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Authors: Lincoln Child

Tags: #Intriga, Terror

Infierno Helado (24 page)

BOOK: Infierno Helado
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De repente sus muslos se calentaron, a causa de un aflojamiento de la vejiga.

Ya estaba en la sala. Cuando Davis emitió un grito agudo y penetrante, la cosa se volvió hacia ella. Fluke no hacía más que mirar. Ni todos sus conocimientos, ni toda su experiencia podía explicar lo que estaba con ellos en la sala; ninguna pesadilla, sueño febril o creación del Todopoderoso o del Príncipe de las Tinieblas.

Davis volvió a gritar (un grito atroz, como un desgarro de laringe), e inmediatamente la cosa se le echó encima. El grito fue subiendo de tono y de volumen hasta convertirse en una gárgara desesperada y húmeda. Fluke se sintió rociado por algo caliente y viscoso. De repente se dio cuenta de que podía moverse. Una vez en pie, trastabilló hacia la puerta, desesperado, sin acordarse del arma. Le pareció oír voces, como si llegaran de muy lejos; un grito de advertencia, pero de pronto era él quien lo tenía encima y en su universo ya solo quedó dolor.

34

El parabrisas del SnoCat 1643RE era muy grande, ya que ocupaba toda la parte delantera. Desde el privilegiado observatorio del asiento del conductor, Marshall tenía una vista panorámica de la tormenta. Aunque el blindaje de cristal y metal le escudase contra sus arremetidas, era muy consciente de la oscilación que provocaban en el vehículo las bruscas ráfagas de viento y las bolitas de hielo que martilleaban sin cesar el techo y los lados. El viento aullaba y se lamentaba constantemente, como si viera frustrados sus deseos de llegar hasta él queriendo arrancar el acero.

Marshall apartó la vista del blanco torbellino el tiempo justo para echar un vistazo a su reloj de pulsera. Llevaba casi cuarenta minutos al volante. Desde que había salido de la zona del campamento, con su laberinto de fisuras de lava, iba a buen ritmo.

El permafrost era bastante liso, lo que le permitía no bajar de los cincuenta kilómetros por hora. Sin embargo, no quería jugársela, puesto que desconocía el límite de seguridad. Había mentido a Logan. No había conducido un SnoCat en su vida. Por suerte el vehículo había resultado ser de fácil conducción, con unos controles parecidos a los de un camión o un tractor, y algunos interruptores suplementarios para el quitanieves, el cabrestante y la luz giratoria. A lo que más le había costado acostumbrarse era a la suspensión independiente de las cuatro orugas de acero, con dirección hidráulica en los ejes delantero y trasero, lo cual (sumado a la impresionante cantidad de cristal de la cabina) le daba una sensación inestable y casi vertiginosa de estar demasiado por encima del suelo.

La media docena de faros halógenos del Cat casi no conseguían penetrar la penumbra. Marshall escrutaba la tormenta, siguiendo los haces. Echó un vistazo al GPS del panel de control.

Sabía que el campamento tunit estaba cerca de un lago helado. Lo había dicho González. En la base de datos del GPS constaba un solo lago en un radio de cincuenta kilómetros al norte, pero era bastante grande. De repente, su principal motivo de preocupación fue la gasolina. El Cat llevaba medio depósito.

Por tanto, disponía de noventa y cinco litros para llegar al lago, encontrar la aldea y regresar a la base. Y Marshall no tenía la menor idea de cuánto consumía aquella enorme máquina.

Siguió adelante, mientras los limpiaparabrisas azotaban la vorágine de nieve y las agujas de hielo que acribillaban el cristal.

Sacudió la cabeza para intentar desembotarse, mientras lamentaba no llevar un termo de café. ¿Sería posible que solo hubieran pasado treinta y seis horas desde que habían descubierto la desaparición del animal?

Una vez más se preguntó por la razón exacta de aquel viaje, que en el mejor de los casos podía ser perfectamente una pérdida de tiempo y, en el peor, una catástrofe. Como tuviera una avería en la Zona o se quedara sin combustible, no le encontrarían a tiempo.

«Los tunit tienen la respuesta.» Lo había escrito cincuenta años atrás un científico. Ese hombre había considerado que esas palabras eran lo bastante importantes para ponerlas por escrito, encriptarlas y esconderlas en su dormitorio. Ahora, hoy, acababan de matar salvajemente a alguien, y otra persona había sufrido una agresión muy extraña. Había casi cuarenta personas en grave peligro. Si existía alguna posibilidad, por pequeña que fuera, de que los tunit supieran algo (algún antiguo mito o tradición oral, alguna prueba aunque fuese anecdótica, cualquier cosa que pudiera esclarecer al menos un poco lo que se estaba cebando con la base), valía la pena arriesgarse.

También había otra razón más personal. Hacía siete días que fuera a donde fuese, hiciera lo que hiciese, no acababa de sentirse solo. Siempre había una presencia que le vigilaba: dos ojos amarillos, del tamaño de dos puños, y con unas pupilas como simas negras. Le obsesionaban desde que los había visto por primera vez, mirándole a través del hielo. Como paleoecólogo necesitaba entender mejor a aquel ser. Aunque tuviera razón Faraday, aunque por alguna razón siguiera vivo y fuera el responsable de esas atrocidades, Marshall anhelaba descifrar sus misterios. Y para ello estaba dispuesto a recorrer mucho más que cincuenta kilómetros en una tormenta de nieve impenetrable.

La cabina sufrió dos fuertes sacudidas. El terreno se estaba volviendo irregular.

Redujo la velocidad. Según el GPS, el lago estaba justo delante: una gran pared azul que ocupaba toda la pantalla. De pronto apareció detrás del parabrisas: una línea borrosa en la turbia y sibilante oscuridad, tapada por la ventisca; que fuera una lámina de agua solo se reconocía gracias a la presencia de una raya horizontal sin interrupciones ni accidentes de ningún tipo.

Marshall condujo más despacio y giró el volante para empezar a recorrer el borde del lago, muy atento a cualquier rastro de un poblado. Ya había usado treinta y ocho litros de gasolina; por lo tanto, solo podía gastar ocho o diez más buscando. El suelo helado bajaba abruptamente hacia la orilla, obligándole a sujetar el volante con fuerza y no levantar el pie del pedal para mantener la tracción.

De pronto, el Cat sufrió un fuerte bandazo. Al darse cuenta de que tenía delante una profunda grieta, Marshall dio un brusco giro al volante, en dirección opuesta, y pisó el acelerador. Las orugas metálicas se desplazaron lateralmente por la resbaladiza lámina de hielo. Marshall apagó el motor, buscando el equilibrio entre tracción y avance e intentando por todos los medios evitar que las orugas se precipitasen de lado por la brecha, cada vez más amplia. Tras una serie de vaivenes, el enorme vehículo logró superar el borde de la lámina de hielo y volvió a caer pesadamente sobre el suelo liso.

Dejó que el SnoCat se parara solo, mientras él esperaba sin moverse a que se le tranquilizase poco a poco el corazón. Después, volvió a pisar con suavidad el acelerador y se apartó despacio de la empinada orilla.

En ese momento vio algo entre los torbellinos de nieve, o creyó verlo: unas formas grises en el extraño crepúsculo de finales de verano. Frenó, con la vista clavada en el parabrisas. Estaban a un lado, apartados del agua. Hizo avanzar despacio el Cat, girando el volante. Cuando estuvo más cerca, las siluetas borrosas se concretaron en unos iglús de construcción rudimentaria: dos de ellos estaban castigados por la ventisca y parecían de una pequeñez ridícula entre los vórtices de nieve que los rodeaban.

Marshall apagó el motor y se subió la cremallera de la parka hasta arriba del todo. A continuación salió de la cabina y bajó por la oruga trapezoidal.

Protegiéndose la cara de los dientes del viento, se acercó al primer iglú. Estaba oscuro y frío. Su tubo de entrada formaba un vacío negro. Tambaleándose, fue hasta el otro iglú y se arrodilló frente a la entrada. Tampoco había ocupantes.

Dentro, las mantas de pelo y las pieles curtidas estaban frías, rígidas.

En ese momento vio que detrás había otros tres iglús y una casa de nieve, de mayor tamaño que aquellos. Por lo demás, no había ninguna otra construcción alrededor. Se llevó una sorpresa al comprender lo pequeña que era realmente la última comunidad tunit.

Los tres iglús de detrás estaban tan vacíos como los dos primeros. En las paredes de hielo de la casa de nieve, por el contrario, parpadeaba y se movía una luz tenue de color naranja. Dentro ardía un fuego.

El viento amainó un momento, como si quisiera tomarse un respiro de tanto soplar. Cuando se despejaron las nubes de nieve, Marshall volvió a distinguir en lo bajo del cielo la extraña aurora boreal de color rojo sangre, que bañaba el minúsculo poblado de hielo con un fantasmagórico fulgor carmesí.

Respirando hondo, se encaminó hacia la casa de nieve, apartó la piel de caribú que hacía las veces de puerta cortina y entró con precaución. El interior era oscuro, de techo bajo, y estaba lleno de humo. El suelo estaba cubierto de pieles y mantas. Se quitó el hielo y la nieve de la cara y miró a su alrededor.

Cuando su vista se acostumbró, descubrió a un solo ocupante: una figura con una gruesa parka de piel de caribú, arrodillada frente a una pequeña hoguera.

Volvió a respirar profundamente y carraspeó.

—Con permiso —dijo.

La figura se quedó un buen rato inmóvil. Después se volvió despacio hacia él.

La cara era un oscuro hueco dentro de la capucha forrada de piel. Levantó una mano y se bajó sin prisa la capucha, con un movimiento parsimonioso. Marshall se vio observado por un rostro lleno de arrugas e intrincados tatuajes. Era el anciano chamán que había ido a la base para avisar a los científicos de que se fueran. Tenía en una mano un asta de reno, decorada con extrañas líneas y volutas, y en la otra un hueso, con tallas de gran complejidad. La piel de reno que tenía delante estaba sembrada de pequeños objetos: piedras pulidas, minúsculos fetiches de piel y dientes de animales.

—Usuguk —dijo Marshall.

El hombre asintió levemente con la cabeza. No parecía sorprendido de verle.

—¿Dónde están los demás?

—Se han ido —contestó.

Marshall se acordó de su voz, pausada y neutra.

—¿Se han ido? —repitió.

—Han huido.

—¿Por qué?

—Por ustedes. Y por lo que han despertado.

—¿Qué hemos despertado? —preguntó Marshall.

—Ya se lo dije.
Akayarga okdaniyartok.
La ira de los antepasados. Y al
kurrshuq.

Durante una pausa, se miraron a la luz oscilante de la hoguera. En su anterior encuentro, el anciano parecía nervioso y asustado. Ahora solo se le veía resignado.

—¿Usted por qué se ha quedado? —acabó preguntando Marshall.

El chamán siguió mirándole, con la luz de las llamas reflejada en sus ojos negros.

—Porque sabía que vendría.

35

Sin ser un llanto particularmente ruidoso, se negaba a remitir: un zumbido constante de fondo, mezclado con el crujido de los tubos de la calefacción y el lejano rumor de los generadores.

Cuando Wolff cerró la puerta del comedor de oficiales dejó de ser tan audible, pero siguió presente en el cerebro de Kari Ekberg, con una presencia tan real como la del miedo que la corroía y que no quería marcharse.

Miró a su alrededor, a los que estaban en el comedor: Wolff, González, el cabo llamado Marcelin, Conti, Logan (el profesor), Sully (el climatólogo) y algunos miembros del equipo de rodaje.

A simple vista parecían todos tranquilos, pero había algo (en sus expresiones furtivas, en la manera de sobresaltarse por ruidos inesperados) que delataba un pánico controlado.

González miró a Wolff.

—¿Les ha encerrado a todos?

Wolff asintió con la cabeza.

—Están todos en sus dormitorios, con órdenes de no salir si no les decimos lo contrario. Su soldado, Phillips, está montando guardia.

Ekberg recuperó la voz.

—¿Seguro que están muertos? —preguntó—. ¿Los dos?

González se volvió hacia ella.

—Señora Ekberg, no hay cadáveres más muertos que esos dos.

Ekberg se estremeció.

—¿Usted lo ha visto? —preguntó Conti en voz baja, inexpresivamente.

—Solo he oído los gritos de la señora Davis —contestó González—, pero Marcelin los ha visto.

Todos se volvieron en silencio hacia el cabo, que estaba solo en una mesa, con un MI6 al hombro, removiendo con expresión ausente una taza de café de la que ya no se acordaba.

—¿Y bien? —preguntó Conti para que hablase.

El rostro juvenil de Marcelin estaba sonrosado y lleno de estupor, como si acabaran de arrancarle las tripas. Abrió la boca, pero no salió ningún sonido.

—Adelante —le animó González.

—No he visto mucho —dijo el cabo—. Iba por el pasillo, y al volver la esquina…

De nuevo se quedó callado. Toda la sala aguardaba en silencio.

—Era grande —continuó Marcelin—. Y tenía una cabeza con…

—Sigue —le apremió Wolff.

—Tenía una cabeza con… con… ¡no me hagan decirlo!

Su tono de voz se volvió agudo de golpe.

—Calma, cabo —dijo González con severidad.

Marcelin respiró entrecortadamente, sujetando con más fuerza el palito de plástico para el café. Se recuperó en un minuto, pero sacudió la cabeza, negándose a decir nada más.

Todos se quedaron un buen rato en silencio, hasta que intervino Wolff.

—Y ahora, ¿qué hacemos?

González frunció el ceño.

—No me parece que tengamos muchas alternativas. Esperar a que mejore el tiempo. Hasta entonces no podremos evacuar ni recibir refuerzos.

—¿Está proponiendo que nos quedemos esperando a que nos maten? — preguntó Hulee, uno de los técnicos del equipo de rodaje.

—Aquí no se va a matar a nadie —replicó Wolff. Se volvió hacia González—.

¿Cómo estamos de armas?

—Muchas de pequeño calibre —repuso el sargento—. Una docena de MI6, media docena de carabinas de gran calibre, más de veinte pistolas y cinco mil balas.

—El equipo científico tiene tres fusiles de alta potencia —dijo una voz.

Ekberg se volvió para ver quién era: Gerard Sully, el climatólogo. Estaba apoyado en la pared del fondo, al lado del carro de las bandejas, tamborileando nerviosamente en la baranda de acero con una sola mano. Estaba muy pálido.

Wolff miró a su alrededor.

—Tendremos que asegurarnos de que nadie se desplace sin ir acompañado de un grupo armado.

González gruñó.

—Puede que no baste ni siquiera con eso.

—Pues ¿qué más podemos hacer? —replicó Wolff—. No vamos a encerrarnos con llave y quedarnos acobardados…

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