Ingenieros del alma (34 page)

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Authors: Frank Westerman

Tags: #Ensayo,Historia

BOOK: Ingenieros del alma
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Dzhamar Aliev observó que los mismos dignatarios que en 1980 habían aclamado el cierre del estrecho volvían a prorrumpir en aplausos durante su reapertura. Me enseñó un boletín del
US Geological Survey
en el que se documentaban la desaparición y el retorno de Kara Bogaz con imágenes de satélite de 1977, 1987 y 1997. La leyenda decía: «La bahía de Kara Bogaz añade a la consabida inestabilidad de las fronteras nacionales un elemento de inestabilidad física».

Antes de conocer a Ibrahim-Aka en el zoco, y contratarlo a él y su furgoneta Daewoo para mi viaje, había comprado un mapa de carreteras de Turkmenistán en una tienda de recuerdos. Deduje que era una edición actual por el uso de la escritura latina (a diferencia del alfabeto cirílico impuesto antiguamente por Moscú). Y, en efecto, Kara Bogaz sobresalía de nuevo como una concha azul celeste en la arena del Karakum.

Los nuevos puntos de referencia en el paisaje estaban señalizados con pequeños dibujos. Uno de ellos era la mezquita de Geok-Tepe. Ese templo, compuesto por cuatro minaretes y una sala de oración donde podían arrodillarse simultáneamente cuatro mil fieles, había sido construido por el francés Martin Bouygues a finales de los años noventa.

Ibrahim-Aka había visto a menudo al constructor bretón en compañía de Turkmenbashi en el telediario.

—Se saludan con infinitos besos y abrazos —comentó con horror.

Mi conductor me contó, por encima del zumbido del motor, que el santuario que aparecía en el horizonte era una réplica («si bien algo mayor») de la mezquita mandada construir por el rey Hassan en Casablanca.

—La de Marruecos también la edificó Bouygues. Cuando nuestro presidente visitó al rey Hassan se dijo: quiero una igual.

Los cuatro minaretes emergían del paisaje cual lanzas. Desde su altura de 63 metros (años a los que falleció Mahoma) custodiaban la cúpula color jade de 40 metros (años a los que Mahoma se reveló como profeta).

El propio Ibrahim-Aka, que como vigilante nocturno de la escuela inglesa frecuentada por hijos de diplomáticos había reunido suficientes manats para comprarse una Daewoo nueva, resultó ser un musulmán devoto. Cada cierto tiempo conducía su furgoneta hacia el borde de la carretera, desplegaba una pequeña alfombra e inclinaba su arrugada frente en dirección a La Meca para rezar. Sin embargo, Ibrahim-Aka recelaba de la profesión de fe del presidente, al que acusaba de «destinar la mitad de las reservas del tesoro público a la construcción de templos para uso propio».

—¿Has visto la
trinoshka
de Ashjabad?

Estallé en risas:
trinoshka,
«pequeño trípode», me parecía un nombre un tanto despectivo para una torre de setenta y cinco metros que culminaba en un Turkmenbashi dorado y alígero, representado con los brazos abiertos. La estatua del autoproclamado soberano del desierto giraba al compás del Sol, poniendo de manifiesto con su postura que en el Universo existían tan sólo dos puntos de referencia: el Sol y el presidente.

Ajuicio de Ibrahim-Aka, la mezquita de Geok-Tepe no era sino una muestra más de esa misma megalomanía. La construcción se elevaba sobre los vestigios de una fortaleza de adobe, desde la que los tekke, la tribu a la que pertenecía el presidente Turkmenbashi, habían repelido la agresión del ejército conquistador del zar en 1879. Dos años más tarde, los porfiados jinetes tekke fueron arrollados por completo, pero ésa no era la batalla que pretendía conmemorar el Caudillo de los Turcomanos. Al contrario, se trataba de glorificar a los antepasados del presidente que lograron retrasar el avance de los rusos con la ayuda de Alá.

La carretera de cuatro carriles terminaba en una rotonda. A la izquierda, el terraplén de Geok-Tepe, invadido por las matas de hierba; a la derecha, la mezquita con sus enhiestos minaretes. Si no fuera por un mulo suelto y un grupo de colegiales uniformados que atravesaban la calle, uno tendría la impresión de encontrarse en un lugar de peregrinación desierto. Optamos por seguir de frente y nos topamos con el primer control de policía.

Nos detuvo una cadena con banderines rojos tendida a la altura del parachoques. Ibrahim-Aka se apeó de la furgoneta y entró en el pequeño edificio rectangular de vidrio y aluminio. Lo vi gesticular ante dos funcionarios; las gorras de policía se juntaron y, al cabo de unos segundos, mi conductor regresaba por la senda de gravilla para informarme de que también deseaban comprobar mis documentos.

Mis temores se confirmaron: los dos agentes anotaban el nombre de cada viajero en un gran registro de migraciones.

Faltó poco para que me bautizaran Alcalde de Ámsterdam. Pero les expliqué que aquel término se refería a la persona que había expedido mi pasaporte.

Una de las gorras se levantó de golpe. Dos penetrantes ojos asiáticos se clavaron en mí. ¿Era yo el vivo retrato de mi fotografía?

Sí, lo era.

El policía encargado de apuntar mis datos hojeó el pasaporte en busca del visado, donde se me prohibía expresamente salir fuera de la capital, Ashjabad. El hombre, pensativo, miró un momento su calendario; por lo que parecía, deseaba cerciorarse de que no hubiera expirado el período de validez.

—Aquí tiene.

Para mi sorpresa, me devolvía el pasaporte. Ibrahim-Aka recuperó su carnet de conducir. Teníamos carta blanca para emprender la siguiente etapa.

—¡Son unos semianalfabetos! —exclamó Ibrahim-Aka nada más arrancar su furgoneta.

Puso una cinta de una cantante turca que, a juzgar por la imagen de la funda, también bailaba la danza del vientre.

—¿Has visto? Esos pobres diablos todavía no se han aprendido el alfabeto latino, aunque fue introducido en 1993.

Me acordé de Amansoltan; de su vergüenza al tener que admitir que no sabía escribir la dirección del Instituto del Desierto. Saltaba a la vista que la historiadora de la química no era la única que se había quedado estancada en el sistema lingüístico anterior. Me di cuenta de que para llegar a ser alguien en el Turkmenistán de Turkmenbashi hacía falta una gran agilidad mental. Como por arte de magia, uno tenía que ser capaz de sustituir las obsoletas verdades de siempre por unas realidades nuevas, cambiando la hoz y el martillo por el algodón y el caballo, el rojo por el verde, la parada del 1 de mayo por el desfile del 27 de octubre (Día de la Independencia). Había que actuar con oportunismo, y no todo el mundo estaba en condiciones de hacerlo.

En la víspera de mi viaje había pasado por casa de Amansoltan para preguntarle por los diez años de la inexistencia de la bahía de Kara Bogaz. ¿Por qué nunca me había hablado de ello?

Se lo había impedido su dignidad. La doctora en química se negaba a utilizar la palabra «desecación». Según ella, Kara Bogaz había sido «liquidada» por sus maestros soviéticos en un ataque deliberado contra la naturaleza de su región natal.

—Me sentí traicionada —confesó y, entre resignada e incrédula, añadió—: No alcancé a comprender cómo se podía abandonar de buenas a primeras la extracción de sal, puesta en marcha con tanto esfuerzo y sacrificio.

Obviamente, en la primavera de 1992, ella también recibió a Turkmenbashi como a un héroe. Rememoró las excitadas voces de sus vecinos: «¿Lo has visto en la tele?». Durante una fracción de segundo, Amansoltan había dudado si los rusos consentirían el derribo de «su» presa sin oponer resistencia, pero al mismo tiempo era consciente de que los nuevos mandatarios del Kremlin tenían otras preocupaciones.

La bahía de Kara Bogaz se restableció de forma milagrosa; la costra de sal se disolvió y volvieron los flamencos, los patos y los pelícanos (a los que Amansoltan llamaba «cotillas»).

Lo único que jamás se recuperó fue la industria de la sal de Cabo Bekdash.

—En realidad no es de extrañar. No olvidemos que antes debía su existencia a la economía planificada.

En la época en que las fábricas funcionaban aún a toda máquina, GosPlan —el Servicio de Planificación Central— se ocupaba de la venta de la producción, las vacaciones de los trabajadores y la llegada de frutas y verduras frescas. Dos veces a la semana aterrizaba un Antonov procedente de Moscú. Sin embargo, en 1991 los vuelos de abastecimiento se suspendieron y, a partir de ese momento, la vida en la pequeña ciudad surgida en torno al complejo químico se tornó insoportable.

Amansoltan no había vuelto a pisar Bekdash desde la lectura de su tesis doctoral en 1978. Me dijo que no estaba dispuesta a sufrir más decepciones. La profesora ya jubilada estaba realizando los últimos preparativos antes de retirarse al majestuoso valle del Ushboi —formado hace siglos por el río Oxus—, por donde había vagado a caballo junto a su madre antes de la aparición de los soviets. Amansoltan me habló de un
aul
ajeno al progreso, una aldea de casitas de adobe llamada Fuente de Oro. Había un pozo de agua, un corral para el ganado y un mercado semanal de camellos y ovejas. El año anterior, durante los meses de verano que pasó allí, había vuelto a encontrar la serenidad por primera vez en mucho tiempo.

—En ningún lugar el cielo está sembrado de tantas estrellas —me dijo—. Incluso durante las noches de luna nueva se ve perfectamente por dónde se camina.

La escuché y pensé: esto es lo que se entiende por «retorno a las raíces». Pensé asimismo: ¡qué vana la intervención de los soviets en la vida de Amansoltan!

Aunque el sol de primavera todavía no resultase abrasador, las rocas de basalto que resguardaban el puerto de Krasnovodsk/Turkmenbashi se notaban aún calientes al final del día. El último puesto de policía antes de llegar a la ciudad se hallaba justo en lo alto de la cresta rocosa, pero se encontraba temporalmente fuera de servicio: los agentes de turno estaban cenando unos pinchos de carne con sus grasientos dedos y dejaban que el escaso tráfico discurriese libremente.

El puerto que se extendía a nuestros pies era, a un tiempo, encantador y feo. A lo largo del muelle, y bajo un entramado de cables de alta tensión, se sucedía un batiburrillo de cascos de buques, almacenes, raíles, chimeneas y embarcaderos. Sin embargo, a la sesgada luz del atardecer, con el mar Caspio y el cielo de tarjeta postal como telón de fondo, la acumulación de edificios despertaba una sensación de intimidad. El viento del mar, el
mariana,
había amainado.

Según criterios metropolitanos, la ciudad de Turkmenbashi no podía calificarse de bulliciosa, ni siquiera de animada. El hecho de que yo no sintiera demasiada aversión por el hotel Khazar, de pronunciados rasgos espartanos, y considerase perfectamente comestible el
risotto
servido en el restaurante con apariencia de cantina, se debía sin duda al inmenso vacío que se había apoderado de mí durante el viaje. Aplaqué el sentimiento de desolación bebiendo cerveza con ansia. Durante todo el día habíamos seguido el canal de irrigación más largo del mundo, «la arteria vital de Turkmenistán», y no habíamos visto ni una planta de algodón. La temporada no comenzaría hasta después de las fiestas de primavera del mes de marzo, fechas en las que se reanudarían también las peleas de gallos y los torneos de
baiga,
un juego primitivo («rugby a caballo») en el que unos jinetes tratan de apropiarse de una oveja muerta arrebatándola a la otra parte.

Aún no había ni rastro de ese sensacional evento. Era como si la población del Karakum saliera adelante a golpe de promesas y expectativas. En un panel junto al hipódromo del pueblo petrolero Nebit-Dag se anunciaba la celebración de una gran
baiga. Y
a lo largo de la carretera había paneles que prometían PROSPERIDAD DENTRO DE DIEZ ANOS. Sin olvidar la pintura futurista del Koljós de la Gloria: en la puerta de entrada aparecía un oasis con palmeras y cítricos, iluminado por la radiante cabeza del presidente Turkmenbashi (que ocupaba directamente el lugar del sol). Al bajar de la furgoneta para admirar de cerca el futuro paraíso pude leer que estaba previsto inaugurar el edén en el año 2005 en la costa este del mar Caspio. Con ese fin, los cinco primeros años del nuevo milenio se emplearían en prolongar el canal Turkmenbashi otros trescientos kilómetros, hasta el delta seco del Oxus.

El «Rey Sol» Turkmenbashi deseaba pasar a la historia como el hombre que había devuelto el Amu Daria al mar Caspio tras seis siglos de vagabundeo. Se le había metido en la cabeza el firme propósito de quedar por encima de Pedro el Grande (cuya expedición militar se había estrellado en 1717 contra el khanato de Jiva) y Stalin (quien había tenido que renunciar a la construcción del Gran Canal de Turkmenistán en 1947).

De súbito comprendí hasta qué punto Turkmenbashi, dictador a la vez que promotor de obras hidráulicas, se ajustaba al perfil del déspota oriental. Consciente o inconscientemente, seguía los pasos de Tamerlan, el soberano del siglo
XIV
que mandó construir
aryks
(acequias de riego) a las tribus por él sometidas, hasta el agotamiento, y que engalanó la región comprendida entre el Amu Daria y el Syr Daria con palacios, escuelas coránicas y mezquitas a mayor honor y gloria de sí mismo. Anticipándose a la culminación del tramo de trescientos kilómetros aún pendiente de ejecución, el dirigente turcomano había promulgado un decreto: «El canal Turkmenbashi pasa a denominarse con fecha de hoy, 3 de mayo de 1999, río Turkmenbashi».

El segundo día por la mañana compramos una caja de agua embotellada de la marca Kyzliar, procedente del Cáucaso, en un puestecillo frente a la estación de tren. Calculé que el precio de un litro de agua potable equivalía al de tres litros de gasolina.

—Es absurdo —observé.

Pero Ibrahim-Aka me advirtió de que en Cabo Bekdash el agua dulce sería aún más cara.

El reloj de la estación daba las nueve mientras aceptábamos una última taza de té a la miel de un niño con cara de viejo y con los zapatos desgastados. Pensé que, setenta años atrás, Konstantin Paustovski había estado contemplando los trenes rusos desde detrás de aquella fachada arabizante (sobre la entrada aún se leía el nombre «Krasnovodsk» por debajo de la capa de pintura). «Los incandescentes vagones de mercancías se me antojaban el único vínculo tangible con Rusia», escribió. Entre las rocas de basalto que dominaban la ciudad retumbaban «las detonaciones de los disparos efectuados por las bandas de guerrilleros
basmachi
contra las unidades soviéticas». El punto en el que yo me hallaba estaba como mucho a dos minutos andando de la concurrida terminal de pasajeros situada junto al muelle, el lugar donde antaño se erigía el pequeño edificio portuario. ¿Cuántas veces no habría recorrido Paustovski esa distancia, aguardando a los petroleros
Frunze y Dzerzhinski?

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