El intercambio de ideas fue cortado, la percepción del experimento socialista se fue perdiendo. Por temor al peligro rojo, las películas propagandísticas de la URSS no podían exhibirse en los Países Bajos más que a los miembros registrados de la Asociación de Amigos de la Unión Soviética.
Intenté realizar un pequeño inventario de todo aquello que, a principios de la década de los treinta, pudo constatarse aún con cierta objetividad desde el exterior (Europa) acerca de la Unión Soviética. Si de todos los textos empapados de ideología se eliminaban los pros y los contras, ¿qué quedaba?
Relaciones diplomáticas prácticamente inexistentes (no fueron establecidas hasta que Hitler ocupó la Cancillería).
Correo censurado (de un lado y otro).
Alguna gira esporádica realizada por un equipo de atletismo o una compañía circense.
Exportación de trigo ruso a precios de choque (en 1930 y 1931 aún diez millones de toneladas, luego nada más).
Exportación de madera para entibar y para la fabricación de papel (cada vez menos; en 1933 zarparon de Odessa un total de cinco barcos con cargamentos).
De todos modos, poca cosa cruzaba la frontera; gracias a un capricho de la naturaleza, incluso el Dniepr, el Don y el Volga, desde sus fuentes hasta su desembocadura, se mantenían dentro de los límites del territorio soviético. Resultaba pues imposible comprobar los niveles de industrialización —de los que tanto se jactaba Stalin— por los vertidos en estos ríos.
Y, por último, existía también el «enigma ornitológico»: el fenómeno del no retorno, súbito e inexplicable, de las aves migratorias. Fueron sobre todo las barnaclas carinegras, que cada invierno se posaban en los bancos de fango del mar de Frisia, donde encontraban abundante alimento, las que disminuyeron a ojos vista a principios de los años treinta. Habitualmente llegaban volando en poderosas formaciones en V desde las costas vírgenes, pasada Nueva Zembla —donde empollaban sus huevos en los deltas de los ríos— vía el mar Blanco, los lagos de Karelia, la bahía de Finlandia y la península danesa. Pero después de 1932 ya no se volvió a cazar prácticamente ninguna barnacla carinegra en el norte de los Países Bajos.
Me desperté con los primeros rayos de sol, por causa de un par de finlandeses que se acababan de instalar en mi compartimiento con una caja de cerveza. Estábamos parados en el andén de Petrozavodsk, cuya traducción libre viene a ser «Fábrica de Pedro». En esta ciudad se hallaba la fundición de bronce a la que el zar Pedro encargaba sus cañones y anclas y que más adelante, durante el período soviético, se había reconvertido a la producción de palas de excavadora, raspadores, y demás piezas destinadas a todo tipo de maquinaria.
Me dirigí al vagón restaurante para desayunar. En lugar de un camarero, ante mi mesa se presentó un cazador con un montón de pieles colgando del brazo.
—Para su señora o amada —me ofreció con insistencia el hombre, al tiempo que acariciaba las colas de armiño.
Rechacé su oferta dándole las gracias, descorrí las cortinillas para ahuyentar la oscuridad y volví a tomar en mis manos mi ejemplar de
Belomor.
Leyera la página que leyera, el tono era siempre apasionado: «En 1931 el mapa de Rusia parecía haber cobrado vida. Examinarlo era como buscar el rastro de una miríada de empresas que asomaban a la superficie como impulsadas por una fuerza geológica. Nuevos nombres empezaron a aparecer en el mapa de la URSS: Magnitogorsk, Igarka, Zaporozhe (…). Fábricas y grandes ciudades estaban a punto de brotar de las estepas».
La compañía de escritores describe con sarcasmo los intentos revolucionarios de guardas forestales y camioneros con ánimo de lucro de abrir la impenetrable Karelia, lindante con Finlandia, para su explotación. La llave de entrada era una ruta de navegación que iba desde San Petersburgo, a través de los lagos navegables Ladoga y Onega, hacia el mar Blanco. Un obstáculo insuperable lo constituía la orilla norte del lago Onega, cuyo punto más bajo se encontraba todavía a 108 metros por encima del nivel del mar. Para forzar un acceso no sólo se necesitaba un canal, sino también una sucesión de esclusas junto a la aldea de Povenets que anulara la diferencia de altura.
Nadie dudaba de la utilidad de semejante paso, dado que evitaba el rodeo de la península escandinava. Ya en el año 1702, el zar Pedro había hecho venir a su nueva capital, por esta ruta directa, a dos fragatas desde el puerto de Arjangelsk, en el mar Blanco. Para cruzar los bosques hacia el lago Onega, los barcos de madera tuvieron que ser transportados sobre trineos: una distancia de más de cien kilómetros. La práctica del transporte de barcos en trineo gozaba de una larga tradición en Rusia. A las personas que arrastraban los barcos se las llamaba
burlaki,
gente rústica y humilde que por cien gramos de vodka y un pedazo de pan se dejaban explotar como bestias de carga. El abuelo de Gorki había llegado a ofrecer sus servicios como
burlak,
y el pintor favorito de Stalin, Ilia Repin, había representado a los
burlaki
del Volga en un cuadro que figuraba en todos los libros de texto soviéticos como una denuncia de la esclavitud bajo los zares.
Para un «servicio de transbordador» permanente con ayuda de los
burlaki,
la distancia entre el mar Blanco y el lago Onega era demasiado grande; de eso fueron también conscientes los comerciantes y concesionarios. Un canal en el lugar de la pista de arrastre reduciría el tiempo de navegación de San Petersburgo a Arjangelsk de dieciséis días a menos de una semana. Se estudiaron numerosos trazados posibles; los croquis estaban ahí, pero, lamentablemente, los señores capitalistas no lograron la financiación para el proyecto.
«Los bosques, pantanos y cascadas permanecieron intactos», constataba el autor de
Belomor.
«Karelia se mantuvo todavía como la tierra de los pájaros sin miedo».
En 1931 los camaradas decretaron que había que emprender la construcción del canal. «No a largo plazo, sino ahora, de inmediato, en unos quince, a lo sumo veinte meses. ¿Triunfaría la Unión Soviética en lo que fracasó la Rusia zarista?».
Seguí hojeando el libro y me detuve en las fotografías en blanco y negro. En la página 253 se veía a una mujer con un delantal de paño taladrando la tierra con una perforadora. «Transformando la naturaleza, el ser humano se transforma a sí mismo», rezaba el pie de foto.
Algo de verdad había en eso.
En
Belomor,
las obras de excavación se presentaban como una labor heroica: «De noche el lugar se ilumina, como la calle Gorki en Moscú. En la oscuridad flotan penachos de humo. Se oye el silbido de las locomotoras. Mientras tanto, miles de trabajadores pululan por el fondo del canal, el talud y los bosques. Esto no se ha visto jamás, ni en el cine. Y pensar que todos son delincuentes».
En una misma cuadrilla puede uno encontrarse con ladrones de ganado caucásicos, especuladores en bolsa judíos y contrabandistas de diamantes siberianos. Sin embargo, el grueso de los que cumplen condena en el gulag son
kulaks:
campesinos que poseen apenas una vaca o un caballo más que el paisano medio. Éstos se han resistido en bloque a la colectivización de la agricultura reteniendo el trigo o el ganado, pero ahora se les ofrece, al igual que a los demás soldados del canal, una nueva oportunidad «en la escuela socialista del trabajo».
Los «ingenieros-saboteadores» constituyen una categoría especial de prisioneros. A este clan de contrarrevolucionarios, extendido por toda la Unión, se le acusa de haber boicoteado deliberadamente el Plan Quinquenal. Como una quinta columna, habían intentado arrojar arena en la maquinaria socialista cometiendo deliberadamente errores de cálculo y fallos solapados en los proyectos. Su cabecilla era un tal profesor Riesenkampf, un alemán del Volga que había hecho fracasar una obra de irrigación en el desierto centroasiático. Para resarcir al Estado, Riesenkampf y sus colaboradores son obligados a hacerse cargo del proyecto del canal Belomor. En un principio esto sucede en los despachos de la Lubianka en Moscú, sede de la policía secreta, ante unas mesas de dibujo que han sido dispuestas en orden de batalla en la sala de arriba.
Los ingenieros-saboteadores, todos ellos hidrólogos, por cierto, reciben la orden de diseñar diques de tierra con el objeto de hacer navegables los lagos de Karelia en el trayecto del canal. A continuación se les manda hacer los planos de diecinueve esclusas, trece de ellas con doble cámara. Se les ordena que en el diseño de sus construcciones no cuenten ni con cemento ni con metal: no habrá otro material disponible que la madera, el único que existe en abundancia sobre el terreno.
En el campo, los reos disponen de 70.000 carretillas y 15.000 caballos. Debido a la escasez de fuerza de tracción animal, los prisioneros han de realizar servicios de doce horas que son descritos como «suplencia temporal de las labores de los caballos». En tales casos, se uncen (como los
burlaki)
a los troncos. A pesar de todo, no hay ningún vigilante que los espolee a latigazos, al contrario: a los soldados del canal se les estimula mediante música de acordeón y toque de trompetas, con el fin de que remuevan más tierra y compitan entre sí.
La Brigada de Agitación de Antiguos Delincuentes se pasea por todas las esclusas en construcción y canta en un falsete chillón: «Dándole a la naturaleza una lección / pronto llegará nuestra liberación».
Las adversidades, tormentas de nieve, roturas de grandes y pequeños diques, se suceden, pero también se alcanzan éxitos. En un esfuerzo común, se amansan o cortan las borboteantes aguas de los arroyos.
Belomor
está lleno de historias cuyo final feliz justifica los hechos.
Madames
de prostíbulo ucranianas y bandidos georgianos caen ante el socialismo como fichas de dominó. Uno de los ex saboteadores, Maslov, ingeniero de cuarenta años, se siente un hombre nuevo tras la cura de trabajo. Tras serle concedida la Orden de la Bandera Roja por su diseño en forma de diamante de las compuertas de la esclusa, en 1933, Maslov obtiene la libertad anticipada, pero decide permanecer en el campo ya que desea poner el resto de su vida al servicio de la «hidrotecnia socialista».
El verdadero héroe del libro
Belomor
es el agente del GPU, que ejerce de vigilante del campo en calidad de «guardia personal del proletariado». Va enfundado en un «largo abrigo de color ceniza» o «una chaqueta de cuero» y suele aparecer en el vano de la puerta de los barracones con las piernas separadas o sobre una balsa que flota en el río. Infatigable, su gorra calada hasta las cejas, expone «qué es la verdad y el socialismo». Su tarea —la forja de individuos— requiere dominio y una paciencia de santo, «dado que el material humano primario se deja labrar con mucha más dificultad que la madera».
Hacia la mitad de
Belomor
me encontré con el menú que se servía en el campo. Su descripción me recordó a Sasha Avdeienko, el integrante más joven de la brigada de escritores. En su mirada retrospectiva, éste contó que nunca se le había olvidado el pollo al estilo de Kiev que le sirvieron a modo de comida de recepción en la Colina de los Osos: «Un exquisito placer culinario, ¡y en tiempos de carestía!».
En todos los barracones colgaba un cartel, adornado con un motivo floral, donde se anunciaba la ración diaria a la que tenían derecho los soldados del canal:
Sopa de col, 1/2 litro.
Papilla de carne, 300 gramos.
Filetes de pescado con salsa, 75 gramos. Pasta de hojaldre con col blanca, 100 gramos.
Sasha Avdeienko se había sorprendido al advertir que se trataba de una comida completa, algo excepcional en una época en que la fundación de koljoses en la campiña había degenerado en hambre. Pero ¿recibían los soldados del canal realmente su ración? En
Belomor
no encontré ninguna referencia a ello, salvo la alusión al hecho de que, al final, los mejores obreros no recibían ya cintas rojas, sino «panecillos como recompensa». En una de las fotografías en blanco y negro se ve a un guarda del campo con fusil al hombro que, asediado por ávidas manos tendidas hacia él, reparte los panecillos desde un contenedor.
Los escasos pasajeros que se apeaban en la Colina de los Osos eran recibidos por recipientes de grosellas y rebozuelos, botes de miel, cestas con pescado seco. Las mujeres, encogidas bajo el peso de los años, ofrecían sus mercancías a los pasajeros, pero apenas alcanzaban las ventanillas del vagón. En cuanto el tren se perdía de nuevo en el bosque, entre silbidos, también ellas se disolvían en la nada.
La estación parecía un chalet alpino, pero, a diferencia de lo que sucede en las estaciones de esquí, en esta colonia de 20.000 almas no había penetrado publicidad alguna. En los andenes no vi por ninguna parte al hombre de Marlboro, omnipresente en Rusia, ni a los windsurfistas bebiendo Fanta. La única valla publicitaria (pintada a mano) era un anuncio de la asociación de caza local.
«Calle Felix Dzerzhinski, número 208», apunté.
El complejo forestal estaba atravesado por una avenida recta, la calle Dzerzhinski. Sentí un ligero escalofrío al recordar que en ese lugar habían marcado el paso 126.000 enemigos del pueblo.
El asfalto, sembrado de hojas de árboles del tamaño de una mano, conducía inevitablemente hacia una plaza con un hotel. Los prisioneros de Belomor habían construido ese coloso de piedra natural para recibir a Stalin como correspondía a su dignidad. Yo tenía la intención de alojarme allí, pero el edificio, sustentado sobre columnas agrietadas, no merecía mi confianza para pasar la noche. Del canalón del tejado asomaban matas de hierba y brotes de abedul. La única puerta que podía abrirse daba acceso a un sótano situado debajo de una de las alas. El hueco de la escalera olía a serrín y resina; las catacumbas del Hotel Stalin debieron de albergar en su día una carpintería.
Una flaca silueta enfundada en un guardapolvo alzó la vista de su talla en madera. Estuvo en un tris de levantarse de un salto y cuadrarse. Carpintero Nikolai Yermanchuk. Al parecer me había tomado por un funcionario de Hacienda u otra modernidad semejante. Tan sólo cuando le pregunté con acento extranjero por dónde entraban los clientes se relajó, sacudiéndose unas virutas de los puños.
—El hotel lleva años cerrado —dijo.
Le pregunté si sabía cuál había sido el aspecto del hotel en su época de máximo esplendor y el carpintero, parco en palabras, empezó a soltar fragmentos de información.