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Authors: Lincoln Child

Tags: #Intriga, Terror

Infierno Helado (35 page)

BOOK: Infierno Helado
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—Sería irónico. —Logan dio unas palmadas a un lado del carrito—. ¿Esto ya está?

—Sí, aparte de las pilas. Sully las está buscando.

—Así que ya tenemos nuestra arma. Ahora solo nos falta el blanco.

—No está garantizado que venga hacia aquí. Tal vez tengamos que usar algún tipo de señuelo.

—No sé si no sería más correcto decir «cebo». —Logan hizo otra pausa—. Estaba pensando en otra cosa. Los dos animales, el que han encontrado ustedes y el que encontraron hace cincuenta años… ¿Cree que están emparentados?

—Buena pregunta. Yo solo lo he entrevisto a través de un bloque de hielo turbio, pero parece que las descripciones de González se ajustan a las de Usuguk, y…

—No lo decía en ese sentido. Me refiero a si son parientes.

Marshall le miró.

—¿Quiere decir si son padre e hijo, por ejemplo?

Logan asintió con la cabeza.

—O madre e hija; separados, y después congelados por el mismo fenómeno climatológico excepcional.

—Válgame Dios… —Marshall tragó saliva—. Si este fuera el caso, esperemos que el padre no sepa qué le pasó al hijo.

Logan se frotó la barbilla.

—Hablando del hijo, ¿no se ha preguntado de qué murió la primera vez?

—¿Quiere decir si no fue la electricidad?

—Exacto.

—Sí, pero no se me ocurre ninguna respuesta. ¿Ya usted?

—Tampoco, pero me parece muy interesante que ni el uno ni el otro se hayan comido a ninguna de sus víctimas.

—Ya se lo dije: no murió. Decidió abandonar el mundo físico.

Era la voz de Usuguk, sentado en un rincón del estudio, con las piernas cruzadas y el dorso de las manos apoyado en las rodillas. Estaba tan silencioso e inmóvil que Marshall no se había dado cuenta de su presencia. Al ver la expresión serena y reservada del tunit, y percibir su convicción callada pero granítica, casi se sintió dispuesto a creer en lo mismo que él.

—La historia que me contó —dijo al chamán—, la de Anataq y los dioses de la oscuridad… Era inquietante, incluso para alguien de fuera, como yo. Tengo que hacerle una pregunta: si cree sinceramente que nos enfrentamos con un
kurrshuq,
un devorador de almas, ¿por qué ha accedido a volver conmigo?

Usuguk levantó la vista.

—Mi gente cree que no sucede nada sin motivo. Los dioses me tienen reservado un destino, determinado desde el día de mi nacimiento. De joven, hicieron que me apartara de mi gente y me trajeron a este lugar, a sabiendas de que acabaría regresando con lazos más fuertes y estrechos que antes. Al dar la espalda al mundo de los espíritus, me ligué a él.

Marshall sostuvo su mirada, pensativo. Y de repente lo entendió. Durante todos aquellos años de vida ascética, monástica y espiritual, incluso para los cánones tunit tradicionales, Usuguk había estado expiando una traición a su fe. El regreso a la base (escenario, justamente, de dicha traición) era su último acto expiatorio.

—Siento que las cosas hayan ido así —dijo Marshall—. Yo no pretendía exponerle a este peligro tan enorme.

El tunit sacudió la cabeza.

—Voy a contarle una cosa: de muy pequeño, cuando aún había cacerías, mi abuelo siempre volvía con la morsa más grande.

Todos querían saber su secreto, pero él no se lo decía a nadie. Finalmente, cuando ya era muy, muy anciano, me lo confesó a mí.

Me contó que iba con su kayak al otro lado de los estrechos, a las corrientes profundas del mar, más lejos de lo que se atrevía a ir nadie. Yo le pregunté por qué lo hacía (exponerse a un peligro enorme, como dice usted), solo para conseguir la mayor pieza, y él me dijo que la caza en sí ya era un peligro. Ya que pisas hielo fino, me dijo, mejor bailar.

Se oyó algo al otro lado de la mampara de cristal. Era Faraday, que entró cargado de material eléctrico y mecánico.

—Traigo los osciladores y los potenciómetros de repuesto —dijo. Echó un vistazo al aparato del carrito—. ¿Dónde están las pilas?

—Sully ha ido a buscarlas —contestó Marshall.

—Muy bien. Cuando las tengamos empezaremos con las pruebas, y…

Justo entonces se oyó un fuerte chisporroteo en la sala de control y Marshall se volvió para mirar. Era la radio que les había dado González; estaba apoyada en el borde superior de la mesa de mezclas.

Otro chisporroteo.

—¿Hola? —Era la voz de Ekberg—. ¿Hola?

Marshall salió del estudio y entró en la sala de control. Cogió la radio y pulsó el botón de transmisión.

—¿Kari? Soy Marshall. Adelante.

—Dios mío… ¡Ayúdenme! —Hablaba entrecortadamente, al borde de la histeria—. ¡Ayúdenme, por favor! La cosa… ha cogido a Emilio. Le ha levantado, le ha levantado y le…

—Tranquila, Kari. —Marshall trató de modular su voz, y de no abandonar un tono razonable—. Ahora quiero que me diga dónde está.

Oyó que respiraba varias veces, con pánico.

—Estoy… ay, Dios mío… estoy en el patio. Al lado de… del puesto de vigilancia.

Mientras Marshall volvía a pulsar el botón de transmisión, Logan y Faraday salieron del estudio y se acercaron a la radio.

—Está bien. ¿Tiene una linterna?

—No.

—Entonces baje por la escalera hasta el comedor de oficiales. Lo más deprisa y silenciosamente que pueda. Allí encontrará linternas, y también armas.

¿Sabe usar una pistola?

—No.

—No pasa nada. Vamos, baje ahora mismo, y cuando haya llegado llámeme otra vez.

—Vendrá a por mí. Lo sé. Cuando haya acabado con Emilio. Vendrá y… y…

—Kari. Ahora iré a buscarla y la llevaré a mi posición. No pierda la cabeza. Ni la radio.

Después de otro chisporroteo, la radio se quedó en silencio.

Marshall se volvió hacia Faraday.

—Ve a buscar a Sully y ayúdale a encontrar las pilas. Después llevaos el arma sónica de aquí, a los pasadizos del Nivel E.

Necesitaremos disponer del ala de ciencias como refugio, por si no sale bien.

Faraday asintió con la cabeza y salió rápidamente de la sala de control.

Marshall miró a Logan.

—¿Se acuerda de lo que ha dicho sobre un cebo? Pues parece que voy a ser yo.

Sin decir nada más, guardó la radio en el bolsillo y salió corriendo de la sala, en dirección a la compuerta de acceso al ala central.

50

Kari Ekberg daba tumbos por el pasillo del Nivel C; sujetaba la linterna con manos sudorosas. Le dolían las espinillas, peladas contra tubos y cajas de almacenamiento, y tenía las rodillas llenas de arañazos a consecuencia de media docena de caídas sobre suelos duros de acero y linóleo. Menos mal que aún funcionaba la luz, y la radio. Expulsó por enésima vez de su cerebro las horripilantes imágenes de Conti chillando mientras la sangre salía despedida hacia todas partes como por un aspersor giratorio.

Por enésima vez, repitió incesantemente como un mantra: «No mires hacia atrás. No mires hacia atrás».

Había tardado un cuarto de hora en bajar las dos plantas que la separaban del comedor de oficiales, quince minutos de terror en estado puro. Llegó a la lavandería, con sus hileras de lavadoras y secadoras antiguas, mudas bajo carteles medio despegados que exhortaban a la limpieza. A continuación pasó por la sastrería, un cuarto en el que a duras penas cabían una mesa, una máquina de coser y un maniquí para confección. Después el pasillo se bifurcaba. Se detuvo y manoseó la radio. Sus manos temblaban tanto que no consiguió pulsar el botón de transmisión hasta el tercer intento.

—Estoy al lado de la sastrería, donde se bifurca el pasillo —dijo, oyendo cómo temblaba su voz.

La voz de Marshall crepitó en respuesta.

—Acabo de llegar al Nivel D. Espere, le pediré a González que me oriente por radio.

Respiró a bocanadas, en una oscuridad impenetrable. Eran los peores momentos: quedarse quieta en espera de instrucciones… y de aquella extraña sensación de plenitud en los oídos que indicaba la inminencia de la pesadilla…

—Gire a la izquierda —dijo la voz electrónica de Marshall—. Al fondo del pasillo vuelva a girar a la izquierda. Verá una escalera. Baje. Si no me encuentra esperando, llámeme por radio.

Ekberg volvió a guardarse la radio en el bolsillo de los vaqueros, giró a la izquierda y movió un poco la linterna en busca de obstáculos. Apretó el paso, dejando atrás las zonas en las que se preparaba la comida: cocinas vacías, con enormes fregaderos de porcelana, relucientes y espectrales. Pasaron como exhalaciones diez o doce puertas, bocas de habitaciones negras y misteriosas. Le dolían mucho las rodillas y las espinillas, pero intentaba pensar lo menos posible en el dolor. Vio que el pasillo volvía a bifurcarse, iluminado por una sola bombilla. «Ha dicho que gire a la izquierda, que entonces veré una…» De repente tropezó con algo y cayó de bruces, mientras la radio se iba rodando por el pasillo y la linterna se apagaba al chocar contra la pared. «No, Dios mío, no…» Se apoyó en las manos y en las rodillas lastimadas y empezó a buscar a gatas, tanteando frenéticamente. Los dedos de una de sus manos se cerraron alrededor de la linterna. Con el alma en vilo, pulsó el botón. La linterna parpadeó, se apagó y volvió a brillar. «Gracias. Gracias.» Se levantó y enfocó la luz hacia delante para buscar la radio. Estaba en el suelo, a unos tres metros.

Corrió, se arrodilló y la recogió.

—¡Hola! —saludó, toqueteando el botón de transmisión—. ¡Hola, Evan! ¿Me oye?

Nada. Ni siquiera el ruido de estática.

—¡Hola, Evan! —Su voz se agudizó de nerviosismo y de consternación—. ¡Hola…!

Enmudeció de pronto. Algo acababa de poner en alerta su instinto de conservación, haciendo saltar todas las alarmas. ¿Oía unos pasos descalzos a su espalda, a la vez pesados y horriblemente sigilosos en la oscuridad?

¿Escuchaba el zumbido de la sangre en los oídos, o bien era un canto suave, extraño, casi de otro mundo? Tuvo otro ataque de miedo. Gimiendo de desesperación, guardó la radio estropeada en el bolsillo y se obligó a seguir corriendo. La luz del fondo del pasillo se acercó. Ya estaba en el cruce, giró a la izquierda, moviendo la linterna con desesperación en busca del hueco de la escalera.

Allí estaba: un pozo negro. Corrió y se lanzó escaleras abajo, mientras la linterna chocaba con la barandilla de metal, sin que ella, presa del pánico, hiciera esfuerzo alguno por controlar la huida.

Se detuvo en el último escalón y miró a su alrededor. Delante había otro pasillo poco iluminado, con mesas y herramientas amontonadas a ambos lados.

Estaba vacío.

Parpadeó con fuerza, se pasó el dorso de una mano por los ojos y volvió a mirar. Nadie.

—Evan… —llamó en el vacío.

Sintió que su respiración se aceleraba. «No, no, no…» Otra vez. Otra vez la misma nota, grave y musical, casi como un susurro en sus oídos. Lloriqueó al dar el siguiente paso, mientras se apartaba de la escalera y se metía por el pasillo. Sentía la necesidad abrumadora de mirar por encima del hombro, hacia la escalera. La linterna se agitaba en su mano…

—¡Kari!

Volvió a mirar el pasillo. Al fondo había aparecido una figura, una silueta oscura en la penumbra. Gritó y corrió hacia ella.

Al acercarse reconoció a Marshall, con cara de preocupación y un fusil automático colgado en el hombro.

—Kari —dijo él, yendo a su encuentro—. Menos mal. ¿Está usted bien?

—No. Me está persiguiendo. El monstruo. Acabo de oírlo ahora mismo.

—Desee prisa.

La cogió de la mano y tiró de ella, llevándosela por el pasillo.

Pese a estar cada vez más exhausta, Ekberg siguió de cerca a Marshall por un sinuoso recorrido a través de almacenes y talleres. Se pararon una vez en un cruce, porque él no se acordaba de la ruta correcta. En otra ocasión llamaron por radio a González para que les orientase por el laberinto.

—¿Adonde vamos? —preguntó ella, sin aliento.

—Al ala de ciencias. Queda una planta más abajo. Está protegida por una compuerta muy maciza. Es mucho más segura que las plantas superiores.

Además, hemos montado un arma, un arma sónica, que esperamos probar con la bestia. Pero cada cosa a su tiempo. Lo primero es ponerla a salvo al otro lado de la compuerta.

Llegaron a otra escalera. Marshall prácticamente se lanzó por ella, bajando los escalones de tres en tres. Ekberg le siguió tan rápido como pudo. El Nivel E era una tumba, con techos bajos cubiertos de ríos caudalosos de tubos y de cables. Pasaron corriendo junto a varias salas, mientras Marshall alumbraba el camino con su linterna. Al llegar a un cruce en T, Marshall giró a la derecha y se paró tan de golpe que Ekberg casi chocó con él.

Al fondo del pasillo había una compuerta, grande, completamente abierta y muy iluminada por detrás. Justo al otro lado había un extraño artilugio sobre un carrito con ruedas, compuesto de cables, antenas y piezas eléctricas, como si lo hubieran sacado de una película de ciencia ficción de los años cincuenta.

Sobre él se afanaban dos de los científicos, Faraday y Sully; junto a ellos, el sargento González, con su fusil preparado, apuntaba hacia Ekberg y Marshall.

—¿Qué pasa? —preguntó este último—. ¿Por qué el arma no está fuera, lejos de la compuerta?

—No hay pilas —dijo Faraday—. Hemos tenido que enchufarlo dentro, a la corriente. Los cables no dan más de sí.

—¡Pues buscad alguna conexión aquí fuera, por Dios! —dijo Marshall.

—No hay tiempo —contestó Sully.

—¡Claro que no hay tiempo! Esa criatura viene detrás de nosotros y no podemos poner en peligro la seguridad del ala de ciencias abriendo la…

Marshall se interrumpió a media frase. Ekberg también se dio cuenta: un presentimiento furtivo, más cerca de un sexto sentido que de una percepción, le erizó los pelos de la nuca y volvió a meterle el miedo en el cuerpo. Una vez más, su instinto la urgió a volverse y mirar; esta vez cedió y echó un vistazo por encima del hombro.

A la vuelta de la esquina, justo donde alcanzaba la vista, bajaba sigilosa por los escalones una forma negra.

51

—¡Muévase! ¡Muévase!

Marshall empujó a Ekberg por el pasillo y a través de la compuerta reforzada.

El MI6 que rebotaba en su espalda mientras corría era un peso desacostumbrado, pero a la vez muy conocido (demasiado). Justo al otro lado de la compuerta, Sully, pálido pero resuelto, manipulaba los controles del arma sónica. Los cables eléctricos que iban hacia la instalación eléctrica estaban al límite de su extensión. Los grandes altavoces de la bandeja inferior crepitaban de potencia latente. El de graves temblaba un poco. Faraday y Logan estaban justo detrás, con cara de nerviosismo. Les flanqueaban González y Phillips, ambos de rodillas y apuntando con sus armas automáticas hacia el pasillo, al otro lado de la compuerta. El más rezagado era Usuguk, que, con su bolsa de medicinas entre las manos, entonaba una grave monodia.

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