que se le relajaban un poco los brazos y las piernas, que de repente se habían puesto tensos.

Compuso una expresión neutra.

González se acercó despacio, con una linterna suavemente cogida con su fuerte mano.

—¿Qué, dando un paseo matinal? —preguntó al aproximarse.

Logan sonrió.

González paseó la luz de la linterna por las facciones de Logan.

—Es el doctor Logan, ¿verdad?

—Exacto.

—¿Qué hace aquí abajo, doctor? ¿También está buscando el animal?

—No. ¿Me seguía?

—Digamos que tema curiosidad por saber qué hacía alguien aquí abajo.

Logan se planteó la posibilidad de preguntarle cómo lo había sabido, pero llegó a la conclusión de que lo más probable era que el sargento no se lo dijese.

—¿Y qué buscaba? —preguntó González.

Logan movió el pulgar hacia atrás, señalando la compuerta.

González frunció el ceño.

—¿Porqué?

—Esta es el ala norte, ¿verdad? La zona científica.

La expresión de González se volvió cautelosa.

—¿Usted qué sabe de eso?

—No mucho. Por eso he bajado. —Logan dio un paso hacia delante—. ¿No tendrá una llave encima, por casualidad?

—Aunque la tuviera, no la usaría. Está prohibido pasar. Incluido yo.

—Pero aquí se hacían estudios científicos, ¿no?

—Lo siento, pero no tengo permiso para contestar.

—Verá, sargento, he hecho este largo viaje solamente para averiguar algo más de lo que sucedió tras esta puerta. Conocí este lugar mientras consultaba un montón de documentos recién desclasificados y me picó la curiosidad. No soy ni espía ni periodista. ¿No puede decirme nada más?

González no contestó.

Logan suspiró.

—De acuerdo. ¿Y si le cuento lo que sé? En los años cincuenta esta base no se usaba solo como sistema de alerta temprana, también se llevaban a cabo estudios científicos. No sé si eran investigaciones, experimentos o qué, pero la cuestión es que hubo algo que salió mal y que ese algo hizo que se cancelaran antes de tiempo los estudios. ¿Concuerda con lo que le han dicho?

González le miró desde detrás de la linterna. Fue una mirada larga, escrutadora.

—Yo solo he oído rumores —dijo—. De los que estuvieron destinados aquí antes que yo.

Logan asintió con la cabeza.

—El ala norte está construida en el interior del desnivel natural —prosiguió González— y funciona como estructura de soporte del resto de la base. Esta compuerta lleva al nivel superior.

—¿El nivel… superior?

—Exacto. Toda el ala norte es subterránea. No sé qué hay dentro. Solo sé que era alto secreto. —González vaciló y, aunque estuvieran tan lejos de todo, bajó la voz—. Pero dicen que pasaron cosas extrañas.

—¿Qué tipo de cosas extrañas?

—Ni idea. Los que estuvieron antes aquí tampoco lo sabían.

Uno de ellos oyó que a un grupo de científicos les atacó un oso polar.

—¿Que les atacó? —repitió Logan—. ¿En el ala norte?

—Fue lo que dijo.

—¿Cómo bajó hasta aquí un oso polar?

—Eso me pregunto yo.

Logan apretó los labios.

—¿Sabe si alguien habló con los científicos?

—Ni idea.

—¿Dónde dormían?

González se encogió de hombros.

—Creo que en el Nivel C. En todo caso, hay literas que nunca ha usado nadie del ejército.

Un breve silencio, tras el cual Logan volvió a hablar.

—Por lo que he ido averiguando, parece que en ninguna de las otras dos bases de alerta temprana había destacamentos de científicos.

En vez de contestar, González señaló el letrero fijado a la pared con tornillos.

—¿Qué es la autorización F29? —preguntó Logan.

—No me suena de nada. Bien, doctor, ¿volvemos a subir?

—La última pregunta: ¿baja usted a menudo?

—Lo menos que puedo. Hace frío, está oscuro y huele mal.

—Entonces lamento haberle molestado.

—Y a mí que haya venido de tan lejos para nada.

—Eso habrá que verlo. —Logan hizo un gesto—. Usted primero, sargento.

23

Marshall iba por el pasillo hacia la suite de Conti, con Penny Barbour a su lado.

Le habría gustado llevar a algún otro científico, aunque solo fuera para que pareciera que eran más (fingiendo una solidaridad en realidad inexistente), pero no había podido ser.

Seguía sin saberse el paradero de Sully. En cuanto a Faraday y Chen, no había querido distraerles de su análisis. Así que, finalmente, solo quedaban él y la informática.

Al pararse ante la puerta, captó un murmullo de voces al otro lado y miró a Barbour.

—¿Estás preparada?

Ella también le miró.

—Quien hablará serás tú, no yo, cariño.

—Pero estamos de acuerdo, ¿verdad?

Asintió con la cabeza.

—Pues claro.

—Bien.

Marshall levantó una mano para llamar. Justo entonces una de las voces del otro lado de la puerta aumentó de volumen.

—¡Eso es una indecencia! —oyó Marshall que gritaba Wolff—. ¡Lo prohíbo terminantemente!

Marshall dio unos golpes en la puerta metálica.

El silencio fue inmediato. Pasaron diez segundos antes de que volviera a oírse la voz de Wolff; esta vez, tranquila.

—Adelante.

Marshall le abrió la puerta a Barbour y entró detrás de ella.

En el centro del elegante salón había tres personas: Conti, Wolff y Ekberg.

Marshall se paró y les miró. Conti estaba muy pálido.

Ekberg tenía los ojos rojos e hinchados. Los dos miraban hacia abajo. El único que observaba a Marshall era Wolff, con su rostro alargado inescrutable.

Marshall respiró hondo.

—Señor Conti, aún queda una hora del plazo que me ha dado, pero ya no necesito más tiempo.

Conti levantó un momento la vista y la apartó enseguida.

—He hablado con mis colegas y estoy convencido de que ninguno de ellos tiene nada que ver con la desaparición del felino.

Era verdad, a grandes rasgos: cuando preguntó a Barbour si sabía qué le había pasado al animal, por poco le arranca la cabeza.

En cuanto a Faraday, de ser culpable no habría estado en su laboratorio investigando la desaparición. A Sully aún no le había encontrado (y era verdad que el climatólogo había estado un poco raro), pero él solo no podía haberlo hecho, de eso estaba seguro.

Conti no contestó. Marshall siguió hablando:

—Es más, su estrategia de acoso e intimidación me parece un poco insultante.

Y la insistencia en que alguien ha saboteado su programa, en que hay algún tipo de conspiración para obligarle a irse de aquí, raya en lo paranoico. Pero adelante. Si necesita aliviar su vanidad, haga ese documental revisado; sin embargo, como diga, insinúe o nos acuse de algo a mí o a mis colegas que se aparte lo más mínimo de los hechos, prepárense, usted y Terra Prime, para recibir inmediatamente noticias de un numeroso grupo de abogados muy enfadados.

—De acuerdo —dijo Wolff—, ya ha dicho lo que tenía que decir.

Marshall no contestó. Miró a Conti, luego a Wolff y de nuevo a Conti. Se dio cuenta de que su corazón latía con fuerza y de que respiraba con dificultad.

Wolff siguió mirándole.

—¿Le importaría irse, si no quiere nada más?

Marshall volvió a mirar a Conti. Finalmente, el director levantó la cabeza y asintió de manera casi imperceptible. Ni siquiera podía estar seguro de que hubiera oído una sola palabra.

Al parecer estaba todo dicho. Marshall miró a Barbour y señaló la puerta.

—¿No se lo vais a decir? —preguntó en voz baja Ekberg.

Marshall la miró. La productora de campo miraba alternativamente a Conti y a Wolff, con cara de angustia.

—¿Decirnos qué? —preguntó Marshall.

Wolff frunció el entrecejo y le indicó que se callara con un pequeño gesto.

—¡No podéis mantenerlo en secreto! —exclamó Ekberg, con más fuerza y aplomo—. Si no se lo decís vosotros, lo haré yo.

—¿Decirnos qué? —preguntó de nuevo Marshall.

Tras un breve silencio, Ekberg se volvió y le miró.

—Josh Peters. Uno de los auxiliares que ayudaba al supervisor de montaje. Le han encontrado hace diez minutos fuera de la cerca de seguridad. Muerto.

Marshall tuvo una punzada de sorpresa.

—¿Congelado?

Conti salió de su mutismo.

—Destrozado —dijo.

24

La enfermería de la base Fear, una serie confusa y claustrofóbica de pequeñas salas grises, estaba en lo más profundo de los alojamientos militares del ala sur. Marshall solo había estado allí una vez, para que le pusieran un vendaje en mariposa y un refuerzo antitetánico después de cortarse el brazo con un reborde oxidado. Parecía salida de una película antigua, como casi toda la base. En las paredes había calendarios de vacunación y pósters sobre piojos y pie de atleta clavados con chinchetas. Habían provisto apresuradamente los armarios con puerta de cristal con media docena de frascos nuevos de Betadine y agua oxigenada, junto a los que se veían viejos vasos de precipitado con yodo y alcohol de uso externo. Había un velo de descuido general pegado al instrumental y a los muebles, como una capa de polvo.

Marshall miró a su alrededor. El espacio que había servido a la vez de despacho y sala de espera estaba lleno de gente: Wolff, Conti, Ekberg, González y Phillips, el soldado pelirrojo; tanta, que daba una impresión aún más asfixiante. Por fin había aparecido Sully (dijo que había estado estudiando tablas climáticas en un laboratorio apartado), junto a la pésima noticia de que la tormenta no amainaría hasta dentro de cuarenta y ocho horas. Estaba de pie al fondo, en un rincón, ruborizado y nervioso. Al parecer, nadie quería mirar por la puerta abierta que daba al sur.

La sala del otro lado había sido una consulta. Ahora era un depósito de cadáveres improvisado.

El sargento González estaba interrogando al pobre ayudante de producción que había encontrado el cadáver, un chico desgarbado, de veintipocos años, con cuatro pelos en la perilla. Lo único que Marshall sabía era que se llamaba Neiman.

—¿Has visto a alguien más en la zona? —preguntó González.

Neiman sacudió la cabeza. Estaba conmocionado, con los ojos vidriosos, como si acabaran de pegarle con un bate.

—¿Qué hacías fuera?

Un largo silencio.

—Era mi turno.

—¿Turno de qué?

—De buscar al felino desaparecido.

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